(Micro-relato)
“La víspera del séptimo día del séptimo mes del año tres veces séptimo, con el sol en lo más alto, el cielo será avisado con una lanza de ruido.”
Así rezaba la profecía conocida en toda Pamplona desde el siglo XIV.
Y hoy era 6 de julio de 1777.
“Debo llegar”, murmuró el hombre de camisa blanca y pañuelo rojo al cuello. Tres días ha que jinete y caballo devoran leguas para cumplir con el designio.
La Plaza del Castillo aún estaba lejos. Pronto sería mediodía.
Exigió a su cabalgadura, que apuró un poco el extenuante paso..., y cayó, reventada. Bajo el calor agobiante, el Designado siguió su marcha. La campiña amarilleaba como un mar de luz.
El paquete iba envuelto en una piel de cerdo, protegido contra intemperancias climáticas.
“Puede que todavía sea tiempo”.
Apuró el último trago de la bota. Llegó a la Plaza Consistorial. Le ayudaron a subir al balcón del ayuntamiento.
“¿La hora?” -preguntó, estertoroso.
“Mediodía”, alcanzó a oír, y entonces desenvolvió el petardo volador que desde entonces y para siempre señalaría el inicio formal de las fiestas Sanfermines.
Antes de encender el chupinazo, agotó su último aliento:
—¡Pamploneses, Pamplonesas: Viva San Fermín! ¡Gora San Fermín! -gritó.
Y se desplomó. Muerto.
("Chupinazo", Cohete que inicia la fiesta de San Fermín en Pamplona, España)
No hay comentarios:
Publicar un comentario