¡SPECTRUM!

(El Origen)



¡LA LEYENDA DE SPECTRUM!
               (EL JUSTICIERO)
SERIE DE AVENTURAS ORIGINAL DE YANKO DURAN,
ESCRITA POR YANKO DURÁN.-

EPISODIO 1
     
—¡Dios Santo, pero es que no en­tiendo nada de esto! ¿Quién  es usted? —dijo el hombre más joven, empapado y desconcertado—. ¿Por qué me ha traído a este horrible lugar en una noche como esta...? 
Su voz, ronca de sobresalto y desconcierto, resonó en la boca de la caverna como una terrible premonición. La tormenta estalló con enloquecedor frenesí. El médico retrocedió dos pasos y miró hacia el borrascoso cielo al escuchar un horrísono trueno. La noche era absolutamente impenetrable, sobrecogedora. La lluvia caía en gotas gruesas y espesas como lágrimas de niño. Era una de esas noches propicias para el recogimiento hogareño de las gentes buenas y sencillas, pero de desesperación y de temor inexplicable para las conciencias que no sienten bullir dentro de sí la paz de las acciones bien hechas. Ésta sería una noche memorable para todos los habitantes del pueblo de San Miguel, en los llanos guariqueños.
—Oiga, señor, ¿pero qué es lo que está pasando aquí? —dijo, con tono exa-geradamente asustadizo, el joven atlético y de facciones un poco toscas—. Esta cueva parece no tener fin y está muy oscuro...  ¿Qué vinimos a hacer aquí...?  ¿Qué quiere de mí...? ¡Señor, contésteme, por favor!
—¡Calma, joven..., calma! —aconsejó, restallante, el anciano que guiaba al indeciso Julio César González por los vericuetos de aquella caverna como si no necesitase de luz para orientarse, o cual si la conociera como a su propio hogar. Completó la recomendación con profunda voz de bajo—: El hombre que no sabe controlar sus emociones es esclavo de ellas.
—Bueno —suspiró Julio César, aliviado—, por lo menos se ha dignado con-testarme. ¡Ya me tenía nervioso!
—Los nervios no son más que fieles servidores de nuestras emociones, así como las emociones son fieles vasallos del espíritu —dijo el anciano del bastón, con tal solemnidad, que más bien parecía estar en un lujoso salón dictando una conferencia y no en una oscura cueva de los llanos centrales de Venezuela—; de modo que si tienes tranquilidad de ánimo ejercerás control sobre tus emociones y serás amo y señor de tus impulsos nerviosos.
A su pesar, el médico citadino se impresionó, probablemente por lo extrava-gante de aquellas sentencias en hora y lugar tan inapropiados.
—Sabias palabras, señor —murmuró, por compromiso, y de golpe se atrevió—: Mire, por cierto, ni siquiera sé su nombre, y ... ¡Oh...!
Julio César González calló, repentino. Al girar hacia la izquierda se habían topado bruscamente con una enorme galería profusamente iluminada con antorchas de brea y en ella varios hombres de los notables del pueblo, sentados en rocas, quienes les miraban, impasibles. La sorpresa fue mayúscula, e incon-tenible:
—¡Pero, ¿qué es esto?! ¿Qué hacen ustedes aquí...?
Se hizo un ominoso silencio. Los tres hombres no se movían, pero sus ojos miraban al extraño anciano del bastón. Julio César González no aguantó más:
—¡Mire, maestro —dijo, respetuoso pero decidido—, o me explica qué guarandiga ésta pasando aquí o me voy muy largo al carrizo, pero ya!
—Escucha, hijo —dijo el viejo, suavizando el tono—; mi apelativo es Kanyú, y estás aquí por una razón muy especial, que pronto conocerás...

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¡Un violento golpe asestado en la mesa por el furioso puño de su jefe sobre-saltó al bandido llamado Froilán!
—¿...Pero qué infiernos es lo que estás diciendo, condenado...?  ¿Qué diablos te pasa? ¿Estás borracho o qué?
Froilán retrocedió dos pasos, amedrentado, a pesar de estar acostumbrado a las súbitas y peligrosas calenteras del hombre apodado Chacal.
—¡No, jefecito!... Le juro que tengo como quince días que no me echo un pa-lito porque me tomé unos remedios que me mandó el dotor y me recomendó que...
—¡Cállate, imbécil! —gritó el jefe de la banda, enardecido—. ¿Qué me im-portan a mí tus problemas, ah?
—Bueno, jefecito, como usté 'ta preguntando si 'toy rascao, yo le 'toy con...
Una expresión feroz se pintó en el semblante del Chacal al interrumpir a su patizambo secuaz:
—¿Y si no has estado emborrachándote como dices, por qué vienes a con-tarme esa maldita historia...? ¿Es que quie­res impresionarme es la cuestión?
—¡No, no, no, jefecito...! ¿Cómo se le ocurre...?
—¿Por qué carrizo me sales con esas men­tiras entonces, Froilán, ah....?
—¡Pero si no son mentiras, jefecito!... Mire, se lo juro por mi madre santa, que murió de un tiro en la cabeza cuando unos tipos jueron a mi casa a...
—¡Sal inmediatamente de mi cuarto si no quieres que te corte el pescuezo por mentiroso!
Froilán, un sujeto alto y desgarbado, más flaco que una caña, se enserió:
—¡Pero es que no es mentira, Chacal! ¡Yo lo vi con estos ojos míos! ¡’Taba toíto vestío 'e negro y llevaba un trapo en la cara; mejor dicho, no se le veía la cara¡
El Chacal se quedó mirando con adustez a su lugarteniente. La rabia dio paso al desconcierto:
—¿...Y dices que era...?
—¡Sí, Chacal: era él, era Él!

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El hombre (alto, bastante más que el promedio de los habitantes de San Mi-guel), tenía el cabello abundante y plateado; el rostro estaba finamente cin-celado y destacaba la nariz, muy perfilada y altiva. Los ojos (de un gris borrascoso) podían ser fríos en ocasiones, cuando el abogado y Juez de la región necesitaba ser amedrentador. Don Álvaro Carrillo (que estaba ya en la raya de los sesenta años) vestía una bata de paño azul y chinelas del mismo color. Tenía en la mano, encendida, su enorme y lujosa pipa hecha de espuma de mar. Su expresión era dubitativa. Se sirvió una generosísima ración licor de una enorme botella empotrada en un artilugio de hierro que le permitía (a la botella) moverse hacia atrás y hacia delante como un porfiado. Bebió de un golpe la mitad del líquido. Resopló, regañado, y se acercó con paso lento a la ventana de su despacho. Afuera, la lluvia batía contra los cristales, amenazante. El Juez sopló una gran y perfumada bocanada y murmuró para sí:
—¡Dios, qué nochecita! ¡Parece un diluvio esto!... Y ese rumor... ¿Será cierto...? ¿En verdad habrá aparecido otra vez por estos rumbos la figura de Spectrum
Un surco de incredulidad se dibujó en la de por sí arrugada frente de la pri-mera autoridad civil de San Miguel. Con gesto cansado regresó a su sillón giratorio y terminó su brandy.
—No... Eso no puede ser verdad. Debe ser uno de tantos chismes que de tanto en tanto circulan por el pueblo. ¡Spectrum desapareció de por aquí hace ya muchos años!... Jamás se le volvió a ver ni se volvió a saber de él... ¡Bah! —hizo, con gesto de desdén, y se sirvió más coñac—. No son más que habladurías de esta gente que de cualquier tontería, como decía el Generalísimo Miranda, arman un bochinche.

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—¡Las aguas impetuosas de los torrentes se disgregan y separan en infinitos cauces antes de llegar al mar —estaba diciendo el delgado viejo llamado Kanyú al tiempo que agitaba con energía su cayado—, pero las mansas de los arroyos arriban a su destino con placidez, Julio César González!
—No, sí, está bien, señor Kanyú, yo lo que digo es...
—Nada debes temer, joven médico; esta noche se decidirá tu destino.
—Sí, perfecto, de acuerdo, señor Kanyú —afirmó cortesmente—... Está muy bien, pero...
—Siéntate en esa roca junto a tus compañeros, y no te extrañes; ellos están mudos a petición mía. Cada cosa a su tiempo.
El atlético doctor en medicina Julio César González estuvo a punto de mandar al viejo Kanyú y sus acompañantes a la porra, cansado del jueguito y los misterios, pero con un último esfuerzo de voluntad, se resignó.
—¡Está bien, perfecto, perfecto, lo haré, aunque no entiendo ni jota!
El flaco (aunque vital) anciano vestido con un curioso sayo blanco se irguió cuan alto era y sus ademanes y expresión adoptaron una solemnidad tan severa, que los cuatro hombres que le contemplaban se envararon:
—Hace ya muchos, muchos años, cuando yo era joven y mi cuerpo ágil y fuerte como el de ustedes ahora, cabalgaba por estas tierras de dios en su magnifica bestia apodada Huracán un misterioso jinete enmascarado todo vestido de negro. Las gentes decían que era el mismo diablo buscando el perdón del Todopoderoso para volver a ascender al lugar de donde había caído, porque hacía el bien y protegía y ayudaba a los campesinos pobres y necesitados en contra de los ricos y explotadores que en todas partes crecen como las malas hierbas... Era un ser muy hábil con el revólver y el machete, y una verdadera fiera peleando con los puños y los pies en el más genuino y antiguo kárate... Así, pasado el tiempo, cuando la paz y la justicia reinaron en estos llanos y la tierra abrió su fecundo vientre para que todos se alimentaran por igual de sus frutos, el misterioso enmascarado, a quien unos apodaban El Espectro y otros simplemente Spectrum, se despidió en la plaza del pueblo de San Miguel con estas palabras...
El eco de un retumbante trueno llegó hasta la cámara de la caverna donde se encontraban Julio César González y los otros hombres del pueblo. El tono del anciano Kanyú se tornó metálico y rejuvenecido al evocar y repetir la despedida del justiciero llanero:
“En el tiempo en que la injusticia y la maldad vuelvan a emponzoñar estas tierras, porque el mal siempre retoña, también yo volveré a com­batirlas”, y así diciendo espoleó al nervioso Huracán y se esfumó en la negrura de la noche.
—Es cierto —dijo uno de los hombres—; cuando yo era pequeño mis padres hablaban de vez en cuando de ese jinete justiciero, El Espectro.
—Mucho ha llovido en el llano desde entonces —prosiguió el viejo Kanyú—, ¡pero yo creo, amigos míos, que ya es hora de que Spectrum regrese a imponer justicia en estas tierras!
                                               (Continuará...) 




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