LA CORONELA

Yanko Durán






“LA CORONELA”


Ensayo histórico-dramático en 2 actos 




OTRA PUBLICACIÓN DE

Hecho el Depósito de Ley:
Ifi25220138002219
ISBN: 978-980-12-6708-9
Licencia SAFECREATIVE
(Todos los Derechos Reservados)





<IN MEMORIAM JOHN CARYL DURÁN GONZÁLEZ>





Esta obra es una versión teatral de “Los Fantasmas de Paita”
del mismo autor, novela ganadora de Mención Especial en el 
II Certamen Internacional de Novela Corta GIRALDA, 
en Sevilla, España, en 2012) 





Personajes 

(por orden de aparición) 


Anfitriona 

O’leary (48) 

Manuela (53) 

Jonatás (56) 

Róbinson (80) 

Cónsul (40) 

Bolívar (44) 

Manuela-Joven (31) 

Alcalde (50) 

Fergusson (30) 

Guerra (38) 

Tejada (50) 
 
Carujo (40) 

Hormet (35) 

González (55) 


 
(Nota: los personajes que no participan directamente en la acción en Paita son, de algún modo, hijos de la desmemoria de Manuela Sáenz, por más que sean históricos. Serán como sombras en el escenario, retazos de nostalgias, cuadros sin terminar. 
La acción transcurre durante una fría tarde de febrero del año 1843 en una ruinosa vivienda de Paita, puerto ballenero del Perú. Hay escenas que evocan el año 28 y pueden hacerse en ángulos neutros, con algún elemento de utilería, como la que evoca la habitación de Simón Bolívar en el Palacio de gobierno San Carlos de Bogotá. Estas escenas retrospectivas se podrían enriquecer (a discreción del director) con imágenes y documentos de la época, proyectadas en una pantalla habilitada a tal fin, aunque no es imprescindible en las exigencias del montaje.)



A c t o    P r i m e r o 


(El decorado principal es la sala de la humilde casa de Manuela Sáenz frente al puerto de Paita, Perú. Vivienda de un solo piso. Del fondo del foro (se supone que de puerta de calle) nace un corto y estrecho corredor provisto de sencilla baranda de madera que da acceso a la sala. Las puertas que dan al excusado y a la única habitación se ven ruinosas, desvencijadas, con lepras de pintura. Mobiliario escaso y viejo. Una ancha silla de cuero con ruedas y piquera (es el vehículo de Manuela); un escaño o banco de roble con cojines forrados en lienzo; gran mesa cuadrada en el centro llena de libros, papeles, tintero, ollas, botellas, etc; algunas silletas de estera, muy deterioradas; en un extremo, tosco armario de madera con platos y útiles de comedor, y en el opuesto, una cómoda hamaca de Guayaquil. Las paredes, muy rústicas, tienen agujeros para que circule el aire; de ellas cuelgan, tres en cada lateral, seis cuadros o dibujos a crayón de otros tantos perros de distintas razas, todos famélicos e innobles, enmarcados burdamente. En sitio destacado, una pintura de Simón Bolívar en uniforme de general. En el foro, un telón de fondo o croma o diapositiva retrata la bahía y puerto de Paita en 1843, o un ángulo de mar con caserío de la época, etc.) 

Con la sala a oscuras, se escucha una guitarra española que toca un aire folklórico peruano de aquel tiempo. 

Se enciende un seguidor para la Anfitriona, quien viene desde la última fila, atraviesa por entre el público, sonriente, y se ubica en el proscenio. Viste elegante y moderna, en contraste con la época de la obra.) 


Anfitriona
(comienza a hablar desde la entrada) Damas y caballeros, en el ensayo dramático que ahora presenciarán, los personajes y hechos descritos son ciertos; los diálogos están sustentados en la historicidad. (se desplaza por el proscenio) Aclaremos, igualmente, que la reconstrucción del momento real no debe momificar lo que se pretende vitalizar. Tennesse Williams dice que “quien recuerda lo hace, preferentemente, con el corazón”; más que con el falso músculo de la memoria, añadimos nosotros. (pausa) La reconstrucción histórica no se debe quedar en la simple anécdota, pero tampoco prescindir de ella. No vuela un pájaro con una sola ala. No debe haber fábula sin moraleja. (pausa. Se desplaza) Sobre Manuela Sáenz, “La Coronela”, como la llamaban oficiales y soldados del ejército libertador, no se ha escrito y analizado lo suficiente, lo merecido. Se ha pretendido opacar y hasta disminuir la figura bravía de la amante fogosa, de la compañera leal, de la centinela sagaz, de la patriota apasionada, de la enamorada perspicacísima, celosa de la gloria de su amado. No pretende esta obra, sin embargo, un acercamiento exhaustivo a la vida de Manuela Sáenz; quiere tan sólo recrear el hecho verídico de la visita que realizara el caminante robinsoniano a la amante inmortal, trece años después de la muerte de Bolívar, y desde la óptica de la quiteña, revivir la terrible jornada de la noche septembrina, episodio cimero en el ciclo vital de la “amable loca”, como la nombraba el Libertador. (se desplaza y queda al centro) Por ser excesivamente numerosas las obras consultadas para la elaboración de este ensayo teatral nos abstendremos de mencionarlas, excepto las “Obras Completas” o “Memorias” del irlandés Daniel Florencio O’leary, edecán del Libertador y general por mérito propio de los ejércitos republicanos,... en compañía de quien les dejo a continuación… (mira hacia el foro y hace una reverencia) 

(Oscuro rápido. Mutis de la anfitriona al tiempo que se enciende el rancho de Manuela Sáenz. Mientras va subiendo el telón se escucha en primer plano (y luego queda de fondo) alboroto de gaviotas, oleaje y ambiente del puerto diurno. 

En su sillón de ruedas, bordando, con un grueso tabaco apagado en la boca, está Manuela Sáenz. Tararea a boca cerrada una melodía de su tierra, enfrascada en su labor. Viste sencilla falda larga oscura, blusa clara y abrigo viejo; tiene la cabeza encanecida... Es abundante de carnes, pero sus ojos siguen siendo animadísimos. 

Aparece por el foro el general O’leary, en gallardo uniforme militar; pasa junto a Manuela, la mira, y va a situarse en un lugar del proscenio. Cenital sobre él

O’leary
Las naves que viajan de Panamá al Callao descargan en el puerto peruano de Paita las mercancías perecederas, las cuales irán por tierra a Lima... Paita es una calle larga con ranchos de caña a uno y otro lado, habitados mayormente por indios y mestizos. El agua dulce es artículo de lujo, pues debe ser traída de poblaciones vecinas por mar, en balsa. 

(se escucha la sirena o campana de un barco ballenero llegando a puerto. Gaviotas. Oleaje) 

O’leary 
(señala el mar) La escandalosa llegada de algún navío alborota a ratos las bandadas de gaviotas que buscan su alimento en el Pacífico esta fría tarde de finales de febrero de 1843. Una brisa acuchillante, áspera, sopla desde el mar y arrastra el acre olor a fétido matadero que habita el aire de la bahía y que nace en los grandes barcos balleneros adormilados sobre las aguas. 

(de pronto se oyen ladridos furiosos de varios perros afuera. Ha llegado alguien desconocido)... Al oír la bullanga, Manuela alza la cabeza. Se apaga el cenital de O’leary y él hace mutis. Crece la claridad solar en el escenario.) 


Manuela
(Proyecta) ¿Quién es...? (pausa. Repite) Jonatás..., ¿quién es? 

(sigue el alboroto de los perros) 

Jonatás 
(Alza, cómplice, desde el foro, sin aparecer aún) Un señor, patronita. Un conocido suyo. 

Manuela 
(amable) Pues hazle pasar, mujer... Y calla a esos muérganos. 

(los perros siguen su algazara. En off, Jonatás los calla con enérgicos chistidos... Una pausa. Entra la negra, toda sonrisas, seguida por Simón Rodríguez. La fiel negra viste muy pobremente. Pañuelo anudado en la cabeza. Se queda a un lado, mirando a uno y otra, confianzuda. Róbinson viste gastada levita y sombrero de cogollo por debajo del cual se ve su largo cabello blanco. Un saco de viaje, hecho de cocuiza, en bandolera. Lleva sus inseparables anteojos cabalgando sobre el sombrero, que se quita al detenerse delante de Manuela. Sin saber qué tratamiento darle, coloca el sombrero sobre la mesa. Se miran. Ella no le reconoce en el primer momento. Va dejando muy lentamente la labor sobre sus piernas) 

Róbinson
(Neutral) Buenas tardes... 

Manuela 
(sintiendo venir los recuerdos) Buenas tardes… (un grito de ahogada emoción) Pero..., ¡por San Jorge y los dragones, no puede ser verdad! 

Róbinson 
(sonríe, mordaz) ¡Desgraciadamente sí, buena señora! 

Manuela 
(riendo) ¡Don Samuel, dichosos los ojos! ¡Qué sorpresa más buena! ¡Don Samuel Róbinson en persona! 

Róbinson 
(ídem) ¡Permítame darle un abrazo, mi siempre bella señora Manuela Sáenz, la mujer más titánica de todas las Américas, ajajaja! 

(Pita otro barco. Ríen, contentos, mientras el viejo da unos pasos y se agacha frente al sillón con ruedas. Manuela le abraza con entusiasmo. Siguen riendo, alborozados, y conversan trivialidades en tanto Jonatás va a la cocina. 
Se oscurece un poco el rancho y se enciende cenital para la anfitriona) 

Anfitriona 
Simón Narciso de Jesús Carreño Rodríguez es un hombre rayano ya en los 73 años, con la piel oscurecida por el sol y el viento de los viajes impenitentes. 

(Oscuro total sobre el rancho pero se siguen oyendo las voces reilonas de Manuela y Róbinson, charlando. Mientras la anfitriona prosigue, se va apagando lentamente su cenital y va encendiendo la luz del rancho. Manuela sigue en su sillón. Róbinson está ahora sentado frente a ella. Viene Jonatás con bandeja barata y dos tazas, que coloca en la mesa y, con una inclinación, discretamente se retira hacia puerta interior) 

Anfitriona 
Desde su participación en la conjura de Manuel Gual y José María España, allá por 1797, cuando tuvo que salir huyendo de Venezuela, el perenne andariego no ha vuelto a la tierra donde naciera, quizá porque, como él mismo dice “ve su patria donde la halla, y compatriotas en los que lo rodean, y en cualquiera parte vive, porque no es vaca para tener comedero.” 

Manuela 
(ríe, incontenible, sensual) ¡Jajajaja! ¡Usted siempre con sus locuras y sarcasmos, don Samuel, ja, ja, ja, no cambia! (sigue riendo) ...¿Y qué fue del francés de marras? 

Róbinson 
(riendo, vital) ¡Espere, que me acabo de acordar de otro, para que goce barato! (cuenta, ligero) En el jardín de un convento hay un naranjo muy viejo; el abad manda que lo corten, que hagan un crucifijo y que lo coloquen en la capilla; a los días, una de las monjas le confiesa al abad que le es difícil rezar ante aquella imagen. “¿Por qué?”, pregunta el anciano, y la monja, llorando, replica “padre, ¿qué devoción quiere usted que me inspire, si lo conocí naranjo?” (ríe, fuerte, relajado) 

Manuela 
(le acompaña con una risa cómplice y sana) ¡Ese es muy bueno, don Samuel, ja, ja, ja...! 

(se oye amenazador gruñido de perro, cerca. Róbinson, sonriente, se incorpora. Examina la pintura de Bolívar mientras Manuela le observa, emocionada. El viejo se quita el saco de yute que aun lleva terciado. Mira a Manuela y junta las manos a la altura del pecho como felicitándola por la pintura, visiblemente conmovido. Se desplaza hacia los cuadros de los canes. Vuelve a oírse el gruñido) 

Manuela 
(alza, acallando) ¡Schiiissst, Santander! ¡Basta de bulla, o no hay comida! 

(cesan gruñidos) 

Róbinson 
(señala los cuadros) ¿Santander? ¿Cuál es Santander? 

(nuevo gruñido del perro afuera. Pita un barco. Gaviotas. Nuevo chistido de Manuela; luego señala uno de los canes dibujados en tanto enciende, con una caja grande de cerillas de madera, el grueso tabaco que no se ha sacado de la boca. Entorna los párpados, rencorosa, señalando los cuadros con el cigarro. Róbinson los examina) 

Manuela 
(sordamente) Ése, el más artero, es Santander… (nuevo gruñido del animal. Ella señala hacia el foro, donde se supone que están los perros) Bautizándolos con el nombre de mis enemigos, por lo menos puedo obligarlos a obedecer, y hasta castigarlos, si me place. (señala las otras imágenes. Otros tantos gruñidos) Ese de ahí es Páez. Aquel, Córdoba… Gamarra... La Mar... Riva Agüero... (sonríe) El de Juan José Flores, el Dictador del Ecuador, también lo mandé a hacer; me lo traerán en cualquier momento… 

Róbinson 
(ríe, sabroso) ¡Ajajajajaja...! Qué Manuela ésta; siempre tan ocurrente... (tose, divertido) ¿Pero tiene usted todavía tantos enemigos, señora...? ¡En ese grupo hay varios muertos! 

Manuela 
(con calor) ¡Claro, porque todos son, o fueron, envidiosos de la gloria del General Bolívar, y no quiero olvidar a ninguno! 

(Róbinson regresa junto a Manuela. Tose por el humo del cigarro de ella) 

Manuela 
¿Quiere que apague el cigarro, don Samuel? Huele tan particular porque es hechura propia, pero si... 

Róbinson 
(encima) ¡Al contrario! ¡Fume, que me da gusto verla, igual que en la Quinta la Magdalena, en Lima, ¿se acuerda?, cuando usted era la reina indiscutida de la apoteosis bolivariana! 

Manuela 
(enternecida) ¡Ay, don Samuel, qué tiempos esos! 

Róbinson 
Me recuerdan su valentía, su independencia. (cómplice, señala los cuadros y al foro, afuera) Pero me hablaba usted de sus... animales. 

Manuela 
(sonríe) No sea tramposo; usted me contaba que un viajero francés, allá en Azángaro, lo visitó por casualidad una vez y que se desorbitó. 

Róbinson 
(se palmea la frente) Ah, sí, cierto... (ríe) ¿Y cómo no se iba a desorbitar, si le hablé refinadamente y en su idioma, Manuela? ¡Tenía que haber visto usted su cara de perplejidad, ja ja! 

Manuela 
(riendo) ¡Ya lo creo: en Azángaro, que es un peladero de chivos en la frontera entre el Perú y Bolivia, encontrar, de noche, una pulpería que acepte darte posada ya es mucha suerte, pero además que el pulpero salga hablando en francés culto es demasiado, don Samuel! 

Róbinson 
(sonríe) Sí, debo admitirlo. (evocador) Aahh, Manuela, ya son muchos los años y los viajes que llevo a cuestas en la mochila de la existencia. Me hago anciano por fin, mi amiga. Con decirle que ya no recuerdo cuál era el nombre de aquel simpático aventurero venido de la Francia. (ríe. Se desplaza) Pero sí me acuerdo que luego de que mi mujer le obsequió un potaje y un café casero, hablamos un poco frente al fogón, (ríe) y fue entonces cuando me preguntó, con los ojos como dos pepas de mamón, si yo también era ciudadano francés. Le contesté “lo mismo que inglés, alemán, italiano o portugués, que todas esas lenguas hablo, sin olvidar el español”… 

Manuela 
¡Me imagino que conversarían toda la noche! 

Róbinson 
Hasta el amanecer, en efecto. (suspira, se incorpora de nuevo y alza el tono, animoso) ¡Pero eso fue ayer!; ahora estoy aquí, en Paita, visitando a mi grande y magnifica amiga Manuela Sáenz, ¡la famosa Libertadora del Libertador! 

Manuela 
(conmovida) ¡Oh, qué gentil, qué buen amigo es usted! 

Róbinson 
(pícaro) Dígame, mi amiga, ¿es cierto eso que leí en un diario de Lima de que usted escribió una famosa carta a su marido el doctor Thorne en la cual le dice de todo menos bonito...? 

Manuela 
(con un gesto pícaro y de reproche le quita importancia al tema. Cariñosa) ¡Ay, qué mal amigo es usted, don Samuel! 

Róbinson 
(suspira, nostálgico) ¡Don Samuel!... Ah, querida Manuela, si supiera usted que ya nadie me llama así. 

Manuela 
¿Pues cómo? ¿Ya no es usted don Samuel Róbinson? 

Róbinson 
(pausa) Bah, no me haga caso; chocheo a veces. 

Manuela 
¡No diga eso! (pausa. Tierna) ¿Cómo debo llamarle entonces, mi amigo? 

Róbinson 
(regresa junto a ella. Amargo) Como usted quiera. (con cierta ironía) El caso es que he vuelto a ser el maestro Simón Rodríguez. 

(quedan absortos ambos, sumidos en sus recuerdos. Decrece la luz del rancho. Enciende la de O’leary) 

O’leary 
Hacía casi 20 años que Manuela Sáenz no veía a su viejo amigo, pero ya no recuerda cuándo ni dónde fue la última vez… 

(se escucha música de Bolivia, indígena, de la época, a base de sicu, quenas (flautas) y tambores) 

O’leary 
...Quizá en Chuquisaca, cuando el gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, asumía la presidencia de la república de Bolivia, nación creada en 1825 con los territorios que componían el Alto Perú en honor del ilustre caraqueño Presidente de la Gran Colombia. 

(va naciendo una risa gozosa de Manuela, al tiempo que crece la luz en su rancho. O’leary voltea y sonríe al público) 

O’leary 
¿De qué se reirá doña Manuela? (crece la risa de ella. Sonríe más O’leary) Mucho gozaba la Coronela con los cuentos que escuchaba acerca de que el estrambótico maestro Rodríguez, nombrado Director Nacional de Educación Pública del naciente país boliviano, impartía clases de anatomía completamente desnudo, y enseñaba a sus alumnos principalmente las artes de la albañilería, la herrería, la construcción, la agricultura, y por último las leyes y las ciencias, para escándalo de sus rancias familias, que ya les veían como futuros obreros, en lugar de tiesos militares, abogados y políticos. Cuando abrió escuela pública gratuita en Chuquisaca y enseñaba a los más humildes cholitos y cholitas realengos, le acusaron de “agotar el tesoro nacional para mantener putas y ladrones, en lugar de ocuparse del lustre de la gente decente”; él respondió que las putas y los ladrones eran los hijos de los dueños del país, es decir, el pueblo, los infelices niños que rodaban en las calles y a quienes nadie daba oportunidad de llegar a ser “decentes”. 

(oscuro sobre O’leary. Manuela rueda su silla hasta donde están las tazas que trajera Jonatás y ofrece una a su huésped, quien se apresura a ayudarle a servir) 

Manuela 
(animosa) Beba, don Samuel, que no importa el nombre, sino el hombre, como tantas veces le oí decir a usted tiempo ha. 

Róbinson 
(de súbito, vivamente, tomando un libro en sus manos y golpeando con energía su carátula) ¡Sí, pero el hombre nuevo, Manuela; el hombre “americano de América”, el hombre enseñado a ser como su tierra, original, distinto, que es una cosa que todavía no hemos logrado! 

(oscuro rápido sobre el rancho y se enciende el cenital de la anfitriona) 

Anfitriona 
¡Manuela Sáenz siempre ha admirado la viveza de carácter del caraqueño que fuera niño expósito y que sucesivamente ha usado los nombres de Simón Carreño, Simón Rodríguez y Samuel Róbinson, y que ha desempeñado, a lo largo de su azarienta vida, oficios tan disímiles como químico, naturalista, agrimensor, mineralogista, pulpero, politólogo, fabricante de velas y jabones, y, desde luego, su afición más querida, su vocación más vital: maestro de escuela! 

(oscuro sobre Anfitriona. Luz en el Rancho. Róbinson pasea, apasionado, en lo suyo) 

Róbinson 
¿Cuántas veces me ha oído decir que nuestro error más grande es haber fabricado repúblicas sin tener republicanos? 

Manuela 
(sonríe) Muchas, don Samuel..., pero tómese el tecito, que es receta casera. 

Róbinson 
(bebe. Señala la pintura de Bolívar) El único que realmente lo entendía era Simón, nuestro Simón, Manuela. Sucre, a pesar de su nobleza, no captó esta verdad tan simple. (con calor) La única manera de “fabricar” nuevos ciudadanos es en la escuela, con los niños... Debemos aprender a pensar de nuevo, debemos aprender “a aprender”, a comprender a nuestra gente, a entender a nuestros indios, en lugar de copiar métodos y teorías de afuera, mi querida Manuelita, pero temo que se nos acaba el tiempo. 

Manuela 
(suspira, amarga) ¡Dígamelo a mí don Samuel!… Míreme. Estoy acabada a los 53 años, tullida por una caída en la que me rompí la cadera; para medio desplazarme debo usar este sillón con ruedas; estoy fofa, gorda, casi artrítica ya, olvidada de todos, mal viviendo de lo que me enseñaron cuando jovencita las monjas en Quito: bordar, hacer dulces; aprendiendo a torcer tabacos apestosos para los marineros y los indios, a traducir documentos al inglés y del inglés… (sorda) ¡Pero eso sí, don Samuel: con el rencor vivito para los enemigos del nombre y de la gloria del General Bolívar! 

Róbinson 
(mordaz como es) “La gloria, esa pequeña desvergonzada”, como dijo ya no recuerdo quién. (suspira. Bebe) Sea. Mientras yo disfruto su infusión, usted me habla de nuestro Simón. 

Manuela 
(ríe) ¿Yo? ¿Hablarle de Bolívar a usted, su maestro más querido? 

Róbinson 
(bebe. Tono festivo, zumbón) Manuela, voy a hacerle una confidencia. (ella le mira, ansiosa) ¿Sabe qué me dijo Simón de usted una noche en La Paz? 

Manuela 
(tono cómplice) No. ¿Qué le dijo? 

Róbinson 
(tal vez mintiendo) Que si no hubiera jurado por el dios de los pobres no volverse a casar, lo habría hecho con usted. 

(Manuela se conmueve por lo que supone una mentira del viejo para halagarla. Se escucha música quiteña, romántica, suave. Con tierna solicitud Manuela coloca la palma sobre la rodilla del amigo y pide, amorosamente:) 

Manuela 
¿Qué quiere que le cuente del general Bolívar, don Samuel? 

(ligado, se oyen golpes en puerta de calle y los ladridos de dos de los perros) 

Manuela 
¡Silencio, Páez! ¡Schiisst, Santander! (tr) Perdone un instante, don Samuel. (alza) Jonatás, mujer, que tocan. 

(sale Jonatás y se pierde por el foro) 

Jonatás 
(saliendo) Voy, “patronita”, voy. 

Manuela 
(ríe) ¡Esa Jonatás...! Desde niña me dice así, “patronita”... No hay manera que me llame por mi nombre. 

Róbinson 
Pero había otra sirvienta suya, muy vivaracha también, si mal no recuerdo. 

Manuela 
Sí; Nathán… Está en el pueblo haciendo unas diligencias. No debe tardar. 

(entra Jonatás seguida de Alexander Rúden, Cónsul Estadounidense en Paita, un catire simpático y cálido. Trae un fino maletín de cuero en una mano y en la otra una pipa apagada que parece ser apéndice de ésta. Róbinson se pone de pie de inmediato y sonríe cordial al recién llegado) 

Jonatás 
(entrando) Es el señor Cónsul de los Estados Unidos, patronita. 

Cónsul 
(Acento gringo) ¡Oh!... ¡Excuse-me, doña Manuela! No sabía que estuviera ocupada. 

Manuela 
(cordial, mientras apaga el tabaco) ¡Señor Rúden, pase usted, mi amigo! ¿Cómo están las cosas? 

Cónsul 
Muy bien, muy amable. (A Róbinson) Buenas tardes, míster. 

Róbinson 
Buenas tardes… 

Manuela 
Señor Cónsul, le presento a mi gran amigo y maestro, don Samuel Róbinson… (titubea. Lo mira) O don Simón Rodríguez... Don Samuel, el Cónsul de los Estados Unidos de Norteamérica en Paita, míster Alexander Rúden. 

Cónsul 
(amplia sonrisa y extiende su mano, soltando la cartera sobre la mesa) ¡Oh, el famoso maestro del Libertador Simón Bolívar! ¡Qué inesperado placer! 

Róbinson 
(cordial) Es un gusto, míster Rúen. 

(se escucha música country, alegre, estadounidense. Se atenúa, rápido, la luz del rancho, hasta quedar en penumbras, pero seguimos oyendo a Manuela, Róbinson y al Cónsul charlando, ahora en inglés, aunque no entendemos (porque la música no deja). Jonatás va y viene de la cocina trayendo café o té y granjerías. El Cónsul enciende su pipa, y lo hará a voluntad en el transcurso de la obra) 

Cónsul 
Doña Manuela, le traje algunos papeles para que me ayude a traducir varios expedientes. 

Manuela 
Con sumo gusto, míster Rúden. 

Róbinson 
(cordial) ¿Y qué nos puede decir de la situación entre su país y México, señor Cónsul? He oído que puede volver a haber guerra. ¿Es cierto? 

Cónsul 
(evasivo, hace un gesto con la mano-pipa) No estoy muy al tanto, míster Rodríguez, pero en todo caso no creo que el asunto empeore. 

Manuela 
(sonríe, mordaz) ¿Empeore para quién, míster Rúden...? No se ofenda, pero si ya le quitaron a los mejicanos Texas, Nuevo México y Alta California, ¿qué puede ser peor? 

Róbinson 
El pez grande se come al chico siempre, Manuela. Ese es el destino nuestro mientras no nos organicemos y nos hagamos ciudadanos conscientes. 

Cónsul 
(cordial, ladino, señalándolo) En eso tiene razón, mi querido amigo... ¿Bolívar mismo no le quitó Guayaquil al general San Martín y la anexó a Colombia? 

Manuela 
(rápida) Porque San Martín quería agregarla al Perú. (sonríe) ¿Le apetece un té de hierbas, míster Rúden? 

Cónsul 
No; almorcé hace poco, muy gentil. (afable) Señor Rodríguez, ¿puedo preguntar en qué consiste su... sistema o teoría de la nueva educación para la América toda? 

Róbinson 
(lo mira) ¿Dónde supo de ella? 

Cónsul 
Por ahí... En periódicos, gacetillas, conversaciones, cartas... Su nombre es bastante conocido, señor. 

Róbinson 
(lo mira) ¿Conoce usted el cuento del “mata-cochinos”? 

Cónsul 
(desconcertado) Me parece que no. 

Róbinson 
(se lo cuenta) Este era un hombre de cierto país de la América del sur que se ganaba la vida matando cochinos y haciendo morcillas a domicilio, pero cierta vez que lo llamaron de casa de un rico, “hey, usted, dice mi patrón que venga acá, mata-cochinos”, contestó, ofendido: “dígale a su patrón que ya voy y que no soy mata-cochinos sino beneficiador de cerdillos”. 

Cónsul 
(ríe) Muy ingenioso, pero me temo que no entiendo, amigo Rodríguez. 

Róbinson 
No es complicado; significa que nos da vergüenza ser lo que somos, en lugar de hacerlo destacar con legítimo orgullo. (un silencio. Lo mira) La esencia de mi pensamiento la podríamos resumir en la “filosofía del no-hay”. 

Manuela 
(sonríe) ¿Qué filosofía es esa, don Samuel? 

Róbinson 
La del no-hay. Si no hay amos, no hay esclavos; si no hay quien los haga bailar, no hay títeres; si no hay a quien arrear al matadero, no hay guerras... así de simple. 

Cónsul 
(cordial) Humm, parece bastante... utópica esa filosofía. 

Róbinson 
(ídem) Como todo lo de este continente, mi amigo... (bebe) ¿Puedo preguntarle algo, señor cónsul? 

Cónsul 
Desde luego, señor Rodríguez. 

Róbinson 
(con intención) ¿Qué cosa tan tremenda fue la que hizo usted para que lo castigaran de esta manera? 

Cónsul 
¿Castigarme? (sonríe) ¡Oh! Seguramente se refiere usted a la razón por la que me enviaron a este lugar, ¿no es eso? 

Róbinson 
Ya lo creo. Paita no es precisamente Veracruz o Guayaquil. 

Cónsul 
No, claro, pero no lo considero un castigo; me gusta el océano, y Paita tiene su importancia como puerto de avituallamiento para los barcos balleneros que salen a pescar al Pacífico y pasan meses enteros en el mar. 

Róbinson 
Comprendo. 

Cónsul 
(va hasta el cuadro de Bolívar. Sonríe) Humm, alguna vez oí decir que el maestro de Bolívar era un viajero incurable, igual que lo era también su compatriota Miranda. 

Róbinson 
(con calor) ¡Comparación que me honra, señor Cónsul! ¡Francisco de Miranda fue el primer hispanoamericano universal, un verdadero cosmopolita, como decían los griegos!... Yo, en cambio… (suspira, amargo) Alguien me llamó “el Rousseau tropical”, pero no soy más que un peregrino sin suerte, un viejo trotamundos cansado de soñar un destino mejor para sus hermanos continentales. 

Manuela 
¡Ay, vamos, don Samuel, deje ese tono tétrico y anímese! Todavía puede usted hacer posible su sueño. 

Róbinson 
No, mi amiga, ya estoy muy viejo… ¿Sabe usted cuál es el drama de la América del sur, señor Cónsul? 

Cónsul 
Dígamelo usted. 

Róbinson 
Pues que no queremos regresar a la monarquía, pero tampoco terminamos de llegar a la república. 

Cónsul 
Muy acertado, señor Rodríguez. (se acuerda) Oohh, doña Manuela, casi lo olvido. Hay un amigo mutuo que le solicita un favor por mi intermedio. 

Manuela 
¿Qué amigo es ese? 

Cónsul 
¿Recuerda usted a aquel joven poeta de ojos grises y tristes que vino en la tripulación del ballenero “Acushnet” y que hablaba sin parar del gran cetáceo, de la temible e infernal ballena blanca y de su afán de cazar una? 

Manuela 
Sí, claro que lo recuerdo... Herman… Melville se llamaba; por ahí debo tener un poema que me dedicó. 

Cónsul 
Pues bien, parece que piensa publicar un libro narrando sus aventuras en busca de la bestial ballena blanca y le manda decir que le enviará un ejemplar, si a cambio usted le remite un texto con la narración de lo que ocurrió en Santa Fé de Bogotá el 25 de septiembre de 1828. 

Manuela 
(sorprendida) ¿La noche del atentado al general Bolívar? ¡Pero si eso es más conocido hoy en día que la llegada de los españoles con Colón! 

Róbinson 
(un gesto de asentimiento) Conocí hace algún tiempo al joven Melville en Guayaquil y me habló de su obsesión por el cetáceo blanco, y también de su interés por nuestra guerra de independencia. Le interesaba sobremanera la vida de Simón... es decir, del general Bolívar. 

Cónsul 
(ruega, afable) ¿Tal vez doña Manuela nos haría la gracia infinita de narrarnos los acontecimientos de ese terrible día, aunque sé bien que no le agrada revivir el pasado? 

Manuela 
(ídem) Hoy es un día muy especial para mí, señor Cónsul, por la visita de mi distinguido amigo don Samuel Róbinson, o don Simón Rodríguez, como usted prefiera... y también por la presencia de usted, naturalmente. 

Cónsul 
Muy gentil, mi señora doña Manuela. 

Róbinson 
Lo mismo digo, querida amiga... Pero mire usted qué casualidad… 

Manuela 
¿Cuál? 

Róbinson 
Pues que era acerca del atentado de septiembre que yo le iba a pedir que me hablara para unos apuntes que estoy preparando. (se acuerda) ¡Oh, caramba, qué memoria la mía!… Uno de los objetivos de mi visita, aparte de preocuparme por su salud, querida amiga, era presentarle mi libro, que publiqué hace ya tiempo pero que no sé si por estos lugares se conoce, en el cual les salí al paso a los censores de Simón. Permítanme, amigos… (se moviliza hasta la bolsa de viaje que ha traído con él mientras coge los lentes del sombrero. Saca dos libros en edición rústica) Aquí está. Uno para usted, Manuela, y otro para usted, señor Cónsul. 

Cónsul 
Muy honrado, señor Rodríguez. 

Manuela 
(leyendo la portada) “El libertador del mediodía de América y sus compañeros de armas defendidos por un amigo de la causa social”. 

Róbinson 
Sí; ya sé que el título es un poco largo, pero por eso mismo llama la atención, que es el primer deber de cualquier libro. Tómense la molestia de leerlo y ya tendrán la bondad de darme su opinión después… Pero volvamos al pedimento del joven Melville, que es el mío también... 

Cónsul 
...Y el mío. 

Manuela 
Y también el del general O’leary. (se enciende un instante el cenital de O’leary y éste hace una leve inclinación a Manuela, que le mira y sonríe) ...A Petición de este buen amigo, le escribí hace como dos meses a Bogotá reseñando esos mismos acontecimientos de septiembre. (cómplice) Creo que quiere cumplir con uno de los últimos encargos del general Bolívar. 

Róbinson 
¿Una crónica de la Guerra de Independencia? 

Manuela 
Algo así; no conozco mejor persona para misión tan compleja… ¿Sabían ustedes que dos de los hijos del general Daniel Florencio O’leary se llaman Simón Bolívar y Bolivia Teresa, y que desde que llegó de Irlanda como voluntario, en 1818, con quince años de edad, ha estado recabando datos y documentos acerca del general Bolívar y su lucha? 

Cónsul 
¡Admirable constancia en verdad! 

Róbinson 
(interesado) Manuela querida, ¿cómo comenzó todo aquel descalabro, cómo nació ese irracional y tremebundo tropezón histórico de Santander y los suyos? 

Manuela 
(suspira, estremecida) ¿Cómo comenzó...? 

(música sugerente. Manuela se lleva las manos al rostro dolorosamente y cierra los párpados. Los hombres le contemplan con profundo respeto. Decrece la luz del rancho y se enciende la de la anfitriona) 

Anfitriona 
El escritor e historiador ecuatoriano Alfonso Rumazo González dice lo siguiente acerca del nacimiento de su ilustre paisana en su libro “Manuela Sáenz, la Libertadora del Libertador”... 

(en la pantalla, si hubiere, aparece fotografía de Rumazo González. Se escucha llanto de recién nacido) 

Anfitriona 
“Manuela Sáenz nace en Quito, Ecuador, a principios de 1797. Son ricos tanto el padre como la madre de esta niña... Pero nace de adulterio, y en adulterio vivirá ella misma los mejores años de su juventud. Llega además en tiempos en que el adulterio y otras concupiscencias son lo normal, lo elegante, lo muy bien perdonado entre la aristocracia y entre los criollos de todas las clases.” 

(Se ven imágenes de la sociedad ecuatoriana de la época. Se apaga luz Anfitriona. Luz en O’leary) 

O’leary 
En efecto, la bella Manuelita es el fruto de una aventura romántica y adulterina de su padre, don Simón Sáenz de Vergara, español de nacimiento y godo rabioso, casado con la “mantuana” ecuatoriana Juana María Campo Larra-hondo y Valencia. La madre de la temperamental niña es una bella quiteña, hija de españoles, llamada María de Aispuru, también rica de cuna y de linaje. 

(Oscuro sobre O’leary. Luz del rancho crece) 

Manuela 
(torturada por los recuerdos) Todo ese... tropezón histórico, como dice usted, don Samuel, esa incalificable y monumental traición comenzó a mediados de 1828, después de la Convención de Ocaña, durante la cual se dividieron abiertamente las fuerzas políti cas del país en bolivaristas, santanderistas y abstencionistas... Ah, pero yo sabía que el maula de Santander venía preparando su felonía desde mucho antes, al punto que el propio general Bolívar, el año anterior, en 1827, cuando estaba en Caracas tratando de que Páez no destruyera a Colombia, le dice a su primo, el general Soublette, en una carta: 

(nace un acorde agudo, dramático, que subraya la acción. Se apaga el rancho y se enciende una luz amarilla sobre la silueta de un hombre pequeño sentado frente a un escritorio de la época. Viste uniforme de general. Escribe una carta con plumilla. Es Bolívar. En tanto escribe se escucha su voz) 

Bolívar 
(voz grabada) “...Ya no pudiendo soportar más la pérfida ingratitud de Santander, le he escrito hoy que no me escriba más, porque no quiero responderle ni darle el título de amigo. Sepa usted esto, general Soublette, para que lo diga a quien corresponda.” 

(Bolívar termina la carta y agarra otro papel y escribe. Ahora se escucha en off a Manuela) 

Manuela 
(en off) ...Y luego le reitera al general Rafael Urdaneta, convencido de que su peor enemigo es el vicepresidente de Colombia: 

Bolívar 
(voz grabada) “...Ya no queda duda acerca de lo que tanto hemos dudado con respecto a Santander. Y está visto que Venezuela y yo somos su blanco; mis amigos son tenidos por enemigos de la patria y de la libertad; se me presenta como un tirano y ambicioso porque procuro los intereses del pueblo; se me insulta y aborrece porque he evitado la guerra civil en Venezuela.” 

(se apaga Bolívar. Se enciende el rancho) 

Manuela 
Yo estaba en Santa Fé de Bogotá esperando la llegada del general Bolívar, y cuando me enteré de las maniobras del vicepresidente de la república… (se carcajea) ¡hice fusilar y quemar en público una imagen, un muñeco de trapo suyo! 

(Róbinson y el Cónsul ríen, ligeros, celebrantes) 

Cónsul 
¿Cómo estuvo eso, doña Manuela? 

Róbinson 
(casi para su capote) ¡Ah, qué Manuelita para loca! 

(Manuela ríe, sabroso, al tiempo que extrae de un bolsillo las cerillas para encender de nuevo el tabaco, que se le ha apagado. Lo hace y tose, riendo. Se escucha música palaciega, de la época, que seguirá a fondo. Luz para la anfitriona) 

Anfitriona 
¿Cómo lucía físicamente la quiteña en 1828, a los 31 años, época cuando suceden los terribles hechos de septiembre en el Palacio de Gobierno de Bogotá?... Un viajero que la conoció entonces, Próspero Pereira Gamba, cuando ella, en calidad de amante oficial del Libertador-Presidente de Colombia, recibía muchas visitas en la hermosa residencia llamada “Quinta Bolívar”, enclavada al pie del cerro Monserrate, da el siguiente testimonio: 

(se apaga luz de la Anfitriona y enciende O’leary) 

O’leary 
(lee de un libro) “...Nos recibió una de las damas más hermosas que recuerde haber visto en ese tiempo, de rostro color perla, ligeramente ovalado; de facciones salientes, todas bellas; ojos arrebatadores, donosísimo seno y amplia cabellera, suelta y húmeda, como empapada en reciente baño, la cual ondulaba sobre la rica, odorante, vaporosa bata que cubría sus bien repartidas formas...” 

(sigue música palaciega de la época. Se apaga O’leary y enciende el rancho) 

Manuela 
(empata la risa) ...El Fusilamiento fue en la “Quinta Bolívar”, durante un festejo. (ríe) Los invitados hicieron un muñeco de trapo con un letrero colgado que decía “Francisco de Paula Santander muere por traidor”, y un pelotón del batallón “Granaderos” que estaba en la fiesta ajustició, simbólicamente, por orden mía, al mal bicho, en medio de los aplausos de todos. (ríe) 

Róbinson 
(riendo y aplaudiendo) ¡Pues muy bien hecho, Manuela! ¡También yo aplaudo; bien por usted, sí señor! ¡No en efigie sino en persona merecía ese desagradecido que lo fusilaran! 

Manuela 
(riendo) El general José María Córdoba, que asistió a la fiesta, muy disgustado conmigo, enteró por carta a Bucaramanga al General Bolívar, pero él sólo contestó algo así como “¿Qué quiere usted que haga con mi amable loca?” (emocionada con el recuerdo, se le escapa un sollozo) Así me llamaba a veces el general Bolívar, sobretodo cuando se me ocurría alguna trastada... “mi amable loca”… (sorda ahora) Las cosas estaban muy revueltas entonces... Conspiraba Páez en Venezuela; en la Nueva Granada Santander y Padilla y otros; en Quito Juan José Flores... Yo le había escrito al General Bolívar por esos mismos días en estos términos… 

(oscuro rápido en el rancho. Luz difusa sobre Manuela-Joven (31 años), leyendo una carta que enviará, o lacrándola, o escribiéndola) 

Manuela-Joven 
“...Dios Quiera que mueran todos estos malvados que se llaman Paula, Padilla, Páez, pues de éste último siempre espero algo. Sería el gran día de Colombia el día que estos viles muriesen...” 

(oscuro sobre Manuela-Joven) 

Róbinson 
¡Y vaya si tenía usted razón: meses después intentaron asesinar al Presidente esos descastados! 

Manuela 
No fue sólo esa vez, don Samuel. La Conjura, la Conspiración, con mayúscula, estaba en marcha, y hasta se hablaba abiertamente de ella en las calles. 

(entra Jonatás a recoger tazas y bandejas, discretamente. Luego mutis) 

Manuela 
Mis negras Jonatás y Nathán recogían toda clase de chismes y rumores en las calles de Bogotá, y por eso muchos adictos al General Bolívar sabíamos que planeaban derrocarlo y matarlo. 

Cónsul 
¿Y qué hizo Su Excelencia el Libertador cuando usted le advirtió, Doña Manuela? 

Manuela 
¡Ja! ¿Qué hizo? ¡Reírse! ¡Inútil todo aviso con él, mister Rúden! ¡No oía consejos acerca de su seguridad! ¡Tenía demasiado coraje personal para regalar una cobardía así a sus enemigos! 

Róbinson 
Cierto. Siempre fue muy temerario. Despreciaba la traición y era confiado en grado sumo. 

Manuela 
A principios del mes de agosto aconteció un suceso, esta vez en el teatro coliseo, que fue como un preámbulo del drama que aquellos falsos patriotas planeaban tras su fracaso en la convención de Ocaña. 

(rompe música densa, dramática. Oscuro rápido sobre el rancho y cenital sobre O’leary.) 

O’leary 
En efecto: los diputados que apoyan a Bolívar se retiran intempestivamente de la Convención sin haber logrado ponerse de acuerdo para legislar en cuanto a una nueva Constitución para Colombia. El Libertador-Presidente emprende el retorno a Bogotá. El intendente de Cundinamarca, Pedro Alcántara Herrán, convoca al pueblo el día 13 de junio de este año 28 para preguntarle si desea que Simón Bolívar siga en el poder, ahora con facultades de Dictador, única vía para conservar la unión y acabar con la anarquía reinante. El pueblo y las autoridades dan su aprobación y el 24 de junio el pupilo de Simón Rodríguez se reinstala en el Palacio de San Carlos con plenos poderes. 

(oscuro sobre O’leary. Música brillante ahora, de salón, festiva, muy variada. Luz para la anfitriona) 

Anfitriona 
Se preparan corridas de toros y otros festejos para honrar al héroe. Se fija un deslumbrante baile de disfraces en la noche del 10 de agosto de este año 28 para la celebración del noveno aniversario de la entrada de Bolívar y los libertadores en Bogotá luego del triunfo de la batalla de Boyacá. Manuela Sáenz desconfía de inmediato de la obsequiosidad de quienes ella sabe traidores a su amante, y sigue recogiendo rumores y pruebas del magnicidio que se prepara, pero Bolívar lo que hace es disgustarse porque ella acusa a gran número de granadinos de conspiradores. Según cuenta el propio Florentino González, involucrado directamente en el complot, todo estaba preparado para asesinar “al tirano” esa noche en el baile de máscaras. 

(oscuro sobre ella. Se escuchan pájaros, jardín y fuente. Se va iluminando un ángulo neutro donde hay algunos arbustos. Bolívar y Manuela-Joven charlan. Ella se ha cambiado la blusa. Él está de uniforme y por sus maneras luce rígido, irritado. Ella lleva una pequeña cesta cubierta por un paño. 

Luz sobre O’leary) 

O’leary 
En la tarde, cuando Manuela lleva un refrigerio a su amado a la casa de gobierno, paseando por uno de los jardines interiores se suscita una agria discusión por la poca o ninguna atención que el Libertador- Presidente presta a los avisos de peligro. 

Manuela-Joven 
(conversación planteada) ...Pero Al menos deje usted que yo le acompañe a ese dichoso baile con unos cuantos soldados de confianza… 

Bolívar 
(firme y agrio) ¡No-señor! ¡De ninguna manera! ¡Todos mis soldados son “de confianza”!... ¡Arreglado estaría si a estas alturas de mi vida voy a necesitar que tú me cuides! 

Manuela-J 
Usted sabe que soy tan capaz de cuidarlo como el mejor de sus edecanes. 

Bolívar 
Eso lo sé. Pero también sé que éste es un país que se alimenta de murmuraciones. 

Manuela-J 
(mordaz) ¿Y desde cuándo come usted con salsa de murmuraciones, Excelencia? 

Bolívar 
(seco) ¡No me llames así! 

Manuela-J 
(aflojando) Bueno, pero sí le digo a usted que sé de muy buen origen que hay oficiales suyos involucrados en el plan; dicen que hasta el general Córdoba. 

Bolívar 
(con grandes aspavientos) ¡Eso es una infamia, Manuela! ¡Córdoba es de los mejores oficiales de la república! 

Manuela-J 
¡Infamia también era ponerse contra usted en Ocaña, y los santanderistas demagogos lo hicieron con cínico descaro! 

Bolívar 
Es distinto. Aquello fue un asunto político. 

Manuela-J 
¡Todo lo que se refiera a usted en Colombia es “político”, señor general! (suplica) ¡Por el dios de los pobres, como dice usted, no acuda a esa trampa, se lo suplico! ¡Me lo van a matar, Excelencia! 

Bolívar 
(fúrico pero contenido) ¡No hables en esos términos, que ya sabes que me desencaja mucho! 

Manuela-J 
Entonces hágame caso; no vaya, o déjeme acompañarlo. 

Bolívar 
¡No-señor! No quiero que portes por allí, Manuelita. ¡A ti y a esas criadas tuyas todo les parece una conspiración! (frío) Te agradezco por las galletas, pero no me apetecen. Llévatelas. 

(oscuro rápido... Telón para) 




I n t e r m e d i o 









A c t o   S e g u n d o 





(a oscuras, rompe música de 1828, bailable (minué, cachucha, vals)… Se escuchan murmullos, ambiente de fiesta, risas, etc... Luz sobre O’leary. Se podría ilustrar esta narración de O’leary con las imágenes que se consigan) 

O’leary 
El Libertador se presenta en el Teatro Coliseo de Bogotá sin escolta, acompañado únicamente del general Córdoba y de su edecán inglés, Guillermo Fergusson. Los conjurados, con distintos disfraces y máscaras, han planeado asesinarle a la medianoche en punto, cuando suenen las campanas de la vieja iglesia colonial, y luego escapar en medio de la confusión. 

(luz sobre una puerta colonial entornada en la cual hacen guardia dos soldados con sables desenvainados. Ventura Ahumada, el Alcalde, civil, vigila junto a ellos) 

O’leary 
El alcalde de Bogotá, Ventura Ahumada, que es uno de los conspiradores, vigila la entrada al salón de baile, pendiente de que no se cuele ninguno que ponga en peligro la operación. 

(Manuela-Joven, con uniforme de capitán patriota, aparece y pretende entrar, pero Ventura Ahumada hace un gesto a los soldados, que cruzan sus sables delante de la puerta impidiendo el paso) 

Alcalde 
(retador y burlón, a ella) Ah caramba... Buenas noches. 

Manuela-Joven 
(firme y sonora) ¡Buenas noches! ¡Abran paso! 

Alcalde 
(grita a los guardias) ¡Quietos! 

Manuela-J 
¡Abran paso dije! ¡Soy Manuela Sáenz! 

Alcalde 
¡Así sea Santa Manuela! ¡No va a entrar disfrazada de hombre! 

Manuela-J 
(irónica, lo mira) ¿Y no es un baile de disfraces, pues? 

Alcalde 
¡Dije que no entrará y punto, señora! 

(mutis rabioso de Manuela-Joven. Se sigue escuchando el ambiente de la fiesta, pero hay un oscuro total para marcar una transición... De fondo al ambiente se oye marcar al reloj de la iglesia cercana las once y media. Luz sobre la puerta con los centinelas y el Alcalde. Luz en otro ángulo, cerca, adornado con bambalinas, donde Bolívar y el coronel Fergusson, los dos de uniforme, charlan (se puede ambientar la fiesta haciendo que circulen algunos otros invitados por este ángulo, a juicio del director)... 

Cenital sobre O’leary) 

O’leary 
(tenso) Son pasadas las once hace rato ya... Se acerca la hora convenida por los asesinos que, detrás de sus máscaras y con los puñales ocultos entre las ropas, aguardan las doce campanadas para echársele encima a su desprevenida víctima. El Libertador conversa con su edecán cuando surge un altercado en la puerta del salón de baile… 

(bruscas, con la narración de O’leary, se oirán las voces destempladas de Ventura Ahumada y de Manuela-Joven, discutiendo; ella (que se habrá puesto un largo vestido andrajoso y harapiento sobre su uniforme y pañuelo de colores en la cabeza), habla y ríe, tartajeante, señalando hacia donde está Bolívar, haciendo su teatro de mujer ebria y medio loca para salvar a su amante. Se oyen voces de los curiosos, risas, etc. Vemos cómo Bolívar, primero intrigado y luego molesto, hace una señal a Fergusson para que vaya a investigar y éste lo hace... Regresa el edecán, apenado...) 

Bolívar 
(molesto) Coronel Fergusson, ¿esa supuesta loca es quien yo creo que es? 

(Manuela-J, riendo, se aleja. Mutis) 

Fergusson 
(acento inglés. Incómodo) Sí, mi general... Es la señora Manuela medio disfrazada, pero se acaba de ir. 

Bolívar 
(airado) ¡Esto es insufrible! ¡Ya verá esa... loca! 

(mutis por la puerta de Ventura Ahumada los dos. El alcalde los ve irse y hace un gesto de rabia e impotencia) 

Alcalde 
(para sí, sordamente) ¡Se ha escapado el tirano! ¡Y todo por esa… forastera desvergonzada! 

(oscuro rápido. El ruido de la fiesta se transforma en pitido de barco. Oleaje. Gaviotas. Luz sobre el rancho. Manuela está hora sentada en la hamaca y enciende su cigarro. Samuel Róbinson recibe una nueva taza que Jonatás le entrega. El Cónsul está encendiendo su pipa con un mechero de chispa. Todos ríen con Manuela. Jonatás sale, tras entregar bebidas o caratos y susurrar algo al oído del cónsul; éste asiente; Manuela no se da cuenta…) 

Manuela 
(riendo) ¡Ja, ja, ja...! ¡Fue lo único que se me ocurrió para obligar al general Bolívar a salir de aquella situación! 

Cónsul 
(riendo) ¡Muy ingenioso, doña Manuela! 

Róbinson 
Brillante, en efecto. 

Cónsul 
¿Y dice usted que eso sucedió un poco antes de la noche septembrina? 

Manuela 
Exactamente mes y medio antes… ¡Razón tenía el general cuando suprimió la vicepresidencia de Colombia y dejó cesante a ese traidor de Santander, quince días después! ¡Ah, pero claro, como no hubo más represalias, más tarde se atrevieron a todo! 

(oscuro rápido sobre el rancho. Se escucha música densa. La siguiente narración se puede animar con imágenes de los acontecimientos de ese año... Cenital sobre O’leary) 

O’leary 
Los santanderistas se refieren abiertamente al padre de la patria como “el tirano” y “el dictador”. El pueblo, adicto a dar apodos a sus líderes, llama a Bolívar “longaniza”, sobrenombre de un pobre loco bogotano; a Santander le dicen “trabuco”; a Manuela Sáenz “La Forastera”... Los enemigos del presidente conspiran abiertamente en las calles, en tabernas, en el propio palacio de gobierno... El ya citado Florentino González, uno de los jefes de los conspiradores, en sus “Memorias”, cuenta lo siguiente… 

(Imagen de González y luz sobre la anfitriona) 

Anfitriona 
“El 21 de septiembre se preparó un atentado contra la vida de Bolívar. El general se había ido a pasear a Soacha, a dos leguas y media de la capital, acompañado únicamente por el señor José Ignacio París y un ayudante de campo, quien no tenía otra arma que su espada. El teniente coronel Pedro Carujo habló a cuatro de los conjurados para que lo acompañasen a Soacha bien montados y armados para ir a sacrificar al dictador. Cuando ya los caballos estaban ensillados y las personas listas con sus armas, Carujo vaciló el tomar sobre sí la responsabilidad de un hecho tan grave y se decidió a dar previo aviso al general Santander. Este general lo disuadió de semejante designio”. 

(oscuro. Luz en el rancho) 

Cónsul 
(indignado, con grandes ademanes) ¿Lo disuadió? ¿Sólo eso hizo? ¡Tenía que denunciarlo al menos! ¡Hacerlo arrestar! 

Manuela 
¡Qué iba a denunciar ni a arrestar, si él, Santander, era el jefe máximo de esa generación de escorpiones! 

Róbinson 
(furioso) ¡Traidores! ¡Traidores mal agradecidos! 

(oscuro. Luz para O’leary. Se escucha música densa, presagiosa. Imágenes.) 

O’leary 
Manuela Sáenz y sus negras, Jonatás y Nathán, se desviven por recabar datos, cualquier información acerca de la fecha de la próxima intentona golpista... La quiteña sabe que no es el pueblo llano el que conspira sino los enemigos políticos del Presidente, la peligrosa oligarquía bogotana y granadina. Hay militares y civiles entre los complotados. El coronel Ramón Guerra, jefe de Estado Mayor de Bolívar, está entre ellos, y, según los distintos corrillos, Santander dirige los hilos desde la sombra aunque esto nunca pudo comprobarse. 

(rompe ruido de llovizna fuerte. Música densa. Luz sobre anfitriona) 

Anfitriona 
El 25 de septiembre cae una intensa llovizna sobre las empedradas calles del centro de Bogotá... Varios militares y civiles amigos del Libertador, luego del mediodía, le visitan para advertirle, aunque veladamente, que las gentes están inusualmente inquietas, que se oyen rumores confusos, que ha habido movimientos extraños en algunos cuarteles y que, en fin, los nervios de los bogotanos están a flor de piel sin que haya motivo aparente para ello… 

(luz difusa sobre ángulo neutro con escritorio. Bolívar, de uniforme, escribe. Llega el coronel Guerra y se cuadra, uniformado. Luz en anfitriona) 

Anfitriona 
El presidente, que detesta los chismes y hablillas, se inquieta, sin embargo, y hace llamar a su jefe de estado mayor, coronel Ramón Guerra, sin sospechar que él y Pedro Carujo, su ayudante general, son de los principales comprometidos. Cuando el militar se presenta al despacho, Bolívar observa su nerviosismo, pero su mente está en otra parte, pues está peleado con Manuelita. 

Guerra 
(nervioso) A la orden, mi general. 

Bolívar 
Coronel Guerra, ¿hay alguna novedad? 

Guerra 
(rápido) ¿De qué...? No, mi general. ¿Por qué pregunta? 

Bolívar 
(irritado) Hay mucha agitación, mucho comentario en la calle, según me informan... Muchos hablan y que de una revolución. Por eso le llamé. ¿No ha oído usted nada? ¿Qué revolución es esa? 

Guerra 
(más nervioso) No tenga usted cuidado, mi general. Yo respondo por la seguridad de todos en palacio y por la tranquilidad pública en la ciudad. (sonríe falsamente) No hay que hacer mucho caso de esos chismes y bolas, señor. 

Bolívar 
(seco) Bien, coronel Guerra. Puede retirarse. 

Guerra 
A la orden, mi general. 

(oscuro rápido. Luz en el rancho. Ambiente del puerto, ruidos) 

Cónsul 
¿Y su Excelencia el Libertador no sospechó de la actitud tan pasiva de su Jefe de Estado Mayor? 

Manuela 
¡No le digo a usted que el general era el hombre más confiado del mundo, míster Rúden! 

Róbinson 
Ciertamente. Si usted se pone a analizarlo, es inexplicable que ni siquiera en batalla sufriera jamás la menor herida. 

Manuela 
Sin duda, un hado misterioso le cuidaba los pasos, porque no hay otra explicación. 

Róbinson 
(sonríe) Un “hado” misterioso y bello llamado Manuela Sáenz. (tr) Continúe, amiga mía, tenga la bondad. 

Manuela 
Como usted diga, don Samuel... (tr) ¿No les provoca unos dulcitos y unos jugos de frutas...? (llama) ¡Jonatás...! 

Cónsul 
(encima) Su fiel mulata Jonatás fue al puerto a vender granjerías, pero me suplicó que no dijera nada a usted. 

Manuela 
(suspira) Esa Jonatás. Siempre tan discreta. 

Róbinson 
(impaciente) Termine el cuento, Manuela. 

Manuela 
Ah, sí... (tr) Ese día, el 25, como a las seis de la tarde, el Libertador me mandó llamar. Contesté que estaba con dolor en la cara. Me envió enseguida otro recado diciéndome que mi enfermedad era menos grave que la suya, que fuese a verlo. Como la calle estaba mojada porque había llovido mucho, me puse sobre mis zapatillas otros zapatos y me fui al palacio de gobierno. 

(oscuro rápido en el rancho. Luz sobre O’leary. Imágenes de los nombrados. Luz sobre ángulo neutro donde se reúnen) 

O’leary 
Mientras Manuela cruza las encharcadas calles rumbo al palacio San Carlos, “la Junta Directiva de los defensores de la República”, como se llaman entre sí los intrigantes, se reúne de urgencia en casa de Luis Vargas Tejada, uno de sus miembros. Están, entre otros, el teniente coronel Pedro Carujo, Agustín Hormet, el ya citado Florentino González, el coronel Ramón Guerra y el dueño de casa. Es éste, Tejada, quien con ceño adusto interroga al jefe del Estado Mayor. 

Tejada 
¿A qué se debe el desespero, señor coronel Guerra? Son peligrosas estas reuniones no planificadas. 

Carujo 
Tejada tiene razón, coronel. ¿Qué pasa? 

Guerra 
(nervioso) Hay problemas, Comandante Carujo… El tirano sospecha algo. Le llegan rumores, aunque confusos. Para más ñapa, el capitán Benedicto Triana, que era de los nuestros, ha sido hecho preso. 

Tejada 
(alarmado) ¿Y eso por qué? 

Guerra 
Parece que se emborrachó y amenazó a unos oficiales del batallón Vargas con “darles su merecido dentro de unos días”. Ellos sospecharon y tuve que hacerlo detener para interrogarlo. 

Hormet 
(tenso) ¿Y ha dicho algo? 

Guerra 
(impaciente y molesto) ¡Claro que no, señor Hormet, o no estaríamos todos aquí!... No creo que sea buena idea seguir con esto. 

Carujo 
Por supuesto que sí, coronel Guerra… ¡Lo haremos esta misma noche! 

Guerra 
(acobardado, alza) ¡No; yo me salgo! 

Hormet 
¿Cómo que se sale? ¡No puede! ¡Usted es el único de todos nosotros que conoce bien el palacio de gobierno por dentro! 

Guerra 
(algo más firme) Eso no será mayor obstáculo. Les juro que no los delataré, caballeros, pero no sigo. No puedo. Ya el comandante Carujo tiene los santo y seña de hoy para que penetren por sorpresa los cuarteles. Veré qué más puedo hacer por la causa, pero no intervendré directamente. Tengo mis razones. 

González 
(firme) El comandante Carujo tiene razón; ya no podemos retroceder, compañeros. 

Tejada 
(mirando a Guerra, fiero) ¿Y si el coronel Guerra nos delata, González? 

González 
(mirando a Guerra, amenazante) ¡No lo hará! Lo conozco bien; es cobarde, pero no delator. 

Carujo 
¡Escuchen todos! El batallón de artillería está advertido y armado esperando nuestras órdenes. ¡No hay vuelta atrás! 

(los otros, exaltados, apoyan. Guerra hace mutis en medio de la confusión.) 

Tejada 
(exaltado) ¡Tomemos esta noche por la fuerza el cuartel del batallón Vargas! 

Hormet 
¡Y también el de granaderos! 

González 
¡Y la casa de gobierno! 

(varios gritan “muerte al tirano”, “muera Bolívar”) 

Carujo 
¡Calma, señores! ¡Silencio...! (pausa) Tengo veinticinco soldados listos para entrar a sangre y fuego al Palacio San Carlos a arrestar al tirano vivo o muerto. 

Hormet 
¡Yo iré con diez o doce de mis compañeros civiles! 

González 
¡Y yo! 

Tejada 
¡Yo también! 

(otras voces se adhieren, exaltadas) 

Carujo 
Bien... Ahora, por seguridad, dispersémonos con lentitud. Nos vemos al punto de la medianoche en el Puente del Carmen de la quebrada San Agustín, cuando los bogotanos no nos estorben la maniobra. ¡Dios nos bendiga, caballeros! 

(oscuro violento. Música enervante. Lenta y difusa luz sobre habitación de Bolívar. Se ve una puerta, un lecho y una ventana cerrada. Sobre el lecho, el pantalón, la camisa de franela, un libro grande, la espada y las pistolas de Bolívar, quien, desnudo, pues acaba de tomar una ducha, se sienta en el borde de la cama y se seca con una toalla grande. Aparece en la puerta Manuela-Joven, abrigada y febril) 

Manuela-J 
(tierna y trémula) ¿Está enfermo? 

Bolívar 
(cubierto con la toalla) Siempre estoy enfermo si tú no estás. (la mira) ¿Qué tienes, que tiemblas? 

Manuela-J 
Un dolor fuerte en la cara. Y fiebre. (tr) ¿Dónde están sus edecanes? ¿Dónde está José Palacios su mayordomo? ¿Por qué está usted solo? 

Bolívar 
(displicente) Porque hoy todo el mundo amaneció enfermo, me parece. Fergusson fue a curarse la garganta en casa de no sé quién, Ibarra está en cama, muy malo, y José igual. Por eso te mandé llamar. (tose) Dicen que va a haber una revolución. 

Manuela-J 
(sarcástica) ¡Enhorabuena! ¡Que haya diez revoluciones! ¡Con la buena acogida que da usted a los avisos! 

Bolívar 
(sonríe) No te enojes. El coronel Guerra, jefe de Estado Mayor, me ha dicho que todo está sin novedad. Además, he permitido que José traiga de la quinta los mastines para que avisen cualquier cosa. (sonríe y la besa) Y te mandé llamar a ti, ¿qué más quieres? 

Manuela-J 
Por lo menos prevengamos al oficial de guardia de palacio. 

Bolívar 
¿Para qué? Ahí tengo mi espada y mis pistolas. (toma el libro y pide con dulzura) ¿Quieres leerme un rato? 

(oscuro violento. Música de acción, densa. Cañonazos, gritos, disparos, según descripción. Luz sobre O’leary y la Anfitriona, juntos) 

O’leary 
Oigamos el relato que hace el biógrafo Alfonso Rumazo González acerca de los acontecimientos de esa noche inolvidable en su obra “Bolívar”… 

Anfitriona 
(lee de un libro) “A las doce en punto la brigada de artillería atacó al batallón “Vargas” y libertó al general Padilla. Repuesto el “Vargas” de la sorpresa, abrió fuego enérgicamente y se trabó el combate, que duró casi una hora. Los disparos alarmaron a la población, y a la una de la madrugada las calles estaban ya llenas de curiosos que, aterrorizados, veían cómo los artilleros derrotados retrocedían y huían, disparando al par que corrían. El golpe militar había fracasado.” 

(oscuro sobre Anfitriona. Se oyen ladridos furiosos, alejados, que acallarán luego) 

O’leary 
La Casa de Gobierno, el Palacio San Carlos, ha sido cruelmente atacado. Doce civiles, armados con pistola y espada o puñal, capitaneados por Agustín Hormet, y veinticinco soldados al mando de Pedro Carujo, han acallado a cuchillo limpio a los furiosos canes guardianes y luego a los tres centinelas de la puerta. Los civiles se encaminan a las habitaciones privadas del Presidente en tanto Carujo y los suyos someten a los demás militares de guardia y rodean la residencia oficial. 

(oscuro en O’leary. Luz penumbrosa sobre el lecho donde duermen Manuela y Bolívar; él, inquieto. Música tensa. Se oyen ruidos confusos; alejados sables, pasos, rumores, chistidos... Ella despierta. Lo llama, suave pero enérgicamente, sin mostrar sino serenidad.) 

Manuela-J 
(serena, en voz baja) ¡General Bolívar...! ¡General, despierte! 

Bolívar 
(despierta, alerta) ¿Qué sucede? 

Manuela-J 
Sschiiissstt... No levante la voz. Creo que los enemigos han logrado entrar a palacio. 

(Bolívar, que está en ropa interior, se incorpora y toma espada y pistola y resueltamente trata de ir hacia la puerta cerrada. Ella lo impide) 

Bolívar 
(fiero pero sereno) ¡Pues vamos a enfrentarlos! 

Manuela-J 
(firme) No. Vístase primero, ¡pero apúrese! 

Bolívar 
(la mira, algo desconcertado) ¿Tú crees? 

Manuela-J (encima) ¡Apúrese! 

(Bolívar la mira, fascinado por su sangre fría. Suelta las armas y comienza a vestirse a toda prisa pero sin gestos nerviosos. Sigue música y ruidos de antes, alboroto. Oscuro. Luz para la Anfitriona) 

Anfitriona 
En el interior del palacio, las voces silenciadas, los forcejeos y los pasos apresurados denuncian la conjura… Los doce civiles capitaneados por Agustín Hormet buscan desesperadamente las habitaciones de la primera autoridad de la Gran Colombia… 

(se escuchan pasos alborotados. Puerta que abre con violencia. Mantener música dramática) 

Anfitriona 
(narra, sobria) Logran entrar con gran violencia en una oscura alcoba y a la luz de los dos grandes faroles que portan descubren en un lecho al joven Andrés Ibarra, edecán y primo del Libertador, postrado, enfermo. Hormet, el cabecilla civil, lo zarandea con violencia, mientras el venezolano, como puede, penetrando sus intenciones, empuña su espada, pero nada puede hacer contra tantos y es herido en un brazo; no revela, sin embargo, la posición del Presidente... Los conjurados siguen buscando… 

(oscuro sobre Anfitriona. Luz para Bolívar y Manuela-Joven en la alcoba) 

Bolívar 
(sereno) ¡Bravo! Vaya, pues, ya estoy vestido; ¿y ahora qué? ¿Hacernos fuertes? 

(Bolívar, que ha quedado a medio vestir, descalzo, pistola y espada en mano, intenta de nuevo salir al encuentro de los alzados, pero Manuela voltea hacia la ventana y lo lleva hasta ella, abriéndola y asomándose con cautela.) 

Manuela-J 
¿No dijo usted hace poco a su amigo Pepe París que esta ventana era muy buena para un lance de éstos? 

Bolívar 
(decidido) ¡Dices bien! ¡Saltaré! 

(Se escuchan voces alteradas en distintos planos, que vienen de la calle. Bolívar se dispone a saltar. Se oyen forcejeos en la puerta, bulla) 

Manuela 
(al notarlo descalzo) ¡Aguarde! ¿Dónde están sus botas? 

Bolívar 
(reparando en ello) Quién sabe. Las sacaron temprano para limpiarlas. 

Manuela 
(se quita otros zapatos que lleva encima de los puestos) Tome. Póngase estos otros zapatos míos que en buena hora se me ocurrió traer por la lluvia. ¡Apúrese!... (se asoma) ¡Aproveche ahora que no hay gente en la calle! 

(salta Bolívar por la ventana, luego de ponerse los zapatos de ella. Música dramática. Manuela respira fuerte y adopta aire sereno y digno para ir a abrir la puerta. Lo hace. Entran en tropel los conjurados, cuatro o cinco, con un farol. Hormet agarra a Manuela de un brazo con furia brutal mientras los demás buscan a Bolívar por la habitación) 

Hormet 
(furioso) ¿Dónde está Bolívar? 

Manuela 
(serena) En el Consejo. 

Tejada 
(grita, alejado) ¡Nada! ¡No está aquí! 

González 
(frustrado y desanimado) ¡Miren esa ventana abierta! ¡Huyó; se ha salvado! 

Manuela 
(rápida y con serenidad) No, señores, no ha huido; está en el Consejo. 

González 
¿Y por qué está abierta esa ventana? 

Manuela 
Porque yo la acabo de abrir para saber qué ruido había. 

Tejada 
(acercándose) ¿Y por qué esta cama está tibia? 

Manuela 
(convincente) Yo estaba acostada ahí, esperando que terminara el Consejo para ayudar al General a darse un baño. 

Hormet 
(desconfiado) ¿Dónde es ese Consejo, señora? 

Manuela 
No sé dónde será. Sé que se reúnen en un salón casi todas las noches a hablar, y a eso le dicen “Consejo”, pero no sé dónde quedará. Esta casa es muy grande. 

Hormet 
¡Vamos, acompáñenos! ¡Señores, busquemos ese salón! 

(oscuro rápido. Música de acción. Se escuchan grillos, río, monte nocturno. Luz sobre O’leary) 

O’leary 
A unas cuadras del Palacio de Gobierno, el Libertador, gracias al tiempo concedido por la inteligente y brava acción de Manuela Sáenz, ha logrado llegar hasta el puente del Carmen, a orillas del río San Agustín, y bajo su penumbra se guarece, espada y pistola en mano, aterido de amargura y de frío, mientras su repostero, quien acertaba a pasar por la calle cuando el Presidente huía, ha ido a averiguar la situación de los cuarteles, sobretodo el “Vargas”, que Bolívar sabe incondicional a su persona. 

(oscuro violento. Se desvanecen ruidos del río y la noche. Ahora se oyen pasos de varios, murmullos de los conjurados, violentos. Música densa. Luz sobre la Anfitriona) 

Anfitriona 
En los penumbrosos pasillos del San Carlos, los conspiradores, llevando a empujones a la mujer del Presidente, buscan infructuosamente su rastro, perdidos en los vericuetos del caserón, pálidos de despecho e ira... La han golpeado salvajemente y amenazado de muerte, pero la valiente y serena quiteña se mantiene en sus trece: no sabe nada del General Bolívar... Por fin, tras encontrar al edecán Ibarra sangrante en un pasillo, Manuela logra vendar su brazo herido y traerlo a la habitación, donde son encerrados ambos, custodiados por dos centinelas ante la puerta cerrada. 

(súbita luz sobre la habitación. En el lecho está acostado Ibarra, en ropa de dormir, con un brazo vendado y sangrando. Manuela luce despeinada, golpeada, desgarrada la blusa, pero digna y corajuda. La puerta está cerrada y la ventana entornada, como la dejaran los conspiradores al salir. De pronto se yen pasos“herrados” acercándose en la calle. Manuela, tensa, mirando hacia la puerta de vez en cuando, se acerca a la ventana y la abre más... Pasa corriendo Fergusson, vestido de militar. Manuela lo chista y él se asoma, alerta) 

Fergusson 
¡Doña Manuela, ¿qué sucede?! 

Manuela-J 
(bajo) ¡Baje la voz, Fergusson! ¡Soy prisionera! 

Fergusson 
¿Qué? ¿Dónde está el Libertador? 

Manuela-J 
No sé, no sé. Hay centinelas en mi puerta, no puedo hablar. 

Fergusson 
¡Voy a entrar! 

Manuela-J 
¡No, no entre usted, Fergusson! ¡Lo matarán! 

Fergusson 
(yéndose) ¡Que me maten, pero yo cumplo con mi deber! 

(mutis del edecán. Se oyen sus pasos alejándose. Música enervante, presagiosa. Manuela-Joven, ahora sí angustiada, se lleva las manos al crispado rostro, esperando lo peor para el fiel Fergusson. Poco después se escucha un pistoletazo alejado y el grito de muerte del edecán. Luz sobre O’leary, sombrío) 

O’leary 
Pocos segundos después sucede lo temido por doña Manuela: se escucha el ruido de un pistoletazo y el grito ahogado del coronel Fergusson, que ha recibido el tiro de manos de Pedro Carujo, quien remata al temerario edecán inglés de un sablazo en la frente. 

(oscuro rápido. Silencio inquietante. Poco a poco va naciendo, junto con acordes épicos, brillantes, un coro de triunfales voces de multitud que da vivas a Bolívar :“viva el Libertador, viva el Libertador...” 
Luz radiante sobre O’leary) 

O’leary 
Dos horas más tarde, restablecida la normalidad en la capital gracias a la fidelidad del batallón “Vargas”, cuando la valiente quiteña se acerca a la plaza a indagar la suerte de su amado, contempla a Simón Bolívar, sano y salvo, jinete en su caballo blanco, aclamado por los soldados y el pueblo. (marca, irónico) A su lado cabalgan tranquilamente los generales Santander y Padilla, jubilosos, al parecer, porque el Libertador sigue con vida. 

(van apagando los gritos... Música romántica. Luz discreta sobre anfitriona, y radiante en el dormitorio, donde Manuela-Joven y Bolívar se funden en un abrazo) 

Anfitriona 
Al alba, cuando por fin el Presidente logra retornar al palacio y ve a Manuela, la abraza, y la rebautiza. 

(se separan y él le dice, eufórico, mirándola y aferrándola por los hombros con delicada firmeza:) 

Bolívar 
¡Tú eres la Libertadora del Libertador! 

(música apropiada. Oscuro rápido. Luz sobre Anfitriona de nuevo) 

Anfitriona 
Con este honroso apelativo conoce la historia a la aguerrida Manuela Sáenz, una mujer polémica, rebelde, iconoclasta, visceral y fiel a sí misma, de quien Gabriel García Márquez, en “el General en su Laberinto”, pinta esta interesante semblanza: 

(música brillante subraya) 

Anfitriona 
(lee de un libro) “Había nacido en Quito, hija clandestina de una rica hacendada criolla con un hombre casado, y a los 18 años había saltado por la ventana del convento donde estudiaba y se fugó con un oficial del ejército del rey. Sin embargo, dos años después se casó en Lima y con los azahares de virgen con el doctor James Thorne, un médico complaciente que le doblaba la edad... Era astuta, indómita, de una gracia irresistible, y tenía el sentido del poder y una tenacidad a toda prueba. Hablaba buen inglés, por su marido, y un francés primario pero comprensible, y tocaba el clavicordio con el estilo mojigato de las novicias. Su letra era enrevesada, su sintaxis intransitable, y se moría de risa de lo que ella misma llamaba sus horrores de ortografía. El general la nombró curadora de sus archivos para tenerla cerca, y esto les hizo fácil el amor a cualquier hora y en cualquier parte...” 

(oscuro rápido. Luz sobre el rancho. Los tres están como habían quedado antes del relato de ella. Pita un barco. Oleaje. Gaviotas) 

Róbinson 
Manuela, ¿es verdad que no se pudo probar que el lambiscón de Santander estaba enredado en el complot? 

Manuela 
Es verdad, don Samuel. 

Cónsul 
¿Y es cierto que el Libertador le perdonó la vida, a pesar de que un tribunal lo condenó a muerte? 

Manuela 
Sí, míster Rúden. A él y a Carujo les permitió vivir, y a gran número de los conspiradores. ¿Qué quiere que le diga? El General era la magnanimidad en persona. 

Cónsul 
(suspira y se pone de pie con evidente intención de marcharse, tras cerciorarse de que su pipa-mano está apagada) En fin, amigos míos, no sé cómo agradecer el honor que ambos me han hecho al compartir un momento tan especial con un extraño. Soy deudor obligado para lo que gusten mandar. 

Róbinson 
(cortés, despidiéndolo) Señor Cónsul… 

Manuela 
(encima, afable) ¡Por favor, míster Luden, más bien le agradecemos don Samuel y yo su benevolencia al regalarnos su amable compañía! 

Cónsul 
Les ruego dispensarme, pero debo atender otros asuntos. (tr) Doña Manuela, ¿qué respuesta debo dar a nuestro joven aventurero Melville? 

Manuela 
¿Al poeta obsesionado con la blanca bestia marina? (sonríe) Pues escríbale usted que deseo mucho que encuentre su ballena, y que autorizo a usted a contarle lo de la noche septembrina que escuchó hoy aquí. 

Cónsul 
No esperaba menos de su gentil corazón, señora. (dulce) ¿Quizá su indulgencia podría satisfacer una última curiosidad? 

Manuela 
Por supuesto, míster Luden. ¿Cuál es...? 

Cónsul 
¿Cómo es que una mujer como usted vino a dar a un lugar como Paita? 

Manuela 
La respuesta es sencilla, mi querido amigo… Destierro voluntario. (asombro de ellos) Como lo oyen. Quince años llevo ya en esto. (sonríe) Luego que el General Bolívar murió, me convertí en un problema, casi en una penitencia para todos cuantos se alimentaban de su luz. (los mira a ambos. Profunda, al Cónsul) Voy a regalarle una confidencia desprovista de apasionamiento, señor Lúden. Escuche: si el Libertador hubiera nacido en Francia, habría sido más grande que Napoleón. Valía más, y lo afirmo porque conozco bien la sangrienta historia del corso. 

Cónsul 
(sonríe) ¿Quién más autorizada que usted para emitir tal opinión? (tr) Señora mía, le ruego avisarme en cuanto tenga listas las traducciones... (besa la mano que ella ofrece. Toma su cartera) Soy ahora más que nunca su ferviente admirador. 

Manuela 
Señor Lúden, la providencia guarde a usted muchos años. 

Cónsul 
Señor Rodríguez, estaré por siempre agradecido a mi gobierno por haberme enviado a Paita y haber tenido la oportunidad de conocerle. ¡Fue un placer, señor! 

Róbinson 
Señor Cónsul, si en nuestra América hubiera más diplomáticos como usted, no harían falta tantas guerras en nombre de la paz. Le deseo larga vida y muerte repentina. 

Manuela 
(levanta su vaso) Caballeros, ¿un brindis con carato de piña por el americano más grande que ha visto nuestro sol...? 

(entrechocan tazas o jícaras o vasos) 

Los tres 
¡Por Su Excelencia, el Libertador Simón Bolívar! ¡Salud! 

(en este momento entra Jonatás por el foro, con una bandeja vacía bajo un brazo y una bolsa o costal de tela ordinaria, de cuyo interior extraerá un cuadro de un perro flaco y feo) 

Jonatás 
Patronita, mire, vendí toditico... (muestra el saco) Ah, y aquí le manda su compadre Fermín el cuadro que le faltaba, con los saludos de sus ahijados Simón y Simona… 

(Jonatás saca el cuadro. Se miran, sonrientes, Manuela y Róbinson; miran al Cónsul y dicen todos a coro, sonriendo, por el cuadro) 

Todos 
¡Juan José Flores...! 

(oscuro rápido. Nace música radiante. Luz sobre O’leary) 

O’leary 
Excepcionalmente, al amanecer del siguiente día, la mar Pacífica regalaba a la villa de Paita una brisa suave y tibia, olorosa a clavo y a jazmín, aroma proveniente, con toda probabilidad, de un carguero de especias surto en el puerto desde la madrugada. 

(Luz sobre la Anfitriona, sin apagar a O’leary) 

Anfitriona 
Temprano, con el primer sol, el errante Simón Rodríguez (y con él el calenturiento y extravagante Samuel Róbinson) se dispuso a reemprender su peregrinar hacia ninguna parte, siempre en pos del sueño imposible de convertir la esencia en presencia, el instinto en sociabilidad, la enseñanza en aprendizaje. 

O’leary 
Al despedirse de la vieja amiga trató de que los sentimientos no echaran a perder lo que regía al corazón. En el pasillo del rancho, después de abrazar a Nathán y a Jonathás, sus brazos de oso apurruñaron largamente a su titana, como íntimamente la consideraba, y le explicó el futuro. 

(a medida que O’leary describe la acción, su luz y la de la anfitriona se van apagando y se va iluminando el pasillo del rancho y se ve a Róbinson abrazando a Manuela. Ella está en el sillón de ruedas y mira al viejo con la emoción de la despedida. Atrás, las negras. Él lleva su mochila en bandolera y su sombrero, como al comienzo. Agarra las manos de ella:) 

Róbinson 
Manuelita, me voy porque dos soledades no pueden vivir juntas... ¿Se acuerda que le comenté que tengo un negocio pendiente en Guayaquil?... Además los pies me piden camino, querida Coronela... Eso sí: en cualquier momento vuelvo, a ver si nos morimos juntos y repentinamente, quién quita, ¿oyó, briosa amiga? 

Manuela 
Cuando le provoque, Don Simón. Ya sabe que ésta es su casa. 

(El viejo sonríe con resignada tristeza. Va a salir pero a los pocos pasos se detiene, gira hacia las mujeres y apunta con el bastón hacia el mar.) 

Róbinson 
Tengo intención de ir a Quito a saludar al presidente y paisano Juan José Flores... ¿Algún recado, amiga? 

(Ella, por toda respuesta, enciende el tabaco que mordisqueaba, le lanza una voluta, le dice adiós con la mano al tiempo que hace una indicación a Jonatás, quien toma los mandos de la silla y voltea para llevarla a la sala. Róbinson mueve la cabeza, sonríe, se cala más el sombrero y sale. 

Oscuro total rápido. Nace música apropiada. Luz muy lentamente sobre O’leary, solo, en el proscenio) 

O’leary 
¿Leyeron Manuela Sáenz y/o Simón Rodríguez “Moby Dick”, la narración de la obsesiva persecución de la ballena blanca emprendida por el aventurero poeta y escritor neoyorquino Herman Melville? No es improbable pues el libro vio la luz por vez primera ocho años más tarde de los sucesos que aquí narramos, es decir, en 1851, y ambos vivirían varios años más. 

(disminuye muy lenta la luz sobre O’leary, sin apagarse del todo. La música ha cambiado a doliente. Luz lenta sobre la Anfitriona, todavía con O’leary iluminado) 

Anfitriona 
(lo mira un instante) El general irlandés Daniel Florencio O’leary, cuya monumental obra, 34 tomos sobre Simón Bolívar y la Guerra de Independencia Sudamericana no se publicará completa hasta 1888, morirá el 24 de febrero de 1854 en Bogotá, de un ataque cerebral. 

(una fugaz incandescencia sobre O’leary y luego lento oscuro total con él. Música apropiada para toda esta escena final) 

Anfitriona 
Simón Rodríguez, el “Sócrates” de Bolívar, como él le llamó… (se ilumina un retrato grande y “clásico” de Rodríguez) le seguirá tan solo cuatro días después, a la entrada de un poblado llamado San Nicolás de Amotape, no lejos de Paita, en el Perú, el 28 de febrero de 1854, al parecer víctima de fiebres malignas y deficiencias renales y en la más absoluta miseria... (se va apagando la luz sobre el retrato de Rodríguez y se va iluminando el de Manuela Sáenz) Manuela Sáenz, la heroína inmortal, la Coronela, la esposa que abandonó al doctor James Thorne, su insulso marido inglés, por correr detrás de la gloria que representaba el insigne caraqueño, fallecerá presa de la difteria al cabo de cinco años, un día de diciembre de 1859, próxima a cumplir los 63 y también en extrema pobreza..., ¡pero la Posteridad jamás olvidará su noche de gloria, su apoteosis histórica, cuando enfrentó, sola, a doce asesinos sedientos de sangre y hambrientos de poder, y evitó a la Gran Colombia la mancha inútil pero indeleble del asesinato del Padre Libertador. 

(surge repentino contraluz sobre ángulo neutro. Bolívar, de uniforme, escribe ante un escritorio) 

Anfitriona 
Simón Bolívar, en uno de sus tantos desencuentros con Manuela Sáenz, le escribe esta nota, reveladora por demás de lo arraigada que estaba en el corazón del General la bella quiteña: 

Bolívar 
(voz grabada, resonante, en tanto escribe) “El yelo de mis años se reanima con tus bondades y gracias. Tu amor da una vida que está expirando. Yo no puedo estar sin ti, no puedo privarme voluntariamente de mi Manuela. No tengo fuerza como tú para no verte apenas basta una inmensa distancia. Te veo, aunque lejos de ti. Ven, ven, ven luego. Tuyo del alma, Bolívar”. 

(sigue música brillante) 

Anfitriona 
Y ella, Manuela Sáenz, ha dejado esta confesión como irrefutable testimonio del fuego amoroso que alimentó su espíritu por el grande hombre y como clara advertencia para quienes quisieron resquebrajar su gloria: 

(a medida que la Anfitriona habla, se enciende una luz brillantísima en ángulo neutro en el cual Manuela-Joven, vestida de capitana, la mano sobre el sable, remata la obra) 

Manuela 
(profunda y retadora como era) “Yo amé al Libertador; muerto, lo venero. Pueden disponer alevosamente de mi existencia, menos hacerme retrogradar una línea en el respeto, amistad y gratitud al General Bolívar”. 

(música al clímax. Telón lento...)