YANKO DURÁN
EL FANTASMA ASESINO
DE
LA POSADA DEL PIRATA
(In memoriam
Ana Sofía Durán
Pablo Ignacio Durán
Miguel José Durán
Jhon Caryl Durán)
OTRA PUBLICACIÓN DE
YANKOMAR
PRODUCCIONES
Enero – 2014
Hecho el Depósito de Ley:
Ifi25220138002219
ISBN: 978-980-12-6703-9
Licencia SAFECREATIVE
(Todos los Derechos Reservados)
Episodio I
La tenebrosa «Posada del Pirata»
Unos fuertes pasos retumban sobre la añeja losa del vestíbulo de la sombría casona. Luego un timbrazo azota el espacio del recinto y una voz recia y frustrada termina de alborotar la quietud del lugar:
–¡Por las barbas de Hipócrates! ¡Con razón este mamotreto de casa tiene ese nombre de Posada del Pirata! –masculla el hombre, abanicándose con un sombrero blanco–. Claro, porque el servicio es bien pirata. No se ve a nadie en ninguna parte... ¡Ja! –vuelve a quejarse en alta voz en tanto hace sonar por tres veces más con la impaciente palma de su mano la campanilla que está sobre el mostrador.
Con manifiesta molestia, el recién llegado extrae un pañuelo de uno de los bolsillos de su pantalón y se seca el sudor que inunda su rostro.
–Pero no puede ser posible tanta desidia, ni siquiera en esta infernal tierra de nadie... ¡Holaaa...!
De pronto se percibe el roce apresurado de unos zuecos contra el piso de granito y una voz chillona y un poco tartajosa sobresalta al forastero tras el mostrador de recepción:
–Buenos me-medios días, se-señor...
–Qué calor más inmisericorde, Dios –resopla el recién llegado–... Muchacho, soy médico, y este endiablado clima tuyo me está matando. ¿Quién eres tú?
–Yo soy..., yo me llamo Mateo, y-mi-ma...
–¿Qué es eso de “ymima”, chico? –corta con desagrado el sujeto–. ¿Algún nombre indígena?
El individuo se queda mirando al recepcionista y por fin le obsequia una fría sonrisa:
–Ah, ya entendí. Tu mamá es la dueña de la Posada. Claro. Perdona, hijo. Bueno, dime dónde firmo para registrarme.
El hombre acalorado no es muy alto ni muy delgado; tiene ademanes y hablar algo bruscos, pero faz candorosa y rubicunda, cabello y grueso mostacho plateados y ojos azul claro; es el primer huésped de la Posada del Pirata hoy y parece un médico por su traje de lino blanco, su sombrero de panamá, su media pancita y su maletín de médico de cuero negro. El recepcionista es un hombre joven y algo deforme, pero no feo; luce el rostro bien rasurado y el cabello algo largo, castaño, peinado con una raya al medio; piel blanca, lechosa, y mirada de ojos negros opaca, extraviada tras unos redondos y gruesos espejuelos de carey; aunque es un sujeto de estatura mediana, tiene la parte superior del cuerpo inclinada hacia adelante, como si fuese jorobado, y al caminar, ejecuta una curiosa maniobra irregular con brazos y piernas, de modo que a quien le observa le provoca una rara desazón pues más parece que realizara un loco baile exótico que una manera de desplazarse.
–No, no –sonríe, salivoso, el hospedero–... Y mi mamá es la... dueña de esto..., ¿sabe?
Viste zapatos tenis azules, bluyín y guayabera negra con el nombre del hospedaje bordado en verde en el bolsillo superior.
Como el hombre de blanco solicita con un ademán imperioso la ficha para llenar su admisión en el hotel, el cara de bobo saltarín se le queda mirando y de pronto una desagradable carcajada sorprende al médico:
–Ja, ja, ra-já... Primero tiene que llenar todos sus datos, doctorcito; ¿sabe leer y escribir?
–¿Tú como que eres mamadorcito de gallo? –objeta, mirando al otro a los ojos–. ¿Y por qué no tartamudeaste ahora, mijito?
En eso se escucha el ruido de unos tacones fuertes acercándose y el sordo roce de la punta de hierro acolchada de un bastón contra el piso. Una voz gruesa, bronca, restalla autoritaria:
–Él no es mijito suyo sino mío, señor, y tampoco es tartamudo.
–Hola, buenas tardes –saluda el médico, sin sorpresa–. Usted debe ser Doña Zulma, ¿no?
–A lo mejor. ¿Y usted?
–No, yo no –dice el hombre, guasón–; yo soy el doctor Facundo Ontiveros.
La recién llegada, ama y señora indiscutible de la Posada del Pirata, apoyada en su bastón de puño de plata labrada, observa, atenta y hosca, al tipo vestido de fresco traje color blanco perla.
Cuando sus ojos de lechuza han completado su examen del recién llegado a través de las finas antiparras, vuelve a dejar oír su desagradable voz:
–¿Usted vino solo o lo mandaron?
Ante la inesperada pregunta, el otro carraspea, serio el semblante ahora:
–Disculpe, señora, vine por recomendación de un... amigo. No reservé porque él mismo me dijo que en la zona no hay cobertura telefónica de ninguna clase.
–¿Qué amigo es ese?
–Antonio Marín fue quien me habló de este lugar.
Una casi imperceptible distensión de los músculos del cuello anuncia que la dueña del hospedaje ha suavizado un poco su genio al oír el nombre.
–Ah. El abogado Marín es un buen cliente mío, en efecto. ¿Cuál es el nombre suyo, doctor?
–¿El mío? Facundo Ontiveros, Doña Zulma.
–¿Le habló el doctor Marín de mi persona?
–Naturalmente.
De golpe, la voz y los gestos de la gruñona urraca se tornan casi amigables.
–Muy bien. Es un placer entonces tenerlo como huésped de la Posada del Pirata –dice, mirando a los ojos al doctor Ontiveros por primera vez, y al hijo, que no para de estudiar al otro–: Mateo, hijo, llénale los datos de registro al doctor Ontiveros. Ya es huésped oficial.
Una risita chillona escapa de la boca algo deforme del bobo, movedizos los ojos:
–Je, je, je, doctorcito, ¿tiene algún remedio para mi bobera?, je, je, je...
–Respeta, Mateo, deja tranquilo al doctor.
Por la estrecha carretera huérfana de asfalto que conduce hacia la tétrica hostería que el lector ya conoce se desplazan en una enorme motocicleta de alta cilindrada el Investigador Privado Miguel Briceño y su linda compañera Aura Marina Saavedra.
La sinfonía de la selva tropical contrapuntea con el bramido del poderoso motor del vehículo y el silbido del viento caluroso y tenaz. El verde reverbera con el sol en mil tonos esmeraldinos distintos como compitiendo entre sí.
Surgiendo de entre el monte como un aborto ajeno y parásito de la vegetación, la estrafalaria Posada rompe la armonía del bosque. Al divisar la extraña construcción que identifica a la Posada del Pirata, Miguel Briceño disminuye un poco la velocidad.
–Mira, Aura Marina, creo que es allá.
–¿Dónde?
–A la izquierda. Debe ser aquella mole oscura de allá.
–Huy, qué horrible se ve, mi amor –se espeluzna ella.
–Ni tanto –sonríe el Detective–... Es sólo un hotel, una pensión.
–Sí, yo sé, pero parece una... una cosa rara... Una mezcla de castillo antiguo con iglesia barroca colonial, no sé.
–No empieces, que te conozco –ríe el Detective–... Ahora dirás que yo no sé qué, que tienes un mal presentimiento y que...
–Pues te pelaste –corta ella, también sonriente–... No tengo, todavía, ningún pálpito o corazonada..., pero, ¡huy!, insisto en que esa cosa tiene un aspecto más feo...
–Tranquila, mi amor.
–Tranquila, no, Miguel Briceño; no estamos aquí de vacaciones.
–No, pero esa es la impresión que debemos dar, mi cielo, para no despertar sospechas: una pareja común y corriente vacacionando en Canaima.
La llamada “Posada del Pirata”, en plena Gran Sabana del Parque Nacional Canaima (nombre genérico en la región para un dios malvado de la jungla, un ser sin forma definida que lo mismo habita bajo las aguas que en lo profundo de la selva y al que los indígenas culpan de cualquier desgracia que les ocurra) es en verdad un lugar asimétrico, inarmónico, feo.
Situada entre las fronteras de la montaña y la selva, a medio camino de ninguna parte y lejos de algún lugar civilizado en la amazonía venezolana, la antigua construcción tiene terribles leyendas de horror y sangre.
Cuentan los indios pemones y yanomamis (amén de los lugareños blancos y negros y de los venidos de otros lares) que en tiempos del coloniaje en los terrenos en que se erige ahora este siniestro lugar existía un gigantesco osario, un cementerio de mujeres y niños, víctimas inocentes y nunca reclamadas de un pirata feroz y eternamente joven que alimentaba su longevidad con la sangre de mujeres vírgenes y de criaturas próximas a cumplir los diez años de edad.
¿Qué hacía un pirata en estas intrincadas selvas? Nadie lo sabe, y como en toda leyenda, es probable que algún fondo de verdad haya en el cuento. Lo cierto es que después, desde el siglo XIX y hasta mediados del XX, se fue construyendo, quizá sobre los huesos y el eco de los gritos de aquellas infelices víctimas, el desordenado complejo de pasillos, escaleras, sótanos, habitaciones, catacumbas, trampillas, salones, torres y pasadizos secretos que no se sabe quién bautizó con el ya mencionado cognomento de Posada del Pirata, el único lugar de hospedaje en muchos kilómetros a la redonda en esta inmensidad del Amazonas venezolano conocida como la Gran Sabana.
Cosa de cinco minutos después, Miguel Briceño estaciona su poderosa máquina diagonal a la puerta de entrada de la grotesca edificación y del brazo de su novia Aura Marina penetra en ella.
El salón de paredes de piedra, desnudo de adornos o pinturas, está solitario, así como los tres pasillos que desde allí se bifurcan buscando las incontables habitaciones y demás salones de la casona.
–Tú me perdonas mi amor –susurra ella– pero qué sitio más... tétrico.
–Schissss –hace él, sonreído–, que te pueden oír.
–¿Quién, si no hay nadie, Miguel?
–Oye, verdad. Es raro, ¿no?
–Tanto como raro tampoco, chico... ¿Tú crees que a un lugar así va a venir gente a cada rato? ¡No ho, mi amor!
Miguel Briceño, exguardia nacional y excomisario de la Policía Científica de Venezuela, hoy por hoy prestigioso y solicitado Investigador Particular, sonríe... Descendiente, por línea materna, de indígenas de la etnia de los arawakos, es alto y fornido; recién ha traspasado la barrera de los treinta años de su edad; tiene la piel cobriza, tostada por el sol, los rasgos aindiados muy firmes, como cincelados a pulso, la nariz y la boca grandes, gruesas, los ojos negrísimos de mirada franca e inquisitiva, el cabello negro corto y grueso; viste bluyín claro y chaqueta de mezclilla gris sobre una franela verde oscuro, y varios collares aborígenes colgando del pecho. Su profesión le ha enseñado a jamás separarse de una pistola 9 mms. que carga en la parte posterior de su cintura.
Su novia, Aura Marina Saavedra, es de estatura mediana y rostro blanco y dulce, ovalado, muy terso. Sus grandes ojos color avellana parecen lanzar destellos casi verdosos en este momento cuando se posan en las desnudas paredes de granito del salón de recepción, pero en otras ocasiones se desgaja de ellos, a ratos, un brillo de acogedora ternura, de bonhomía sincera, sin poses, que atrae, que invita a la sonrisa, a la confidencia.
Viste un coqueto y ajustado conjunto de chaqueta y pantalón de cuero gris claro y botas del mismo color, atuendo que la hace verse exótica y sensual a la vez, aire al que contribuye su hermoso, rizado y amarillísimo cabello.
Al escuchar ruido de pasos irregulares, voltean.
El bobo Mateo surge de repente desde detrás del mostrador y Aura Marina emite un pequeño grito de sorpresa. Mateo ríe, gutural.
–¿Qué fue? ¿Te asustaste, chama linda?
–Buenas tardes –dice Miguel Briceño, mirando con fijeza al recepcionista–. ¿Usted atiende aquí?
Mateo le devuelve una mirada desafiante, casi burlona.
–Eso depende, chamín-chamín.
–¿Cómo que depende? ¿Trabaja o no trabaja aquí?
–Pues eso depende de lo que ustedes deseen –dice otra voz con hosco acento.
Al oír la agresiva aclaración, Miguel y Aura Marina alzan la vista. Desde una puerta interior, la misma por la cual saliera el bobo Mateo, emerge la figura retadora y arcaica de Doña Zulma, la dueña de la Posada. Aura Marina no sabe si asustarse o reír al ver a esta dama de aire altivo que más
bien parece una caricatura de personaje de teatro antiguo que un ser real.
–Buenas, señora –dice la joven–... Queremos...
–Somos turistas, doñita –corta Miguel Briceño–, y queremos hospedarnos aquí, si no hay inconveniente.
Los ojos de avechucho de la anciana les escrutan sin compasión:
–No soy doñita –escupe, silabeante– soy Doña Zulma. Si son turistas y buscan emociones fuertes, han venido al lugar apropiado. ¿Saben que nuestras tarifas son en dólares?
–Eso es ilegal, señora. Nuestra moneda nacional es el bolívar, no el dólar, pero no hay problema –agrega el Investigador, serio–. Pagaremos en dólares.... ¿Tiene usted sistema de cámaras de vigilancia interna y externa aquí, señora?
–Estamos en la selva amazónica, no en Nueva York –aclara la hostelera, desconfiada.
Doña Zulma, como todos le dicen y ella lo exige, es una vieja de edad indefinible. Incontables arrugas surcan su feo rostro de avechucho en cuyo centro sobresale una rojiza nariz, gruesa como un pimentón, y unos ojos negros, rasgados, de mirada turbia, grosera, disimulada por los delgados cristales de los espejuelos; las dos finísimas líneas que conforman los labios, al decir de quienes la conocen de años, jamás se han distendido para sonreír. El cuero cabelludo, color castaño, está recogido atrás en un gran moño cónico; completan su sombrío atuendo un anticuado camisón negro y unos zapatos de gamuza, de corto y grueso tacón.
Ahora, con la mirada de lechuza fija en el Detective, indaga:
–¿Cuál es su nombre?
–Miguel Briceño.
Un grito de repentina sorpresa brota de los labios del hijo de Doña Zulma:
–¡Madrecita, él debe ser el policía que iba a venir!
Episodio II
El primer Malandro
Se quedan sin habla Aura Marina y el Investigador Privado luego de que el tarado hijo de Doña Zulma revela con tanta espontaneidad lo que ambos creían a salvo de oídos indiscretos. Sin embargo, la anciana de enorme nariz y moño de cucurucho sonríe, sin darle mayor importancia a la revelación, en apariencia, y acota en tono que simula ser amable:
–No le haga caso, señor Briceño. Se la pasa en eso, diciéndole tonterías a la gente, pero no es mal muchacho, sólo algo atarantado. Es mi hijo, ¿saben?
–¿De dónde sacó eso que dijo?
–¿Lo de que usted es policía?
–Fui policía. Comisario de Homicidios. Ya no, pero él ¿cómo lo supo?
–No lo sabía; lo dijo porque estamos esperando la visita de la policía.
–¿Y eso por qué?
–Hubo un crimen aquí hace ocho días. Una habitación matrimonial, supongo...
–Disculpe –insiste el Detective–, ¿podría hablarnos un poco acerca de ese hecho?
Los ojos de buitre se clavan en los del Investigador.
–¿Del crimen...? No; ¿por qué...? ¿O es que mi hijo tiene razón y usted vino aquí en plan de policía activo?
Pálida y desafiante luce la faz de Doña Zulma, la puntiaguda mandíbula apuntando a la cara del Detective. Sus pupilas brillan, rencorosas, y su nariz ganchuda palpita al ritmo de su profunda respiración. Miguel Briceño mira a Aura Marina, quien le hace un guiño con ambos ojos y el Detective decide mostrar su juego:
–Pongámoslo de esta manera, señora: Fui contratado para investigar lo ocurrido.
La risa hiriente y burlona de Mateo vuelve a estallar como un latigazo:
–¿Eres Columbo, muchacho, o Hunter el Cazador o Kojac o James Bond o Sérpico o Sherlok Holmes o Hercule Poirot, ah, ah? Je, je, je...
–No haga caso –aclara Doña Zulma, condescendiente–; es fanático de todas las películas e historias de detectives, viejas y nuevas. ¿Por quién fue contratado, señor Briceño?
–Por la familia del doctor Calatrava, el difunto.
De nuevo se oscurece de rencor la voz de la anfitriona:
–¿Y lo contrataron para...?
–Investigar lo ocurrido y descubrir al criminal. Por eso le preguntaba si tenía cámaras que pudieran haber captado algo del crimen.
–Eso sale muy caro, igual que eso que llaman computadoras..., y además eso es trabajo de la policía, señor Briceño.
–Pero nada impide que lo haga un excomisario que ahora es Investigador Privado, si tiene permiso legal para ello, señora–enfatiza él, mirando a madre e hijo–... Y más cuando, como en este caso, la policía local no ha puesto mucho empeño en el asunto, según me ha informado la familia afectada. ¿Puede decirme cómo murió el doctor Calatrava, Doña Zulma?
–Si le informaron bien, también lo habrán enterado de los detalles de la muerte, ¿no? –dice, agria.
–Ese es el problema, Doña Zulma: no hay mayores detalles sobre cómo o por qué mataron al doctor Calatrava.
–Yo lo único que sé es lo que se comentaba por ahí: que se vio aquí con alguien para comprar oro de contrabando o esmeraldas y después apareció muerto en su habitación.
–¿Entonces no era huésped habitual del hotel?
–No he dicho eso.
–¿Quién lo encontró muerto?
–René Lamp, nuestro mayordomo francés cuando le llevó el desayuno a la habitación. ¿Quieren
una matrimonial o no?
–Una matrimonial. A propósito, ella es mi novia, Aura Marina Saavedra.
Luego de ducharse y cambiarse de ropa, el Detective Miguel Briceño sale a ver si Isidoro Fuentes, su asistente y gran amigo, ha llegado, y a probar en distintos puntos de los alrededores si su teléfono celular recibe señal.
En su alcoba, la bella novia del Detective, en piyama, está recostada sobre el lecho con las cortinas semicorridas tratando de descansar un poco, pero siente un desasosiego inexplicable que atribuye al cansancio del largo viaje en motocicleta y al enrarecido y sombrío ambiente del hospedaje.
De súbito, escucha muy cerca una amenazante y cascada voz de viejo:
–¡Quieta, no te muevas, catirita estúpida!
–¡Dios mío! ¿Qué pasa? ¿Quién es usted?
Aterrada, Aura Marina Saavedra contempla en la penumbra del atardecer que se filtra por el ventanal las largas barbas canas y el cabello blanco de un anciano vestido con harapos negros que la amenaza con un revólver contra su cabeza.
«¿Pero cómo entró?», se pregunta, ¿por dónde, si ella trancó puerta y ventanas cuando su novio Miguel Briceño salió?
–Si haces bulla, te mato.
–¿Por qué? ¿Qué quiere?
–Aura Marina, ¿estás despierta? –alza la voz el Detective tras dar unos discretos toques a la puerta de entrada–. Voy a comer algo con Isidoro, que ya llegó, ¿oíste, amor?
–¡Dios mío! –murmura, empalidecida.
–Condenado entrometido –masculla el viejo barbón–. Anda, chama, dile que venga, que entre.
–¿Para qué...?
–¿Para qué va a ser, mamita? Para matarlo, por entrépito. Llámalo, anda.
–No lo haré –dice en un murmullo la muchacha, pero en ese momento Miguel Briceño abre la puerta.
–Aura Marina, voy con Isidoro a... ¿Qué sucede?... ¿Y usted quién es...?
–¡Chao, policía metiche! –grita el bandido, y dispara el arma hacia la puerta donde se recorta
la atlética figura del Investigador.
–¡Viejo desgraciado! –alcanza a mascullar éste, y sin tener ocasión de tomar puntería tiene que tirarse al piso del pasillo para evadir los disparos del anciano y desde allí desenfunda su 9 mms y hace fuego hacia el cielo raso de la habitación, buscando amedrentar al harapiento, pues de un solo golpe de vista se ha dado cuenta de que su novia está a merced del energúmeno.
Tras unos inquietantes segundos, nadie responde al fuego, nada sucede, nada se escucha...
«Qué raro...»
–Aura Marina, ¿me oyes?
Ciego a cualquier precaución, Miguel Briceño entra en la alcoba, la pistola empuñada con ambas manos, pero el misterioso viejo de las largas barbas blancas ha desaparecido. Sobre el lecho, con una visible contusión en la sien derecha, Aura Marina respira con dificultad.
–¡Santo Dios, Aura Marina! ¡Aura Marina, háblame! ¿Estás bien?
–Creo que sí... ¿Y el... viejo?
–¿Seguro que estás bien? ¿Qué te hizo ese choro desgraciado?
–Me dio un... cachazo, el muy... animal.
Al escuchar el ruido de pasos y el rozar del bastón de Doña Zulma, el Investigador se vuelve.
–¿Qué sucede, Detective Briceño?
–Doña Zulma, venga, rápido...
–¿Qué pasa? ¿Qué le ocurrió a la señorita Aura Marina?
–Está bien, pero un mendigo anciano trató de asaltarla.
–¿Un mendigo anciano? ¿De qué habla?
–¿Está sorda? Hablo de un asaltante, señora.
–¿Un mendigo anciano asaltante en mi casa? ¿En la Posada del Pirata, Detective?... Hey, ¿a dónde va?
–Voy a bajar por esa ventana...
–¿Queeé...? Si trata de bajar por esa ventana hasta el patio, podría matarse... Son como veinte metros.
–Por ahí tiene que haber bajado el viejo de las barbas blancas, y no se mató –replica con firmeza el Investigador al tiempo que se encarama sobre el alféizar–... Haga el favor de quedarse con ella mientras regreso.
Miguel Briceño, en quien se han despertado en un instante sus instintos y severos entrenamientos policiales no se molesta en continuar discutiendo con Doña Zulma sino que sale por la ventana y sujetándose a una enorme enredadera que abraza la pared se desliza veloz hasta el patio... El sagaz Detective que es el indígena, aunque ahora ejerza en forma privada, sigue con habilidad las huellas frescas que ha dejado en la tierra húmeda el criminal vestido con harapos, las cuales le llevan hasta una pequeña fuente de piedra que se alza en uno de los descuidados jardines exteriores del castillete.
–Aquí terminan las huellas... ¿Pero qué se hizo el malandro barbón? ¿Por dónde pudo esca-par?... Esta fuente ni siquiera tiene agua, pero aquí terminan los pasos... ¿Será posible qué...? ¿Se moverá esta cosa, esta fuente? A ver... ¡Sí!... La fuente se desplaza fuera de su base... Déjame girarla al contrario a ver sí... Aaagghhh... ¡Sí!... Hay un hueco. Esta fuente es falsa... ¡Ya está!... Bueno, esto parece una película de misterio... Un pasadizo secreto y oscuro... Me alumbraré con la linterna del celular... Unos escalones...
Decidido, Miguel Briceño se introduce por el pasadizo, pistola y linterna en mano... Al cabo de unos segundos no tarda en hallarse en un amplio túnel. Avanza entre las sombras con cautela. Un olor a moho, a aguas pútridas hiere su olfato, aunque la tierra bajo sus pies está seca.
–Ahí se ve una luz... El túnel termina aquí. Y hay otra compuerta. Veamos... ¿Y esto? ¡La casa!
¡Salí a un cuarto de la casa!
Con renovado asombro comprueba que se halla en un cuarto solitario y vacío de la Posada del
Pirata pues por la ventana divisa su motocicleta estacionada frente a la entrada.
El recinto permanece envuelto en una suave penumbra. Sigiloso, se acerca a la puerta cerrada y tantea en la pared hasta encontrar el interruptor de luz. Dr un rápido vistazo. Sólo hay unos muebles viejos, inservibles, apilados en una esquina..., pero entonces, en un rincón, descubre:
«¡Un pantalón y un saco, sucios y viejos, y una peluca blanca, y barbas postizas! ¡Por supuesto! Ésta es la cabellera que le vi al pordiosero, y las barbas, y los harapos que vestía. Qué astuto. Qué buen truco. Lo de anciano harapiento no es más que un disfraz. Huyó después de golpear a Aura Marina. Se metió en el pasadizo secreto y llegó hasta este cuarto; aquí se despojó del disfraz... ¿Tendré chance de atraparlo todavía?... Veamos qué hay en el pasillo... Nada... No hay nadie aquí, por supuesto... Todas las puertas, y son bastantes, están cerradas, pero el falso mendigo debió introducirse por una de ellas.»
Cada vez más desconcertado y asombrado del proceder del asaltante, Miguel Briceño, siempre pistola en mano, procede a examinar las puertas del largo pasillo.
–Nada, este cuarto está vacío... Veamos éste –murmura, entrando a otra alcoba–... ¡Quieto, no se mueva!
–¿Qué sucede? –dice sorprendido el ocupante de la habitación–. ¿Usted quién es?
Al abrir la segunda de las puertas que se alinean en el largo pasillo, Miguel Briceño se encuentra
de frente con un hombre como de cincuenta años, de grueso bigote gris y rostro bonachón, en short y camiseta. Observador riguroso, el expolicía registra mentalmente un maletín de cuero sobre una mesita como los usados todavía por los médicos rurales.
«Este hombre debe ser el doctor Ontiveros, el huésped llegado un poco antes que nosotros, según vi en el libro de registro del bobo Mateo.»
–¿Quién es usted? ¿Cómo se atreve a irrumpir en mi habitación de esta manera?
–Perdone, señor –se disculpa, un poco cortado, examinando con ojo experto el resto del dormitorio–... Soy Investigador Privado y estoy persiguiendo a un criminal.
–¿Investigador privado persiguiendo a un criminal? ¿Y qué hace aquí? ¿Por qué me molesta? En esta habitación no hay nadie más que yo.
–¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?
–Yo qué sé... Como una hora, o más, no sé. Vine a este lugar a descansar y a olvidarme del reloj. ¿Quiere largarse y dejarme en paz?
–Sé que se registró como el doctor Ontiveros, y le repito que estoy buscando a un criminal.
–Y yo le repito que me deje en paz, porque aquí no lo encontrará.
–¿No oyó ningún ruido en el pasillo? ¿Alguien pasando por delante de su puerta corriendo, huyendo?
–No pensará que me interesan las persecuciones ni lo que pasa en los pasillos, señor Detective.
–Está bien, doctor; disculpe que lo haya molestado. Voy a seguir buscando al choro.
Tras otra mirada en derredor se despide seco, al tiempo que abandona la alcoba:
–Hasta luego, y disculpe de nuevo.
El Detective sale y durante unos segundos queda rígido en el pasillo, observando el resto de las puertas cerradas. Ahora está casi seguro de que el falso mendigo ha logrado escapar, pero de súbito un ruido apagado en el cuarto vecino atrae su atención. Sin enfundar su inseparable 9 mms abre la puerta.
–¡Quieto! –grita, amenazador, y el ocupante de la pieza exhala un gritico de pavor.
–¡Mon Dieu!... ¿Qué sucede, monsieur?
En la habitación de la cual ha brotado el ruido delator, Miguel Briceño sorprende tendiendo una cama a un hombrecillo bajito y regordete, de vivaces ojos azules y bigotito fino recortado que viste pantalón y bata blancos, gorro de cocinero y habla español con acento francés.
El Detective inquiere, con leve tono amenazante:
–¿Trabaja aquí, monsieur?
–Oui. Soy René Lamp, el chef.
–Ah, usted es René Lamp.
–Oui. ¿Qué ocurre? ¿Por qué me apunta con esa... cosa?
–Acérquese –ordena, autoritario, el Investigador.
–¿Qué quiere?
–¿Qué hace aquí? Estas son habitaciones para huéspedes, ¿no?, y usted es empleado de la casa. ¿Se está escondiendo o qué?
–No, monsieur, no me escondo; estoy preparando la habitación.
–¿Pero no quedamos en que era el chef?
–Mire, monsieur, en la Posada del Pirata, yo, Pierre Lamp, soy chef, mesonero, encargado del aseo, mucamo, camarero, jardinero, asistente de Doña Zulma o lo que haga falta –puntualiza el hombrecillo (que no debe medir más de un metro sesenta centímetros de estatura) con su dedo índice al aire, y a continuación, con un mohín de desdén en los labios, se quita el gorro de cocina y adopta un aire de princesa ofendida mientras clava en el Detective sus relampagueantes ojos claros.
–Claro –responde Miguel Briceño, endureciendo la voz–, y puede ser también el mendigo falso y asesino.
–¿Cómo dice, monsieur?
–Lo que escuchó.
–No comprendo...
–Pues comprenda: estoy buscando a un criminal que se disfraza de anciano mendigo para atacar a una indefensa dama, y cualquiera puede ser el sospechoso.
–Ya le dije que soy el responsable, entre otras cosas, de preparar las habitaciones para...
–Entiendo, monsieur René –interrumpe, endureciendo más el tono–..., pero esta habitación no necesita preparación porque no está ocupada.
–No, pero lo estará muy pronto. La acomodo para el señor abogado Antonio Marín.
–Según el libro de registros, no hay ningún huésped que se llame así.
–Claro, porque no ha llegado aún, pero no debe tardar, monsieur –dice con gesto afeminado el chef. Luego, curioso, mira fijo al otro–. Pardonnez moi, monsieur, ¿puedo preguntar quién es usted?
–Soy Investigador Privado. Mi nombre es Miguel Briceño y estoy buscando a un criminal que se disfrazó de mendigo para atacar a mi novia –explica, y luego se acerca al cocinero francés y asorda la voz–: Escuche: si llego a descubrir que usted y el mendigo gozón son la misma persona, se arrepentirá de haberme mentido, monsieur René Lamp.
El hombrecillo no parece impresionarse por la amenaza y contesta, desafiante, haciendo un mohín con los labios:
–¡Par Dieu! Es muy valiente con un vieux indefenso como yo, Sherlok; veremos si cuando escuche el espantoso grito del Fantasma del Pirata y llegue la medianoche va a tener tantas agallas.
–¿El grito del Fantasma del Pirata? –repite el Detective, sin saber si reírse o condescender con la seriedad casi infantil mostrada por el francés.
–Oui; y no me diga que no ha oído hablar de él, Sherlock.
Un chispazo de furia fría, serena, alumbra la mirada del Investigador Privado:
–Escúcheme bien, señor cocinero René Lamp: me llamo Miguel Briceño, no 'Sherlock', y le aconsejo no abusar de su buena suerte; no soy un tipo muy paciente que digamos, ¿entendió?
–Oui, entendí.
–Bien, ahora, ¿qué fantasma es ese?, explíquese, haga el favor.
Lo mira con fijeza el hombre de confianza de Doña Zulma y por un instante parece que va a dar- le la espalda, pero tras unos segundos parece pensarlo mejor y se sienta en la cama que ha estado tendiendo. Miguel Briceño da dos pasos hacia él, atento.
–Hace ocho días se escuchó el horrible grito del Fantasma del Pirata –cuenta René Lamp como a regañadientes–, señal segura de que uno de los moradores de la Posada del Pirata moriría asesinado a las doce en punto de esa noche, según las leyendas.
–¿De qué carrizo está hablando?
–¿En serio no lo sabe, monsieur détective privé? El lunes pasado a la medianoche en punto mu-
rió el sabio doctor Calatrava. Yo mismo lo encontré en su habitación.
–¿Trata de decirme en serio que lo mató el fantasma del tal Pirata? Por favor, señor Lamp, no sea infantil... Dígame, ¿cómo murió el doctor Calatrava?
–Apareció en su cama con un puñal clavado aquí –dice, señalando el pecho del lado del corazón con una mano y mirándose las uñas de la otra. Después, y luego de otro mohín femenino, mira al Detective y murmura–: me pregunto si se escuchará hoy de nuevo el grito del Fantasma, y quién morirá aquí en la Posada del Pirata.
–Pues espero que no sea usted, René Lamp –masculla el Detective mientras sale de la habitación, y el cocinero alcanza a emitir una risita odiosa:
–Lo mismo digo, monsieur Briceño.
Episodio III
La Leyenda del Fantasma del Pirata
–¿Logró atrapar al hombre, Detective? –pregunta la vieja cuando él regresa a la habitación.
–No, Doña Zulma –responde, sardónico, enseñando los afeites del falso anciano–. Me dejó el pelero, literalmente... ¡Miren!
Un relámpago fugaz atraviesa la faz de la anciana hostelera.
–¿Pero y eso qué es, Detective Briceño? –exclama, y Aura Marina, al reconocer el disfraz:
–¡Las ropas, las barbas y la peluca del viejo!
Un tenso silencio se apodera de la habitación. Aura Marina y Miguel Briceño, luego de cruzar una mirada de inteligencia, acuchillan a miradas interrogadoras a la dueña de la posada. Ella se frota las manos, nerviosa:
–¿Pero dónde y cómo consiguió eso?
En silencio él tira los objetos sobre la cama, va hasta la pequeña nevera y extrae una cerveza, la destapa y toma un largo trago. Luego, con los ojos puestos en las reacciones del arrugado rostro de la vieja, narra con prolijidad lo sucedido... Al concluir:
–Por supuesto, usted no tiene idea de a quién pertenecen estas cosas, Doña Zulma, ¿verdad?
–Por supuesto que no, Detective. ¡¿Cómo se le ocurre?! –replica la mujerona con acento ofendido. El Investigador la enfrenta con ademán acusador:
–¡Mire, señora, no llevamos mi novia y yo ni tres horas en su negocio y ya ella fue agredida por un choro disfrazado de mendigo anciano; lo persigo por un pasadizo que más bien parece un escenario de película de terror pero lo único que consigo es su disfraz; después me encuentro con un doctor bastante sospechoso y malhumorado, luego con un viejo francés medio chiflado que dice que es utility en este hotel y me echa un cuento de brujas acerca del fantasma de un tal Pirata que ruge y mata a la medianoche y cuando le pregunto a usted si tiene idea de la identidad del malandro asaltante lo único que usted me contesta es ¿cómo se le ocurre?!
Doña Zulma entierra de modo provisional el hacha de la guerra, aunque sin perder el tono peleón:
–Bueno, Detective, yo tampoco quise...
Pero el implacable expolicía no está dispuesto a perder la oportunidad de poner en claro cómo se bate el cobre cuando él está de por medio:
–¡Señora, ya le mencioné que ahora soy Detective Privado, y permítame pintarle bien el pano-rama, para que no vuelva a equivocarse conmigo: es cierto que ya no formo parte de la policía, pero también lo es que si es necesario colaborar con ella lo hago, y conservo aún muchísimas amistades en sus filas; soy Investigador Privado con el debido permiso del Ministerio correspondiente y vine a la Posada del Pirata a realizar unas pesquisas que concluyan en la aclaración de un crimen y no me iré sin terminarlas, ¿ha comprendido?
–Usted está en su derecho, señor Detective Briceño, y yo no he pretendido...
–Doña Zulma, aquí en su posada hay algo que huele mal y no creo que sea la comida. Se cometió un crimen hace ocho días y, según el señor René Lamp, si escuchamos no sé qué rugido fantasmal, esta noche se cometerá otro. ¿No cree usted que son motivos suficientes como para que a cualquiera se le ocurra investigar?
–Pues sí, claro, lleva razón –arguye la vieja arpía evadiendo la mirada de halcón del Detective –, pero, ¿yo qué puedo hacer?
–Por lo pronto podría mandar a su hijo a llamar al tal doctor Ontiveros para que examine a mi novia...
–Por supuesto –barbota Doña Zulma a regañadientes–, enseguida.
–Y le agradeceré que nos asigne otra habitación... menos vulnerable.
Con un gruñido de asentimiento y el chirrido de su bastón sobre el granito Doña Zulma sale de la alcoba al tiempo que entra Isidoro Fuentes, el tercer integrante del equipo de investigación liderado por Miguel Briceño.
Isidoro Fuentes es un individuo sesentón ya, pero de aire vivaz, travieso, simpático, de sonrisa fácil y verbo abundante –aunque no sabio–, y tiene una mirada de ojos pardos franca, reílona. De piel morena clara, es de contextura más bien delgada, pero su vientre abultado habla de lo reñido que está con el ejercicio físico arduo, por más que trate de disimularlo usando jeans bajos en la cadera y guayaberas muy anchas y por fuera del pantalón.
Isidoro es viejo amigo de Miguel Briceño; ambos fueron compañeros en la Policía Científica Judicial. Alcanzó el grado de Inspector y ahora es ayudante y asistente incondicional del excomisario Briceño.
Al penetrar en la habitación voltea a mirar la adusta retirada de la dueña de la Posada y abre los brazos y la sonrisa en gesto elocuente:
–¿Qué pasa aquí, pues? ¿Llegandito apenas y ya se metieron en un zaperoco, linda parejita?
Los novios lo miran sonrientes y un poco sorprendidos. Él explica.
–¿Por qué lo digo? La expresión que llevaba doña cara de cuervo era para asustar al mismísimo Freddy Crugger.
Aura Marina le saluda con una ligera carcajada, que corta en forma brusca con un gesto de dolor. Isidoro amplía la mueca guasona:
–¡Virgen de los adoloridos, Aurita! ¿Quién te hizo ese chichón en la sien que te la puso como de doscientos...?
Luego de que Isidoro Fuentes ha sido enterado de las novedades y cuando el doctor ha revisado la contusión de la frente de Aura Marina y le ha dado un analgésico...
–Muchas gracias, doctor Ontiveros, muy amable.
–Cuídese, señorita –dice el médico, saliendo del cuarto y saludando con un gesto de cabeza a los dos hombres.
Miguel Briceño, sentado cerca de la cabecera del lecho junto a su novia, le toma las manos y le mira los ojos color almendra, que ahora están apagados.
–Aura Marina, mi amor, ¿en serio te sientes mejor...? Porque...
–Sí, sí, estoy bien, cielo –lo tranquiliza ella–; ya se me pasará el dolor de cabeza, no te preocupes.
–Ah, por cierto –apunta Isidoro Fuentes, acercándose a la ventana y contemplando el verde de la selva, oscurecido ahora por un cúmulo de nubes densas que amenazan tormenta–, ¿ya se entera-ron de la extraña pareja de huéspedes roji-negra?
–No... ¿Quiénes son? –quiere saber ella.
–Una chama bien bonita, bueno, ni tan chama, de pelo colorao como un cerro prendío, con unas curvas que ni la carretera panamericana–y le hace una graciosa reverencia a Aura Marina–, mejorando lo presente, pero se gasta una mirada verde de pantera enjaulá que da miedo. Hace ratico me la encontré en el comedor en compañía de un altísimo moreno carbón cubano pelo chicha más feo que un carro por debajo y más agresivo que un jabalí borracho.
Entre risas, Isidoro Fuentes sigue enterando a sus dos amigos de los pormenores que ha recogido durante sus tres días de estancia en la Posada. Les pone en cuenta de los huéspedes que ha conocido, además de la pelirroja y su cuidador cubano: dos hombres cuarentones de nacionalidad española que al parecer son gays llamados Juan y José y un matrimonio brasilero de apellido Da Silva, y también les alerta acerca del conductor del único taxi del lugar, un indio llamado Teseo, personaje callado y misterioso, inescrutable, como todos los de su raza.
Luego de atender a Aura Marina Saavedra, el hombre de sombrero panamá y mirada azul-opaca va a su habitación y deja su maletín sobre la mesa de noche y se sienta frente al espejo de la cómo-da. Se quita el saco y lo arroja de cualquier modo sobre la cama. Mientras se peina con los dedos pulgar e índice de la mano derecha el poblado bigote, mira con expresión sarcástica el rostro que está en el cristal:
«Ahí está la cuestión... Después Doña Zulma no quiere que se le ensucie el agua de beber, ¿no digo yo?»
Con un suspiro de cansancio se pone en pie y va hasta el pequeño refrigerador del rincón más apartado de la alcoba. Tras sacar dos botellitas de escocés, destapar una y acabarla de un golpe, vuelve frente al espejo y desenrosca la tapa de la otra.
«Uuufff... Qué calor del diablo. Este aire acondicionado no sirve para un carrizo... Y el mamarracho de Antonio Marín que no termina de llegar, a ver si se destapa un poco esta vaina... Su hermano me dijo que no lo contactara, pero no sé... Huum... Qué raro ese carajo, el hijo de Doña Zulma... Parece gafo, pero tiene mirada de zorro inteligente... No sé, me da mala espina...»
Con otro gesto de fastidio el doctor Ontiveros bebe la mitad del contenido del segundo frasco y vuelve a prestarle atención a la imagen que le escruta desde el espejo.
«Pues a pesar de los pesares te ves bien, doctor Ontiveros –una abierta y burlona sonrisa le hace chispear la mirada–... ¡Chamo, otra vez el doctor Ontiveros!»
La sonrisa se le convierte en franca, gozosa carcajada:
«¡Doctor Ontiveros otra vez, qué riñones, ja, ja, ja, ja!»
–Buenas noches, con el permiso –dice Doña Zulma, entrando en la habitación del matrimonio Briceño luego de tocar y ser autorizada a pasar–... ¿Cómo sigue la señorita Aura Marina?
–Ahí, ahí, Doña Zulma... Me palpita mucho la sien, pero más nada, muchas gracias por preguntar.
–Doña Zulma, ¿había ocurrido esto antes aquí?
La anfitriona hurta la mirada del rostro casi acusador de Miguel Briceño. Limpia los espejuelos con la falda y habla sin mirar a ninguno de los tres.
–Aquí dentro del hotel, no, pero en los alrededores, en la orilla del río o yendo hacia el Brasil algunas veces asaltan gente.
–¿Quienes asaltan? ¿Choros disfrazados como el que atacó a Aura Marina?
–Pues... Hay de todo como en botica, Detective Briceño, porque esta selva es inmensa, propicia para refugio de asaltantes, cuatreros, ladrones de joyas, estafadores... Hasta hace pocos años la Posada del Pirata era un remanso de tranquilidad, un oasis, una fantasía en medio de la Gran Sabana, pero desde hace un tiempo para acá los huéspedes se quejan de que oyen aterradores gritos de mujer durante las noches...
–¿Cómo es eso? –se interesa Aura Marina, semiincorporándose en el lecho. Doña Zulma la
mira con brillo de disculpa en los ojos cansados y habla con tono tétrico.
–Algunos tontos de esos que nunca faltan hablan de La Llorona y de La Sayona –y un suspiro de desdén le afea más el apergaminado rostro. Se toma una larga pausa que ocupa en acabar de limpiar los cristales y luego se los vuelve a calzar en la ganchuda nariz–... Otros dicen que han visto a una mujer cubierta con una batola negra, más pálida que una luna llena, arrastrando una camilla en la que van dos niños chillando, ensangrentados y moribundos...
–¡Zape! –Hace la guiña Isidoro Fuentes, erizado.
–¿Y qué es ese tonto cuento del cual me habló el viejo francés, algo del grito o mugido de un tal pirata fantasma?
Un relámpago de sorna ilumina por un segundo la faz de la vieja, pero es tan breve que solo Miguel Briceño lo advierte. Ella insiste en mirar con fijeza el rostro aindiado del Detective y musita con voz de cuento de horror:
–Es una leyenda de las tribus guayanesas, Detective. A propósito, ¿de qué etnia desciende usted?
–Arawako.
–Pues bien, por estos lugares se dice que el Pirata es un fantasma mitad inglés y mitad indígena guaraúno, pues su madre era de esta raza y personaje muy principal entre ellos, y su padre era un aventurero británico... Cuentan que el fantasma se aparece a la medianoche en punto, sable en mano y pintarrajeado de guerra para llevarse el alma de alguno que haya escuchado su grito, que es una mezcla de rugido de cunaguaro y de horripilante lamento de alma en pena.
«Esta mujer es más ingenua de lo que parece –se dice Miguel Briceño–; ¿será posible que en verdad crea en semejantes cuentos de caminos?»
–¿Fue eso lo que se oyó el día que mataron al doctor Calatrava? –pregunta, sin poder evitar que su acento suene mordaz.
Doña Zulma le clava en la cara sus ojos de lechuza de nuevo:
–En efecto, señor mío.
–¡Oh, vamos, Doña Zulma, por favor!
–Pues usted que tiene sangre indígena en sus venas –afirma con tono enérgico–debería mostrar más respeto por el Fantasma del Pirata, Detective Briceño.
–¡Pero eso no es más que folclor, señora, por el amor de Dios!
–Usted diga lo que quiera –insiste ella sin arredrarse– pero unos indígenas waraos que habían venido del pueblo a traerme provisiones ese día y oyeron el alarido comentaron que era el lamento del Fantasma del Pirata que otra vez había resucitado, y huyeron de aquí sin siquiera terminar de acomodar los sacos en la cocina.
Un largo silencio, incómodo, sigue al cuento de Doña Zulma.
Miguel Briceño va hasta la ventana y la abre... De inmediato se cuela en la habitación la canción
de la jungla y la primera voz de los grillos. El Detective señala los cristales e interroga, sin mirarla:
–Dígame, Doña Zulma... ¿el falso viejo que huyó por esta ventana tiene algo que ver con el tal Fantasma del Pirata?
Siempre bastón en mano la urraca se acerca al expolicía, quien permanece de espaldas a ella de pie frente a la ventana que ha abierto.
–¿Cómo quiere que yo lo sepa, Detective? Esas ropas y afeites no tienen nada que ver con ninguna cultura indígena, me parece a mí...
En ese momento entra en la habitación de forma intempestiva el bobo Mateo dando gritos:
–¡Madrecita! ¡Madrecitaaaa...!
–¿Qué sucede, hijo?
–Deja ya de hablar tanto, madrecita... Llevas como una hora metida en este cuarto y no atiendes tu negocio.
Con un amago de sonrisa que no llega sino a hipócrita disculpa hacia el hijo mal educado, Doña Zulma mira a los otros pero habla a Mateo:
–Ya lo sé, hijo, pero estoy conversando con nuestros huéspedes. ¿Pasa algo?
–Bueno, sí: te buscan en la recepción.
–¿Quién me busca, hijo?
–Es un señor que acaba de llegar llegando, madrecita.
Otra mueca que tampoco llega a condescendencia alumbra un instante la fea cara de Doña Zulma al cruzar las manos al pecho como en un gesto resignado ante el hijo minusválido:
–¿Pero quién es ese señor, mi amor, cómo se llama?
Un brillo como de malicia atraviesa la faz del bobo al mirar con fijeza a su madre:
–Se llama... Cónchale, me se olvidó... ¡Ah no, ya me acordé: Antonio Marín!
Un grito de emoción desencaja un segundo el casi siempre impenetrable rostro de la dueña y señora de La Posada del Pirata:
–¡Oh! ¡Llegó! ¡Llegó por fin el señor Antonio Marín! –y con alegría de niño ante la llegada del payaso a su fiesta, ordena–: ¡Mateo, corre, dile que voy para allá, dile que ya bajo! –y con sospechosa emoción, al Investigador–: Detective Briceño, usted me disculpará pero como ha oído me solicitan en la recepción. Más tarde, si gusta, seguiremos hablando. En un momento mando a Mateo a que los reubique en su nueva habitación. Buenas noches.
–Doña Zulma, ¿quién es el recién llegado? –alza el tono el Detective–. ¿Quién es Antonio Marín?
Tras titubear unos segundos, la voz de la vieja se va alejando por el corredor junto con el chirrido de su bastón contra el piso:
–Un abogado, un cliente, un huésped como usted de La Posada del Pirata... Buenas noches...
–Huumm –bosteza Isidoro Fuentes–... No me gusta para nada esa mujer con cara de cuervo...
¿Verdad que es más fea que una pelea a machete dentro de un ascensor sin luz y con los ojos tapaos?
Aura Marina no puede contener la risa.
–¡Ay, por dios, Isidoro, chico, no seas así!
–¿Vas a decir que no es verdad? –ríe el viejo, y luego, cambiando de tercio–: Oigan, Aura Marina, Comisario, ¿ya oyeron hablar de la famosa colección de Los Tres Gloriosos Caciques?
–¿Qué son? ¿Estampillas? –plantea ella.
–¿Estampillas? ¡Yo te aviso, chiruliso!... Son tres estatuillas de oro, plata y joyas preciosas, valiosísimas, conocidas como Guacaipuro*, Tamanaco y Paramaconi.
–¿Dónde oíste de ellas?
–Me las mencionó Mercedes Irrazzí, Comisario, la pelo colorao que anda con el negro cubano. Dice que casi todo el mundo aquí en la Posada anda detrás de la dichosa colección.
–Pues eso explica muchas cosas –rumia Miguel Briceño–. La familia del muerto, el doctor Calatrava, me insinúo que, probablemente, él se encontraba en esta selva buscando unas joyas muy raras y valiosas. También dijeron que Doña Zulma no es ajena al asunto.
–Mira, chamo, esa señora habla más que una cotorra regalá pero me late que es más falsa que una romana de palo.
De súbito, Aura Marina se estremece de pavor; Isidoro y Miguel Briceño se envaran al escuchar, como salido de las entrañas del castillete, una espeluznante mezcla de rugido de bestia con alarido humano.
–¡Dios mío santo! ¿Eso qué es? –susurra ella, buscando acurrucarse junto a su novio. Isidoro no quita los ojos del techo de piedra como si por allí fuese a asomarse el temido Fantasma del Pirata:
–¡Ay, santa virgen de los medrosos, no me dejes morir, chamita!
–De verdad es terrorífico el gritico –dice Miguel Briceño, tenso, abrazando a su novia.
De pronto, la muchacha cae en cuenta:
–Miguel, mi amor, pero entonces eso significa...
–...Sí, Aura marina: Que uno de los huéspedes de la Posada morirá hoy a la medianoche, si hacemos caso de la leyenda del Fantasma del Pirata.
*_____(Según los últimos estudios, éste era el nombre correcto del temible jefe guerrero, y no Guaicaipuro)
Episodio IV
Un Abogado muy asustado
–¿Qué horrible grito fue ese, Doña Zulma? –exclama Antonio Marín, un sujeto de piel negra, obeso y de mediana edad, de mirada nerviosa y un ligero temblor en los labios. Con expresión de animal huidizo, aprieta contra su pecho una gran cartera de cuero.
Doña Zulma hace un gesto quitándole importancia al hecho.
–Doctor Marín, la Posada del Pirata se siente honrada con su presencia.
–Muy amable, Doña Zulma –susurra el inquieto individuo–..., pero ese espeluznante grito me...
–Cá, cá, cá, buen amigo, olvide eso –dice la vieja urraca exagerando el tono de amabilidad–, espero que su permanencia entre nosotros sea más larga que la vez anterior, y de su completo agrado.
–No, no, señora, se equivoca; esta vez no estaré mucho tiempo aquí. Apenas unas horas...
–¡Ay, qué buena broma! ¿Y por qué tanta prisa, doctor Marín?
–Negocios, Doña Zulma –dice el abogado con su risita nerviosa–. Son los negocios los que me arrastran, los que me dominan, los que cuentan los minutos de mi vida, como usted sabe.
–Muy bien, doctor Marín... Le mandé a preparar una de nuestras mejores habitaciones de la planta alta.
–No, no, espere...
–¿Qué le sucede? Lo noto... acalorado. Si es por el grito ese que escuchó déjeme decirle que pueden ser algunos indígenas en una de sus danzas folclóricas que...
Pero el abogado no le deja concluir; sudoroso, sin que deje de temblarle el labio superior, aferra un brazo de la vieja hostelera:
–¡Escuche, vieja amiga, no quiero la mejor habitación sino la más segura!
–¿La más segura?
–¿Usted tiene cámaras de vigilancia de circuito cerrado aquí?
–No. Siempre he querido instalar uno pero los precios están por las nubes.
–Mejor que mejor. No quiero que nadie espíe mis movimientos por intermedio de cámaras.
–Bueno, déjeme darle una habitación del segundo piso que...
–Doña Zulma, escúcheme: quiero una habitación que esté reforzada con una reja de hierro, y que la reja tenga tres cerraduras: arriba, en el medio y abajo, y quiero la puerta con ojo mágico y las ventanas, si las tiene, con barrotes, y que no tenga balcón, y que ninguna otra puerta, clausurada o no, comunique con el cuarto.
–Bueno, tenemos una así, doctor Marín, pero le costará...
–No quiero recibir recados –interrumpe de nuevo el tembloso sujeto–, ni que me lleven agua a la habitación, ni que entre nadie a limpiarla hasta que yo la haya desocupado, ¿entendió?
Los ojos de lechuza le contemplan un instante. Luego la vieja vuelve la cabeza hacia la puerta y llama al bobo Mateo. Este acude corriendo con sus característicos saltos irregulares.
–Hijo, acompaña al doctor Marín a la habitación número 24.
–¿La 24? ¡Guauuu!... ¿Le ayudo con ese maletín, doctor?
–¡No! –se exalta más el sujeto hurtando la cartera de las manos del bobo–. No toque este maletín. Lléveme a mi habitación, ¡rápido!
El Detective Miguel Briceño toca con fuerza en la puerta de la habitación número 24.
«Son las once ya. ¿Para qué me mandaría a llamar este tipo...?»
–¿Quién es? –grita una voz temblorosa detrás de la gruesa puerta–. ¿Es usted el Investigador Miguel Briceño?
–Sí, soy yo. Abra la puerta, doctor Marín.
–¿Tiene alguna identificación que me pueda mostrar?
Miguel Briceño sonríe para sí.
–Solo si abre la puerta, doctor.
Una vez que ha abierto y el Detective muestra sus credenciales, Antonio Marín lo hace pasar de prisa, tras mirar nerviosamente a izquierda y derecha del largo corredor y luego cierra y pasa los cerrojos.
–¿Qué sucede...? –pregunta el Detective, observando que el abogado suda mucho a pesar del aire acondicionado del cuarto en tanto abraza contra su pecho como si fuese una criatura muy querida un gran bolso marrón. Como el otro no le contesta sino que lo observa con incómoda fijeza, Briceño insiste –. Doctor Marín, Mateo, el hijo de Doña Zulma, me dijo que usted quería hablar con urgencia conmigo, pero no entiendo para qué.
–¡Necesito que me ayude, Comisario Briceño! –suelta de sopetón el hombre gordo con voz quebrada.
–¿Que le ayude a qué, doctor Marín?
–¡A evitar que me maten!
–De acuerdo, pero cálmese... ¿Quién quiere matarlo?
–¡Eso es lo que yo quisiera saber!... Creo que el que me busca está aquí, en la Posada del Pirata.
Una mirada de incomprensión se refleja en las negrísimas pupilas de Miguel Briceño.
–Aguarde un momento. Si usted sabe que lo quieren matar y sospecha que el asesino está aquí, ¿por qué vino al hotel?
El abogado niega con su cabeza de toro:
–No me ha entendido: creo que el ladrón me ha seguido hasta aquí.
–¿Es un ladrón o un asesino?
–Ambas cosas. Quieren robarme lo que cargo en este bolso, Detective, y saben que únicamente matándome lo conseguirán.
–¿Y qué carga ahí?
Los ojos del abogado se entrecierran con evidente temor y desconfianza.
–¿Puedo confiar en usted?
Miguel Briceño sonríe, tranquilizador.
–Usted me buscó.
–Es cierto, disculpe, Comisario, pero los nervios me atacan feo... En fin, escuche: ¿ha oído hablar de la famosa colección de los Tres Gloriosos Caciques?
–Pues... Sí, claro... Algo he oído.
–Son tres estatuillas de joyería, muy valiosas.
–Sí –asiente Miguel Briceño–, Guacaipuro, Tamanaco y Paramaconi.
–Exacto... Quien posea las tres piezas será dueño de una inmensa fortuna, Comisario –y el obeso abogado achica la voz hasta convertirla en un susurro confidente–. Yo poseo una, la pieza numero tres..., la figura del gran cacique Paramaconi, y no vivo tranquilo. Me muero de miedo. Creo que a cada instante me van a matar para robarme la estatuilla.
–Entiendo. ¿Lleva en ese maletín a Paramaconi?
–¡Shiistt!... Sí, aquí llevo a Paramaconi, pero nadie debe saberlo, Comisario Briceño. Parto temprano a la frontera del Brasil, pero antes debo... finiquitar un asunto aquí –añade, con tono misterioso.
–Muy bien, doctor Marín. Ahora dígame, ¿qué es lo que quiere de mí?
–Lo necesito, Comisario. Le pagaré lo que me pida para que me proteja esta noche. Mañana temprano, como dije, vendrán a buscarme aquí.
Se produce un largo silencio. Miguel Briceño contempla con ojos incrédulos a su interlocutor.
–¿Está hablando de protegerlo del tal... Fantasma del Pirata, doctor Marín?
–Estoy hablando del espantoso grito que oí cuando llegué... No me mire así; dicen que alguien va a morir cuando las campanadas marquen la medianoche. ¡No quiero ser ese alguien, Comisario Briceño!, ni tampoco ser víctima del ladrón de joyas que presiento me ha perseguido hasta aquí... Dígame cuánto quiere por protegerme.
Miguel Briceño puede oler el miedo que emana de la grasosa humanidad del abogado. Incontrolable. Casi físico. Para disimular la vergüenza ajena que siente, estudia con ojo experto las condiciones de la habitación, una pequeña fortaleza en realidad, tal como el hombre exigiera a Doña Zulma.
–No soy guardaespaldas profesional, doctor Marín; soy Investigador Privado.
–¡Más a mi favor: quiero contratarlo para que investigue quién quiere matarme para robarme, antes de que lo consiga!
–Lo lamento pero ya hay alguien que paga, y muy bien, por mi tiempo.
–En Caracas escuché hablar de usted, de su honradez, de su desinterés, de su profesionalidad cuando fue Comisario y ahora en forma particular–dice el hombre, casi rayano en la desesperación ya–. En mi negocio, tenemos que saber quién es quién.
–Lo lamento de veras, doctor, pero es que...
–¡Por favor, escúcheme, Comisario: hay mucha gente detrás de Los Tres Gloriosos Caciques; le repito que por conseguir una sola de las tres piezas cualquiera sería capaz de matar!
–Bien; ahora escúcheme usted, doctor Marín: con no salir de esta habitación tiene; se ve bastante segura.
–¡Ja! –exclama Marín, sarcástico–. ¡Cómo se nota que no conoce usted la terrible fama de esta Posada!
–¿De qué habla?
–Hablo de que en esta casa todo el mundo es siniestro y nada es lo que parece... ¡Por favor, Comisario! –casi llora el otro, suplicante–. Si no quiere dinero, hágalo como una obra de caridad... Estoy muerto de miedo. Sé que quieren matarme esta noche para robarme a Paramaconi...
–¿Y por qué no lo guarda en la recepción del hotel? Doña Zulma tiene allí una caja fuerte bastante grande.
Una sonrisa dramática se asoma al rostro sudoroso del abogado.
–Sería peor el remedio que la enfermedad –susurra, sin perder la sonrisa, y luego, poniendo una rodilla en el piso–: ¿Quiere que se lo pida de rodillas?
–Está bien, está bien –acepta el Detective, un poco asqueado de las bajas maneras del otro–. Haré lo que pueda.
–¡Dios lo bendiga, Detective Briceño!
–De acuerdo. Ya regreso. Voy a asegurarme de que mi novia esté bien y vuelvo enseguida. No
le abra esta puerta a nadie.
–No te angusties, Comisario –dice Isidoro notando la preocupación del Investigador al ver que su novia se queja, febril, tumbada en el lecho–... Aura Marina está bien; esa fiebrecita debe ser la reacción por el golpe que le dio el malandro disfrazao.
–¿Le diste otro calmante?
–Sí, Comisario, tranquilo. Yo me quedo con ella aquí; anda a cuidar al tipo ese.
–Okey, pero ya sabes, Isidoro, ojo e garza, y no sueltes tu 38, por si las moscas.
–Ojo e garza tú con el fantasmita del piratico ese.
Miguel Briceño retorna a la habitación del abogado Antonio Marín con cierto remordimiento.
«Aura Marina no se ha sentido del todo bien después del incidente con el falso mendigo, pero ya
le dí mi palabra al abogado.»
Luego de volver a tranquilizar al nervioso Antonio Marín, Miguel Briceño sale al corredor y se instala, con su pistola 9 mms. en la cintura, frente a la puerta de la habitación 24.
La medianoche se aproxima con ribetes de muerte.
Cuando solo faltan unos minutos para las doce, el Detective escucha el roce de unos pasos apurados sobre la vieja alfombra y se pone alerta, pero entonces oye la voz de su ayudante Isidoro Fuentes, que le llama... El viejo llega corriendo y respirando con dificultad le cuenta:
–¡Chamo, no quiero asustarte, pero Aurita de pronto empezó a gritar que no le pegaran, que no la mataran, y de repente se quedó como tiesa, fría, y yo me chorrié y salí a buscarte, pana!
–Escucha, Isidoro: saca tu revólver y vigila esta puerta... Es la del abogado Marín... Yo regreso enseguida.
–¡Dale pues, Comisario, pero chola, que van a ser las doce, porsia!
De una corta carrera Miguel Briceño llega a la habitación que comparte con su novia. Un suspiro de alivio escapa de su ancho pecho al comprobar que está viva. Aura Marina se queja con un hilo de voz, debatiéndose en la cama.
«¡Gracias, Dios mío! ¡Tremendo susto me dio Isidoro, no juegue! Me imagino que él se debe haber llevado uno igual con el desmayo de Aura Marina...»
Con tiernos movimientos seca la sudorosa frente de la muchacha con una toallita empapada en agua fría..., y entonces, un rugido rasga la noche.
«¡Dios, otra vez el gritico aterrador del bendito Fantasma!»
En efecto, se ha escuchado retumbar en la casona el espantoso y quejumbroso alarido del Fantasma del Pirata al tiempo que las campanas del reloj del tercer piso anuncian al viento la llegada
de la medianoche.
Miguel Briceño se estremece y corre de nuevo hacia la habitación del abogado.
Al llegar, tropieza en el pasillo con un cuerpo tendido en el piso... Es Isidoro Fuentes, que al ser zarandeado con energía por el Detective reacciona quejándose y tocándose la cabeza. Al comprobar que su compañero está vivo y que intenta incorporarse, 9 mms. mediante, sintiendo la adrenalina fustigar su cuerpo y los latidos de su sangre zarandear sus sienes, se dirige hacia la puerta de la habitación del abogado, que está entreabierta... Un terrible presentimiento le martillea las sienes.
«Dios, que no sea lo que estoy pensando...»
–¡Doctor Marín!, ¿me escucha...? ¡Doctor Marín!... ¡Por mis dioses indígenas!
En el piso, a un costado de la cama, boca arriba y con un enorme puñal clavado en el lado izquierdo del pecho, sobre un charco de sangre negruzca, Antonio Marín le mira sin verle, con los ojos desmesuradamente abiertos, todo él desmesuradamente muerto.
A su lado, mostrando su interior, el bolso donde guardaba su tesoro.
–¡Vacío! ¡Lo mataron y le robaron la estatuilla del Cacique Paramaconi!
–Ay, mi pobre coco –se queja Isidoro Fuentes llegando junto al Detective– Creo que me lo partieron... Parece que no he salido de holybú, porque todavía estoy viendo estrellas... Comisario, me dieron más duro que a Rocky en la primera película.
–¿Qué pasó aquí, Isidoro? –interroga el Detective, con seco tono.
–Guá, que me metieron tremendo mazazo en la cabeza y me dejaron más quieto que un policía acostao... Oye, ¿y Aura Marina está bien?
–Sí. ¿Viste quién te golpeó?
–¡Qué voy a estar viendo yo, chico!... Iba a encender un tabaco cuando sentí como si se me reventara la azotea... ¿El pobre tipo está muerto?
–Por desgracia. Lo mataron para robarle la bendita estatuilla de Paramaconi.
–¡Eso no es verdad! –niega, rotunda, la voz de cuervo de Doña Zulma, apareciendo de golpe en la puerta de la alcoba. Isidoro aprovecha para zumbarle una de sus puntas:
–Ah, cará, pero si estaba ahí en la puerta hecha la pen...denciera, Doña Zulma.
Arrastrando su pierna enferma llega junto al cadáver y lo señala con la punta del bastón.
–No lo mataron por la estatuilla, sino porque él había sido el escogido por el Fantasma del Pirata para morir esta noche.
–¿Y usted cómo lo sabe? –dice Miguel Briceño, con gesto acre.
–¿No escuchó el grito del Fantasma anunciando una muerte...? Bueno, pues...
–Mire, Doña Zulma –corta el Detective, escudriñando el rostro de pergamino de la hostelera,
que le sostiene la mirada sin pestañear–, este hombre poseía una de las tres piezas de la colección de los tres caciques. Quién mató a Antonio Marín tiene en estos momentos en su poder la pieza llamada Paramaconi.
Doña Zulma se vuelve a mirar el cuerpo del abogado y susurra, con tono misterioso:
–Es diabólico. El Fantasma del Pirata mata... y roba.
–¿Pero quién es, Doña Zulma? –inquiere, tembloroso, Isidoro Fuentes– ¿Quién mata cada vez que se oye ese grito espantoso?
–Nadie sabe quién es ni dónde habita, señor Isidoro.
–El Fantasma del Pirata habita aquí en su Posada, señora –acusa Miguel Briceño con firme-za–. Uno de los hombres o de las mujeres que se hospeda o trabaja en este hotel es el homicida.
En ese momento estalla un trueno que estremece los cristales del ventanal enrejado de la habitación del muerto. Doña Zulma aprovecha la circunstancia.
–Se acerca una tormenta de esas que por aquí son terribles. Debo irme.
–¿No le interesa oír que pasó antes de que mataran a su huésped y amigo, Doña Zulma?
–¿Oyeron? Otro trueno –alerta la vieja, sin prestar atención al reclamo del Detective–. Repito
que eso es tormenta segura... En fin, mañana enterraremos al infortunado Antonio Marín. Que yo sepa, no tenía familiares.
Tras andar varios pasos se vuelve a mirar al Detective desde la puerta:
–Después me echa el cuento, Detective Briceño. Buenas noches.
–¿No te digo que es un buitre? –explota Isidoro cuando la vieja se ha ido–. Ni siquiera se ocupó del cadáver ensangrentado del pobre hombre.
–Esto es muy extraño, Isidoro –dice Miguel Briceño, pensativo–. No me como el cuentico ese del fantasma del pirata... Como decía Shakespeare en Hamlet, “algo huele a podrido en Dinamarca.”...
–¡En Dinamarca no, aquí, y bien jediondo, Comisario!... Y te voy a decir más: ¡Este pobre tipo no se salvaba ni que lloviera pa'rriba!
–Sí. Lo estaban cazando y aprovecharon el descuido que tuve...
–No te sientas mal, Miguelacho –consuela el viejo a su amigo y jefe–. Te repito que el fantasmita no pelaba al pobre tipo ni pelándolo.
–No puedo evitar sentir remordimientos, Isidoro.
–Pues no los tengas porque en vez de un muertico pudimos haber sido dos, o tres..., piénsalo.
–Sí, ya se me había ocurrido... En fin, vente, vamos a ver si es necesario volver a molestar al doctor Ontiveros para que vea otra vez a Aura Marina.
Episodio V
Gritos en la noche
La tormenta se ha desatado con toda su furia después de la medianoche, como si los cielos protestaran por la injusta muerte del infeliz Antonio Marín. La efímera luz de los relámpagos, filtrada por la gruesa cortina de agua que cae, alumbra con destellos siniestros los incontables y penumbrosos corredores de La Posada del Pirata. La lluvia azota sus muros con furioso repiquetear. Cada tanto un trueno estremece los ventanales cerrados, sordos a las cuitas de los huéspedes y habitantes de la Posada.
La figura esquelética y enérgica de la dueña de la hostería desanda sus pasos rumbo a sus habitaciones cuando observa otra sombra esquiva. Al reconocerla, alza su cascada voz por encima del repiquetear de la lluvia y los truenos.
–¿Qué haces tú levantado a estas horas, René?
–¡Madame, me asustó!
–Mis empleados se acuestan temprano para que puedan madrugar a laborar.
–Oui, madame Zulma... Solo salí a fumar un cigarrillo.
De súbito, se escucha resonar entre las paredes de la Posada un grito demencial que brota de los subterráneos y que supera el murmullo de la tormenta:
–¡Zuuuullmaaa, bruja de todos los infiernos, sácame de aquiiií!
–Condenada tarada –murmura la vieja urraca, tras golpear el suelo con el bastón en un gesto de rabia. Los gritos arrecian por sobre el temporal:
–¡Miserable mujer, déjame salir de aquí!
–René, pronto, baja y has que se calle esa loca de los mil diablos.
–¡Vieja ladrona, sinvergüenza, te odio, te odioooooo!
–¡Hazla callar te dije, René Lamp!
–¡Pero madame, yo no puedo!
–¡Viejo inútil! –barbota, furiosa–. Entonces lo haré yo... ¡Acompáñame!
El cocinero francés, al ver la resolución de su patrona, intenta disuadirla:
–Madame, no lo haga, no vaya a...
–¡La haré callar como sea! –grita la dueña, frenética– ¡Trae las llaves!
Entre las penumbras que apenas traspasan unas macilentas bombillas sembradas en el techo y el ocasional parpadeo de un rayo, la esquelética mujer de la pierna enferma y el mayordomo y cocinero del hostal se aproximan a uno de los sótanos desde el cual siguen brotando las quejas de la desconocida. Un espeso vaho a orín, a moho acumulado y a salitre hiere el olfato... Las cucarachas, al sentir la presencia humana, huyen a sus escondrijos... Algún chillido de rata se confunde con el coro de los grillos... Amortiguado por la tempestad, el rumor nocturnal de la vida de la jungla guayanesa se cuela, débil, hasta las bodegas de la Posada.
Los salvajes gritos denostando a Doña Zulma prosiguen:
–¡Sácame de aquí, vieja sarnosa! ¡Ojalá te mueras, malvada!
–¡Cállate, condenada chiflada!... Viejo René, abre la reja.
Pero el francés, intimidado por la energía de la voz de la mujer encerrada en las mazmorras, vacila:
–¿Está segura, madame Zulma?
–¡Abre ya, viejo idiota!
Tras otro momento de indecisión y con un gesto de callada resignación, René Lamp procede a abrir con un agudo chirrido de goznes enmohecidos la pesada puerta de hierro del pasillo que da al calabozo.
Los lecos endemoniados de la criatura que se encuentra en su interior crecen con enloquecido frenesí:
–¡Condenados ingratos, malditos! ¡Vieja bruja, te odio, te odio! ¿Vienes a torturarme otra vez? ¡Háblame, malvada bruja! ¿Quieres robarme ahora la vida, condenada zorra? ¿Qué...? ¿Vas a atreverte a hablar conmigo por fin, perra del demonio...?
Luego de la andanada de insultos, la voz enronquecida por el odio calla un momento, como al acecho. Doña Zulma aprovecha para hablar quedo al oído del cocinero:
–René, escucha: cuando yo entre, vuelve a cerrar esta reja y vete a dormir... Voy a tener una fuerte conversación en privado con esta mujer y no quiero ser interrumpida.
–Oui, madame.
–¿Qué sucede, bruja malvada? ¿Te arrepentiste de venir a verme...?
Obedeciendo la orden de la dueña, la primera verja de la cámara misteriosa se cierra.
Al conjuro de la presencia de la mujer de ojos de cuervo forrada de negro, la voz estridente y cargada de furor vuelve a enmudecer, esperando...
A dos metros de la puerta por la que entra Doña Zulma está una celda, una perfecta y verdadera celda de prisión. Gruesos barrotes de acero separados apenas por centímetros dejan entrever en la penumbra la figura de una mujer semi cubierta de harapos. Tiene el cabello en desorden y las manos crispadas alrededor de las varas de hierro. A pesar de su color ceniciento, sus grandes ojeras y sus pupilas color mora y desorbitadas, se puede adivinar que es una mujer todavía joven, pero acabada, envejecida antes de tiempo.
Implacable, Doña Zulma se acerca con su paso de bastón a la segunda reja, vigilada con atención
por la prisionera. Cuando llega a su altura, silabea con voz sorda:
–¡Te lo he dicho un millón de veces, Violeta: no quiero escándalos en La Posada del Pirata!
Se produce una larga pausa.
La mujer llamada Violeta no replica; solo mira con sus grandes pupilas de un raro tinte violáceo, lila, a la otra, como sin reconocerla. La hostelera acerca su rostro de cuervo a la verja y enfatiza:
–¡No quiero oír a mi hermana gritar disparates ni vergonzantes insultos!
Un hilo de voz culpable y atemorizado susurra:
–Zulma, yo...
–¡Calla y escucha!... No voy a soportar que una loca como tú ponga nerviosos a los huéspedes, a mi hijo, a mis empleados, ¿entiendes, Violeta?
Otro largo silencio. De entre las sombras de la mazmorra surge ahora una voz quejumbrosa, suplicante y aniñada.
–¿Por qué lo haces, Zulma? ¿Por qué me tienes entre estos barrotes como si fuera un animal salvaje?
–Tú sabes muy bien por qué, Violeta. ¿No recuerdas que estás mal de la cabeza?
Los ojos morados se desencajan más, temerosos:
–¿Estoy mal de la cabeza? ¿Estoy loca? –y luego lloran, rebeldes– ¡No, no, eso es embuste, eso es embuste!
–Ningún embuste –acorrala la urraca a su hermana, elevando el tono acusador–. ¡Estás loca de atar, Violeta! ¿Ya no recuerdas la vez que saliste al patio grande y quisiste clavarle un puñal en la espalda a uno de los huéspedes, al señor Hipólito García? ¿Y por qué? ¿Qué razón tenías para querer matarlo? ¡Ninguna!... Dime si eso no es estar perturbada y tener instintos homicidas...
La mujer de los bellos ojos malva baja la mirada y hace un mohín con la boca, como niño regañado:
–Tuve mis motivos para tratar de matar a ese hombre..., a ese ladrón. Me robó lo que yo más quería en este mundo.
–Deliras, Violeta. Hipólito García no te robó nada.
Una repentina crisis de furor ruboriza el pálido rostro de la prisionera y jamaquea los barrotes de la celda con sorprendente fuerza:
–¡Claro que sí, claro que sí: me robó el cacique Guacaipuro!
–¿Ves como eres inestable? –regaña de nuevo con siniestro acento Doña Zulma.
De repente un rayo de inteligencia ilumina el rostro desencajado de Violeta:
–¡Tú sabes bien, hermanita, que mi marido, al morir, me dejó la más valiosa de las tres piezas de la colección de los Tres Gloriosos Caciques! ¡Me dejó a Guacaipuro! –y sin transición alguna pasa al llanto desgarrado, conmovedor–: ¡Y ese huésped tuyo me lo robó, me robó a Guacaipuro, que era mío, era mío!
Doña Zulma deja que la enferma se desahogue un poco y luego le habla como si en verdad albergase afecto por ella:
–Ya no vale la pena que llores, Violeta, hermanita.
–Guacaipuro era mío, era mío –sigue sollozando la otra...
–Bueno, bueno –condesciende la urraca–, supongamos que tienes razón, que Hipólito García era un ladrón y te robó esa valiosa pieza que te dejó tu difunto marido... ¿Qué vas a hacer? Ya no vale la pena lamentarse. El ladrón está muy lejos, hermana... Hipólito García desapareció de por aquí hace más de dos años.
Otro violento cambio vuelve a deformar las facciones de la loca Violeta y su tono se torna furibundo, frenético de nuevo:
–¡Eso es mentira! ¡A Hipólito García lo mataron!
La más viva sorpresa se refleja en el seco rostro de la dueña de la Posada del Pirata:
–¿Quién te dijo eso?
–Yo lo sé, mala hermana: ¡su cadáver apareció flotando en el río, no lo niegues!
–Está bien –dice Doña Zulma, tolerante–. Digamos que sí, que el pobre Hipólito García apareció en la orilla del río, muerto. Ajá. Perfecto. Con él desapareció también la valiosa pieza que tú dices que él te robó, la estatuilla del cacique Guacaipuro.
Un nuevo ataque de ira de la enferma mental desorbita sus ojos y agudiza su timbre:
–¡Embuste! ¡El Cacique Guacaipuro no desapareció! ¡Lo tienes tú, ladrona!
–¿Qué dices? ¿Ves que estás demente, Violeta?
Relampaguean, firmes y convencidos, los ojos de la prisionera:
–¡Tú, Zulma, mandaste a Hipólito Garcia a robarme el Guacaipuro y luego lo mataste para que no hubiera testigos, y por eso me encerraste aquí y por eso quieres volverme loca, porque sabes que el Guacaipuro es mío, mío, mío!
–Cállate. Yo no tengo que volverte nada, tú ya estás loca, hermanita –recalca, sarcástica, Doña Zulma.
Violeta, presa de otro paroxismo, saca las manos por entre las rejas para agredir a la vieja pero
ésta, que esperaba el ataque, introduce sus brazos entre los barrotes, aferra la garganta de Violeta y con un gesto más demencial que el de la enferma, aprieta el cuello odiado mientras repite, obsesionada:
–¡Yo no te robé nada, loca del demonio! Yo no soy una ladrona, soy tu hermana, ¿me oyes?, soy
la mejor de las hermanas... Dí que soy la mejor de las hermanas, Violeta, o te ahorco... ¡Dilo!
Pero entonces, reaccionando al sentir que se asfixia, la mujer harapienta impulsa con fuerza el puño derecho por entre los hierros y alcanza a la enfurecida Doña Zulma entre los ojos y ésta, sorprendida y dolorida, tiene que soltar su presa, circunstancia que aprovecha la otra para, a su vez, echarle las manos al cuello.
–¡Aaahh! ¡Suéltame, condenada loca inútil!
–¡Eres una ladrona, Zulma! ¡Tienes el Guacaipuro porque entre tú y ese Hipólito García me lo robaron y por eso no te perdono y te mataré! ¡Te mataré...!
De golpe se escucha una orden estentórea:
–¡Basta, señoras!... ¡Basta, he dicho!
Violeta, sorprendida, inquiere, sin soltar a la otra, que ha comenzado a ponerse cenicienta por la falta de aire:
–¿Quién está ahí?
La voz del hombre se torna imperiosa y muy próxima:
–¡Violeta, suelta a tu hermana! ¡Suéltala!
Al reconocer al intruso, una mueca de rabia deforma aun más el rostro de la enferma:
–¡Yilberto! ¿Qué quieres tú aquí? ¡Vete, no te metas!
–Suelta a Zulma, Violeta –ruega el hombre, cambiando el tono y acercándose más a las dos mujeres–. Has lo que te digo; quítale las manos del cuello, Violeta, por favor, anda...
Tras parpadear varias veces como si regresara de algún ignoto lugar, la mujer demente mira el rostro ceroso de la vieja, la suelta y mira sus manos y luego al hombre. Murmura:
–Yilberto, ella es una ladrona, una mala mujer...
La voz del hombre llamado Yilberto suena ahora persuasiva, cariñosa:
–Estás cansada, Violeta. Vete a tu catre, anda.
Con expresión ausente, confundida, la hermana menor de Doña Zulma contempla un momento al recién llegado como si fuese la primera vez que le ve.
Es un hombre de contextura fuerte y piel cobriza, curtida por el sol. Posee un rostro atractivo de ojos claros, nariz perfilada, cabello castaño y boca de gruesos labios que remata en una cuidada barba tipo candado. Usa ropa blanca, de algodón, y sombrero de ala ancha. Frizará los cuarenta y cinco años y sus ademanes y maneras son los de un hombre enérgico, acostumbrado a ser obedecido.
Yilberto Da Silva es un rico minero y contrabandista brasileño que está con su esposa Eusebia en la Posada del Pirata por la misma razón que casi todos los demás: la Colección de los Tres Gloriosos Caciques.
Tras otra larga y rencorosa mirada a su hermana Zulma, Violeta se dirige a su catre al tiempo que los otros dos salen del pasillo enrejado. La voz cargada de odio y recelo de la orate retumba de nuevo entre las húmedas paredes del hipogeo:
–Ella quería matarme porque yo sé que es una ladrona –después el grito se vuelve un apagado gorgoteo casi inaudible–... Yo la conozco bien, Yilberto Da Silva... Más que tú la conozco...
El brasileño ayuda a Doña Zulma a cerrar la reja exterior y luego se vuelve a mirarla con un suspiro de alivio.
–Gracias a Dios que se tranquilizó –dice en voz baja–... Pobre mujer.
Doña Zulma clava en el atezado rostro del antiguo conocido una mirada suspicaz:
–¿Pobre mujer? ¿Compadeces a esa loca de instintos homicidas, Yilberto?
Los ojos grises del contrabandista parpadean una vez y hay un centelleo mordaz en ellos al mirar con fijeza a la posadera:
–Zulma, vieja amiga, ¿qué es lo que cree tu hermana Violeta que le robaste, eh?
–No lo sé, viejo amigo –contesta, arrogante. Luego desvía la mirada, suspira y emprende la marcha–. Te juro que no sé de qué me acusa esa esquizofrénica. ¿Cómo sigue Eusebia?
Una amplia sonrisa deja ver la blanca dentadura del aventurero y en la mirada gris vuelve a centellear un rayo de malicia:
–Bien, en la cama, con su gripe, gracias por preguntar..., pero no estamos hablando de mi esposa... Tu hermana te acusó de ladrona.
–¡Ah no! –enfatiza con sequedad–. Así no vas a ayudarme, Yilberto. Esta ha sido una noche de perros. Escuchamos el grito del Pirata y el pobre doctor Marín fue asesinado.
–Sí, lo sé –se enseria Yilberto Da Silva–. Ni siquiera pudimos conversar él y yo.
Se produce un largo silencio durante el cual se escucha la furia del temporal. Los pasos del hombre y la mujer y el repiqueteo del bastón contra la piedra retumban en la mazmorra. Yilberto carraspea como si la humedad le afectara la garganta.
–Cojj, cojj... Dicen o afirman o comentan que el Paramaconi...
Pero Doña Zulma, evasiva, no le deja concluir el circunloquio:
–Estoy cansada, Yilberto, viejo amigo. Hablar me agota. Hasta mañana.
–Una última cosita, vieja amiga.
–¡Terminemos de una vez!
–¿En serio no me dirás –y el tono es falso y cándido, casi dulce– qué fue lo que afirmó la
pobre Violeta que le robaste?
–¡Nada! –replica, indignada– ¡Desvaríos! Mi hermana Violeta está loca, como bien sabes –puntualiza, mirando con siniestra intención al brasilero–. Dedícate a tus asuntos y deja a los demás
en paz, viejo amigo.
Una risotada franca y zumbona le responde.
–Soy un hombre religioso, Zulma. Creo en Dios, estoy en paz. ¿Quieres contestar la pregunta, por favor?
Doña Zulma detiene su descompuesto andar. Levanta la barbilla con gesto altanero y responde con voz en la que vibra una soterrada amenaza:
–Escúchame bien, Yilberto Da Silva: estás hospedado aquí; uno de los huéspedes o empleados de esta Posada mató hace ocho días al sabio Calatrava y esta noche acabó con la vida del abogado Antonio Marín. Todos, ¿me oyes?, todos aquí somos sospechosos. Buenas noches, viejo amigo.
Tras un ambiguo gesto de su mano, se aleja, al compás del bastón.
El brasileño la deja irse, pero en sus labios nace una sonrisa sardonia, reprobadora.
–¿Seguro que no quieres que llame otra vez al doctor Ontiveros, mi amor?
–No, no, ya me tomé otro calmante, no te inquietes.
–Estás salá, chama –sonríe Isidoro Fuentes apartándose del cristal de la ventana a través del cual miraba la tormenta afuera en todo su apogeo. Tras cerciorarse de que está bien cerrada, vuelve a ocupar una de las sillas de la habitación de Miguel y Aura Marina.
–Oye una cosa, Comisario –el Detective voltea a mirarlo un momento, sin soltar las manos de su novia–... Estaba pensando yo aquí como los locos... Si hace ocho noches apareció puñaliao ese doctor Calatrava después del berrido del fantasma, ¿no sería que lo siquitrillaron también para robarle alguna pieza de la dichosa colección de los caciques?
El Detective lo mira durante largos segundos, pensándolo, y luego asiente.
–Es posible. Yo me resistía a creer que la amenaza del pirata, fantasma o lo que sea, fuera real, pero me equivoqué. El doctor Marín me dijo que estaba amenazado de muerte porque tenía en su poder una de las tres piezas de la colección de Los Tres Gloriosos Caciques.
–Leí hace poco un reportaje sobre esa dichosa colección –comenta Isidoro–. Decía que vale muchísimo dinero y que es antigua, de los tiempos de la colonia.
–Pues han muerto ya dos personas por ella, que sepamos: el sabio Calatrava y Antonio Marín.
–Y los dos a la medianoche de un lunes y después de haber oído el leco del fantasmita.
–¿Será que solo mata los lunes, muchachos? –interviene Aura Marina, con acento tétrico.
–No creo que sea un patrón... Lo que sí está claro es que al abogado lo mataron porque era la
única manera de que se desprendiera de la estatuilla de Paramaconi.
–Qué horror –gime Aura Marina, mareada todavía–. ¿Entonces le quitan la vida a una persona para robarle una estatuilla de oro o de plata?
–Es la avaricia, Aura Marina –dice Miguel Briceño, sombríos el rostro y el tono–, la más antigua de las debilidades humanas. Las personas se matan por un poco de oro, por cualquier cosa que brille o sea valiosa como él. Los hombres morimos por conseguir oro, o matamos por poseer-lo... Es la vieja y triste codicia.
–Oye, ven acá, Comisario –vuelve a meter baza Isidoro Fuentes sirviéndose un vaso de agua de la neverita–..., si al muerto de hoy se lo echaron al coleto para robarle la estatuilla del cacique Paramaconi, ¿qué le robaron entonces al sabio doctor Calatrava?
–Buen punto, Isidoro.
–Miguel, mi amor –dice Aura Marina, dubitativa–, ¿la familia del sabio Calatrava te dijo qué hacía él en este hotel tan apartado de la civilización?
–No. Yo supuse que era alguna clase de investigación científica. Él era un naturalista.
–Pues por los vientos que soplan, debe haber tenido algo que ver con las estatuícas.
–A lo mejor no, Isidoro. Tengo el pálpito de que su muerte no está conectada con la del abogado Marín, quien sí era un contrabandista de joyas y tesoros antiguos, según propia confesión.
–Ay, Miguel, mi vida –dice la muchacha, mimosa, abriendo los brazos para que su amado la consuele–, ya esta guarandinga no me está gustando mucho... ¿Por qué no renunciamos a este caso y nos vamos hoy mismo para Caracas en lo que amanezca los tres de aquí, ah?
–Coja consejo, Comisario...
–Dejen el miedo los dos; cangrejos más difíciles y peligrosos hemos resuelto juntos. ¿Los va a asustar el fantasma de una leyenda indígena? Además, por ética no puedo dejar colgada esta investigación.
Episodio VI
Entre huéspedes te veas
Dos días después, en la mañana, desayunando en el salón comedor del hostal, por fin Miguel Briceño, Aura Marina Saavedra e Isidoro Fuentes conocen e intercambian impresiones con los demás usuarios del hotel: la hermosa pelirroja llamada Mercedes Irrazzí, su guardaespaldas cubano Tito Cienfuegos, Yilberto Da Silva, el rico minero brasileño, y doña Eusebia, su gentil y discreta esposa; el doctor Facundo Ontiveros; Juan González y José Gurruceága, los dos turistas españoles que son pareja, uno fotógrafo y el otro escritor, aunque no son muy comunicativos y se han sentado en mesa aparte, todos atendidos por la servidumbre indígena del hotel bajo la dirección del mayor-domo y chef francés René Lamp, y la supervisión de la severa Doña Zulma. El casi bobo Mateo ronda aquí y allá, con su risita idiota.
La despampanante Mercedes Irrazzí, con la sensual cabellera rojiza suelta cayendo en sus hombros, usando unos coquetos short blancos, sandalias doradas y blusa rojo fuego muy corta que deja ver su ombligo y sus bien torneados brazos y quien no le quita la vista de encima al Investigador privado a pesar de las celosas miradas mal disimuladas de Aura Marina, aprovecha uno de los chistes del ocurrente Isidoro para plantear el asunto que le interesa:
–Y dígame, Detective Briceño –indaga, coqueta y sensual, agitando con descaro sus manos cubiertas de joyas y abriendo con desparpajo los pintados párpados que resguardan unos inquietan-tes ojos verde-mar –, ¿es cierto que vino usted a resolver el crimen del sabio doctor Calatrava?
–En efecto –responde, cortés–. Fui contratado para tal fin, señorita Mercedes; falta que pueda descubrir quién lo hizo.
Tito Cienfuegos, el fornido y gigantón negro de acento y maneras cubanos, que devora una enorme tortilla española, ríe con la boca llena, burlón, y con su voz de vuelo de cigarrón señala al Detective:
–¡Mira pá eso!... Caballero, eso se llama humildá, tú. Me gusta la humildá en un policía.
–El Comisario no es policía, cubiche –replica rápido Isidoro Fuentes–, no te equivoques. Es Investigador Privado, que no es lo mismo ni se escribe igual.
–Será pa ti, porque pa mí es la misma cosa, mulato.
–¿Y ya tiene algún sospechoso, señor Detective? –insiste la pelirroja.
Pero antes de que el Investigador responda, lo hace Aura Marina, mirando a la otra con aire retador.
–Estamos en la fase preliminar. Todavía no hemos cruzado los datos recolectados con los posibles sospechosos.
–¿Estamos? ¿Hemos...? –remeda, zumbona, mirando a los novios– ¡Oh, pero qué cosa más romántica! ¿Su novia le ayuda a resolver los casos, Detective Briceño, o es ella en realidad el cerebrito?
Hay una pausa corta. La atención de los comensales se centra en el expolicía. Mirando a la provocativa mujer sin un pestañeo Miguel Briceño sonríe, seguro de sí.
–En realidad sin la valiosa ayuda de mi novia y de mi fiel ayudante Isidoro Fuentes, aquí presentes, no sería el renombrado y buen Investigador que dicen que soy, señorita,... ni cobraría tan buen dinero por mis servicios.
–¿Y es cierto que a su novia la asaltaron en su habitación el mismo día que llegó? –insiste la guapa muchacha, mirando a uno y a otra–. ¿Acaso ella no sabe defensa personal?
Antes de que Miguel Briceño responda, Aura Marina asegura con acento retador y tuteando a la que ya considera una peligrosa rival :
–Créeme, Mercedes, sé defenderme cuando hace falta. De lo que sea.
–Es cierto –apoya Isidoro Fuentes–. Aura Marina es muy buena en kárate.
–En el episodio con ese malandro disfrazado de anciano fue determinante el factor sorpresa –explica el expolicía.
–¿Puedo preguntarle, Detective, si soy sospechosa del crimen de ese... doctor Marín? –vuelve a sonreír, incitante y encantadora, la mujer.
–Todos lo somos, señorita Mercedes, sin excepción.
–Perdone, Detective Briceño –interviene el doctor Ontiveros, mordisqueando una arepa rellena con queso y limpiándose el bigote–, pero según parece un mismo asesino mató a Calatrava y a Marín y algunos de nosotros no estábamos en la Posada la semana pasada; ¿eso no nos aleja de cualquier sospecha?
–Temo que no, doctor Ontiveros.
Doña Zulma, que de pie en un rincón del mesón vigila a los pensionistas como maestra de primer
grado, alza el mentón, agresiva, y mira al médico con ojos puyudos a través de las gafas.
–¡Un momento! –dice, gélida–. ¿Nos está acusando a René Lamp, a mi hijo Mateo y a mí, doctor Ontiveros, porque trabajamos aquí?
–De ninguna manera, señora –se apresura a aclarar el médico, con una sonrisa–. Sólo digo que algunos no habíamos llegado cuando mataron al doctor Calatrava, nada más.
Estalla la risotada gutural y enervante del posadero medio bobo:
–Madrecita, el doctorcito nos está llamando fantasmitas asesinos, je, je, je...
–No, no, no, yo no he dicho eso, Mateíto –sonríe, circunspecto, Facundo Ontiveros.
Yilberto Da Silva, sentado junto a su esposa Eusebia, una callada belleza negra de mediana edad y pelo castaño teñido, aprovecha para intervenir:
–Amigos, disculpen por favor mi ignorancia... Como sabrán, soy de Río de Janeiro, Brasil, pero, ¿acaso no es a la policía a la que toca resolver estos asuntos?
Revienta la carcajada gozosa, abierta, de Tito el cubano:
–Óyeme tú, ese es un chiste muy bueno, mulato, jajaja... La policía no hace su trabajo en las grandes ciudades, ¿y lo va a hacer en esta selva fronteriza olvidada de Dios?
Y el francés René Lamp, que sirve café a Aura Marina y a Isidoro Fuentes:
–Ah, si estuviéramos en la France, mi país, la Sureté ya habría resuelto estos crímenes.
Y Doña Zulma, incisiva y cruel:
–No seas baboso, franchute, que tu famosa Sureté no impidió que te fugaras de sus cárceles.
–¿Cómo es eso, misia Zulma? –mete baza, vacilador, Isidoro Fuentes–. ¿Su cocinero es un presidiario?
–Ex-presidiario, mon amí –replica con dignidad–. Hace muchos años que estoy libre.
–¿Por qué fue a la cárcel, monsieur René? –pregunta Briceño, bebiendo un vaso de jugo de naranja.
El pequeñín hace un gesto displicente, quitándole importancia.
–Un malentendido administrativo en el banco donde trabajaba, monsieur dètective.
–En fin, Detective Briceño, ¿puede decirnos quién es su principal sospechoso de ser el asesino llamado el Fantasma del Pirata? –interroga con burlón mohín la pelirroja.
Él sonríe, ácido:
–Como dijo mi novia, señorita Mercedes, estamos en los preliminares de la investigación.
–Por cierto, Detective –apunta Doña Zulma, con un destello de amabilidad–, como usted, que sepamos, es lo más aproximado a una autoridad legal aquí..., ¿cree que hicimos bien enterrando los cuerpos de esos pobres infelices en el jardín trasero?
–Había que sepultarlos, desde luego, aunque hubiese sido mejor congelarlos..., pero la policía debería estar enterada. ¿No dijo usted el día que llegamos que estaba esperando la visita de las autoridades policiales?
–Así es –afirma, neutral–; yo mandé a avisar con un huésped que iba al pueblo la muerte del sabio doctor Calatrava, pero todavía no ha llegado ningún funcionario a investigar... a menos que esté aquí encubierto, claro.
–Óyeme –salta de nuevo la risa escandalosa del cubano Tito–, tá bueno eso, mulata. ¡Falta
que tengamos a un policía aquí y no lo sepamos! –y vuelve a reír, aspaventoso–... ¿No serás tú, Mercedes, por casualidá?, jajajaja...
–Cállate, Tito, no seas imbécil, no es gracioso.
–Lo que tenemos que rogar a Dios –dice Yilberto Da Silva sirviéndole café a su esposa– es no volver a escuchar ese horrible grito del fantasma asesino, amén.
–¡Y que si lo escuchamos, ninguno de nosotros sufra daño! –dice la aguda voz de uno de los turistas españoles sentados cerca.
Y su compañero remata, muy serio:
–¡Ojalá que el señor policía presente atrape pronto a ese fantasma o lo que sea!
–Ummmhh... Muaaah... ¡Tan bello mi Tamanaco; tan bello y tan valioso!
Brillante, acuosa, casi de adoración es la mirada esmeralda que recibe la esplendente figura de oro del gran cacique Tamanaco, segundo componente de la colección de Los Tres Gloriosos Caciques que la excitante mujer de pelo bermejo sostiene en alto entre sus manos en su habitación, luego de besarla con fervor..., ¡sin sospechar que su íntimo proceder es observado por dos pares de ojos desde distintos ángulos!
La leyenda asegura que las tres espectaculares estatuillas fueron encargadas a un prestigioso orfebre judío de origen andaluz residente en París por un eminente miembro de una de las más rancias y ricas familias mantuanas caraqueñas como regalo de bodas para un gobernador de la época de la colonia, en el siglo XVII. El artista sefardí superó las expectativas del encargo, para estupor y admiración de propios y extraños, y formó las maravillosas piezas constituidas por Paramaconi (el bravo cacique de los Taramainas o Toromainas, que habitaban en la zona norte y central de Venezuela y cuyo origen Cumanagoto lo hace miembro de la raza caribe), de la más fina y pura plata; el fiero cacique Tamanaco (principal guerrero y cacique de los indios Mariches y de los Quiriquires, de la región central), hecho de puro oro cochano, y el feroz y heroico Guacaipuro (Guapotori, Jefe de Jefes de los indomables Teques, también de etnia caribe), aleación casi invaluable de plata, oro y piedras preciosas, tres piezas de refinado acabado de alrededor de unos 30 cts. de altura.
«Es la estatuilla de Tamanaco... ¡Es Tamanaco!», se dice con enfermiza fascinación un hombre vestido a la usanza turca contemplando por intermedio de unos binoculares desde una cercana azotea y a través de un ventanal a la frívola joven de encendida cabellera extasiarse en la contemplación de su tesoro.
«¡Hice bien en suponer que ella la tenía! ¿Cómo la habrá conseguido? ¡Seguro la robo! ¡Qué hermosa es! ¿Cuánto costará?... No importa; es muy valiosa y yo, el Turco, ¡el Señor del Disfraz!, conseguiré la figura de Tamanaco.»
Desde el otro lado del ventanal de la alcoba de Mercedes Irrazzí por la cual es observada por el hombre del turbante y la chilaba, en la habitación contigua a la suya donde se aloja su guardaespaldas Tito el cubano y al través del ojo de la cerradura de la puerta que comunica ambas habitaciones, éste también espía a la poseedora de una de las costosas figuras de los Tres Gloriosos Caciques.
«Mira pa eso. No me equivoqué al suponer que la patrona tenía su trompo enrrollao, mulato... ¡Por Yemayá, qué bellas son las dos: ella y Tamanaco!»
La embelesada Mercedes, que viste unos coquetos short color rosa y una ligera blusita del mismo color, atuendo que resalta sus magníficas, turgentes formas, no imagina que lo que cree solitaria contemplación de su gema es en realidad la afirmación, a los ojos de su guardaespaldas por un lado y por el otro a los de un ladrón disfrazado de árabe, de que ella guarda la segunda pieza de la codiciada colección de los caciques venezolanos.
El hombre vestido con túnica negra, pañuelo oscuro cubriendo su rostro y turbante blanco hasta las cejas, brillantes de codicia las pupilas negrísimas, aferra con fuerza la metralleta y con todo sigilo llega hasta la encristalada ventana exterior de la habitación de la muchacha.
«Okey. Voy por ti, Tamanaco.»
Apretando los dientes, el Turco estrella la culata de su arma contra los delgados vidrios, salta al interior y dando dos volteretas en el piso se incorpora con rapidez, arma en mano, en medio de la habitación, ante la sorprendida joven de pelo taheño.
–¡Quieta, infiel, no te muevas! –grita, fiero, a través de la máscara negra.
Ella, más sorprendida que asustada, barbotea:
–¿Quién carajo eres tú?
El sujeto vestido con sayo y turbante le apunta con el arma y se permite una risita socarrona, superior, y amenaza con voz grave y acento tarzanesco que imita el estereotipo árabe latino:
–¡Yo ser el Turco, breciosa, y matarte con ráfaga de metralleta si tú no entregar bronto cacique Tamanaco!
–¿Pero cómo pudiste saber que yo lo tenía? –musita, estupefacta aún.
–¡Entregármelo!
–¡Jamás lo tendrás, turco ladrón! –grita Mercedes, ocultando la estatuilla a sus espaldas y volteando con desesperación hacia la mesa de noche donde guarda un revólver.
El ladrón da dos pasos hacia ella, amenazador:
–Entonces, bella mujer belo rojo, tú morir...
Pero antes de que lleve a cabo su amenaza (si es que en realidad pensaba hacerlo) la puerta que comunica con la habitación adjunta se abre con estrépito y la gigantesca figura del cubano guarda-espaldas de la chica apunta al asaltante con una enorme pistola:
–¡Óyeme, turquito, si mueves un solo pelo, Tito el cubano te regalará un traje de pino!
–¡Nadie amenaza al Turco, cubano bendejo...!
–¡Al suelo, Mercedes! –grita el hombrón.
La mujer obedece y se lanza al piso, y lo mismo hace Tito mientras dispara sobre el ladrón vestido como un moro, quien, luego de lanzar una ráfaga con su metralleta, con felina, asombrosa agilidad salta hacia Mercedes y de un manotazo le arrebata la codiciada pieza de oro y huye como un celaje por la destrozada ventana, bajo la intensa balacera que desde el piso descarga sobre él Tito con su pistola...
La pelirroja, transfigurada por una mueca de desesperación, acucia al gigantón:
–¡Mátalo, Tito, que se lleva mi Tamanaco!
–¡Eso intento, mulata, pero es un gamo el desgraciao!
–¡Sigásmolo, estúpido, que se escapa!
Episodio VII
El Verdadero Mateo
Alrededor de una mesa sobre la cual les han servido café en uno de los jardines de la Posada del Pirata Miguel Briceño intercambia opiniones con su asistente y con su novia luego de interrogar al francés René Lamp, al bobo Mateo y a Doña Zulma.
Los tres llevan ropa ligera, acorde al clima de la selva.
De pronto, el Detective se envara, aguzando el oído al creer percibir disparos hacia la parte opuesta de la Posada, pero Aura Marina e Isidoro no escuchan nada.
–Relájate, amor, estás muy tenso.
–Sí, pero me pareció escuchar como disparos –repite, indeciso.
Aura Marina le toma la cara y lo besa en la boca. Él sonríe, forzado.
–Estamos como el primer día. La única novedad es que el cuchillo que mató al sabio Calatrava y el que mató al abogado Marín son iguales.
–Eso no nos dice nada...
–...A menos que alguien aquí tenga una colección de ellos, Isidoro –acota Aura Marina.
Miguel Briceño se inmoviliza de nuevo, inquieto, y sus compañeros lo notan. Le ha parecido por segunda vez escuchar ruido de disparos lejanos. Cerca, en el borde del sendero que se interna selva adentro, un cunaguaro ruge su hambre. La sinfonía de cotorras y papagayos se ha interrumpido, alerta. Algunos monos, curiosos, llegan hasta los árboles que bordean el jardín, siempre precavidos y desconfiados.
El Detective privado bebe su café, pensativo.
–¿Ninguno de ustedes dos notó algo singular durante el desayuno?
–¿Cómo qué? –pregunta Isidoro.
Y Aura Marina, con tono zumbón:
–¿Qué notaste, aparte de que la pelo de onoto te pelaba el diente, mi amor?
–¡Uuupa! –ríe Isidoro, guasón–. ¡Mosca, chamo, que una mujer celosa es capaz de todo!
Pero el Detective está serio, en lo suyo:
–¿Se dieron cuenta de que ninguno, ¡ninguno! de los comensales mencionó nunca el tema de la colección de los Tres Caciques Gloriosos, y eso que todos parecen estar aquí por ese motivo, incluyendo a la pareja de españoles que piensan que se la están comiendo con su tapadera de artistas fashion?
–Oye, verdad...
–¿Ninguno mencionó eso? No me había fijao, Comisario... Por eso es que tú eres el que...
Pero antes de que Isidoro termine su panegírico a quien le paga vuelve a resonar en todos los rincones de la vetusta Posada el sobrecogedor grito mezcla de rugido y de lamento del Fantasma del Pirata. Aura Marina, por instinto, se abraza a su novio. Isidoro, tembloroso, voltea hacia la selva, como si de allí fuese a surgir la temida aparición:
–¡Virgen de los acobardados, ayúdanos!
Miguel Briceño, con los nervios en tensión, ordena:
–Escuchen, muchachos, vamos a dividirnos para seguir indagando por separado vida y milagros de la gente que habita y trabaja aquí y nos vemos en el comedor principal a la hora de la cena.
Buscando con desesperación al turco de la metralleta, Mercedes y Tito el cubano han llegado hasta la amplia suite que sirve de habitación a Doña Zulma. Ella les atiende en compañía de su hijo Mateo. El bobo viste su acostumbrada ropa de hospedero: bluyín y guayabera, pero la sonrisa de idiota que siempre le acompaña ha desaparecido. Se muestra agitado, nervioso, desasosegado, quizá debido al grito infrahumano del Fantasma del Pirata que se escuchara recién.
–¿Así que no ha visto nada –pregunta, agresiva, la pelirroja– ni a nadie por esta parte de la casa, Doña Zulma?
–No –niega la vieja con voz cansada–. Ni rastro de ese tal turco de la metralleta que ustedes nombran, aunque debo aclarar que no es la primera vez que mis huéspedes dicen haberlo visto.
Mateo, que con la espalda más encorvada que de costumbre ha estado atento al relato de la pareja y mirando con no disimulado deleite las turgencias que el atuendo de Mercedes Irrazzí descubre, emite, ahora sí, una risita nerviosa, disonante con la situación.
–Je, je... Sí, dicen que no lo reconocen porque no se le ve la carátula, como al Zorro, je, je...
Tras una mirada de desconfianza a ambos, Mercedes amenaza a la urraca con el índice:
–Espero que me esté diciendo la verdad y no lo esté encubriendo, Doña Zulma, porque ese desgraciado me robó el... algo muy valioso –concluye, tras el titubeo.
–Vente, sigamos buscando, Mercedes. No puede estar lejos.
–Sí, vamos, Tito.
–Tengan cuidado –alerta la vieja–. Ese tal turco y el fantasma que acaba de chillar pueden ser
la misma persona.
Mercedes la mira un momento y luego, con una mueca de frustración, sentencia, fiera, yendo en
pos del cubano:
–¡Que tenga cuidado él si lo agarro!
Cuando se han ido y tras asegurarse de que han cerrado la puerta, la dueña de la Posada se sienta en uno de los lujosos sillones rebujados en cuero y junta las manos a la altura del pecho con expresión de súplica.
Su voz suena como la de cualquier madre angustiada por las locuras del hijo rebelde:
–¡Cristo Santo, Mateo! ¡Esta vez estuviste cerca de que te descubrieran!
El falso bobo la observa con mirada nueva. Poco a poco, casi como un ritual, va irguiendo la parte superior del cuerpo y recobrando su apostura normal, sin prisas, dibujando una sonrisa de superioridad en los gruesos labios y un destello de desdén en las pupilas, muy lejos ahora de parecerse a alguien deficiente mental o físicamente. Se quita las gafas y las arroja sobre la cama.
Doña Zulma insiste, regañona y preocupada:
–Unos segundos más y te hubieran sorprendido quitándote el disfraz de turco aquí mismo... ¿Por qué viniste a mi habitación?
No contesta. Aparta los ojos de su madre y se acerca a la ventana. Habla de espaldas sin rastros del acento estropajoso o chillón que emplea el posadero Mateo. Su voz normal es redonda, bien timbrada, en este momento con matices irónicos y un dejo de suficiencia.
–¿Por qué vine a tu habitación preguntas, madrecita? –y enfatiza el tratamiento, socarrón–. Porque me perseguían muy de cerca y la mía está más lejos, ¿por qué más?
–¡Pues por poco te atrapan!
–Pero no lo hicieron.
Doña Zulma (cojeando pues ha soltado el bastón) se le acerca y habla con voz sorda, terminante:
–Es la última vez que te ayudo, hijo, te lo juro. ¡Es la última vez!
–¿Hablas en serio? –se burla, mordaz.
–¡Esto es muy peligroso!
Él responde con otra risita jactanciosa imitando otra vez la voz y maneras del posadero gafo.
–No...; me seguirás ayudando, madrecita... Siempre me ayudarás.... ¿Sabes por qué? –y va tornando al tono normal, sin maquillajes vocales, al tiempo que voltea a verla–. ¡Porque soy tu hijo y soy muy inteligente!
– Por Dios, Mateo, no juegues con...
–¡Esta noche me robé nada menos que la estatuilla del cacique Tamanaco! –alza, jactancioso–. ¿Lo oyes bien? ¡Tu hijo posee ahora la segunda pieza más valiosa de la colección de los Tres Gloriosos Caciques!
–¿Y el peligro que corriste qué? ¿No cuenta?
Con la espalda recostada de la vidriera, Mateo suelta una risotada hiriente, presuntuosa, los ojos negrísimos destellantes de desprecio, en la faz una mueca revanchista y triunfal:
–¿De qué hablas?... ¡Yo, el bobo Mateo, tu hijo, soy el Señor de las Mil Caras, el Rey del Disfraz!
Doña Zulma lo enfrenta, adusta, y lo señala con un dedo acusador:
–Pues tú, señor de las mil caras, cometiste un grave error al disfrazarte de turco para robarle nada menos que a Mercedes el Tamanaco de oro, con lo peligrosa que es esa mujer y su guardaespaldas, y luego cometiste otro al venir a esconderte en mis habitaciones.
–¡Me gusta el riesgo, me nutre! –sube el tono Mateo, exultante, y explica–: Yo sabía que esa zorra pelirroja tenía en su poder una de las tres figuras de la colección, pero desconocía dónde la ocultaba y por eso la vigilaba. Desde la ventana vi cómo la sacaba del doble fondo de un baúl de madera. ¡Con razón yo registré su habitación y sus corotos y no hallé nada!
Se acerca a una cómoda y saca una toalla con la cual se seca la cara sudorosa. De una jarra de una mesita cercana se sirve un vaso de agua y luego de tomar un largo trago se vuelve a Doña Zulma, un poco más sosegado de su anterior altivez.
–Al contemplar en sus manos la estatua, salté por la ventana para asaltarla, pero no te imaginas la sorpresa que me llevé cuando vi que del otro cuarto salía ese tipo, el cubano, pistola en mano.
–¿El cubano estaba escondido?
–Claro; creo que vigilaba a su patrona, igual que yo –vuelve la sonrisa de suficiencia al rostro atractivo del falso bobo–. El Tito, que no es tan bruto como pudiera parecer, también quería participar de la fortuna que representa esa figura de oro puro.
–¿Qué pasó entonces? – quiere saber Doña Zulma.
–Disparé una ráfaga con la metralleta, le arrebaté la estatua y salí corriendo, ¿fácil, no?
–Mateo, Mateo, estás abusando de tu suerte. Pudieron haberte agarrado infraganti.
Una mirada a la madre, indescifrable. Después vuelve a la ventana y contempla la selva, sus verdes enigmáticos, fascinadores. Escucha un momento su sinfonía.
El timbre de la voz, aunque sosegado, exuda otra vez prepotencia, crudo despotismo.
–Madre, he arriesgado la vida en esos caminos desiertos asaltando a viajeros con el disfraz del Turco de la Metralleta –se vuelve a mirarla, centelleantes los iris–... ¿Sabes lo que es pararse en mitad de la carretera, arma en mano, y detener un autobús o una camioneta de esas todo terreno con tus solas agallas, sin saber si no se detendrá y te pasará las ruedas por encima o si se bajará alguien armado de ella?
–Pero estás abusando, hijo. Un día cualquiera alguien te va a reconocer.
–¡No hombre, todos son estúpidos!
–No hables así, mira que...
–Sabes que es cierto –interrumpe. La voz vuelve al acento despreciador–. También he asalta-do a muchos disfrazado de anciano mendigo. La gente al ver al pobre viejo harapiento detiene el carro y hasta le ofrecen una mísera moneda. Se aterran cuando el viejo barbudo saca un arma y grita: «¡Quietos, estúpidos turistas; no se muevan y aflojen carteras, relojes, cadenas, pulseras y celulares! ¡Saquen todo o se mueren, malditos!», y los infelices, muertos de miedo, entregan todo. No se explican cómo un anciano pordiosero puede empuñar un revólver y despojaros de lo que llevan encima. Soy astuto, madre, mucho; soy inteligente, rápido y de una habilidad asombrosa; por algo soy ¡el Rey del Disfraz!
–Hijo, ten cuidado. Tanto... egocentrismo te puede llevar a la perdición.
–Me aburres, madre. ¿No te das cuenta de que soy mejor que cualquiera de los imbéciles que vienen aquí? ¡Le robé a esa zorra Mercedes en las narices del estúpido cubano su cacique, ja, ja! –ríe, siniestro, y luego vuelve a endurecer el tono y la expresión–. Me faltan dos caciques más, y para conseguirlos, el Señor del Disfraz hará lo que haya que hacer; yo no tengo límites ni barreras, madrecita.
Sin mirarla, vuelve a tomar agua de la jarra y va de nuevo a la ventana, observado por Doña Zulma. Su voz se hace ahora aflautada, casi dulce de ingenua al preguntar, sin volverse a verla:
–Madre, ¿quién tiene la estatuilla de Paramaconi?
–¡Qué sé yo! –replica, incontinenti –. El abogado Antonio Marín vino aquí a negociarla con alguien; la cargaba en su maletín, pero lo mataron para robársela, como sabes.
Un nuevo silencio que permite percibir algunas de las voces de la espesura... La urraca se acerca al hijo y susurra casi en su oído.
–Ahora Paramaconi está en poder del Fantasma del Pirata.
–Claro –asiente, y voltea a contemplarla, con aire socarrón–. Ahora la tiene el fantasma asesino. Menos mal que yo sé quién guarda la más valiosa de las tres piezas de la colección: el Guacaipuro hecho de oro y piedras preciosas.
–¿Quién, hijo? –indaga ella con voz ansiosa.
–¡Tú!
–¿Que yo guardo el Guacaipuro? ¿Estás loco?
–¡No finjas, no le mientas a tu hijo! –espeta con rabia–. El marido de tía Violeta le dejó la pieza al morir. A mí no me engañas, madre. Volviste loca a tu hermana y la encerraste en ese calabozo del sótano para despojarla del Guacaipuro. ¡Tú mandaste a Hipólito García a robarle a tía Violeta esa pieza, madre! ¡Tú!
–¡Basta, Mateo! –dice Doña Zulma, autoritaria, tomando su bastón y saliendo de la alcoba–. Esta discusión no lleva a ninguna parte... Hay que trabajar.
Episodio VIII
Isidoro Detective
–Permiso, doctor Ontiveros...
–Adelante, René.
–Aquí tiene el té que pidió. ¿Desea algo más?
–Nada más, gracias.
–Hasta pronto entonces, doctor.
–No, no, espera, hombre, no te vayas.
–Tengo trabajo en la cocina, doctor.
–Ah pues, chico... No creo que nadie quiera comer después de haber escuchado ese horrible rugido o grito o lo que sea que emite ese tal fantasma pirata, ¿no te parece?
El hombrecillo con gorro de cocinero, delantal verde y bluyín se detiene en la puerta por la cual salía y sonríe con aire zumbón:
–Pues a usted lo noto muy tranquilo, monsieur docteur. ¿No está asustado?
–¿Por lo del fantasma...? Por supuesto que sí, hombre, pero no quiero hablar de eso ahora, René.
Un brillo de desconfianza entrecierra las pupilas claras del hombrecillo.
–¿De qué, pues, quiere hablar, monsieur docteur Ontiveros? –indaga, cauto.
–¿Qué sabes tú de la colección de estatuillas de los caciques? –suelta el médico a bocajarro. Contra lo que esperaba, el chef no se sorprende. Se acerca unos pasos y contesta, sereno.
–Lo que sabe todo el mundo... Que vale muchos millones de dólares, que casi todos en esta casa están tras ella y que por esas piezas han muerto ya dos personas.
–¿Y es cierto que el Guacaipuro, la pieza principal, está en manos de tu patrona?
Esta vez la sorpresa hace que René Lamp abra mucho los párpados:
–¡Es la primera noticia que oigo sobre ese particular!
–René, ¡no me vengas a mí con cuentos!
–Es la verdad, docteur Ontiveros. Yo no sabía que Doña Zulma tuviera una de las estatuillas.
El rostro del otro se torna duro, agresivo, casi acusador:
–¿Y tampoco sabías que tiene una hermana llamada Violeta que está loca y a la cual encierra en
uno de los sótanos de este caserón?
Un sincero asombro contrae a medias el pálido rostro del francés. Con un brillo de curiosidad en
la mirada la clava en los ojos del otro.
–¿Y usted cómo sabe tanto acerca de mi patrona?
–No contestes a mis preguntas con preguntas, René. ¿Tampoco sabías que la estatuilla de Guacaipuro era propiedad de Violeta, la hermana de Doña Zulma, y que ella la heredó de su esposo?
–¿Quién le dijo que la patrona tenía en su poder el Guacaipuro? ¿Ella misma?
–No –responde el doctor Ontiveros, y luego hace señas al francés de que se acerque más y le habla en tono confidencial–. Escucha: ayer en la mañana temprano salí a refrescarme un poco al jardín y me senté en el borde de la fuente pequeña, ya sabes, la de la figura de María Lionza... Pues bien, de pronto sentí que la fuente se movió... se movió hacia un lado y una horrible cabeza apare-ció... ¿No adivinas quién era?
–¿La... señora Violeta? –aventura el chef.
–Exacto, René; la señora Violeta, la legítima dueña de la pieza principal de la colección de los Tres Gloriosos Caciques, según dicen.
René Lamp lo mira de nuevo con desconfianza.
–¿Estaba libre? ¡No es posible!
–Ya todo el mundo en la Posada está enterado de que Doña Zulma tiene a su hermana loca presa en un sótano. Allí estaba aquella mujer vestida con harapos, el cabello desordenado y sucio, las uñas largas y afiladas, hedionda, la mirada demencial...
–Era la señora Violeta, sin duda.
–Sí, claro, René pero yo no lo sabía, ¿comprendes?, y me asusté bastante al principio y quise huir, pero, no sé... Algo en los ojos de esa infeliz mujer, y en su voz, me detuvo.
La luz de la desconfianza y el temor disimulados aparecen por tercera vez en la expresión del hombrecillo galo.
–¿Le habló? ¿Qué le dijo?
–Con voz asustada y mirada de loca me contó que su hermana le había quitado el Guacaipuro y que la tenía encerrada para que no echara el cuento. Quería que tú me lo confirmaras, mon amí.
Otro silencio. Corto. René Lamp se despega un poco del doctor Ontiveros y mira el piso.
–No. No sabía nada de eso, monsieur docteur... Debo irme.
Desde la puerta se vuelve y mira con ojos entrecerrados al otro:
–Tenga cuidado esta noche, mon ami; recuerde que el Fantasma del Pirata volverá a atacar a la
medianoche.
–Lo mismo te digo, René –aconseja el médico, también con tono punzante.
Ya en la noche, luego de cenar los tres solos en el inmenso comedor de la Posada, Aura Marina, Isidoro y Miguel Briceño intercambian información mientras toman el café y chocolate que un nervioso René Lamp les sirve.
Isidoro lo mira hacer y como le nota el temblor en las manos y la seriedad en el rostro:
–¿Qué fue, monsieur Lamp? Tás más callao que una estatua.
–No me siento bien, Isidoro... Bonne nuit –dice el francés, y se retira sin más ceremonias, perturbado. Miguel Briceño le sigue con la mirada, caviloso.
–Humm –hace el Detective–... Nuestro buen cocinero y utility está indispuesto, parece.
–No es para menos, mi amor –dice Aura Marina, sorbiendo de su taza el chocolate caliente–, con la amenaza del Fantasma del Pirata rondando en la mente sin saber si uno va a ser la próxima víctima.
–Sí, está bien, pero es que este tipo es... extraño –insiste el Detective–. Unas veces me parece inofensivo y medroso, como ahora, y otras siniestro, misterioso, lleno de secretos y artimañas, y lo mismo me sucede con Mateo.
–¿El bobo? –salta Aura Marina, casi quemándose con la bebida–. ¡Ay, no, chico, Miguel, no seas así; es un enfermito!
El gesto y la mirada del Detective no dejan lugar a dudas de su desconfianza.
–¿Enfermo de qué? Árboles más altos tiene la selva y también se caen, como dicen los míos.
–Cará, Comisario –critica Isidoro–, por ese camino vas a terminar desconfiando hasta de nosotros dos, no juegue.
–En fin –hace un gesto el Detective– a otra cosa, mariposa... Isidoro, ¿averiguaste algo sobre el misterioso don Yilberto y su callada novia?
–Algo rajuñé preguntando aquí y allá... Parece que don Yilberto, que a mí me cae muy bien, sea dicho de paso, tiene más rial que un obispo de la colonia.
–Bueno, sabíamos que es un minero brasileño.
–Sí, pero además de minero es un contrabandista de esmeraldas muy rico, y él y su mujer, doña Eusebia, son súper panas de Doña Zulma desde años atrás.
–¿Ah sí? Eso es interesante.
–Deben conocerse los mutuos secretos entonces –tercia la bella Aura Marina.
–Eso es positivo, Aura Marina. No pude indagar gran cosa sobre eso, pero parece que en la posadita esta hay la marramucia que juega garrote.
–¿Sabían –sigue Miguel Briceño– que Doña Zulma tiene una hermana loca?
–Algo de eso supe también –comenta la novia del Detective.
–Es una señora menor que ella. Se llama Violeta y parece que enloqueció porque le mataron el marido, o lo mató ella, no pude enterarme bien.
–¿Y vive aquí en la Posada del Pirata?
–Eso es lo mejor del cuento, muchachos: parece que la malvada Doña Zulma la tiene encerrada en uno de los sótanos.
–¿Pero por qué razón la encierra, Comisario?
–Dicen que es una loca peligrosa, agresiva.
–¡Caramba con Doña Zulma y su hotelito turístico! –enfatiza Aura Marina, e Isidoro, caustico:
–¿Turístico? ¡Yo te aviso! ¡Una cueva de vagabundos es lo que es!
–¿Que más averiguaste, mi amor? –consulta Aura Marina.
–Salí hacia el río y hablé con varios indígenas y con algunos monjes de conventos cercanos... Muchos han sufrido los ataques del anciano harapiento que te asaltó. Es un choro bien conocido en la zona, y algunos opinan que se aloja aquí en la Posada. Hay otro ladrón célebre en los alrededores también al que conocen como el Turco.
–¡Cónchale –salta Isidoro derramando casi su café– se me olvidaba algo muy importante, vale!
–¿Qué cosa? –corean los dos novios.
–¡Ese choro, el tal Turco, y que asaltó a la pelirroja Mercedes hoy en su cuarto!
–¿Cómo es eso? –objeta el Detective– ¿No tiene ella al cubano como su guardaespaldas?
–Sí, pero parece que el Turco ese, a punta de metralleta, se le metió en la habitación y la robó.
–¿En la habitación, como hizo el falso viejo conmigo? –se asombra Aura Marina.
–¿Y qué le robó, Isidoro? –quiere saber Miguel Briceño.
–Dicen que la estatuilla del cacique Tamanaco, pero yo no lo creo.
–¿Por qué no? –preguntan otra vez los novios a dúo.
–¿Qué hacía la pelirroja con una pieza de oro puro como dicen que es ésa encima, ah?
–Bueno –arriesga el Detective –, tal vez vino aquí a negociarla, a venderla, quién sabe.
–Hum... Es posible –admite el viejo, sacando un grueso habano de un bolsillo.
–¿Investigaste si el difunto sabio Calatrava tenía algún nexo con los huéspedes o el personal de la Posada?
–Menos la pelirroja Mercedes y Tito el cubano, los demás lo conocían y lo apreciaban –aclara Isidoro mientras enciende el cigarro–, incluyendo al indio del taxi, Teseo, y a los dos artistas españoles raros.
–O sea que no hay un motivo aparente para que alguien quisiera matarlo –apunta Aura Marina.
–Excepto haber escuchado el grito del Fantasma del Pirata –aclara, entre una nube de humo.
–Desde luego –acota el Investigador–, pero al menos diez personas más lo escucharon, incluyendo a don Yilberto y su esposa.
Tras un largo silencio, Aura Marina expresa la sospecha que se les ha ocurrido a todos:
–¿Y quién nos dice que él, don Yilberto o su mujer, o ambos, no son el Fantasma del Pirata asesino?
–A mí me dan mala espina los maripocitos españoles –hace saber Isidoro, fumando.
–En realidad podría ser cualquiera. Veremos qué sucede a la medianoche.
Los gallos y pavos reales del protegido corral de La Posada del Pirata son los primeros en anunciar el nuevo día. El sol comienza a emerger en el horizonte selvático con su luz nuevecita, amarillosa, apenas diluyendo con flojera los verdes tozudos de la selva, reacios a dejar las sombras. La sonata de los pájaros es un canto armonioso, plurivocal, mensajero de la energía espontánea y natural de las variadas bandadas guayanesas. Los felinos y demás habitantes de la espesura se desperezan, aprontándose a la lucha diaria por la supervivencia.
En la Posada del Pirata, con las primeras luces todos se enteran de quién ha sido la tercera víctima del fantasma, pues don Yilberto, el minero brasilero, se encarga de regar la trágica noticia.
Isidoro corre a la habitación de Miguel Briceño y Aura Marina. La muchacha es quien abre la puerta ante los insistentes toques del viejo.
–Buenos días... ¿Qué sucede, Isidoro, por qué esa cara de tragedia?
–¿Dónde está Miguel, Aurita?
–¿Qué pasó? –dice el Detective, desnudo de la cintura hacia arriba, asomando la cabeza desde la sala de baño.
–¡El Fantasma del Pirata mató a doña Eusebia, la mujer de don Yilberto!
Reunidos en el gran salón-comedor del hotel los tres integrantes del equipo de investigación que comanda Miguel Briceño, por boca de Isidoro Fuentes los otros dos integrantes se enteran de que la pareja conformada por los esposos Da Silva había decidido aguardar la medianoche en la llamada pérgola oeste, una terraza enjardinada muy bien iluminada, para no dejarse sorprender por el asesino en su habitación, como las otras víctimas.
Don Yilberto, revólver en mano y atento a cualquier sombra (según sus propias palabras), sin saber cómo ni propinado por quién, recibió de pronto un fuerte golpe en la cabeza que le hizo perder el conocimiento justo cuando las campanas de la pequeña torre sur marcaban la medianoche. Cuando al amanecer el canto del gallo le hizo recobrar la conciencia, doña Eusebia yacía a su lado sobre el piso de la pérgola con un puñal enterrado en el corazón, arma idéntica a las usadas en los otros asesinatos del fantasma aullador del pirata. El minero, inconsolable, encariñado con Isidoro, es a quien primero busca para contarle la tragedia y pedirle que hable con el Investigador de raza indígena para que le ayude a descubrir al asesino de su esposa y tomar venganza.
Por la tarde, cuando el cuerpo de la infeliz Eusebia ha sido enterrado de forma provisional junto a los de las otras dos víctimas, Isidoro acude al llamado que a través del recepcionista Mateo le hace su reciente amigo brasileño para que se reúnan en una de las terrazas de la Posada del Pirata.
Pasados los primeros minutos, el asistente del Investigador Miguel Briceño nota algo raro en las maneras y miradas del viudo, aparte de la lógica pesadumbre.
–Oye, Yilberto, mi pana, me parece que quieres decirme algo y no te atreves. Puedes confiar en mí, chamo... ¿Qué pasa...?
Largo silencio y más miradas huidizas. Isidoro saca de entre sus ropas dos habanos delgados y perfumados y ofrece uno al viudo reciente. Luego que los encienden en silencio, el viejo expolicía insiste.
–Yilberto, puedes confiar en mí, en serio..., para lo que sea.
–Gracias –murmura el hombre, y tras un ligero carraspeo–: Tienes razón, amigo Isidoro... Hay algo muy importante que quiero enseñarte.
–Pues echa p'alante, chamo, sin pena, con confianza.
Tras cerciorarse de que nadie los observa, el contrabandista saca de un bolsillo del pantalón un pañuelo trenzado con dos nudos, los desata y enseña su contenido al viejo exagente de la ley.
Isidoro, curioso, quiere tomarlo para examinarlo pero el otro le advierte con tono alerta y misterioso:
–¡No la toques!
–¿Por qué? ¿Qué es?
–¿Qué ves tú?
–Pues... Una... una figurita de... supongo que será azabache y jade, por los colores... una figura con una cadena amarilla rota. ¿De oro?
–Cochano.
–¿Pero qué es, Yilberto? No entiendo.
–Mírala bien, compadre Isidoro...
–Epa, agentico, toma –dice muy sonreído el falso bobo Mateo interceptando al Detective Miguel Briceño cuando éste cruza por recepción rumbo a la habitación de don Yilberto.
–¿Qué es eso?
–¿No estás viendo que es una carta, agentico?, jejeje...
Un relámpago de impaciencia cruza por los negros ojos del Investigador al recibir de manos del hijo de Doña Zulma el papel. Respira fuerte y enfatiza, mirando al otro a la cara:
–Mateo, te repito que me llamo Miguel Briceño, no agentico... ¿Quién te la dio?
–Nadie –dice el recepcionista con su sonrisita falaz–. Me la encontré en el mostrador y como tiene tu nombre-tuyo-de-ti, te la doy.
–Bien. Gracias –dice, seco, y sigue su camino.
Picado por la curiosidad y con mueca de desconfianza el Detective se detiene en el pasillo y examina el sobre cerrado. En efecto, tiene su nombre como destinatario, pero no hay remitente.
Intrigado, lo abre y desdobla un papel que hay dentro. En él, una letra grande, irregular, fea, pone: «Si quiere enterarse de los pormenores de la muerte de la señora Eusebia y de quién lo hizo, acuda esta tarde como a las cinco a la ceiba gigante que está a la orilla del río, diagonal con la parte trasera de la Posada. Venga solo. Yo lo vi todo y quiero ayudar pero tengo mucho miedo.»
–Humm... Está medio raro este anónimo.
Un largo suspiro se le escapa. Voltea a mirar hacia la recepción, pero ya el bobo Mateo no está por todo eso. Solo el rumor apagado y distante de la selva se escucha. Otro suspiro le decide:
–En fin... Es posible que en verdad sea un testigo... Nada pierdo con ir...
Episodio IX
Isidoro Detective
En la terraza donde Yilberto ha citado a Isidoro, el ayudante del Detective examina con ojo curioso la prenda que el otro le muestra en el pañuelo.
–Es... la cabeza de un búho... ¿Y qué?... ¿Dónde encontraste este azabache con la cadena rota, compay Yilberto?
–¡Schiiiisst! –hace el minero, volteando a izquierda y derecha con gesto de alarma–. La tenía Eusebia, mi esposa –enfatiza, como si el otro no lo supiese–, en la mano derecha.
Una mueca de incomprensión alumbra el rostro cetrino del exagente. De golpe, le viene un presentimiento.
–Háblame claro, compadre... ¿Tratas de decirme que...?
Don Yilberto asiente, presuroso, impaciente y siempre en voz baja, un murmullo casi.
–Sí... Creo que ella, Eusebia, luchó en la pérgola con su asesino y se la arrebató del cuello.
–¿Tú crees, Yilberto?
–No hallo otra explicación... El tipo, el asesino, no se dio cuenta... ¿Entiendes, compadre Isidoro? ¡Este azabache con la cabeza de un búho y la cadena de oro rota pertenece al Fantasma del Pirata asesino!
Relumbran de nuevo los ojos pardos de Isidoro Fuentes, emocionados... ¡Quizá sea su día de suerte!
«¡Ay, mamá, esto me lo mandó Papa Dios! ¡Es la primera prueba que se encuentra para poder identificar a ese fantasma que se ha echao al pico ya a tres personas después que oyen su berrido! ¡Aquí me gano un ascenso a socio de la agencia, mínimo!»
Yilberto, que no entiende el repentino silencio del otro, se preocupa, pero una sonrisa de oreja a oreja ilumina la faz morena del ayudante de Miguel Briceño:
–Deja todo en mis manos, compadre –aconseja, emocionado–. Yo guardo esta guarandinga.
–¿Pero no será mejor que hablemos los dos con tu Comisario...?
–Deja todo en mis manos, Yilberto... ¿No confías en mí?
–Sí, sí, claro –se apresura a afirmar el minero–. Yo lo único que quiero es que ese asesino que le quitó la vida a mi Eusebia sea atrapado y pague por sus crímenes –remata, con un brillo de rencor en la mirada.
–Eso queremos todos; tú tranquilo, hermanazo, que ya tengo un plan en mente; para eso soy el asistente directo de Miguel Briceño, el mejor Investigador privado que tiene este país... Mira, nos vemos en un rato en el comedor. Déjame ir a contarle mi plan al Comisario.
Temblando de emoción mal disimulada, el nervioso Isidoro Fuentes se encamina a la habitación del Detective. No puede dejar de pensar en que jamás ha tenido una ocasión tan brillante para demostrar sus aptitudes detectivescas como la que ahora se le presenta en bandeja de plata.
La cadena de oro rota con la cabeza de un búho en azabache y jade que ahora guarda en el bolsillo de su camisa es la gran oportunidad de su vida para ayudar a su amigo y patrón a descubrir a un homicida abominable.
Aura Marina, que cepilla con enérgicos movimientos su rubio cabello, le abre, descalza. Viste short y franela frescos que resaltan su estupenda, curvilínea figura.
–No está, Isidoro. Fue a ver a don Yilberto.
–Don Yilberto estaba conmigo...
–Entonces no sé dónde andará, pero no debe tardar. Pasa. ¿Ocurre algo? Te noto... medio raro.
No contesta de inmediato el viejo. Con ágiles movimientos cierra la puerta y toma una silla para sentarse junto a la muchacha, que sigue peinando su pelo frente al espejo de la cómoda. El tono del exinspector es confidencial y cómplice.
–Aura Marina, ven acá; te voy a dar un dato, pero no uno de esos datos de caballos que dan en el periódico y en la radio y la televisión y después resultan tremendo embarque, no... El dato que te voy a revelar es recontraultrasecreto.
La hermosa joven deja de cepillarse y arquea una ceja mirando al compañero de aventuras con manifiesta curiosidad.
–¿Ah sí?
–Sí –afirma, y luego, susurrado–: ¡Estoy a punto de descubrir al Fantasma del Pirata asesino y gritón!
Una expresión de incredulidad abre los hermosos ojos avellanados de la novia de Miguel Brice-ño y luego una sonrisa cómplice alumbra sus facciones perfectas.
–¿Hablas en serio, chamo? ¿Y cómo lo vas a descubrir?
–¡Chisssst, cuidado, no lo repitas...!
–¿Por qué no?
–No puedo decirte nada más – dice con tono solemne el viejo– porque es secreto sumarial, chama, ¡pero de que lo descubro, lo descubro!... Y ahora me perdonas pero tengo más hambre que un caníbal en dieta. Nos vemos ahora, Aurita.
Al llegar al amplio comedor el hambriento exinspector comienza a golpear un vaso de aluminio con un cuchillo.
–¡Epa, mesié René! ¿Qué hubo, pues? –vocifera, volteando hacia las puertas batientes que dan a los predios del francés–. ¿No hay quien atienda en esta lavativa?... ¡No me voy a quedar aquí esperando hasta mañana a que me sirvan!
Un molesto René Lamp, con su delantal y gorro de cocina y empuñando una cuchara de palo emerge desde la cocina y se acerca a Isidoro con aire amenazador.
–¡Basta, monsieur!
–¡Cáspita! –se burla el viejo al ver la crispación del otro–. Por fin apareció el señor mesonero de la taguara ésta.
–¡Monsieur Isidoro, hacer ese ruido con un vaso y un cubierto es propio de personas mal educadas y groseras, mon amí! –reclama, irritado, y sigue–: Recuerde que no está en el corral de su casa sino en el salón comedor de primera clase del hotel cinco estrellas la Posada del Pirata.
–Mira, Renecito, si este es un hotel cinco estrellas, yo soy George Clooney, no me jo...robes.
–¿Qué quieres, Isidoro?
–¿Qué voy a querer? ¡Tengo hambre, chamo! A ver, ¿qué hay de primer plato?
–Crema de tortuga gratinada –responde el francés, todavía amoscado.
–Okey, chévere. Tráeme la tortuga.
–¿La quiere con caparazón y todo, monsieur? –pregunta, serio, el chef.
–¡Muy gracioso, Molièrè...!
–Permiso...
–Oye, René –ataja Isidoro cuando el hombrecillo da media vuelta, sacando la cadena y el dije que le diera el minero Yilberto y mostrándolas al otro–, ¿por casualidad sabrás de quién es esta cadena?
Rene Lamp abre mucho los párpados y deja al descubierto la sorpresa que se refleja en sus ojos azules y un mohín de intriga contrae su fino bigote:
–Pero, ¿qué hace usted con esto, Isidoro? ¡Esta cadena de oro con la cabeza de búho es mía!
Isidoro, sin poder disimular su sorpresa, rueda su silla un poco hacia atrás y mira incrédulo al mayordomo:
–¿Qué...? ¿En serio, René?
El cocinero sonríe, amplio, y su rostro se ilumina de emoción en tanto toma en sus manos la prenda.
–¡Pues claro!... Tantos días buscando mi cadena y aparece en tus manos. ¿Cómo es posible, Isidoro, mon ami?
–¡Ay, Renecito –exclama el viejo expolicía, entre sarcástico y alarmado– tú como que eres el bendito fantasmita del piratica gritón y asesino!
–¿Qué...? –se sorprende René Lamp, pero no tiene tiempo de decir nada más.
Como un tren desbocado una figura fornida y furiosa se le viene encima con los ojos relumbran-do de intenciones homicidas.
–¡Así que tú eres el fantasma asesino, viejo del demonio!
–¿Pero qué sucede, mon amí? –dice vacilante y perturbado el francés– ¿Porqué me apunta con ese revólver, don Yilberto?
–¡Voy a vengar a mi pobre Eusebia!
–¡Epa, epa, ya va, compadrito, cálmate! –pide Isidoro.
–¿De qué habla él, Isidorito? –balbucea René Lamp, aterrado.
Isidoro, por su parte, gozoso al pensar que ha resuelto el caso del fantasma asesino, se interpone entre ambos hombres.
–Espérate, Yilberto, mi compa, ya va... ¿Te lo vas a echar al pico así, en frío? ¿No sería preferible que lo encerráramos y se le entregáramos a la policía cuando al fin venga?
–¡Asesinó a mi esposa y a otros dos sin contemplaciones, yo lo mato!
–¡Mon Dieu! ¡No, no, aquí hay un error, caballeros! –tartamudea, tembloroso y pálido el pobre hombrecillo–. ¡Yo no soy el asesino del Pirata Fantasma!
–¿Cómo que no, chico? –acusa Isidoro, que no quiere que su buena suerte se le tuerza de pronto–. Esa cadena que tienes en la mano la tenía la esposa de Yilberto cuando él despertó a su lado, ¿me sigues?
–No entiendo ni jota –insiste René, sesgando la cara hacia un lado para evitar la amenaza del arma del brasileño.
–Ah, ¿no entiendes ni jota, hipócrita asesino? –grita, fiero y desorbitado el contrabandista viudo–. ¡Pues yo te lo aclararé todo: Eusebia, mi esposa, debe haber luchado anoche a las doce por su vida en la terraza con el Fantasma del Pirata luego de que el muy desgraciado me dejara fuera de combate de un golpe en la cabeza a traición; mi pobre mujer, en su desesperación, le arrancó del cuello a su asesino esa cadena que tú tienes en tus manos, viejo criminal!
–¡No, no, un momento, un momento, don Yilberto! –se desespera, una nube de angustia en el semblante–. ¡Escúcheme: esta cadena es mía, es cierto, pero me la robaron hace como una semana!
–¡Mientes, filho da puta!
–¡Juro por lo más sagrado que no miento, mon ami!
–¡Pues yo no te creo! ¡Yo te mato, asesino!
–¡No, espérate, Yilberto, no lo mates!
Se escapa un disparo, se oyen gritos de terror pidiendo socorro y unos pasos precipitados que huyen. Otros vienen a la carrera. Isidoro y Yilberto luchan por el control del arma.
–¡Se escapa, se escapa el asesino! ¡Suéltame, Isidoro, suéltame, carallo!
–¿Pero qué sucede aquí? ¿Por qué corre René como un desesperado? –pregunta el doctor Facundo Ontiveros, llegando, en las nubes.
–¡Suelta te digo, Isidoro, no me obligues a hacer una locura contigo...!
–¿Quiere uno de ustedes decirme qué pasa aquí, por favor?
–¡Ya va, doctor Ontiveros, ya le explico, pero primero ayúdeme a controlar a este loco!
Cuando entre el médico y el ayudante de Miguel Briceño consiguen calmar al enardecido Yilberto Da Silva y le echan el cuento, Facundo Ontiveros trata de hacer ver a los otros dos que es difícil que el viejo chef francés sea el Fantasma del Pirata asesino.
–Es obvio que el viejo René no es el asesino, señores.
–¿Ves, compadre Yilberto? ¿No te lo venía diciendo yo, ah...? –dice, convincente, Isidoro, y después voltea a mirar al médico, interrogador–. ¿Y eso por qué, doctor?
–Guá, chico, pues porque ningún homicida sería tan pendejo como para proclamar que la prenda que apareció en la mano de su víctima le pertenece a él, aparte de que manifestó que se le había perdido días atrás... Vamos, don Yilberto, admítalo... ¿Usted lo haría si estuviera en su lugar?
–Pues –vacila el brasilero–... la verdad... no sé...
–¡Ah no, pana, no sé no, no sé no! –se desquita Isidoro, drenando su decepción–. Tú no eres político, chamo, para ponerte en ese plan de “no sé, tal vez, puede ser, quizás, a mí no me dijeron, yo no estaba ahí, serían las tres de la tarde cuando mataron a Lola”; ¡contéstale al doctor sí o no!
–Bueno, doctor –admite, resignado el viudo– ..., no, yo no lo haría.
–Ahí está, ¿lo ve? Entrégueme ese revólver y demos gracias a Dios por haber evitado una terrible injusticia.
–Lo lamento, amigos...; me ofusqué, pensé...
–Está bien, está bien –dice, comprensivo, el galeno–, pero la verdad tiene que ser otra, amigos míos. Lo más probable es que el Fantasma del Pirata asesino haya hurtado la cadena y después de cometido el crimen de la señora Eusebia la puso en su mano, ya reventada, para inculpar a René.
–Sí –admite, descorazonado, Isidoro Fuentes–... Suena lógico... «¡Creo que mi ascenso acaba de rodar barranco abajo!»
Episodio X
El turista nuevo y el Monje
«Ajá... ésta es la ceiba grande..., pero no veo a nadie...»
Con los nervios en tensión y la 9 mms. en la cintura, Miguel Briceño apaga la motocicleta y baja de ella, mirando en derredor.
La tupida maleza y los grandes árboles que le rodean son perfectos para tender una emboscada, deduce. Un turbio y caudaloso río sirve de peligrosa acera al maltrecho camino. Las apabullantes voces de los habitantes de la selva y su espeso verdor exaltan los sentidos del citadino, que cierra los ojos, fascinado. El sol se filtra por entre ramas y hojas adquiriendo destellos dorados y esmeraldinos que van a diluirse entre las aguas amarillentas de la corriente. Los diversos olores de la selva virgen embriagan un momento al expolicía, que reacciona al escuchar un ruido discordante con la melodía selvática. Voltea hacia el lado de la carretera que se interna en la jungla y divisa a lo lejos una camioneta gris de las llamadas rústicas que se acerca con lentitud.
«¿Será ésta la persona que me citó aquí? Por fuerza tiene que haber sido alguien de la Posada..., pero por las dudas, no daré la cara aún.»
Con rápidos movimientos, aprovechando que el vehículo que se acerca se pierde de vista momentáneamente en una curva del camino, Miguel Briceño se esconde detrás del gigantesco árbol, arma en mano y nervios en tensión.
–Holaaaa... ¿Hay alguien por aquí...? –grita el recién llegado.
«Qué raro. Hubiera jurado que vi a alguien junto a esta moto desde antes de la curva.»
–Buenas tardes –dice Miguel Briceño, saliendo de detrás de la ceiba.
El desconocido sonríe con cordialidad.
–Ah... Ya me parecía a mí... Buenas tardes, amigo. ¿Usted es de por aquí? –pregunta, bajando de la camioneta.
–Soy turista, amigo..., y según veo, usted también.
–Tiene razón. Mucho gusto... Soy Moisés Rojas, para servirle.
Miguel Briceño extiende su diestra al recién llegado, que ha estacionado su vehículo cerca de la motocicleta del Investigador. Los dos hombres se estrechan la mano, estudiándose.
–Hola, soy Miguel Briceño.
El hombre que dijera llamarse Moisés Rojas es un individuo de parecida estatura y edad a las del
Detective Briceño. Tiene la piel muy blanca, casi pálida; viste como si se encontrara en una ceremonia citadina y no a orillas de un caudaloso río en pleno corazón de la selva amazónica: lleva traje azul con chaleco gris claro y corbata roja, rematado por un sombrero pelo de guama de ala ancha, también gris. Un delgado bigote a lo Clark Gable le da apariencia de gigoló, aunque el brillo metálico de sus ojos amarillos, felinos, desmiente esta primera impresión.
–¿Puedo preguntarle qué busca por estas soledades? –dice Miguel Briceño, siempre atento a posibles sorpresas, sin quitarle el ojo de encima, escrutador.
Una sonrisa, entre misteriosa y zumbona, refulge en la faz del extraño:
–Verá, amigo Briceño, se lo voy a decir, pero tal vez no me crea.
–¿Por qué no lo intenta? –responde con frialdad.
Siempre con ademanes finos, afables, y su sonrisa enigmática, Moisés Rojas aclara que buscando una dirección se extravió entre el monte y la carretera y no se le ocurrió nada mejor que seguir el curso del río a ver si se orientaba.
–Le dije que a lo mejor no me iba a creer –remata, sonreído.
Miguel Briceño le contempla con un claro brillo de desconfianza en las pupilas negrísimas.
–¿Por casualidad buscaba un lugar llamado la Posada del Pirata?
De inmediato el otro ensancha la sonrisa, que sigue siendo fría, desprovista de verdadera cordialidad.
–Correcto. ¿Cómo lo supo?
–Es el único hospedaje por aquí. Yo me alojo allí.
–Ah, qué bien –aprueba el otro, y luego, bajando la voz–: ¿También usted está tras la colección de los Tres Gloriosos Caciques?
–No, yo no... ¿Qué tanto sabe usted de eso, amigo Rojas?
De nuevo con verbo fácil y elegante, Moisés Rojas cuenta que es orfebre y coleccionista de joyas y que viene desde la capital siguiendo el rastro de la famosa colección de los caciques criollos.
–Es por eso que me interesa tanto llegar a la Posada del Pirata, amigo Briceño. Debo averiguar si es cierto que las valiosas estatuillas están allí.
Briceño no puede evitar una sonrisa de incredulidad y un movimiento de cabeza, y el otro se pica.
–Perdón, ¿dije algo gracioso? –pregunta, algo amoscado.
–No se ofenda, amigo Rojas, pero, ¿cree que, de existir esas joyas, sólo con llegar usted y decir “soy fulano, coleccionista de joyas, y quiero ver las tres piezas”, aparecerán ante sus ojos así como así?
–No, pero –de pronto, Moisés Rojas se interrumpe y señala hacia unos matorrales–... Mire, alguien viene directo hacia nosotros.
«Es un monje.» –se dice el Detective.
–Disculpen, hermanos...; está cayendo la noche y me he extraviado. ¿Sabrían decirme dónde estoy?
Moisés Rojas sonríe ante el hombre de sayo y hace un gesto condescendiente:
–Ah, no se preocupe, a mí me pasó lo mismo... Verá...
–¡Arriba las manos, sarnosos! ¡No se muevan!
De súbito, el sujeto vestido con un hábito amarillo y capucha de monje en cuyo rostro barbón sobresalen unos enormes mostachos ha sacado de entre los pliegues de su túnica una mortífera escopeta recortada de bruñidos cañones, que apunta a los otros dos.
El joyero, desconcertado, pregunta:
–¿Qué es lo que quiere, amigo?
El bribón de los mostachos chorreados y larga barba negra le dedica una burlona mirada y acentúa la sorna con una voz atiplada que imita un poco los modos fonéticos chinescos.
–¡Robar, pues! ¿Qué voy a querer, muñequito de torta? Y no soy tu amigo, pajarito... Como supongo que los dos deben andar armados para defenderse de los bandidos que abundan por estas selvas, más les vale que las vayan tirando al suelo, así que sáquenlas despacio y con cuidado... ¡Perfecto! Así me gusta, que obedezcan. Por favor, pongan las manos en la nuca, como en las películas –ríe, burlón, el criminal–... Eso es, como niñitos buenos. Ahora contra la ceiba, de espaldas a mí, ¡rápido!
–¿Pero qué es lo que quieres? –pregunta, sereno, Miguel Briceño–. ¿No te conozco?
–¡Cállate, Detective imbécil! –grita el falso chino, y luego suelta una risotada hiriente, sarcástica, sobrada–. ¡Desde cuándo no recibías una carta, ah, policía pendejo, jajajaja!
–Ah, tú fuiste el de la nota –dice con frialdad Miguel Briceño arriesgándose a voltear un poco para mirar al ladrón, y de golpe intuye que éste debe ser el mismo individuo que asaltó a su novia Aura Marina vestido de anciano en la posada, ahora con nuevo disfraz–. ¿Qué es lo que quieres?
–¡No voltees, dije! –sigue la voz zumbona y finita del chino–. ¿Qué quiero? ¡Que sepas y comprendas que estás en mi territorio, maricón, y que aquí mando yo, el Señor y Rey del Disfraz! ¡Quiero que te andes con cuidado, excomisario, y no me estorbes, a menos que quieras que te entierren a ti también en el jardín de la Posada... ¡Y ya basta de charla!
Con movimientos nerviosos, sin dejar de vigilar a sus víctimas, que permanecen con las manos en la nuca y el rostro contra el tronco de la ceiba, el asaltante disfrazado de monje registra con presteza la camioneta de Moisés Rojas. Al momento extrae de su interior un lujoso maletín.
–No sé lo que guardas aquí, muñequito, pero me llevo prestado tu portafolios.
El hombre elegante voltea y mira sin nervios y sin susto al asaltante. En sus ojos de felino hay un brillo peligroso, acerado, propio de quien está acostumbrado a enfrentar trances difíciles.
–¿Quieres mi maletín?... No te servirá de mucho; ahí sólo guardo cosas personales.
–Ya veremos si me sirven o no, muñequito... Bueno, hasta luego, víctimas... ¡No intenten seguirme, porque mi escopeta es muy nerviosa, jajajaja...!
Antes de que se extingan los ecos de su risa socarrona, el falso chino se escabulle entre la espesa
vegetación. Moisés Rojas se apresura a recoger su pistola del suelo.
–¡Persigamos a ese payaso, Briceño! ¡Se lleva mi maletín!
–No creo que sea tan estúpido como para permitir que lo alcancemos, Rojas –apunta el Detective, rescatando su 9 mms–. Debe conocer muy bien estos montes y tener asegurada su escapatoria. Fíjate que no se llevó ni las llaves de los vehículos ni nuestras armas.
–Sí, me dí cuenta. Y tampoco nos registró –murmura el joyero. Luego se vuelve a mirar con curiosidad al otro–. Dijo que eras o fuiste policía. ¿Es verdad?
–Lo fui. Más de diez años. Ahora soy Investigador Privado.
–Entiendo. El choro ese te conoce, parece.
–Sí, eso parece...
–Pero tú a él no –acota. Briceño niega con la cabeza–. Bueno, ¿me guías a la Posada?
Minutos más tarde, Isidoro, que espera impaciente a su jefe, les recibe a la entrada de la posada. Cuando le comentan el incidente con el falso monje...
–Ya va, ya va... ¿Era un monje encapuchao, con un bigotote chorreao como el villano de aquellas novelas gráficas viejas llamado Fu-man-chú?
–Sí –asiente Miguel Briceño, tenso–. ¿Por qué? ¿Lo viste?
–¡Me acaba de saludar, el muy descarao! Llevaba un maletín grande...
–¿Hace cuánto, dónde? –insta Moisés Rojas, impaciente.
–Hace poquito, por allá por la parte trasera del hotel.
–¡Vamos, Briceño, todavía podemos agarrarlo!
Luego de una corta carrera hacia la zona posterior del hospedaje:
–¡Miren, allá está, entrando en aquel corral! –acota, nervioso, Isidoro Fuentes.
–¡Y yo creo que no tiene para donde correr! –grita Moisés Rojas.
–¡Está atrapado! –confirma Miguel Briceño–. ¡Tras él!
Efectivamente: en uno de los solares exteriores de la inmensa edificación, Miguel Briceño, Isidoro Fuentes y Moisés Rojas distinguen la figura encapuchada del monje asaltante, quien, al oír el ruido de los pasos y las voces de sus tres perseguidores, voltea la letal boca de su escopeta recortada contra ellos y aprieta el gatillo.
Un grito de dolor le avisa que ha tocado a uno de los tres hombres y entonces huye a toda carrera hacia el interior de un gigantesco y penumbroso salón vacío.
Miguel Briceño detiene su carrera y mira a Moisés Rojas.
–¿Te dio?
–Sí –dice el joyero, sin darle importancia–; en el hombro, pero es solo un rozón. ¡Vamos tras ese hijo de perra!
–Pues yo creo que hizo como Chacumbele: él mismito se metió en la trampa –apunta Isidoro Fuentes, gozoso y reilón.
–Cierto –corrobora el Investigador–; no creo que este local tenga otra salida... Vamos, pero con cuidado; recuerden que esa escopeta es muy peligrosa a corta distancia.
Pero hay alguien que también ha visto, desde una terraza cercana, la huida del falso monje hacia el interior del salón, y la persecución.
Es Doña Zulma, la dueña y señora de la Posada del Pirata.
«¿Qué hará ese monje huyendo hacia el salón número cinco...? ¿Y porqué lo perseguirán esos hombres?»
“¡Avancen, pero con cuidado!”, oye que grita, alejado, Miguel Briceño, arma en mano.
«Pero si son ese Detective de todos los diablos y el metiche del viejo Isidoro. ¿Y quién será ese otro individuo que los acompaña? ¿El huésped que debía llegar hoy en la mañana? ¡Dios santo, y todos llevan armas!... ¡Y Mateo salió y no ha llegado!»
Un siniestro presentimiento hincha las venas de la arrugada frente de la vieja urraca. El rostro todo se le talla de incertidumbres.
«¿Será posible que...? ¡Oh, Dios, no! ¡Ay, Mateo, Mateo, muchacho loco!, ¿hasta cuándo me vas a dar mala vida?... ¡Dios mío, debo hacer algo, y pronto! ¡Suerte que se metió en el salón número cinco!»
–Epa, Comisario –murmura Isidoro Fuentes–, esta vaina está más oscura que una tumba cerrada a medianoche...
–¡Cuidado! –grita el Detective, alertando a sus dos compañeros, al tiempo que un doble fogonazo brota de la semioscuridad del más alejado rincón del salón vacío.
Los tres hombres se han arrojado de cabeza al suelo evitando así la mortal andanada de perdigones que el asaltante disfrazado de monje ha dirigido contra ellos. Miguel Briceño es el primero en
incorporarse y correr hacia el lugar de donde ha visto surgir el candelazo del disparo.
–¡Ya te tengo, monje de utilería! –vocifera, mientras Isidoro y el otro corren detrás de él, alertando:
–¡Cuidado, Comisario, que puede tener otra arma oculta!
–¡Miren esa sombra en la esquina!
–¡Se metió por un hueco en aquel rincón! –avisa Miguel Briceño, envarado.
Arriesgándose a recibir un disparo, aunque presiente que el bandido no ha tenido tiempo de recargar su arma, el Detective llega hasta donde ha vislumbrado que el chino ha abierto una porte-zuela en el piso y por ella se ha introducido a toda carrera.
«Escapó por esta trampilla. Seguro que da a un pasadizo como el que descubrí cuando perseguía al falso anciano que asaltó a Aura Marina, que debe ser este mismo tipo.»
Cuando va a meterse por el portillo, llegan a su lado los otros dos.
–¡Aaahh! –se queja con los dientes apretados el joyero–. Me estoy... desangrando... Me siento... mareado...
–¡Isidoro, lleva a Moisés a tu habitación y que lo atienda el doctor Ontiveros, rápido! –ordena el Detective–. Yo voy detrás de este payaso.
–¡Enseguida, Comisario!
«Estas escaleras deben conducir a un sótano... Está muy oscuro, pero la linterna del celular me alumbrará... Sé perfectamente que es muy peligroso encender esta luz, porque el tipo puede darme con mayor facilidad, pero debo arriesgarme... Yo necesito saber por dónde voy... Él no, él conoce estos túneles...»
De súbito otro fogonazo ilumina, fugaz, las tinieblas y el retumbar de un disparo ensordece al Detective, que se ha arrojado al suelo y desde allí, aunque con esfuerzo, escucha el eco de los pasos del otro, alejándose.
«¡Por poco me alcanza el muy traidor! ¡Allá va! ¡Piensa que va a poder escapar!»
–¡Párate o te mueres, monje payaso! ¡Ríndete de una vez! ¡Tu arma está descargada! ¡Ríndete, falso fraile!
–¡Ven por mí, policía güevón! –grita, tenso, el choro.
Ya el asaltante no tiene hacia dónde correr, y su escopeta está descargada, pero no se rinde. Alumbrado por la linterna del teléfono, el Detective observa cómo el desalmado lo reta con altaneros y groseros gestos. Entonces, cada vez más asombrado, Miguel Briceño cree estar viviendo una pesadilla:
«¡Se abrió una puerta disimulada en esa pared... y ese otro tipo con disfraz de árabe me apunta con un rifle! ¡Me lleva un tren! ¡Aaagghh!»
Cuando el Investigador piensa que ya el monje no tiene escapatoria, de modo intempestivo el muro se ha deslizado hacia el lado izquierdo dejando al descubierto una puerta secreta y por ella aparece, visible al contraluz de una bombilla encendida al fondo y empuñando un rifle la amenaza-dora figura del Turco, el mismo personaje que robara la estatuilla del cacique Tamanaco a la bella pelirroja Mercedes Irrazzí, metralleta en mano... Miguel Briceño, al verlo, ha saltado de lado, pero no alcanza a impedir que uno de los proyectiles roce peligrosamente su frente, y aunque responde al fuego con su 9 mms., observa, pasmado, cómo el Turco toma por un brazo al monje bigotudo y ambos desaparecen por la puerta de piedra del muro, el cual empieza a cerrarse.
Desesperado, burlado, intenta correr tras los dos fugitivos antes de que se le escabullan, pero entonces:
–¡Alto, Detective Briceño! ¡Arriba las manos!
Episodio XI
Moisés Rojas y la pelirroja Mercedes se conocen
–¡Doña Zulma!
–¡La misma que viste y calza, señor mío! ¡Levante las manos le dije, o disparo!
–¿Pero por qué me apunta con esa escopeta? ¿Qué diablos pasa aquí?
El exagente de la policía técnica venezolana va de sorpresa en sorpresa: ¡Ahora es la dueña de La Posada del Pirata quien ha aparecido como un fantasma de entre las sombras del sótano y sostiene en las manos una potente linterna y una enorme escopeta con la cual le apunta al pecho! Se miran. Un rictus de cólera mezclada con el más vivo asombro contrae los rasgos de Miguel Briceño; una mueca de rabia y desconcierto los de la vieja urraca, que no empuña en esta ocasión su inseparable bastón.
Con las negras pupilas clavadas en el Detective avanza renqueando unos pasos e inquiere:
–¿Qué significan todos esos disparos que oí? ¿Qué hace usted aquí? ¿Cómo se atreve a entrar así en esta propiedad privada? ¿O es que la Posada del Pirata ha cambiado de dueño y ahora es usted el amo de todo esto y no yo, ah?
El Detective no puede reprimir una sonrisa caustica:
–Mucho cuidado, doña, y se le va un tiro a esa bicha. ¿Por qué me apunta?
–Nunca se sabe cómo va a reaccionar un hombre como usted, Detective Briceño. Pensé que si es capaz de entrar en esta propiedad privada disparando a diestra y siniestra como en esas películas del oeste norteamericano, lo mejor sería venir armada.
–¿Me vio entrar?
–Por supuesto. A usted y a sus amigos, todos armados; entonces decidí venir a investigar qué ocurría.
–¿Así es la cosa? –suelta, burlón–. ¿Y antes que a nosotros no vio entrar a un hombre disfrazado de monje, con un maletín robado y armado con una escopeta de cañones recortados?
–¿De qué habla?
–Hablo, señora, de un delincuente disfrazado de Monje Chino que nos asaltó en la orilla del río y que se llevó el maletín del señor Moisés Rojas, su nuevo huésped.
–¡Oh! –hace la urraca, sin dejar de apuntarlo–. ¿Entonces ese hombre tan elegante que entró
con ustedes era el inquilino que debía llegar hoy en la mañana?
–¿Y me va a decir que tampoco vio al falso monje cuando huía por una puerta disimulada en ese muro de ahí, puerta que abrió otro cómplice vestido como un turco?
El apergaminado rostro de la vieja hostelera se arruga más por la sorpresa:
–¿Qué dice...? ¡Usted está loco!
–¡Loco me voy a volver si sigo en su pensión!
Doña Zulma siente que se marea con la nueva información:
«Aquí hay algo que no encaja. Si el Turco, o sea Mateo, ayudó al Monje a escapar, ¿quién es el Monje?»
–Entienda que debo velar por el orden y la tranquilidad en mi negocio, Detective –dice, con tono hipócrita y bajando el arma.
Y el Detective, sarcástico, cruzando los brazos y mirándola con franca antipatía:
–¿El orden y la tranquilidad en un sitio en que hay asaltantes que se disfrazan de cualquier cosa para cometer sus desmanes? ¿En un lugar en el cual habita un criminal que ha asesinado a tres personas cuando se escucha el bendito grito del Fantasma del Pirata, sin mencionar a su hermana, loca y encerrada? ¡No me haga reír, señora!
Doña Zulma responde con aire dramático:
–Detective Briceño, usted debería contemplar muy en serio la posibilidad de que ese asesino al cual llaman el Fantasma del Pirata sea en realidad un espíritu o un alma en pena que busca...
–¡Doña Zulma, por favor, no sea infantil!
La vieja urraca cambia de táctica y dejando el arma en el piso, invita:
–Veamos si podemos localizar esa dichosa puerta secreta, Detective Briceño.
Avanzan ambos hasta el lugar donde Briceño viera abrirse una puerta en el muro.
Examinan con rigurosidad la lisa pared, pero no hay una sola huella de que allí haya existido nunca una puerta. Doña Zulma, con una clara expresión de desdén y de sorna dibujada en su pálido semblante se vuelve a mirar a su inquilino:
–Como usted mismo puede comprobar, señor mío –suelta, despectiva–, su famosa puerta no existe.
–No entiendo –murmura, desconcertado–... Yo vi con claridad cómo se habría una puerta aquí y el tipo disfrazado de Turco y el Monje huían por ella.
–Pues hágase examinar por un oculista –se burla la urraca–, o por un siquiatra, Detective. Con permiso –agrega, dándole la espalda, recogiendo la escopeta y marchándose a paso cojitranco.
«¡Zape gato!, como dice Isidoro. ¿Será que el clima sobrenatural de esta casa me está afectan-do el cerebro? No; yo sé positivamente que vi una puerta ahí, y que salió el turco y me disparó y
hasta me rozó una de sus balas aquí en la frente, yo no estoy loco.»
El chef galo René Lamp y el doctor Facundo Ontiveros comparten un té en la antesala de la Posada cuando escuchan unos gritos provenientes de la puerta de entrada:
–¡Por favor, socorrooo...! ¡Doctor Ontiveros, René, ayúdenme...!
–¡Mon Dieu, es Isidoro! –grita el francés.
–¡Y trae a un hombre herido! ¡Corramos!
–¡Ayúdenme, por el amor de Dios, que este hombre no es gordo pero pesa más que un borracho amanecío! –exclama el exinspector, llegando con Moisés Rojas en hombros.
–Está desmayado –se hace cargo de inmediato el médico–. Vamos a acostarlo en ese sofá. René, por favor, tráeme agua caliente, alcohol y toallas.
–Oui, docteur.
–Recostémoslo aquí, Isidoro.... Bien, así, muy bien... ¿Quién es él?
–Lo que sé es que se llama Moisés Rojas, doctor. Se apareció con el Comisario Briceño. Parece que un tipo disfrazao de monje los asaltó por allá por el río.
–¿Y dónde recibió esa herida?
–Pues ahí, en el hombro ¿no está viendo?
–No chico –aclara el médico con sequedad–; me refiero a en qué lugar, en qué sitio, en qué parte, si fue aquí en la casa o afuera.
–Aaahhh –hace Isidoro–... Bueno, lo hirieron allá atrás, en uno de esos locales vacíos que están en el solar.
–¿Y por qué lo hirieron?
–Ah no, doctor –se queja el viejo–; si le sigo diciendo el asunto así, por pedacitos, no vamos a terminar hoy. Mejor le echo el cuento desde donde yo lo sé... Resulta que...
–¿Me quieres explicar qué nueva locura fue esa, Mateo?
La luz moribunda del atardecer se va esfumando con resplandores rojizos entre los cerros y el borde de la selva. Las nubes, ríos plomizos ambulantes del cielo, anuncian tempestad. Una brisa fría, desagradable, se cuela por las ventanas entreabiertas de la habitación de Doña Zulma.
Refulgen de rabia incontrolada las casi siempre frías pupilas de la mandamás de la Posada del Pirata. Frente a ella, sentado en la cama y todavía vistiendo el hábito de Monje Chino que usara para asaltar a Moisés Rojas y a Miguel Briceño, su hijo Mateo la contempla entre preocupado y molesto.
–¿Y bien...? –exige, ceñuda.
–Madre, déjame pensar un poco en todo esto que ha pasado –pide el falso bobo, con voz rotunda y dejo de molestia–. Te puedo jurar que estoy tan confundido como tú.
–¿Pero de dónde te salió esa brillante idea de ir a atracar al huésped nuevo, ah?
Una mueca de absoluto desdén, que luego se convierte en breve risotada, contrae las facciones del criminal vástago de la urraca.
–Bueno, madre, nada más me quería burlar un poco de ese policía pendejo. No resistí la tentación de encarnar al Monje Chino, y como apareció por ahí el tipo nuevo también, pues aproveché y le quité su maletín.
–¡Y todo ese riesgo para nada! El dichoso maletín solo contiene utensilios de joyero. ¡Pura basura!
–Sí, llevas razón –dice Mateo, pero ahora la expresión de su cara es de preocupación y desconcierto–... Y sin embargo...
–¿Qué?
–¡No sé, no me atosigues, madre! –grita. Luego recapacita y sin atreverse a mirarla, ruega–: Perdóname... Es que esta vaina es muy rara.
–¿A qué te refieres?
–¿Cómo pudo salvarme tan milagrosamente el Turco... si el Turco soy yo?
Largo silencio preñado de incertidumbres. Doña Zulma intenta una explicación:
–Alguien robaría tu disfraz de Turco, se lo puso y te salvó..., pero lo inquietante de esa explicación es ¿quién conoce tan bien los pasadizos secretos de esta casa?
–No nada más eso, madre; ¿cómo sabía esa persona que yo soy el Turco, cómo sabía dónde guardaba el disfraz, cómo sabía que yo estaba en peligro en los pasadizos ocultos del salón número cinco? ¡Ni que fuera brujo o mago!
Ya la noche ha cerrado sobre la selva y sobre la Posada del Pirata. Grillos, lechuzas, ranas, pavitas y demás habitantes cantores nocturnales encienden la jungla de sonidos.
En la salita donde ha sido atendido de emergencia el joyero Moisés Rojas, le rodean Isidoro, el doctor Ontiveros y el Detective Briceño. Un vendaje profesional cubre su hombro izquierdo. Una leve mueca de dolor distiende los músculos de su cara. El asistente del Detective Briceño ha pedido a Teseo, el silencioso chofer nativo del hospedaje, que rescate la camioneta del nuevo huésped de la orilla del río, y ya su equipaje reposa en un rincón del saloncito.
–¿Te sientes mejor, Moisés? –indaga el Detective Privado.
–Mucho mejor, gracias a Isidoro, al señor René y al doctor Ontiveros.
–No es nada, chico, no tienes que agradecernos –sonríe el médico, confianzudo y tuteándolo.
–Tienes mejor cara –sonríe Isidoro–, porque estabas más pálido que un asustao de espanto.
–Con algo de reposo y buena papa pronto estarás como nuevo –agrega el médico.
–Gracias de nuevo, doctor Ontiveros. Miguel, ¿el monje asaltante logró huir?
–Sí –asiente el Investigador con gesto grave–. Recibió ayuda de un cómplice.
–¿Cómo es eso?
–Un choro apodado el Turco lo ayudó a fugarse cuando estaba casi en mis manos.
En ese momento resuena en toda la Posada el sobrecogedor lamento del Pirata.
Se miran todos, sobresaltados, y Moisés Rojas se envara sobre el sofá.
–¿Qué es eso...?
–El rugido del Fantasma del Pirata –aclara Miguel Briceño.
–¡Qué espeluznante es! –susurra el doctor Ontiveros.
–¡Otro muertico esta noche! –murmura Isidoro, sobrecogido.
Y Moisés Rojas, con cara de extrañeza:
–¿Qué significa? ¿Alguna broma de la casa, una festividad?
–Significa –explica Briceño con grave acento– que una de las personas que estamos en esta casa, incluyéndote a ti, va a morir dentro de unas horas; es decir, a la media noche.
Como aseverando lo dicho por el Detective, el enervante lamento vuelve a estremecer a los moradores de la Posada del Pirata.
Miguel Briceño, con gesto decidido y voz firme, dice a los otros:
–Voy a ver si puedo averiguar de dónde sale.
–Es inútil, Detective Briceño –dice una cantarina voz de mujer, acercándose.
Todos se vuelven. Es la guapa pelirroja Mercedes Irrazzí, siempre escoltada por el gigantón Tito el cubano. Ahora viste un sencillo pero coqueto vestido blanco marfil bastante escotado que resalta sus espléndidas formas y contrasta con la excitante mirada verde-profundo. Los hombres presentes en la sala suspiran con disimulo, y ella lo siente, sabe la admiración que provoca en el género masculino. Tito el cubano, que también lo sabe, sonríe para sí. Mercedes entra y clava con fijeza su mirada en Moisés Rojas, el joyero, pero la desvía al escuchar a Miguel Briceño.
–¿Por qué lo dice, Mercedes?
Pero el gigantón guardaespaldas se adelanta a su patrona:
–Porque nosotros ya intentamos indagar de dónde sale ese grito tan escalofriante, mi sangre –explica.
–Ajá, ¿y qué pasó, Tito? –indaga Isidoro Fuentes.
–Que no parecía salir de un solo lugar, sino de muchos al mismo tiempo, como si fuera algo... ¿cómo fue que tú dijiste, Mercedes?
–Algo ubicuo –sonríe la mujer.
–¿Quiere alguien, por favor, explicarme qué es lo que significa ese sonido? –pide el joyero, y su mirada, con toda intención, se queda en los iris verdes de la pelirroja–. ¿Podría hacerlo usted, señorita...? –remata, galante, puntualizando la intención.
Ella, con un gesto de coquetería, toma asiento frente al sofá y deja que los hombres admiren la mitad de sus magníficos muslos y rodillas en tanto contesta al otro, con la misma sonrisa:
–Mercedes Irrazzí, ¿señor...?
–Moisés Rojas, desde ahora profundo admirador de su belleza.
– ¡Óyeme, mulato, deja la velocidad, que te puede sorprendé un poste en el camino!
–Silencio, Tito, no seas grosero. El señor es un caballero. No como otros que sólo fingen serlo. Él parece serlo de veras –alaba ella.
–Delante de usted no queda otro remedio, señorita –acentúa la galantería Moisés Rojas.
Los demás huéspedes del hotel guardan silencio entre sonrisas maliciosas ante lo que a primera vista parece ser un flechazo de Cupido, sin imaginar los verdaderos motivos del comportamiento de la pareja.
«Huumm... Estoy segura de que conozco a este hombre, y es evidente que él a mí también. ¿Pero de dónde? Eso es lo que no puedo recordar. Tendré que andar con cuidado... Es posible que sepa algo de mi pasado, y eso no me conviene.»
«¿De manera que Virginia Irazábal se llama ahora Mercedes Irrazí...? ¿Qué habrá venido a hacer aquí? No parece recordar de dónde me conoce. Mejor. De todas maneras estaré alerta; esta tipa es de cuidado y mi secreto puede estar en peligro.»
–Bueno, amigo Rojas, ya que la señorita Mercedes se ha quedao más muda que un celular en este monte, yo le voy a explicar todo el asunto del fantasmita del pirata asesino –se entromete el simpático Isidoro Fuentes, sonriente y guachamarón–. ¡Prepárese, porque 'toy seguro que se le van a parar los pelos pa' arriba!
Episodio XV
El Plan de la hermosa pelirroja Mercedes
–El Fantasma del Pirata aulló por segunda vez, madre –dice el falso bobo Mateo, sin mostrar complacencia ni miedo, saliendo de la sala de baño de la espaciosa alcoba de ella.
La actitud y el tono de la vieja cara de urraca sigue siendo adusta, dura, recriminatoria, al volver sobre el tema que le interesa:
–¿Vas a decirme de una vez por qué le enviaste esa nota al policía metiche? ¿Acaso eres bobo?
–¡No me llames así, madre! –amenaza el hijo, con la mirada relampagueante de súbita ira. La vieja recoge los cabos.
–Perdona, hijo, no fue mi intención herirte.
–¡Sabes que esa palabra me escuece todavía, aunque me la digan a diario cuando finjo ser lo que no soy! –dice, rechinando los dientes y yendo a asomarse a la ventana, tal vez para que su madre no capte la expresión de profundo rencor que ahora deforma su faz.
Doña Zulma dulcifica (si ello fuese posible) su tono y su mirada:
–Bueno, cálmate... Dime una cosa, ¿por qué al menos no le metiste un plomazo en un pie o le quitaste la pistola al Detective metiche, ah?
Mateo, todavía con el rostro contraído por una expresión de rencor y desdén, da unos pasos hacia el centro de la alcoba de su madre y queda frente a ella. Cuando responde, su voz suena dura, metálica, ronca de emociones encontradas.
–¡Yo soy un hombre fuera de serie, madre, un ser excepcional! Ante ti puedo mostrar lo que realmente siento. Ese Detective, Miguel Briceño, no es sino un sujeto corriente, un hombre normal, con un promedio aceptable de inteligencia, pero nada más. Yo no, yo soy un superdotado. Pude ser un genio de la actuación, del teatro; pude ser un brillante hombre de negocios, o un destacadísimo líder político, pero no se dieron las circunstancias.
–Bueno, hijo, pero no hemos pasado necesidades ni se nos...
–¡Silencio, madre! –ordena, autoritario, los ojos sesgados por un brillo de locura–. No te estoy culpando de nada.
–Pero hijo....
–Querías que hablara, ¿no?, pues ahora tendrás que escucharme hasta el final –y vuelve a alzar
el tono, rencoroso, casi demencial–. ¡Todos esos imbéciles de allá fuera piensan que soy un enfermo, un discapacitado, un anormal; estúpidos! ¡Anormales son ellos, que ni siquiera sospechan que yo soy el Genio y Señor del Disfraz, el misterioso hombre sin rostro que siembra el pánico entre sus víctimas, el ladrón que se ha burlado en reiteradas ocasiones de toda clase de autoridad!
–Mateo, hijo, yo sé quien eres, no es necesario que...
–No creas que hago lo que hago sólo por dinero –prosigue, desdeñoso–; por conseguir la valiosa colección de los Tres Gloriosos Caciques, no..., ¡también hay en mis actos un deseo infinito de burlarme del mundo, de demostrarles a todos que soy más inteligente, más astuto y más audaz que cualquiera!
–Y lo eres, hijo, lo eres.
–Y en cuanto a ese nuevo huésped a quien asalté, no sé qué habrá venido a buscar a la Posada.
–Pues a mí me parece obvio: busca lo que buscamos todos: la tríada de piezas de plata, oro y brillantes.
–Puede ser. Ya veremos si es peligroso.
–Bueno, ahora vayamos al salón principal a ver cómo han reaccionado nuestros inquilinos ante el rugido del Fantasma del Pirata, ¿te parece?
–¿Así que nadie tiene idea de quién puede ser la persona que mata a la medianoche los días que se escucha ese horrible lamento, ni por qué? –interroga el joyero Moisés Rojas a sus compañeros de hospedaje en la sala de la Posada del Pirata.
El Detective Briceño se pasea por el pequeño salón, caviloso:
–Supongo que cada uno tendrá su sospechoso, como es lógico, pero no creo que nadie tenga lo que se llama una prueba real de la identidad del asesino, Moisés.
La escultural Mercedes, que en silencio ha estado largo rato escuchando las distintas disquisiciones de los hombres, levanta una mano manicurada con exquisitez y llena de joyas para pedir la palabra, mirando por turnos a cada uno:
–Detective Briceño, señor Rojas, señor Isidoro, doctor Ontiveros, Tito, hay una manera de comprobar si el asesino es uno de nosotros.
–¿Qué manera es esa, hermosa señorita Mercedes? –pregunta Isidoro Fuentes, zalamero.
–Si todas las personas que vivimos o trabajamos en esta casa nos reunimos desde este momento hasta la medianoche, hora en que el asesino actúa, sabremos si es uno de nosotros o si es alguien que no vive aquí.
–Muy bien razonado, Mercedes –aprueba el Detective Briceño, con tono y mirada profesional–. Lógico. Si estamos todos juntos y esta noche no muere nadie, el asesino será uno de nosotros.
–Y si es alguien que viene de afuera a cometer sus crímenes en esta casa –agrega el joyero y coleccionista–, nos encontrará a todos unidos y esperándolo.
–¿Y si alguien no está de acuerdo con ese plan, señores? –restalla la voz seca y altanera de Doña Zulma, que entra a la sala como un actor que hubiese estado esperando su pie, bastón en mano y seguida de su hijo Mateo, el cual aprovecha para mostrarse más bobo que nunca en voz y gestos:
–Ajá, ajá, je, je... Ahi 'tá, pues, muchachitos y muchachita... Ajá, ¿y si pasa lo que dice mi 'amá, ah, ah?
–Respondan –exige la vieja urraca, urticante–. ¿Qué ocurre si uno de los huéspedes no está de acuerdo con la proposición de la señorita Mercedes?
–Pues en ese caso, señora, ese huésped que no aprueba nuestro plan –sentencia Miguel Brice-ño con firmeza– ¡será el culpable!
Un repentino, escalofriante y prolongado grito de terror de mujer alarma a los presentes y hace que Miguel Briceño, al reconocer la voz de su novia Aura Marina, eche a correr como un poseído rumbo a su habitación, seguido muy de cerca por su socio y amigo Isidoro Fuentes.
Inquietos, los otros residentes de la Posada, encabezados por el doctor Ontiveros, se miran, indecisos.
–Tal vez deberíamos ir a ver –arriesga el médico, pero Mercedes interviene, firme.
–No, doctor Ontiveros; deje que ellos se ocupen.
–¡Pero pueden necesitar ayuda!
–Creo que el Detective Briceño se basta solo para conjurar cualquier peligro, sea lo que sea que haya asustado a su novia.
–Je, je... A lo mejor lo que asustó a la chama Aura Marina fue Satanás, uno de mis gaticos negros, je je –ríe, más gafo que nunca, Mateo.
Moisés Rojas intenta levantarse del sofá donde está tendido.
–Pues sea lo que sea, es mi deber ir a ayudar a Miguel Briceño –pero de inmediato un sordo quejido se escapa de sus labios y una repentina palidez hace sudar su rostro.
Doña Zulma espeta, autoritaria:
–Quédese donde está. Usted no se halla en condiciones de ir a ayudar a nadie, señor mío.
–Es verdad –corrobora el médico Ontiveros–. Esa herida no es grave, pero sí dolorosa.
–A propósito, señor –interpela Doña Zulma mirando al joyero, siempre distante de algo parecido a la amabilidad–, ¿puedo saber quién es usted y qué hace en mi casa?
–Mis disculpas, señora Zulma, porque usted debe ser la encantadora señora Zulma, la dueña, ¿no es cierto?
–Puede llamarme Doña Zulma –puntualiza la vieja.
–Es un honor –galantea el joyero–; mi nombre es Moisés Rojas y soy su nuevo huésped.
–Me lo figuraba, señor Rojas. Recibí el telegrama en el que anunciaba que llegaría hoy en la mañana.
–Sí, bueno, sufrí un retraso inesperado, como ya debe saber.
–Algo supe... ¿Fue ese... retraso lo que le causó esa herida?
–Pues, no es tan sencillo... Déjeme que le explique...
Con acento reposado, luego de tomar medio vaso de jugo de naranja que le trae René Lamp, el coleccionista explica su aventura con el ladrón vestido de monje chino.
Cuando concluye, quien primero hace la pregunta necesaria es el hijo de Doña Zulma con tono más bobo que nunca.
–¿Y qué cargaba en el maletín que le robó el monje, muchachito elegante?, je, je, je...
Moisés Rojas contempla un momento al hijo de la hostelera. En verdad el peligroso individuo es un maestro de la actuación; nadie diría, al verlo así, abierta estúpidamente la boca, despeinado el cabello, la mirada opacada por los gruesos lentes, las ropas descuidadas y el cuerpo levemente inclinado hacia delante, que él es en realidad el temible asaltante que encarna varias personalidades: el Anciano Mendigo Barbón, el Turco y el Monje Chino. Moisés Rojas, presa de una repentina e inexplicable repugnancia hacia el recepcionista, desvía la mirada y responde con sequedad.
–El asaltante ha debido llevarse un enorme chasco si esperaba encontrar dinero o joyas en mi maletín. Sólo contiene mi instrumental de trabajo.
Mercedes Izarrí, que está mirando con fijeza desde hace rato al herido, parpadea tres veces y pregunta con evidente coquetería en el bello rostro y la voz enronquecida de emoción:
–¿Y se puede saber cuál es su trabajo, señor Rojas?
–Desde luego, Mercedes –responde, acortando el tratamiento y preparando el futuro tuteo–; soy joyero y coleccionista de joyas.
–¿Coleccionista de joyas? –suelta con sorpresa el médico–. ¡Pero para dedicarse a eso hace falta tener mucho dinero!
–No tanto como la gente piensa, doctor. El secreto es tener ojo experto para saber diferenciar una joya valiosa de una que no lo es tanto, y cuando digo valiosa no me refiero nada más al valor comercial.
–¿Entonces a qué se refiere, señor Rojas? –mete su cuchara la vieja urraca.
–Una joya puede ser valiosa por muchos motivos; por ejemplo por su valor intrínseco, natural, o por lo codiciada que sea, por lo solicitada, porque haya pertenecido a un gran personaje o porque sea antigua, en fin...
–Mamita, ¿viste qué bonito habla el señor elegante?, je, je...
–Sí, hijo, sí... Señor Rojas, perdone la pregunta impertinente, pero... ¿qué hace un hombre como
usted en la Posada del Pirata?
Refulgen las amarillas y felinas pupilas del joyero con un destello burlón al mirar con fijeza a Doña Zulma, y el resto del rostro le acompaña al aconsejar con voz odiosa:
–Doña Zulma, ¡deje el teatro!
Todos los ojos se vuelven a mirarlo, pero él no se amilana. La vieja se estira aún más y levanta el bastón en gesto amenazante.
–¡Señor Rojas, se lo advierto...!
–Vamos a quitarnos las caretas, ¿quiere?
–Pero, ¿quién se ha creído que es para hablarme así? –replica con aire de reina ofendida.
–No me gusta que me tomen por tonto, señora. ¿Cree que ignoro que en esta casa se encuentra la valiosa colección de Los Tres Gloriosos Caciques? Hace más de cinco años que le sigo la pista a esas figuras.
Refulgen de codicia las pupilas verde-selvático de Mercedes.
–¿Usted ha visto las tres figuras, Moisés?
–Sí. En una ocasión.
Es el turno del doctor Facundo Ontiveros de sorprenderse. Sin ceremonia pasa al tuteo directo con su paciente:
–¿Viste la tres piezas juntas, Moisés?
–Así es, doctor Ontiveros. Pertenecían a un industrial italiano que residía en Caracas y que era buen amigo mío.
–¿Era...?
–Sí. Por desgracia lo mataron para robarle las piezas de las que estamos hablando.
–Pero el hecho de que la colección exista –dice Doña Zulma, menos altanera– no es evidencia de que se encuentre aquí en mi Posada.
Otra mirada felina por parte del coleccionista estremece a la vieja urraca.
–Mire, Doña Zulma, ¡yo sé, inclusive, en manos de quién está cada pieza!
Todas las miradas convergen de nuevo en Moisés Rojas. Él sonríe sin mover apenas el fino bigote sobre su labio:
–Les aseguro, amigos, que poseo información muy valiosa acerca de las personas que tienen en su poder las piezas en la actualidad. Puedo afirmar que las tres figuras, Guacaipuro, Tamanaco y Paramaconi, están, todas, en esta Posada.
–¿Pero cómo puede afirmar eso con tanta seguridad, si ni siquiera yo que soy la dueña de la casa lo sé, ah?
–Es mi trabajo, señora. Recuerde que soy coleccionista y joyero.
–A ver, Moisés Rojas, pruébelo –interviene de nuevo la pelirroja Mercedes, siempre coqueta y sugerente con el recién llegado–. ¿Quién tiene en su poder la segunda estatuilla más valiosa, el Tamanaco?
Moisés Rojas despliega toda su galantería y pasa a tutear a la mujer:
–¡Tú lo sabes tan bien o mejor que yo, Mercedes!
Una leve sorpresa entorna los párpados que resguardan los iris esmeralda de la pelirojizo:
–¿Cómo? –ríe, tratando de parecer divertida–. Me parece que la herida te hace desvariar, mi amor.
Un destello de leve ironía relumbra un instante en las pupilas amarillosas del joyero.
–Es posible.
–¿Y quién tiene en su poder el Paramaconi, Moisés? –indaga, ansioso, el doctor Ontiveros.
–Alguien muy ligado a la persona que tiene el Guacaipuro, doctor –responde, seguro de sí, y la vieja cara de cuervo suelta, despectiva, como dando por terminado el asunto:
–¡Sí oh! ¡Eso no es una respuesta! ¡Usted me va a perdonar, señor Rojas, pero creo que es un charlatán de marca mayor!
Episodio XIII
Aura Marina y el Fantasma del Pirata
En la habitación de Aura Marina, la preciosa y dulce novia de Miguel Briceño está tendida en el piso, ceroso el rostro, desordenado el cabello, cerrados los ojos, y su armónico cuerpo es sacudido por violentos sollozos. Miguel Briceño se arrodilla junto a ella y la toma en brazos.
–Aura Marina, mi amor, ¿qué tienes?
–¿Qué te pasó, por qué gritaste así tan feo, chamita? –inquiere Isidoro, nervioso.
–Aura Marina, por Dios, ¿qué fue lo que pasó? –se desespera el Detective.
Solo un silencio de grillos les responde. Por la ventana abierta se cuela una brisa fría y húmeda, y los relámpagos y truenos anuncian la inminencia de otra tormenta.
La agraciada joven no responde porque el terror que sacude su espíritu y que se refleja en sus facciones contraídas agarrota su garganta. Miguel Briceño carga el grácil cuerpo entre sus brazos y lo lleva a la cama depositándolo en ella con ternura.
Repentina, acuciada por la fiebre, la infeliz joven prorrumpe en histéricos gritos que ponen de punta los nervios de los dos hombres.
–¡No, no, no! ¡El fantasma, el Fantasma del Pirata está aquí!
–¡Zape! –hace la guiña el viejo–. ¿Será que tiene una pesadilla, ah Miguel?
–Puede ser, Isidoro. Creo que tiene fiebre... Aura, Aura Marina, mi amor, ¿podrías decirnos qué te sucedió?
–El fantasma –murmura la muchacha en un hilo de voz–... El fantasma estaba aquí... Entró por el balcón, por el ventanal...
–Pero ya, ya, mi amor, ya pasó. Todo está bien ahora, cálmate.
–El balcón, el balcón...
A una señal de Miguel Briceño, Isidoro Fuentes cierra el balcón.
–Ya lo cerramos, mi amor... ¿Puedes decirnos cómo era lo que te asustó?
–Sí, vale, anda, cuéntanos, Aurita, que estamos en ascuas...
–Todo fue... tan inesperado –comienza a narrar la chica, con voz apenas audible–... Yo estaba medio dormida. Me dolía la cabeza...
«¿Qué me pasa...? Siento como si alguien me estuviera observando... Debe ser una broma de mi
imaginación.»
Pero no..., no es una broma de la imaginación de la bella Aura Marina Saavedra: alguien o algo acecha entre las sombras. Dos fulgurantes pupilas como de animal están clavadas en el rostro terso de la novia del Detective Privado. Esos dos puntos, rojos como tizones, atraviesan la penumbra de la alcoba y registran cada detalle de lo que ella hace... Pero no hay odio en estos ojos, sino... curiosidad, análisis, deslumbramiento tal vez.
Intranquila, Aura Marina se levanta a encender la luz... ¡y es entonces cuando desde lo más profundo de su repentino pavor escapa el escalofriante alarido de horror que todos escucharon en una de las antesalas de la casa! ¡Frente a ella, surgido de detrás de la cortina del ventanal y recortado contra la luz de la luna en el marco del cristal, terríficamente definido por la bombilla de la habitación está un horripilante ser, un monstruo de pesadilla! ¡Es una espantosa figura, toda vestida de negro, encapuchada, con larga y amplia capa del mismo color que llega hasta el suelo, las manos sarmentosas, de largas uñas como garras de felino y un rostro que no es humano!
¡Los ojos, resplandecientes e inyectados en sangre, sobresalen de sus órbitas, la piel, blanca y lechosa, está surcada de múltiples pliegues y cicatrices, de la boca sobresale una hilera de dientes largos y afilados como colmillos de animal y en el lugar donde debería estar la nariz sólo hay un espantoso agujero cuyos bordes se mueven al compás de la desigual respiración del ser de ultratumba!
«¡Dios mío, es el Fantasma del Pirata!»
–¿Qué pasó luego, mi amor?
–...Después, tratando de escapar, tropecé y caí al piso y creo que me desmayé...
–¡Zape gato ñaragato, Aurita! ¡Dios nos libre! –exclama Isidoro, espeluznado.
–¿Y dices que no era humano, Aura Marina?
–No era humano, Miguel... ¡Era el Fantasma del Pirata!
–A ver –sugiere el Detective–, pensemos en lo que ha sucedido. Al parecer, el asesino estuvo en esta habitación, quién sabe por qué motivo.
–¿Cómo por qué motivo? ¡Quería matarme!
–No, Aura Marina, mi amor, no era esa su intención. Tuvo oportunidad para hacerlo y lo que hizo fue huir.
–Espera un momento, Miguel... ¿Dices que el fantasma no entró aquí para matarme?
–Es obvio que no.
–Ya va, espérate un momentico, Comisario –acota Isidoro Fuentes–... Tal vez sí entró a matarla pero cuando ella gritó se espantó y huyó por el balcón.
–No creo. Tuvo tiempo de sobra para matar a Aura Marina y escapar sin problemas luego... Ese hombre o lo que sea...
–¡No es un hombre sino un monstruo, un fantasma! –tercia, firme, Aura Marina.
–De acuerdo; entonces ese fantasma debe conocer muy bien la casa, porque ha cometido ya tres
crímenes y nadie ha podido siquiera verlo. Lo que más me intriga es ¿por qué apareció hoy antes de la medianoche, contra su costumbre, y por qué se dejó ver por ti?
–Tal vez pensó que yo estaría dormida...
–¿Pero por qué vino a esta habitación, precisamente? –insiste el Detective– ¿Qué buscaba aquí?
–Oye, Comisario, a lo mejor voy a decir una tontería –vuelve a meter baza Isidoro, pero luego se arrepiente–... No, mejor no digo nada.
–No, no, habla, Isidoro. Recuerda que la peor idea es aquella que no se expresa. Habla...
–Okey, okey... ¿Y no será que en este cuarto hay algo escondido que le interesa al fantasmita inamistoso?... A lo mejor alguna de las piezas de esa bendita colección, digo yo...
–Es muy improbable.
–Oigan, muchachos –se anima de pronto Aura Marina–, denme un chance para cambiarme y vamos a tomar algo al comedor y seguimos hablando.
–¡Bravo, mi amor, bien dicho!
En la sala donde Moisés Rojas convalece hasta ser trasladado a una habitación, se ha unido a la charla el reciente viudo y minero Yilberto Da Silva.
La conversación se generaliza y el tema principal es la colección de Los Tres Gloriosos Caciques, y su probable precio. Moisés Rojas, emplazado con amabilidad por el brasileño para que determine el valor de las tres piezas según el mercado que él conoce, argumenta que es difícil precisar tan peliagudo asunto.
De súbito se escuchan unos lecos estremecedores acercándose al salón y a los pocos segundos aparece en el umbral la figura demencial y harapienta de Violeta, la hermana desquiciada de Doña Zulma.
–¡Aquí estás, condenada ladrona miserable! ¡Voy a matarte!
–¡Auxilio, que alguien la detenga, está demente! –grita, espantada, la vieja urraca.
Violeta avanza, indetenible, ante el estupor del grupo. En sus pupilas hay un brillo asesino y por las comisuras de sus labios resbalan hilos de baba; las manos de largas y sucias uñas levantan un afilado cuchillo a la altura de su cabeza y se abalanza dando gritos sobre su déspota hermana para clavárselo en el pecho, pero el doctor Ontiveros y el contrabandista don Yilberto reaccionan a tiempo y la sujetan. Los ojos violáceos de la infeliz enferma parecen dos tizones de lava, tal es el
odio que profesa a su hermana.
–¡Ladrona, tú me robaste mi Guacaipuro!
Aterrorizada, Doña Zulma se parapeta detrás del sofá donde está sentado Moisés Rojas, que no entiende lo que ocurre. El falso bobo Mateo se esconde detrás de su madre, con un brillo extraño en los ojos astutos.
–¡No la suelten, por su vida! ¡Es capaz de cumplir lo que dice!
–¡Ladrona! ¡Devuélveme mi pieza de la colección de Los Tres Gloriosos Caciques!
–¡Violeta, te ruego que te calmes! ¡Violeta, soy yo, Yilberto!
–¿Quién es ella? –pregunta, alarmado, Moisés Rojas.
Doña Zulma, todavía empalidecida, informa:
–Por desgracia es mi hermana, señor Rojas.
–¿Su hermana?
–¡Ladrona, tú me robaste el Guacaipuro!
En este momento, alarmados por el escándalo que suscita la enferma mental, acuden Miguel Briceño, Aura Marina Saavedra e Isidoro Fuentes.
–¡Es una ladrona! ¡Me robó mi Guacaipuro, me robó mi Guacaipuro!
–¡Ya basta, Violeta! No sé cómo pudiste salir de tu... habitación, pero me aseguraré de que eso no vuelva a suceder –dice, cenicienta, Doña Zulma, y en tanto Violeta sigue dando voces y maldiciendo, sujeta por don Yilberto y el doctor Ontiveros, la urraca alza la voz, furiosa–: ¡René! ¡René! ¿Pero dónde se habrá metido ese condenado viejo?
–¡Aquí estoy, madam! –grita el chef, apareciendo por una puerta trasera–. ¡Oh! pero, ¿qué hace la señora Violeta aquí?
–Eso mismo te pregunto yo. ¿Cómo salió?
–No lo entiendo, madam. La dejé bien segura en su cuarto del sótano.
–¡Asesina, ladrona! ¡Mataste a mi marido para robarle el Guacaipuro y como yo lo heredé me lo robaste a mi, malvada!
–René, llévala a su... cuarto del sótano y asegúrate de que no pueda volver a salir para amenazar a nadie, ¿entendiste?
–Oui, madam.
De golpe, la enferma parece volver del frenesí de odio en que estuviera y mira a los presentes en el saloncito con ojos nuevos. Voltea hacia el cocinero francés y dice con suavidad:
–René, tengo hambre.
–Suéltenla, par faveur. Ya está calmada. Venga conmigo, madam Violet... René le dará una rica cena.
–Yo iré contigo, René –dice de golpe el doctor Facundo Ontiveros, y la vieja urraca reacciona de inmediato con su autoridad y arrogancia de siempre.
–Le aconsejo que no se meta en este asunto, doctor.
–Y yo le aconsejo que no trate de impedirlo, señora –replica el médico, con una dura mirada de reprobación–. No crea que es una gracia lo que está haciendo encerrando a su hermana así. Vamos, señora Violeta, René...
–¡Pobrecita esa señora! –exclama Aura Marina, compadecida, cuando la enferma y sus guardianes se han marchado. Doña Zulma se vuelve a mirarla, regañona.
–¿Pobrecita, e intentó matarme? ¿No sabe que está loca de remate, señorita Aura Marina?
–Sí, pero se ve tan... indefensa, tan desvalida...
–Pues parece que tiene la fuerza de un toro, señorita –comenta Moisés Rojas, mirando a los novios...
–¡Oh, perdón! –se excusa el Detective al darse cuenta–. Olvidaba que ustedes no se conocen. Aura Marina, este es Moisés Rojas, un amigo joyero y nuevo huésped de la Posada; Moisés, Aura Marina Saavedra, mi novia.
–Es un honor, señorita.
–Mucho gusto, señor Rojas.
–Bien, señores –alza el tono el Detective Briceño, captando la atención del grupo–... Recordemos la proposición de la señorita Mercedes respecto a ese... fantasma que nos amenaza a todos: que nos reunamos de nuevo a eso de las... A ver... Son las ocho y once minutos... ¿Qué les parece si nos vemos todos los huéspedes de esta casa a diez para las doce aquí en este mismo salón para esperar al Fantasma del Pirata a la medianoche?
Voces y gestos de aprobación. El Detective continúa.
–Muy bien, amigos, entonces avisen a los demás huéspedes lo que hemos resuelto, por favor, y muchas gracias. También a usted, Doña Zulma, por su cooperación.
Ni un gesto ni un parpadeo aflora al seco rostro de la vieja. Moisés Rojas se levanta del sofá.
–Bueno, Miguel, creo que iré a dormir un rato.
–¿Seguro que estás bien? ¿No te duele la herida?
–No demasiado. Estaré bien –dice el joyero mientras se inclina un poco para despedirse de Aura Marina e Isidoro–. Nos vemos más tarde. Mateo, ¿me indicas mi habitación?
–Sí, vente, muchachito elegante, je, je– dice el recepcionista con su risita de bobo, cargando el equipaje del coleccionista de joyas.
Los truenos aceleran su frecuencia y la tormenta se desata con toda su crudeza. Los relámpagos pintan extrañas fantasmagorías sobre las copas de los árboles de la jungla. La lluvia cae en gruesos goterones con su rumor de canto gregoriano.
La vieja urraca da media vuelta para salir del saloncito pero antes de que pueda hacerlo, el Detective Privado se le acerca.
–Doña Zulma, ¿puedo hablar con usted un momento? –dice con tono serio.
–¿Qué desea? –replica, con su brusquedad característica.
–Debo preguntarle algo que quizá sea... un poco penoso para usted.
–Pregunte.
–¿Qué hay de cierto en eso que dijo su hermana Violeta acerca de que usted había asesinado a su cuñado para robarle el Guacaipuro?
Se produce un silencio. El murmulleo de la lluvia y el retumbar de los truenos parece acrecentarse. La dueña de la Posada parpadea una vez.
–No creo que eso sea de su incumbencia, Detective Briceño.
–Señora –dice, seco–, un asesinato no aclarado y no castigado es asunto e incumbencia de cualquier ciudadano decente.
La urraca por primera vez desde que Miguel Briceño la conoce parece sentir (o demostrar) una emoción casi humana: detrás de sus antiparras brilla una luz que podría aproximarse a un sentimiento de culpabilidad. La voz es un profundo murmullo, casi un estertor:
–Detective Briceño, ¿a usted se le olvidó que mi desdichada hermana está... desquiciada?
–¿Y usted la ha hecho examinar por un médico, un especialista?
Otro largo silencio. La furia de la tormenta parece crecer. Los ojos de cuervo de Doña Zulma se desvían del rostro de rasgos indígenas del Detective de Homicidios.
–Bueno –titubea–... En realidad no he tenido oportunidad.
–¿Qué le sucedió al esposo de su hermana Violeta?
–Sufrió un accidente –musita la vieja, y suspira, meditabunda–. Desde entonces, Violeta no es la misma. Enfermó de la mente –agrega, por lo bajo, y levanta el rostro que había inclinado, y vuelve a tornarse distante–. Debe disculparme; tengo cosas que hacer. Permiso.
–Espere, por favor... ¿Sabe adónde han ido los dos huéspedes españoles y el taxista Teseo, Doña Zulma? No los hemos visto en todo el día.
–Abandonaron la Posada al anochecer, rumbo al Brasil. Y ahora, si me disculpa...
Envarada como de costumbre, bastón de por medio, se aleja rumbo a la salida principal cuando la
voz del Detective la detiene de nuevo.
–Doña Zulma...
–¿Sí...? – responde, sin volverse.
–Una última cosita... ¿Poseía el esposo de la señora Violeta el Guacaipuro de la colección de Los Tres Gloriosos Caciques?
La vieja urraca reemprende la marcha al tiempo que expresa, desdeñosa:
–Hasta diez para las doce, Detective.
Una sonrisa de circunstancias esboza Miguel Briceño. Isidoro y Aura Marina, que han estado al pendiente de todo, se acercan.
–Esa vieja oculta más secretos que un naufragio, Comisario –suelta el exinspector.
Aura Marina sonríe:
–¡Isidoro, chico no seas así!
–Tiene razón, Aura Marina –dice Miguel Briceño, sonriente–... ¿Por qué esa señora no habrá mandado a su hermana a un sanatorio, si está desquiciada, como afirma? ¿Por qué dice Violeta que Doña Zulma asesinó a su esposo y luego le robó a ella el Guacaipuro que recibió en herencia?
El vendaval ha recrudecido hasta tornarse casi en tormenta eléctrica, tal es la sucesión de relámpagos, truenos y rayos que azota desde el cielo plomizo. Isidoro Fuentes se estremece.
–¡Vér...tigo! Esta lata de agua va para largo... Bueno, muchachos, ¿comemos algo o qué?
Episodio XIV
El Detective Briceño acosa al Fantasma del Pirata
En la habitación-suite de la dueña de la Posada del Pirata, ésta y su hijo toman un brandy
oyendo caer la lluvia, silenciosos.
De pronto, el falso bobo, que ha estado pensativo y callado desde que salieran del saloncito donde el doctor Ontiveros y René Lamp atendieran al joyero Moisés Rojas de la herida en el hombro que le propinara el propio Mateo encarnando al Monje Chino asaltante de los caminos, deja el vaso a un lado y con un brillo extraño en la mirada y movimientos neurálgicos, nerviosos, casi desesperados, se acerca al seibó que está frente al lecho enorme y exige:
–Ven, madre, ayúdame a mover la cómoda.
–¿Para qué?
–¡Ayúdame y cállate! –grita, alterado.
Doña Zulma, sin hacer más preguntas, procede a ayudarlo a deslizar el pesado mueble hacia un lado. Mateo levanta la alfombra y deja al descubierto la puerta de una caja fuerte empotrada en el piso. Se arrodilla y comienza a mover las perillas de la combinación.
–¡A qué viene tanta prisa en abrir la caja fuerte, hijo?
–Creo que ya sé cómo ese tipo que me robó mi disfraz de Turco conoce tan bien los pasadizos de la casa.
–¿Te refieres a que...?
–Schiiisss, no me distraigas –ataja, autoritario, mientras abre la caja fuerte–... ¡Coño! Lo que me temía: los planos secretos de la casa no están...
–¿Qué...? ¡Malhaya sea!... ¿Pero quién pudo robarlos?
–No sé,... pero existe una persona que sabía que debajo de ésta cómoda estaba nuestra caja fuerte privada, que sabía la combinación, que sabía que dentro de ella estaban los planos secretos de los túneles de la Posada y sabía también dónde guardaba yo mis disfraces. Sabia mucho para mi gusto, madre.
–¿Pero quién puede ser?
–Sólo se me ocurre un nombre –dice Mateo, masticando las palabras.
–¿Quién, hijo?
–¡El viejo René Lamp!
Un silencio largo, incómodo.
La urraca da unos pasos cortos con su bastón hacia donde la tormenta, inmisericorde, azota los cristales de las ventanas. Afuera, sin resguardo, la noche de la selva es una boca de lobo primigenia, atávica, clave secreta de misterios ancestrales, pandora inescrutable iluminada fugazmente cada tanto por los furiosos rayos que el choque de enconadas nubes en el pavoroso cielo provoca.
El falso bobo está pendiente de la reacción de su madre. Al fin ella se vuelve, el rostro inescrutable, los ojos entrecerrados:
–¿René pudo haber robado tu disfraz de Turco y los planos secretos de los pasadizos de la casa?
–Elemental, madrecita –afirma, sarcástico–. Ese francés tiene acceso a todas las habitaciones de esta casa porque es el mayordomo. Muy bien pudo haber entrado en mi habitación, descubrir mi clóset secreto, robar mi disfraz de Turco y luego entrar aquí en tu cuarto, hallar el escondite de la caja fuerte y robar los planos..., ¿no crees?
–Tal vez, no lo sé... Meditemos esto un momento... ¿Para qué iba René a robar tu disfraz de Turco?, ¡a menos que supiera expresamente que ibas a ser perseguido por ese Detective metiche en los sótanos de la casa y pensara ayudarte, lo que es bastante descabellado, por no decir absurdo!
–Tienes razón. Es absurdo –admite Mateo, contrariado, luego de un minuto de pensarlo.
–Exacto. Bueno. Vamos a suponer que René Lamp entrara en esta habitación y que descubriera por casualidad el escondite de la caja fuerte privada... ¿Cómo pudo abrirla si la combinación la sabemos tú y yo nada más, hijo?
–¡Espera un momento! –espeta, tenso –. ¿Dónde tienes los datos de la combinación de la caja?
Sin responder, una mueca de desconfianza en el ajado rostro, Doña Zulma avanza hasta una de las paredes y con la ayuda de Mateo descuelga una pintura que representa la famosa Última Cena de Leonardo Da Vinci. En silencio busca en la parte posterior...
–¡No está! ¡El papel con los números no está pegado aquí!
–¿Ves como yo tengo razón? –explica el falso bobo, triunfal, mientras vuelve a colgar el cuadro–. El maldito viejo René Lamp pudo robar el papel, abrir la caja fuerte, hurtar los planos secretos, recorrer los pasadizos, conocerlos bien y...
–...Y ayudarte a escapar de las manos del Detective Briceño –completa Doña Zulma–. De acuerdo, pudo hacerlo, por irracional que parezca, pero ¿con qué fin? Si es un ladrón, ¿por qué no robó el dinero y las joyas que guardamos ahí? No faltan sino los planos secretos... Suerte que no guardo el Guacaipuro en esta caja porque si no... ¡Oh! –murmura la vieja urraca al notar el desliz.
Mateo se envara. Una ancha sonrisa de íntima satisfacción se asoma a sus labios.
–¡Vaya, madrecita: por fin lo has confesado!
Doña Zulma se muerte los labios con rabia. ¡Sin querer se le ha escapado uno de sus más grandes secretos: la posesión de la más valiosa de las estatuillas de la tríada que perteneciera por largo tiempo a una ilustrísima familia caraqueña!
Los ojillos de Mateo se convierten en dos puntitos oscuros al encararla.
–¿Un desliz, madrecita? ¿Cómo pudo escapársete tan valiosa confidencia?
–Estábamos hablando del viejo René, me parece –replica, acre.
–Ahora sé con seguridad que tienes el Guacaipuro. Yo tengo el Tamanaco que le robé a la pelirroja Mercedes; ¡sólo nos falta la estatuilla que quería negociar el abogado Marín: el cacique Paramaconi!
–Exacto –admite la urraca–..., pero esa la tiene...
Una risotada deforma las facciones del criminal.
–¡Ja, ja, ja, el Fantasma del Pirata!... Imagino, madrecita, que sabes que no es lo mismo una figura sola que las tres juntas, hablando en términos económicos, claro.
–Obvio que lo sé. Ven conmigo –dice de pronto con aire resuelto la vieja dama tomando el bastón que había recostado de una silla.
–¿Adónde?
–A ver al viejo René Lamp. Si tú insistes en que él es el autor del robo de la combinación de la caja fuerte y de los planos secretos de la casa, pues le tenderemos una pequeña celada.
–¡Eso me agrada! –ríe el ladrón.
Madre y vástago se dirigen con prisa hacia la habitación del chef francés, él convertido de nuevo en el bobo recepcionista que camina como Quasimodo, el famoso jorobado hijo de Víctor Hugo.
Afuera, la lluvia continúa incesante, implacable, en gotas gruesas como llanto de Cíclope.
De pronto, Mateo se detiene, alerta:
–¡Aguarda, madre!
–¿Qué pasa?
–Mira hacia allá..., hacia la torre oeste.
– Hay alguien ahí –murmura Doña Zulma con siniestro acento, tras voltear....
–Y en ese lado de la casa no le hemos dado habitación a nadie. ¿O sí?
–Sabes bien que no. ¡Vayamos a investigar!
–No; tú ve a hablar con el maldito viejo René Lamp y has lo que tenías planeado.
–¿Y tú qué harás?
Una burlona sonrisa contrae en la penumbra las facciones del ladrón.
–¿El bobo Mateo? Nada. Pero uno de mis alter egos sí.
En la habitación del Detective Miguel Briceño y su novia Aura Marina, la pareja e Isidoro Fuentes hacen tiempo para esperar la hora acordada para reunirse con el resto de inquilinos de la Posada en el salón principal de la casa.
El Detective viste un jean negro, franela y chaqueta de cuero del mismo color, con zapatos tenis oscuros. Aura Marina lleva la misma falda y sweter que luciera antes en el saloncito, toda color perla, que a pesar de su ánimo decaído le hace lucir sexy, sensual y encantadora.
Isidoro viste bluyín y guayabera verde con zapatos de cuero.
–Cónchale, vale –se queja la bella chica haciendo un mohín caprichoso–, esta bendita tempestad me pone el ánimo por el suelo.
–¿La tempestad nada más? –mete su cuchara Isidoro–. ¿Y el fantasmita bendito?
–¡Isidoro, vale, no me lo recuerdes, chico!
–Aura Marina, mi amor, ¿de verdad no quieres cenar? Mira que hablé con René Lamp y le pedí que te preparara la sopa de hongos que te gusta, para que te repongas.
–No, no, mi amor, gracias –dice ella, deprimida–, no tengo apetito.
–Ah no, mijita –ataca Isidoro–, si no comes te vas a poner peor que un poste. Bueno, te van a poder hacer una radiografía con un fósforo, pues.
–Isidoro, deja los chistes malos. No me siento con ánimo.
–Perdón, chamita.
–Tranquilo... Miguel, papi, ¿cuándo nos vamos a ir de este horrible lugar?
–Mi amor, sabes que hasta que no se esclarezca el crimen del sabio Calatrava no puedo irme; ya hemos hablado bastante de eso.
–Comisario –llama con voz cambiada Isidoro Fuentes–, ven acá un momentico para decirte una cosa.
Los dos hombres se retiran hacia una esquina de la suite.
–Hermano –dice el viejo con tono íntimo, sin mirar a la joven–, Aura Marina está demasiao nerviosa, y no es para menos con el fantasmita ese rondando por ahí... ¿Qué te parece si mañana temprano yo me la llevo lejos de aquí mientras tú te sigues ocupando de...?
Un espantado, terrífico alarido de terror de la muchacha corta la proposición del exinspector y pone los nervios de punta a los dos hombres. Cuando indagan el motivo, Aura Marina, pálida, a punto del desmayo, señala la ventana.
–¡El Fantasma! –grita Isidoro–... ¡Mira, es verdad, Comisario, míralo afuera! ¡Coño, qué feo
es! ¡Parece un muerto!
–¡Pues veremos si va a seguir espantando! –expresa el aguerrido Detective resueltamente, al tiempo que de dos pasos abre la ventana tras de la cual la espeluznante máscara de horror del Fantasma del Pirata asesino contemplaba con fijeza a Aura Marina y da un prodigioso salto hacia la noche, hacia la tormenta, hacia el peligro, hacia la aparición, cayendo limpiamente sobre sus pies en el estrecho borde de la pared que rodea el exterior del segundo piso de la Posada del Pirata.
¡Sin embargo, el monstruo, que esta vez lleva una capa roja y un tricornio del mismo color además de un sable al cinto ya huye como alma que arrastra el diablo desplazándose con increíble y felina agilidad sobre el peligroso muro, la capa al viento azotada por la lluvia, cual una dantesca figura brotada de un cuento de horror sobre piratas espectrales!
Sin detenerse a pensar en el peligro que entraña perseguir al engendro fantasmagórico por tan inseguro sendero en mitad de la tormenta, Miguel Briceño se lanza tras él y luego de unos minutos de persecución, cuando ve a la criatura acorralada, cuando se da cuenta de la situación favorable a su causa, se regocija y lo expresa en un grito liberador, triunfal:
–¡Por primera vez te tengo a mi alcance, payaso asesino! ¡Por muy fantasma que seas no creo que puedas trepar por esa pared, o volar hasta el piso! ¡Ríndete, o te mueres!
Miguel Briceño está jubiloso, y tiene con qué y por qué: el fantasma asesino está en su poder pues ha llegado hasta el final del borde del muro y no tiene posibilidad de escapar; a su espalda tiene la alta y lisa pared que conduce al tercer piso de la Posada del Pirata, y a sus pies una altura de no menos de quince metros hasta el suelo, sin contar con la lluvia, espesa, copiosa, ineludible.
El Detective no disimula la alegría del triunfo. Le brillan, jubilosas, las negras pupilas. Empapa-do de pies a cabeza desenfunda su mortífera pistola 9 mms. y repite su ultimátum, majestuoso e imponente sobre el angosto borde, alumbrado de tanto en tanto por los relámpagos:
–¡Acabó tu carrera de crímenes, fantasmita pirata o lo que seas: levanta las manos y déjame ver quién se oculta tras esa horrible careta, o disparo!
El enmascarado, situado providencialmente (para el Detective) bajo la bombilla amarillenta de uno de los postes de luz del alumbrado de la casa que le culpa y le ilumina, voltea con súbito sesgo de cabeza a mirar a su perseguidor con ojos como carbones encendidos en los cuales brilla un odio sobrenatural, inhumano, aterrador... ¡Y entonces, para espanto de Aura Marina e Isidoro, que observan con las dificultades del caso el discurrir de la insólita aventura desde las ventanas de la habitación de la pareja de novios, la horripilante abertura que es la boca de la bestia se abre y lanza su escalofriante amenaza, que es mitad rugido, mitad grito lastimero humano!
Miguel Briceño, para nada intimidado con la manifestación sonora del monstruo, seguro de su victoria, le apunta desde dos metros con su arma.
–¡Dios santo, pana, que feo chillas!... ¿Qué haces, me amenazas con tu sablecito? ¿Ya notaste que tengo una 9 mms. en la mano, fantasmita?... ¡Bueno, deja el show y ríndete ya! –aconseja, acercándose a la criatura, pero entonces su capacidad de asombro se rebosa–: ¡No! ¡Detente! ¿Qué intentas hacer? ¿Estás chiflado? ¡Detente! ¡No lo hagas!
El asesino del sabio doctor Calatrava, del abogado Antonio Marín y de la discreta esposa del minero y contrabandista brasileño don Yilberto Da Silva, sin atender a los consejos de su perseguidor, obsequia una última y sardónica mirada al Detective... ¡y salta al vacío!
«¡Está loco! ¡Si no se mata, se romperá ambas piernas, mínimo!... ¿Qué? ¡No puede ser! ¡Cayó
sobre un montón de tierra, de pie, el muy..., y se recupera y me mira como..., como retándome, el muy bastardo!»
–¡Hijo de perra! –vocifera, frustrado, asombrado, colérico Miguel Briceño, sintiendo la adrenalina galopar por su torrente sanguíneo, haciendo latir sus sienes, acelerar su corazón y secar su garganta–. ¡Pues si tú pudiste saltar desde aquí y salir vivo, yo también puedo! –grita, dando rienda suelta al violento deseo de desquite que recorre todo su ser como una boa que quiere estrangularlo y de la cual necesita desembarazarse, ¡y sin detenerse a medir las consecuencias, pensando en lo que uno de sus mejores entrenadores en la policía científica le repetía hasta el cansancio, aquello de “lo que un hombre hace... otro puede repetirlo”, se arroja al vacío dispuesto a no dejar escapar al criminal!
Recordando su entrenamiento militar, al caer desde tan peligrosa altura encoge las piernas y vuelve su cuerpo un todo, como hacen los paracaidistas para amortiguar el golpe, con tan mala suerte que aún así se lastima un poco un tobillo y rueda aparatosamente sobre la tierra convertida en fango por la torrencial lluvia... A cinco metros de distancia, tras el centelleo de un relámpago, el Fantasma del Pirata asesino le observa con aire desafiante, espada en mano.
Miguel Briceño se permite un instante de reflexión a la luz de la luna.
«Quiere ver si me levanto, el muy canalla... ¿Y si me hago el desvanecido, él se acerca y lo atrapo?... No... No creo que sea tan tonto como para caer en un truco tan viejo. Puedo disparar desde aquí, pero es difícil acertarle. ¡Ouuch...! Me duele el tobillo..., pero ni modo...»
–¡Voy por ti, bicho! –grita Miguel Briceño, y se incorpora de un salto, reanudando la persecución de la figura enmascarada... Ésta, que observaba de pie la reacción de su enemigo, echa a correr de nuevo al oír la amenaza.
«Va hacia la parte trasera de la casa... ¡Falta que éste también logre escapar, como lo hizo el falso monje con la ayuda del Turco!»
En plena noche, bajo los cristales de la crepitante lluvia que azota la selva, el aguerrido Miguel Briceño continúa tras su presa, a pesar de que su tobillo derecho ha comenzado a hincharse y le produce un molesto dolor.
«¡Diablos, cómo duele!... ¿Cómo haría ese tipo para no lastimarse en ese salto?... Epa, ¿qué se
me hizo? ¡Lo perdí! ¡Se me escabulló entre esos árboles! ¡Bendito sea Dios! ¡Lluvia del carrizo! ¡Casi no puedo ver nada! ¡Qué mala suerte!... Claro, con este tobillo así... Por aquí fue donde lo perdí de vista... Hey, hay algo que brilla ahí en el suelo... ¡Un zarcillo!... ¡Un arete caro!... ¿Será una pista falsa..., o el Pirata asesino es... una mujer?»
Empapado de lodo que la lluvia lava, al examinar el pendiente nota que tiene la forma de una cabeza de león cuyos ojos son dos pequeños diamantes.
«Pues parece que sí. El Fantasma del Pirata debe ser una mujer. Ahora debo encontrar a la dueña de esta pista inesperada. Descartando a Aura Marina, solo me quedan dos mujeres: la pelirroja Mercedes y Doña Zulma. ¿Será una de ellas?»
De pronto el Detective nota algo:
«¡Hey, ahí arriba en el segundo piso, hacia el oeste, veo una sombra en movimiento... ¿Será el Pirata asesino?»
Episodio XV
El misterioso Moisés Rojas
La tormenta no amaina. Un hombre alto y bien vestido, con sombrero ancho y fino, se guarece de la lluvia en un rincón del segundo piso oeste mientras manipula un artilugio electrónico en sus manos.
«Aquí está bien. No creo que pueda verme ni oírme nadie.»
La figura cuyo sigiloso paso entre la penumbra de uno de los pasillos del lado oeste de la Posada del Pirata lo ha llevado a uno de sus rincones más oscuros es Moisés Rojas, el coleccionista de joyas y el huésped más reciente del hotel.
Luego de cerciorarse de que no hay nadie en las inmediaciones, ha extraído de entre sus ropas un pequeño aparato parecido a un teléfono celular, conecta un audífono, lo coloca en su oído, aprieta un botón del equipo y habla en voz baja.
–Aquí Solitario 2 llamando a Líder Rojo... Solitario 2 llamando a Líder Rojo, conteste, Líder Rojo, cambio...
«¡Me lleva un tren! No recibo ninguna señal. Debe ser por la tormenta. Buscaré otra zona de recepción.»
En la cocina de la Posada, Doña Zulma sondea al chef francés con intenciones de concretar la trampa.
–René, ¿está lista la cena?
–Oui, madam, desde las seis, pero me parece que nadie quiere cenar hoy. Y no se les puede criticar. El grito del fantasma le quita el apetito a cualquiera.
–Muy cierto. ¿Encerraste a Violeta en el calabozo que te indiqué?
–Oui, madam.
–¿Se quedó tranquila?
–Pues... no del todo –titubea un poco el hombrecillo, con una tosecita seca–. Don Yilberto y el docteur Ontiveros se molestaron con usted.
–Explícate.
–Dicen que no hay derecho a que encierre a la señora Violeta en los sótanos siendo una enferma
porque eso es inhumano y cruel, y dicen que usted es la responsable.
–Pues claro –murmura la vieja, mirando fijo al cocinero–; era de esperarse. Mira, René,
hazme un favor.
–Lo que usted diga, madam.
–Ve de inmediato y le llevas abundante comida y bebida a mi pobre hermana Violeta para que los chismosos esos se apacigüen.
–Oui, madam –dice el viejo, sin sospechar nada de lo que trama la vieja bruja.
–Responda, Líder Rojo... Aquí Solitario 2 llamando a Líder Rojo, cambio... Solitario 2 llaman-do a Líder Rojo desde el segundo Punto de Contacto, cambio... ¡Responda, Líder Rojo!
«¡Nada!... Sólo ruido de estática... Pero debo insistir... Es urgente que me comunique con Rinoceronte 1.»
–Atención, Líder Rojo, responda...
De pronto, otra sombra se le encima:
–¡Hey, Moisés Rojas, qué haces tú aquí!
–¡Miguel Briceño! –barbota, sorprendido, el joyero. Luego sonríe, tranquilizador–. Si guardas esa pistola tal vez pueda explicarte.
–De acuerdo, pero te hacía descansando.
–¡Arriba las manos, los dos!
Todo sucede tan de prisa que Moisés Rojas apenas tiene tiempo de espabilar.
Cuando Miguel Briceño se disponía a enfundar su arma, suena a sus espaldas la amenazante e histriónica voz que inmediatamente reconoce como la del salteador de caminos disfrazado de Monje Chino y entonces, obedeciendo a sus reflejos tan bien entrenados, se arroja al suelo dando una voltereta sobre sí mismo y disparando al mismo tiempo. El sujeto del hábito con capuchón, sorprendido por esta reacción que no esperaba, suelta un quejido de dolor al recibir un balazo en el costado izquierdo y de seguidas se da a la fuga, escabulléndose entre las sombras y la lluvia. El Detective dispara a ciegas varias veces.
–¡Desgraciado, párate!
–¡Olvídalo, Miguel; está muy oscuro!
–Sí, es inútil perseguirlo, pero creo que lo herí...
–En efecto. Mira ahí, agáchate...
–Sí. Sangre.
–Le diste en un costado, si la vista no me engañó...
–Sí. Oye, Moisés, algo en el andar de ese tipo me recuerda a alguien que conozco, pero no sé
precisar a quién. ¿Te ocurre lo mismo?
–Sí, ahora que lo mencionas, me dio esa impresión también... pero no recuerdo a quién...
–Bueno, no importa... Ahora hay que buscar cuál de los huéspedes de la casa está herido en un costado, y ése será el asaltante que conocemos como el Monje Chino.
–Si es que es un huésped, Detective. Porque podría ser cualquiera, un empleado, alguien de los alrededores...
–Es cierto –conviene el Detective, mirando con fijeza al otro, y luego le suelta a quemarropa–: ¿Quieres explicarme qué hacías aquí, tan lejos de tu habitación, con un transmisor en las manos?
El joyero sonríe, nervioso.
–Pensé que no lo habías visto.
–Lo vi muy bien, aunque trataste de esconderlo, y también oí parte de lo que decías. ¿Quién eres tú en realidad, Moisés Rojas?
«Ahh... Ese mugroso tiene buenos reflejos. Disparó mientras se tiraba al suelo. Me dio en un costado. Sé que no es grave, pero esta condenada herida me pone en aprietos. Mi secreto está en peligro.»
El frustrado asaltante (que aún no ha podido desprenderse de su disfraz de Monje Chino) se dirige a sus habitaciones, rumiando su derrota cuando escucha un voz gruesa que le conmina:
–¡Hey, tú, quien seas, párate ahí!
«¿Y ahora qué?»
–¡Detente, mulato o mulata, si no quieres enredarte la existencia! –escucha que le amenazan.
«¡Lo que me faltaba! Es Tito, el sirviente de la pelirroja.»
Mateo detiene sus pasos y se recuesta en silencio de una de las columnas del largo corredor, maldiciendo entre dientes su mala suerte. La herida en el costado le late y escuece como si le pegaran una brasa al rojo vivo. A pocos pasos, con su gigantesca corpulencia, en la penumbra está Tito el cubano cerrándole el paso. El falso bobo se desespera. Si Tito lo descubre, está perdido sin remedio...
Entonces, tiene una idea salvadora:
«¡Claro! ¡Este cubano estúpido me salvará. Sólo tengo que apuntar bien. No importa que no sea con una 9 milímetros como la de ese andrajoso Detective... Herida de bala es herida de bala.»
–¿Estás sordo? –continúa, cada vez más fiero, el guardaespaldas de la pelirroja Mercedes Irazzí–. ¡Sal de ahí, socio! No puedes estar tan cerca de las habitaciones de Mercedes, no esta noche... Ok, si no quieres salir, Tito irá por ti.
Un disparo y un grito de dolor se confunden en medio de la lluvia con el retumbar de un trueno. Un cuerpo enorme cae al suelo con gran aparatosidad.
«Idiota. Ahora seremos dos los sospechosos de ser el Ladrón del Disfraz, porque ambos estamos heridos en el costado izquierdo. Aahhh, me duele... Tengo que irme a mi cuarto.»
En el interior de un escondido, sórdido sótano de la tétrica Posada del Pirata, en uno de sus más apartados y seguros calabozos, está encerrada Violeta, la hermana desquiciada de Doña Zulma.
El eco de unos pasos menudos se escucha y el viejo René Lamp llega hasta la gruesa puerta de hierro y pone en el suelo la bandeja que trae. Saca de entre sus ropas un manojo de llaves y abre la pesada reja. Recoge el azafate y entra al pasillito. Vuelve a cerrar y llega a la entrada de la celda. Un vaho mezcla de orines y humedad hiere su olfato. Deposita el azafate muy bien surtido con la apetitosa cena sobre un taburete y a continuación se acerca a la infeliz enferma y la contempla largamente, con ojos en los que brillan la compasión y la duda. La desdichada expropietaria de la fabulosa estatuilla conocida como el Guacaipuro está encadenada a uno de los muros de piedra. Abre los ojos huidizos y los posa un instante en su guardián. Un reclamo suave, amable, casi tierno sale de sus labios resecos.
–¿Por qué, René?
–¿Por qué qué, señora Violeta?
Ella no parpadea ni le quita la mirada de encima, sin atisbos de furia o rencor.
–Tú sabes. ¿Por qué esto? ¿Es necesario? –dice, haciendo sonar los hierros que la inmovilizan.
–¿Se refiere... a las cadenas?
–Sí –musita ella–... ¿Son necesarias? ¿Soy tan peligrosa como para tenerme así, René?
Se produce un largo y opresivo silencio en el reducido calabozo que sirve de prisión a la desequilibrada mental. Hasta aquí no llega el desatado furor de la tormenta, ni tampoco el eco de los disparos, ni de los gritos, ni ningún otro ruido exterior. Sólo está la sorda canción del silencio, la desesperanza y la injusticia.
El pequeño expresidiario francés, que sabe de cadenas y grillos y de silencios de tumba y de compañía de insectos y alimañas, no puede sostener la mirada de estos ojos violeta, opacos y acuosos, que lo interrogan dulcemente, y desvía los suyos y los fija en las cadenas que aprisionan las manos y los pies de la mujer, y se conmueve el viejo y misterioso cocinero y mayordomo.
–¡Mon Dieu, madam! –trata de aclarar, dolorido y conmovido–. Son órdenes de su hermana. René tiene que obedecer. ¡C'est la vie!
Los ojos violeta de Violeta le siguen interrogando, pasivos, casi ingenuos.
–¿Pero es necesario, René?
–Es que cuando su... –titubea, y luego calla, porque la pueril excusa que se le ocurría muere en
sus labios sin llegar a nacer del todo.
En silencio echa mano de su atado de llaves y abre los gruesos candados y libera a Violeta de sus cadenas. La loca le agradece el gesto con otra larga y enigmática mirada. René, confundido, señala la bandeja.
–Ahí le traje bastante comida y jugos –dice, turbado–. Su hermana Doña Zulma me mandó.
Violeta levanta una ceja, extrañada:
–¿Mi hermana te mandó a traerme comida y bebida?
–Oui, madam. Bueno, me voy; prométame que se va a portar bien y que no va a hacer más tonterías, ¿oui?
–Te lo prometo, René –musita ella con dulzura–, y muchas gracias por desencadenarme.
–No fue nada. Mañana tempranito regreso. Buenas noches.
Ella no contesta, pero sigue agradeciendo con los ojos.
Rene Lamp sale del pasillo cerrando de nuevo la reja.
«Pauvre femme. Pobre mujer... A veces parece estar muy loca, pero a veces, como ahora, parece buena y tierna, sin rastros de demencia. ¿Por qué madam Zulma se ensañará así con ella?»
De pronto, sorprendido y asustado, el chef francés se inmoviliza en el penumbroso corredor.
«¡Mon Dieu! ¿Qué es esto? ¡Una reja cayó del techo y me cierra el paso!»
En efecto, inopinadamente, con sordo ruido, una verja de hierro ha caído del techo casi a los pies del viejo René impidiéndole seguir caminando. Desesperado y perplejo, sin saber que todo es obra de la encerrona que Doña Zulma le ha tendido, el francés trata de mover la reja de acero, pero sus esfuerzos resultan inútiles. Sintiendo que el pánico y la desesperación se apoderan de su ánimo, da media vuelta y trata de volver sobre sus pasos, pero otra reja cae del otro lado y lo aprisiona en un espacio de menos de tres metros de largo por dos de ancho. El infeliz, aterrado, sólo acierta a gritar con loco desespero..., pero nadie, salvo quizá la demente Violeta, puede oírlo...
En otra parte de la Posada, Isidoro Fuentes camina por un pasillo buscando al Detective Miguel Briceño.
«No, qué va... Tengo que hablar muy en serio con el Comisario. Si seguimos en esta condenada casona, esa pobre muchacha va a terminal mal; esa pensadera en toda esa guarandinga del fantasma asesino la tiene enferma... ¡Hey! ¿Y eso...? Ahí hay un cristiano tirao en el piso... ¡Pero si es Tito el cubano... ¡Y como que está muerto!»
Episodio XVI
El salvador de René Lamp
–¿No vas a contestarme, Moisés Rojas? –apremia el Detective Briceño.
El coleccionista sonríe, cómplice.
–¿Cuál es el dramatismo, vale? En realidad salí a tomar un poco de aire.
–Ah, claro –replica–. Tomar aire en este lado de la casa, tan lejos de tu habitación, y encima, herido. ¿Y desde cuándo para tomar un poco de aire fresco hace falta un transmisor de radio?
–Mira, Briceño, en realidad no soy joyero.
–¿En serio? –sonríe, burlón.
–Escucha, mi pana –dice con cálido acento el otro–, lo que voy a decirte tiene que ser un secreto entre los dos, porque si se llega a saber, mi vida corre peligro, y no es broma.
–¡Comisario Briceño, Comisario Briceño! –grita, acercándose y resoplando, Isidoro Fuentes.
–¿Qué pasa, Isidoro?
–¡Chamo, se echaron al pico a Tito el cubano!
–¿Qué?
–Sí; lo encontré por allá, tirao en el piso, desangrao.
–¿Desangrado? –dice casi para sí mismo el Detective, barajando un repentino presentimiento–. ¿Con una herida en un costado?
–Ajá –confirma el viejo–; en el costao del medio.
–¿Cómo que en el costado del medio, chico?
–¡No me hagas caso; estoy nervioso de los nervios!
Moisés Rojas y Miguel Briceño se miran, penetrados por la misma idea.
–¿Estás pensando lo mismo que yo, Moisés Rojas?
–No es descabellado, hermano –replica el coleccionista.
–¡Isidoro, llévanos dónde está Tito, pronto!
La lluvia sigue cayendo con inusitada furia sobre la jungla, como si toda aquella inmensa y oscura vida verde estuviera sedienta desde la creación del mundo.
En el extremo sur de la Posada del Pirata, Mateo (autoproclamado el Rey del Disfraz) ha conseguido llegar hasta la habitación de su madre y allí despojarse del hábito de Monje Chino. Ambos se ocupan ahora de su herida, que, al parecer, no reviste mayor gravedad. Doña Zulma no cesa de recriminarle su actitud.
–¿No te dije que no fueras tan confiado con ese hombre? ¿No te dije que era peligroso? ¿No te dije que tu arrogancia te iba a echar una broma...?
–Basta, madre. Fue sólo un golpe de suerte de ese tipo.
–¿Un golpe de suerte y casi te mata?
–¿Quieres terminar de curarme y cerrar la boca?
–Y además –continúa la urraca, sin prestarle atención–, ¿qué necesidad tenías tú de ir a asaltar a ese hombre a estas horas?
–Ya te dije que no fui a asaltarlo... Ni siquiera sabía que estaba ahí. Fui a investigar la sombra que habíamos visto en el lado oeste.
–Humm –hace Doña Zulma–... La herida no es muy grave, pero no sé si podrás asistir a la cita que todos tenemos ahora antes de las doce en el salón principal.
–Claro que podré –hace una mueca Mateo, burlón–; lo que no te he dicho es que ya me ocupé de que, sí descubren mi herida, no sospechen solo de mí.
–¿Cómo es eso?
–Cuando escapaba me crucé con el guardaespaldas de Mercedes y lo herí en el mismo sitio en que el policía me dio a mí; ahora ya somos dos los sospechosos de ser el Monje Chino asaltante.
Una risa cascada, seca, raquítica celebra lo hecho y dicho por el falso bobo.
–¡Jijiji, brillante, hijo, brillante!... Bueno, ya está; ponte la camisa. ¿Hiciste lo que tenías que hacer con el viejo René?
–Sí, madre –contesta, fastidiado–. Lo seguí sin que se diera cuenta. Está abajo, en el último sótano, encerrado entre dos rejas laterales, y a menos que conozca los planos secretos de esta casa no podrá escapar de su prisión.
–Muy bien, hijo. Si lo logra, sabremos que él es el ladrón y el impostor.
–Ahí está el pobre Tito.
–Ni tan pobre, Isidoro; recuerda que Tito es bastante agresivo.
–Era, Comisario, porque ya peló gajo.
–No –niega Moisés Rojas, que se ha agachado junto al cuerpo desvanecido del cubano–. Este hombre no está muerto. Sólo perdió el conocimiento.
–¿No ha estirao la pata? –se sorprende el exinspector–. ¡Pero si yo me agaché y lo toqué y es-
taba más frío que hallaca en enero!
–Pero no está muerto –confirma Moisés Rojas–; solo herido en el costado izquierdo.
–Vamos a llevarlo a su habitación –insta el Detective Briceño–. Este tipo muy bien puede ser el resbaladizo Monje Chino. Hasta ahora es el sospechoso número uno.
Una vez que han traslado al voluminoso individuo y mandan a Isidoro a buscar al doctor Facundo Ontiveros, Miguel Briceño y Moisés Rojas hacen beber al cubano un largo trago de brandy, lo que le hace recuperar el conocimiento entre tosidos y quejidos.
–¡Ayayayyy...! ¡Madre mía! ¿Qué me pasó, mulatos? ¡Uuuuffff...!
–Eso es lo que nos tendrás que explicar, Tito –dice, seco, el Detective.
–¡Caballero, me metieron un plomazo! ¡Aahh!
–Tómatelo con calma, Tito –insiste Miguel Briceño–. Estás en problemas.
–Yo no sé de qué hablan ustedes, pero sí quiero saber quién me hirió tan cobardemente... ¡Aaahh!
–Mientras más te muevas, más te dolerá, así que permanece quieto, y contesta: ¿cómo recibiste esa herida?
–Alguien que no pude ver me hirió a traición.
–¡No te creo! –dice, impetuoso, el Detective.
Moisés Rojas, que ha estado callado observando las reacciones del gigantón, interviene.
–Briceño, yo le creo.
–¿Por qué?
–Acabo de pensarlo. Si él fuese el Monje, herido como estaba es difícil que tuviera tiempo de cambiarse de ropas y luego fingirse desmayado.
–Puedes tener razón –acepta el Detective–. Comprobemos si su camisa tiene el agujero de la bala... Sí... Tito fue herido con esa ropa puesta, por lo tanto no puede ser el Ladrón del Disfraz, a menos que llevara encima la otra ropa, lo cual es bastante improbable–confirma, y acordándose, extrae de un bolsillo la joya que encontrara persiguiendo al pirata asesino–... Veamos si puede ayudarnos con esto. Tito, observa con cuidado este arete y dime si por casualidad conoces a su dueña.
–A ver, mi sangre... Sí. Claro. Ese zarcillo es de mi patrona Mercedes.
–¿Qué es eso del zarcillo, Briceño? –pregunta, desconcertado, el coleccionista de joyas.
–Luego te explico, Moisés. Por ahora sólo puedo decirte que ambos criminales están acorrala-dos: el Ladrón del Disfraz será aquel de los huéspedes que tenga una herida de bala en un costado, parecida a la de Tito, y el fantasma asesino no es otro que Mercedes Irrazí.
–¿Qué? –salta el gigante, hecho un basilisco–. ¿Tú te volviste loco, mulato?... ¡Oouuu!
–Tranquilo, cubano –aconseja con tono sereno pero seco Miguel Briceño–, o te sangrará más esa herida. Además, no debes estar muy limpio de culpa que digamos. ¿Quién nos dice que tú no eres cómplice de tu patrona en los crímenes cometidos aquí?
–¡Tú estás de manicomio, mi hermano! –sentencia el cubano, sorprendido y dolorido.
–Ven, Moisés –invita el Detective privado–, hablemos allí en el pasillo.
Siempre pendientes de la reacción del hercúleo negro, los dos hombres salen de la habitación y conversan en el corredor.
–Confía en mí, Moisés –pide Miguel Briceño–. Luego te lo explicaré todo. Quiero desenmascarar al criminal delante de todos cuando nos reunamos en el salón dentro de un rato.
–¿Y si Tito le avisa y se nos escapa el fantasma? –observa el coleccionista en voz baja.
–Tranquilo. Dejaré a Isidoro vigilando, aunque con ese tiro en el costado no creo que quiera agitarse mucho.
–¿Quién crees que le haya disparado?
–El Monje, cuando huía de nosotros.
–¿Para confundirnos?
–Sí –afirma, rotundo, el Detective–; es mucha casualidad que la herida de Tito sea justo en el costado izquierdo, o sea, donde yo herí al choro. Claro que también es posible que el cubano le saliera al paso e intentara cortarle la retirada y el asaltante le disparó.
–Sí, es posible –concuerda el otro, pensándolo–. Bueno, voy a mi cuarto a descansar un poco. ¿Le dirás a Mercedes que su... protector está herido?
–No... Nos vemos ahora en el salón grande.
Tan rápidamente como llegara, la tormenta se va. Un océano de sombras se apodera de la tenebrosa Posada del Pirata, sólo penetrado por aquellos rincones específicos en los que la amarillenta claridad de las bombillas miserables se atreve. La noche de la jungla y sus misterios, sus indescifrables voces, parecen incrementarse con la huida de los rayos, los truenos y la lluvia.
En el último sótano de la enorme casona, el francés René Lamp, incapaz de soportar el horror que significa quedarse encerrado entre los muros y aquellas dos rejas en medio de las penumbras, se ha desmayado de miedo. Entonces, por entre las sombras del pasillo, una horrenda figura se aproxima. Es un ser avernal, de pesadilla que, cauteloso, se detiene a la altura de la reja más alejada del calabozo donde se encuentra la infeliz loca Violeta. Sus ojos, inyectados en sangre, contemplan en silencio el desmadejado cuerpo del viejo francés. Si el desvanecido mayordomo de la posada despertara en este momento es probable que muriera de un ataque al corazón al ver frente a él al Fantasma del Pirata asesino, pues es ésta la aparición que ahora observa con detenimiento a René Lamp, como debatiéndose entre dos resoluciones encontradas.
El fantasma lleva en la desmelenada cabeza un tricornio de pirata y un sable en bandolera. Entonces, se retira unos pasos de la reja, se acerca a un muro cercano, oprime suavemente una de sus piedras y ésta se corre hacia un lado dejando al descubierto un tablero de mandos con varios botones. Sin dejar de vigilar el desvanecido cuerpo del chef, el enmascarado pirata aprieta uno de los botones y de inmediato, con sordo rumor, una de las rejas que aprisionan al hombrecillo se incrusta en el techo y en él desaparece. Luego el monstruo hace lo mismo con otro de los botones y la segunda reja desaparece también en el techo, liberando al prisionero.
El engendro se acerca al cocinero, comprueba que sigue sin sentido, se agacha y se lo echa al hombro, perdiéndose luego entre los penumbrosos vericuetos del sótano.
Episodio XVII
El ultimátum del Pirata asesino
–¡Madre, mira esto! –dice con viva excitación el falso bobo Mateo entrando como una tromba en la suite de la vieja urraca con un paquete en las manos.
–¿Qué es eso, hijo, qué ocurre?
–¡Mira! ¡El disfraz de Turco!
–Ya veo. ¿Dónde estaba?
–Cuando entré en mi habitación, lo encontré arriba de mi cama. Tenía esta nota pegada. Lee...
–A ver –curiosea la urraca, y lee en voz alta–: “Al Ladrón del Disfraz y a su madre: será mejor para ambos que me entreguen las piezas de la colección de Los Tres Gloriosos Caciques que reposan en su poder. No quiero hacerles daño. Lo único que deseo son las estatuillas. Ya salvé una vez al Ladrón del Disfraz de caer prisionero en las manos del Detective, pero igual puedo quitarle la vida si se niega a mis deseos..., y lo mismo va para la señora Zulma. Como ven, ni esta casa ni sus habitantes, incluidos ustedes, tienen secretos para mí. Esta noche alguien morirá... y podría ser uno de ustedes.”
–Como puedes ver –acota Mateo– no tiene firma, sólo la imagen borrosa de la cabeza de un pirata.
–Sí –dice ella, sin quitar la vista del papel, una honda arruga de preocupación en la frente–. Es evidente que se trata del Pirata.
–Y creo que no bromea, madre.
–No, no bromea. Y sabe todo de ti y de mí, según parece.
–Eso es lo que no puedo entender y lo que me saca de quicio. ¿Cómo carrizo supo que yo era el Ladrón del Disfraz? ¿Cómo supo que nosotros tenemos dos piezas de la colección? ¿Quién es ese maldito Fantasma del Pirata? –se exalta el falso bobo, y lanza un quejido de dolor.
–No te alteres así, Mateo; recuerda que estás herido.
–Es que me pone frenético que ese asesino, sea quien sea, sepa todo sobre nosotros y nosotros no sepamos nada de él.
–Y esta nota no es ninguna pista –asiente la vieja urraca–... Cualquiera pudo hacerla.
Largo silencio salpicado de voces selváticas nocturnales que por las ventanas se cuelan.
Mateo va a servirse un vaso de agua. De sus facciones ha desaparecido todo rastro de burla o ironía.
–¿Quién puede ser, madre? ¿Crees que sea el viejo René Lamp?
Doña Zulma se encoge de hombros.
–Tal vez. En todo caso, está encerrado en el último sótano, sin posibilidades de escape. Si lo hace, sabremos que él es el asesino.
Unos toques en la puerta de entrada a la suite les hacen mirarse, alertas.
–Cuidado hijo –apunta la vieja en un susurro–; nadie debe darse cuenta todavía de tu herida... ¿Quién es...?
–Soy yo, madam –dice una voz respetuosa desde el pasillo–. René Lamp... ¿Puedo pasar?
–¿Qué diablos está ocurriendo aquí, madre? –silabea Mateo con gesto fiero–. ¿Cómo puede ser ese maldito viejo?
–Tranquilo –recomienda la urraca con un ademán–, pronto sabremos la verdad –y autoriza, levantando el tono–. Adelante, está abierto.
Tras unos segundos penetra el hombrecillo en la alcoba. Lo miran madre e hijo buscando un rastro que les aclare la confusa situación, pero el viejo luce casi como de costumbre, aunque no les mira a los ojos.
–Con permiso... Perdonen que los moleste pero ya casi todos están en el salón, esperando. Pensé que sería bueno avisarles.
–Ah caramba, gracias, René –dice la vieja, envarada.
Lucen nerviosos y tensos los rostros de madre e hijo. Mateo está casi seguro de tener enfrente al asesino que mata cuando se escucha el rugido del Pirata. El falso bobo está a punto de enderezarse, dejar de fingir y lanzarse sobre el viejo y obligarlo a confesar la verdad, pero ante una dura mirada de su madre, se contiene.
René, por su parte, permanece con la cabeza gacha, los ojos sobre el piso. Doña Zulma, sin perder la compostura, pregunta, en un tono que quiere ser normal:
–¿Le llevaste la comida a mi hermana, como te pedí?
–Oui, madam.
–je, je –ríe el falso bobo, aguantándose a duras penas–... René, ¿y no te pasó nada? ¿No te salió ningún espanto, je, je?
Ahora sí, por primera vez desde que entrara, el cocinero francés levanta la vista y la clava con fijeza en el rostro expectante de Mateo.
–¿Por qué me preguntas eso, Mateo?
–Je, je... Por nada... Como todo el mundo dice que aquí espantan, je, je, a lo mejor a ti te asusta-
ron en esos sótanos, je, je, porque te veo muy pálido, Renecito.
–Bueno, bueno –interviene la urraca–, no hay que hacer mucho caso a lo que dice la gente, Mateo... René, ¿cómo está Violeta? ¿Se quedó tranquila? ¿No notaste... nada extraño?
–Disculpe, madam, no entiendo.
–Te pregunto si... si Violeta se quedó tranquila...
Vuelve a hurtar la mirada el francés:
–Muy tranquila. Todo está bien.
–Bueno. Ve y dile a todos que dentro de unos minutos estaremos allá.
–Oui... Permiso.
René Lamp se va otra vez mirándose la punta de los zapatos. Cuando ha salido, el falso bobo estalla:
–¡Marico viejo de mierda! ¡Él es el asesino, madre! ¡Tiene que ser él!
–Sí –afirma Doña Zulma, pensativa y convencida–. Pienso lo mismo, pero tenemos que andar con mucho cuidado; pronto lo tendremos en nuestras manos, no te preocupes. Ahora vamos al salón... ¿Esa es la camisa agujereada?
–Claro –chasquea la lengua el falso bobo–. No te preocupes, madre. A las doce, el Fantasma del Pirata asesino me herirá en el costado izquierdo, ja, ja...
–Muy bien señores, su atención, por favor –pide el Detective Miguel Briceño desde el centro del salón principal del hospedaje–... Faltan cuatro minutos para las doce y no estamos todos... Faltan Mateo, Doña Zulma, don Yilberto y el doctor Ontiveros... Espero que antes de la medianoche todos estemos aquí, porque de lo contrario...
–Un momento, señor Detective –interrumpe el cocinero francés recostado de una de las pare-des–, aquí falta alguien que usted no mencionó.
–¿A quién te refieres, René?
–A la señora Violeta, la hermana de la patrona.
En este momento se oye el taconeo, el bastón y la voz de la vieja urraca entrando al salón.
–No fastidies, René. Sabes muy bien que mi hermana está encerrada y enferma de la cabeza.
–Bueno, Doña Zulma –advierte la bella pelirroja Mercedes Irrazí–, pero tal vez no sería...
Pero no tiene tiempo de terminar su frase. En medio de la repentina oscuridad, alguien grita:
–¡Se fue la luz!
En segundos se oyen voces de alarma, alboroto y confusión. El Detective Briceño trata de preservar el orden:
–¡No se separen, no se separen! ¡Que no salga nadie del salón! ¡Permanezcan juntos!
Entonces, para mayor espanto, retumba en las tinieblas el pavoroso aullido del Fantasma del Pirata. Unos intentan encender fósforos, otros linternas de celulares, yesqueros. Una voz serena algo alejada clama:
–¿Qué pasó aquí? ¿Estamos todos?
–¿Quién es? –grita Briceño–. ¡Identifíquese!
–¡Soy yo, Detective, el doctor Ontiveros!
–¡Acérquese al salón, pronto! ¿Qué pasa con una luz, señores?
Con los segundos crece la confusión. Don Yilberto vocifera, desde tres metros de distancia, que no puede orientarse. Miguel Briceño le insta a acercarse al grupo como sea. El alarido del monstruo se vuelve a escuchar con aterradora cercanía; Isidoro Fuentes advierte a leco pelado que van a dar las doce y justo entonces comienzan las campanas del reloj principal a marcar la medianoche. Un grito de muerte cercano termina de desatar el pánico a pesar de los esfuerzos desesperados del Detective Briceño por controlar la situación; al unísono, retumba un disparo de revólver y Mateo se queja como si le hubieran herido en ese momento. Un grito estremecedor pone los nervios de punta:
–¡Aquiiiiiií, ayudaaaaaaa! ¡Mateo está herido! –aúlla, en su papel, la vieja urraca.
A una orden del Detective, como pueden, René Lamp e Isidoro Fuentes tratan de llegar a la cocina a buscar luces. Poco después retornan los dos viejos con linternas y teas...
–A ver –indaga Miguel Briceño–, ¿quienes faltan aquí?
–¡Todos, monsieur Briceño! –grita, haciendo un desplante femenino, el francés– : El señor Moisés Rojas, el docteur Ontiveros, don Yilberto, la señorita Mercedes, Tito el cubano, y Mateo y Doña Zulma, que están en aquel pasillo...
Siguiendo el plan preconcebido, el bobo Mateo se queja lastimeramente. Cuando acude a revisar la herida del recepcionista, una arruga de sospecha ensombrece la frente del Detective Briceño, pero nada dice de momento.
–¿Viste quién fue, Mateo?
–¡Ni que yo fuera puma para ver en lo oscuro, muchachito policía! ¡Aaaayyy, me duele!
–Doña Zulma –acota Briceño–, es urgente revisar qué pasó con la planta de energía eléctrica. ¿Dónde está el conmutador principal?
–En recepción, muchachito –dice el bobo, dolorido–... René sabe.
–René –pide el Detective–, ¿quieres por favor investigar qué pasó con la luz? A lo mejor no es nada serio.
–Oui, monsieur...
–¡Vengan todos! –grita una voz–. ¡Vengan por aquí!
–¿Qué sucede, doctor Ontiveros? ¿Dónde estaba?
–Escuchen –explica el médico, haciendo gestos nerviosos–: cuando se fue la luz me pareció ver una sombra que corría por este pasillo de aquí... Ahora vengan a ver lo que encontré... Vengan... Miren, ahí está don Yilberto... muerto.
En uno de los oscuros rincones de uno de los cuatro corredores que dan al salón principal de la casa está el cuerpo del infortunado don Yilberto Da Silva, el rico y viudo minero brasilero. Tiene el rostro contraído por una espantosa mueca de horror, como si antes de morir hubiese visto una aparición infernal. Un pequeño dardo amarillo sobresale de su cuello.
El Investigador Privado, arrodillándose junto al cadáver, lo examina.
–Parece un dardo envenenado con curare. Es evidente que el asesino usó una cerbatana para matar a este infeliz, y en ese caso...
–¿En ese caso qué, Detective? –interroga el médico al ver que no concluye la idea.
–En ese caso, doctor, ¡cualquiera pudo cometer el crimen!... En fin, regresemos al salón para que atienda a Mateo, doctor.
–¿Qué le pasó?
–Dice que lo hirieron.
Miguel Briceño habla en confidencia al médico:
–Quiero que examine bien su herida cuando repongamos la energía, y luego hablamos en priva-do, doctor Ontiveros.
Minutos después, de nuevo en el salón principal, repuesta la energía eléctrica y con casi todos los moradores presentes...
–¿Qué era, Rene?
–Nada, Detective. Alguien bajó los botones del conmutador.
–Lo supuse. El viejo truco –suspira Briceño–. Es evidente que usando una cerbatana como las de los indígenas, cualquiera pudo soplar ese dardo envenenado sobre don Yilberto y matarlo; después, aprovechando la oscuridad, el asesino arrastró el cuerpo hasta aquí.
–¿Con qué objeto? –quiere saber Doña Zulma.
–Para despistar, o para que no se descubriera el cadáver tan pronto.
–Pero el curare no es un veneno que se consiga fácilmente, Detective –aclara el doctor Ontiveros–. Tengo entendido que hay que saber prepararlo bien y...
–Doctor –dice Miguel Briceño con una sonrisa zumbona–, estamos en la selva amazónica, eso es producto de uso corriente por aquí... De cualquier modo, señores –eleva el tono, con grave timbre–, este sigue siendo un asunto muy serio. El Fantasma del Pirata asesino se burló una vez más de nosotros, a pesar de las precauciones que tomamos, y si bien todos somos sospechosos, más lo son los que faltan del grupo en este momento.
–¿Se refiere a la señorita Mercedes y al señor Moisés Rojas?
–Usted lo da dicho, Doña Zulma.
–¿Sospechoso de qué soy yo, chico? –reclama con sequedad el coleccionista de joyas, entrando al salón.
–¿Dónde andabas? ¿Por qué no estabas aquí con los demás?
–Porque en el momento en que escuché el rugido del Pirata, me pareció ver una figura con una capa rojinegra que corría veloz por ese pasillo de allá, así que fui tras ella, pero logró escapar.
Un destello de recelo se aposenta en la negra mirada del Detective indígena.
–¿Viste al fantasma cuando huía?
–No dije que fuera el fantasma –responde–. Dije que vi a alguien que vestía una capa y que arrastraba el cuerpo de don Yilberto; creo que debido a que yo lo perseguía, dejó el cadáver allá.
–Parece razonable tu explicación –tiende puentes el Detective Briceño–. Doctor Ontiveros, por favor, ¿quiere encargarse del cuerpo del pobre don Yilberto? Isidoro le ayudará.
–Por supuesto, Detective.
–Bueno –suspira Miguel Briceño luego que los otros dos han salido–, ahora veremos qué dice Mercedes Irrazí.
La bella pelirroja, que entra seguida de Tito el cubano, alcanza a oír su nombre y se aproxima.
–¿Sobre qué, Detective?
Miguel Briceño la observa y la tutea sin rodeos, inquisidor:
–Observa bien este arete...
–¡Oye, eso es mío! ¿Cómo es que lo tienes tú?
El Detective alza un poco el tono.
–¡Este arete, compañeros, se le cayó al Fantasma del Pirata cuando yo lo perseguía! ¿Cómo explicas eso?
Un coro de murmullos inquietantes se deja escuchar en el salón. La hermosa pelirroja no parece nerviosa sino indignada.
–¿De qué estás hablando?
–Yo sólo quiero aclarar las cosas, Mercedes. Fíjate: el asesino que se disfraza como el Fantasma del Pirata fue a la habitación de mi novia Aura Marina quién sabe con qué intenciones; luego huyó hacia la parte posterior de la casa, yo lo perseguí, pero escapó en medio de la lluvia luego de saltar del muro; en la carrera se le cayó este zarcillo sin darse cuenta; esa persona, hace rato, mató a don Yilberto Da Silva disfrazada de Fantasma del Pirata usando una cerbatana india... Mercedes, te pregunto, ¿acaso te perdiste un rato para cambiarte de ropas y despistar a todos?
Todos los rostros, tensos, esperan la respuesta de la pelirroja de ojos esmeralda. Ella los clava en el Detective indio y suelta, con un dejo burlón:
–Deberías ser novelista en vez de Investigador Privado. Tienes mucha imaginación. ¿Me estás acusando en serio de ser el Fantasma del Pirata asesino, Detective Briceño?
–Explícame por qué este zarcillo tuyo se le cayó a ese enmascarado cuando yo lo perseguía...
–¡Y yo qué sé! –responde de mala gana con un destello de impaciencia en las radiantes pupilas–. No cargaba esos zarcillos esta noche, y puedo probarlo. En la tarde le dije a Doña Zulma que uno de esos aretes se me había perdido sin saber cómo ni dónde. Son muy valiosos y los quiero mucho y por eso me di cuenta; incluso le comenté a ella que me los había regalado una persona que ella conoce, ¿no es cierto, Doña Zulma?
–Es cierto.
–¿Por qué te ausentaste de este salón cuando hubo el apagón?
–Por el apagón. Guardaba en mi alcoba estas dos potentes linternas de caza, pensé que harían falta aquí y le dije a Tito que me acompañara a buscarlas.
–La verdad es que –alza el tono Moisés Rojas– cualquiera pudo disparar ese dardo envenena-do a la garganta de don Yilberto, guardar la cerbatana o deshacerse de ella, aprovechar la confusión del apagón para arrastrar el cuerpo hasta el rincón y luego reunirse con los demás.
–Estoy de acuerdo –dice el Detective Briceño–, pero ¿por qué herir al pobre Mateo, para qué?
–Bueno, eso no lo entiendo, no encaja, pero por lo demás cualquiera de nosotros pudo hacerlo también aprovechando la oscuridad.
–Sí –lo mira el Detective–; cualquiera, incluso tú, Moisés Rojas.
–Correcto, pude ser yo, pero también pudiste ser tú.
–Je, je –ríe el bobo–... Claro que sí, pudo ser el muchachito Detective, o pude ser yo mismo también, je, je... ¡Ooouuu, aayyaaaayy...!
–No digas tonterías, hijo. Si hay alguien aquí que está libre de toda sospecha, eres tú.
–Yo no diría eso, Doña Zulma –repica el Detective–. Tal como están las cosas, debemos sospechar de todos, incluyendo a Mateo.
–E incluyendo a su hermana Violeta, Doña Zulma –agrega la pelirroja Mercedes.
–¡Es cierto! –aprueba el Detective–. La señora Violeta es el único habitante de la Posada que no ha venido al salón. ¿Dónde está su hermana, Doña Zulma?
–Abajo. Encerrada en un calabozo. Ella no pudo ser.
–¿Y cómo sabe usted que ella sigue en ese calabozo? ¿Ya lo comprobó?
–Pues no, pero René la encerró allí y ella no tiene llave de las cadenas que...
Pero el Detective no la deja concluir:
–¡René, vamos abajo! ¡Llévanos al calabozo donde encerraste a la señora Violeta, pronto!
Sin perder un segundo, Aura Marina, Isidoro, Doña Zulma, Moisés Rojas y el Detective Briceño siguen al cocinero francés hasta el sórdido calabozo en el que la vieja urraca mandara a encerrar a su demente hermana.
–Es aquí.
–¡Dios mío! –se estremece Aura Marina Saavedra– ¡Qué sitio tan horrible, tan frío, tan solo!
–La verdad es –exclama Isidoro Fuentes– que esto es más feo que una miss Venezuela sin dientes.
A lo que replica la vieja urraca, con desdén:
–Pues es el único lugar en que mi pobre hermana está segura. Recuerden todos ustedes que es muy peligrosa.
–Aunque así sea –interviene otra vez Aura Marina, reprobadora–; estas mazmorras son demasiado sombrías; es inhumano encerrar a alguien en un lugar así.
–Abre la puerta de una buena vez, René –ordena la vieja.
–Oui, madam.
Apenas termina de abrir la reja el hombrecillo cuando una sombra brota del fondo y se escapa en las penumbras dando alaridos demenciales.
–¡Dios mío, pobrecita, vale! –se conduele Aura Marina.
–¡Atrápenla! ¡Se escapa! –ordena Doña Zulma.
–¡Violeta, espere...! –grita el Detective, e intenta seguirla pero da un traspiés que alarma a su novia.
–Mi amor, ¿qué te pasa?
–No es nada, Aura Marina, no te preocupes –dice, dolorido–... El tobillo lastimado, pero no es grave... Me repongo enseguida... ¡Ayúdenme, Isidoro, Moisés, vamos tras ella!
Episodio XVIII
El Príncipe y su Princesa
En la otra jungla (la de cristal y concreto), lejos de la frontera y de supersticiones indígenas y de asesinos fantasmales enmascarados, en la chispeante pero no menos peligrosa capital venezolana, la noche es joven... Los noctámbulos pasean sus penas y sus alegrías efímeras por las calles huérfanas de afecto y se infiltran en los centros nocturnos como topos sin madriguera.
En la suite presidencial de uno de los más prestigiosos hoteles caraqueños tiene lugar una anima-da celebración.
–Ah, ja, ja –ríe con mesura un hombre con barba y turbante–... Nuestro pequeño y humilde festejo ha sido todo un éxito, ¿no es así, Mohamed?
–Así es, su Excelencia– contesta el sirviente–. Hasta ahora, todo va sobre ruedas.
–Lo importante es que mi pequeña Saraí esté contenta, ¿no te parece?
–Desde luego, su Excelencia. Estoy seguro de que la princesa Saraí está dichosa con esta celebración.
–Eso es todo lo que le pido a Alá, Mohamed: que mi pequeña se sienta hoy más feliz que nunca.
El “pequeño y humilde festejo” a que ha aludido el Príncipe Alí Farat Yeht es en realidad una celebración digna de un cuento de las mil y una noches.
El piso y las paredes de la suite están cubiertos por finísimas alfombras persas legítimas, de variados y encendidos colores, proporcionadas por la servidumbre del Jeque; las copas y cubiertos que usan los comensales son de la más pura plata y del más bruñido cristal de bohemia; la mejor y más cara champaña pone su burbujeante alegría en los ojos y en el ánimo de los invitados. Se han servido hasta el hartazgo platos y postres de las más variadas gastronomías... Seis músicos con cítaras e instrumentos típicos libaneses desgranan sus alegres notas para que dos bellísimas danzan-tes orientales muevan las caderas y los hombros acompasadamente, seguidas por las miradas y los deseos de los invitados occidentales.
Una esplendente, hermosísima muchacha vestida a la usanza árabe tradicional en sus bailarinas es asediada en un rincón por cinco galanes criollos que se desviven por complacer sus más peque-ños antojos: es Saraí, la única hija del Príncipe Alí Farat Yeht, en cuyo honor su archimillonario padre da la fiesta oriental.
El Príncipe, acompañado como siempre por su sombra y secretario privado Mohamed Abá, no oculta la satisfacción que le produce contemplar a su hija Saraí contenta, asediada, atendida y complacida por todos los hombres jóvenes asistentes al convite.
El Príncipe Alí es un hombre fuerte, alto, fornido, de ojos negrísimos que taladran al mirar y nariz austera, arqueada. Luce barba y bigotes rasurados con esmero y las ropas que se estilan en su tierra. Su hombre de confianza, Mohamed Abá, lleva traje y amplio turbante árabe.
La escultural y bella Saraí, con sus enigmáticos y resplandecientes ojos gris plata fulgurando de felicidad, se desprende de sus admiradores y se acerca a su padre.
–Se te ve feliz, padre mío –le dice, en libanés.
–¡Gracias sean dadas a Alá por ello! ¿Y tú, gacelita mía, estás contenta?
–Mucho, padre; creo que esta es la mejor fiesta que me has dado en la vida.
–Me alegra oírte decir eso, querida mía. Por un momento tuve el temor de que por encontrarnos fuera de nuestro país no pudiera yo celebrar tu cumpleaños como de costumbre, y no sabía si sería buena idea hacerlo en tierra extranjera.
–Pues es la mejor idea que has tenido en mucho tiempo; esta gente venezolana es muy alegre, muy cordial.
–Y muy enamorados sus hombres, ¿no es verdad? –agrega el Príncipe, con tono malicioso.
La sensual muchacha suelta una sonora carcajada.
–Es verdad, padre... ¡y me encantan!
–Anda, ángel mío –ríe también el Jeque–... Sigue disfrutando, pero recuerda que mañana temprano debemos viajar.
En la celda de donde ha huido Violeta, Doña Zulma y Aura Marina Saavedra esperan en silencio, hasta que la muchacha posa su dulce mirada castaña en el apergaminado semblante de la dueña y señora del hotel y comenta, para romper el incómodo silencio:
–Pobrecita la señora Violeta. Han tardado mucho buscándola. ¿Será que no la encuentran?
–Estos sótanos son laberínticos –murmura la urraca.
–¿Y de qué se puso ella así, mal de la cabeza, ah Doña Zulma?
Otro largo silencio. Luego la vieja suelta la confidencia, apenas audible:
–A mi pobre hermana la vida la castigó muy duro, Aura Marina.
–Sí, me imagino, porque para que una persona se ponga así –dice con ternura. Y luego pide–: ¿Me puede contar un poco de esos hechos, Doña Zulma, si no es indiscreción pedírselo?
–Esas son cosas de familia y a nadie –contesta, hosca, pero luego calla de súbito y el resto de la insolente frase muere en la boca de la amargada dueña del Posada del Pirata. Ella misma no podría explicarse qué le ha ocurrido al mirar los dulces ojos color avellana de Aura Marina Saavedra que le interrogan con ternura pero algo parecido a un remordimiento de conciencia ha sacudido su duro corazón. Su deseo más ferviente es mandar a la muchacha al diablo y gritarle que se ocupe de sus propios asuntos, pero no puede hacerlo, tanta es la dulzura que descubre en el fondo de estas pupilas, de este rostro de belleza serena.
Y he aquí que tal vez obedeciendo a un impulso largamente reprimido, rompiendo la gélida coraza que siempre usa para ocultar sus sentimientos, Doña Zulma baja la cabeza, mira hacia el piso y con voz queda, oscura de arrepentimientos, relata:
–...Hace años... bastantes años, cuando mi hermana Violeta y yo éramos jóvenes, había paz y felicidad en nuestra familia. Yo estaba enamorada de un muchacho muy apuesto y muy rico. Se llamaba Roberto Iriarte Mendoza, y era tal vez el hombre más buen mozo y adinerado de todo el pueblo. Íbamos a casarnos, pero yo tuve que ir con mi papá a Europa por dos meses, y... y cuando regresé... cuando regresé...
Se ha quebrado en un sollozo contenido la voz de Doña Zulma. La novia del Detective Briceño toma una de sus manos con gesto solidario.
–Continúe, Doña Zulma –susurra–. Las personas necesitamos desahogarnos alguna que otra vez, y tenemos que hacerlo hablando; esa es una de las cosas que nos diferencian de los animales. Continúe, por favor...
–Sí –dice la urraca, conmovida, ahogando otro sollozo y rescatando su mano de entre las de la joven–. Cuando regresé de Europa, Roberto, mi prometido, y mi hermana Violeta ¡se habían casado!
–¡Oh, Dios mío, qué decepción!... ¿Y qué pasó después, Doña Zulma?
–¿Después? –la vieja dama abre los ojos y parece regresar desde muy lejos–. Nada. Fingí que aquello no me había afectado y les deseé muchas felicidades..., ¡pero me afectó, me afectó tanto que a los dos meses me casé con Carlos, un hombre a quien no amaba, sólo para demostrarle a Roberto que no me importaba lo que había hecho!
Otro larguísimo silencio. Aura Marina permanece muda, expectante. Doña Zulma prosigue al fin.
–Al año, Violeta dio a luz una hermosa niña.
–¿La señora Violeta tuvo una niña? ¿Y dónde está?
–Se llamaba Rebeca. Ahora tendría más o menos la edad suya, Aura Marina.
–¿Qué le pasó?
–Murió a los diez años de su edad, al caer de un caballo.
–¡Oh!, pobre señora Violeta. ¿Y solamente tuvo esa hija?
–Sí. Ella tuvo a Rebeca y yo tuve a Mateo. Cuando la niña sufrió el accidente y murió, Violeta
comenzó a dar muestras de desquiciamiento. Pocos meses después murió Roberto, su esposo, mi antiguo novio, y entonces enloqueció por completo.
–¡Pobrecita! En realidad no era para menos, ¿verdad? Ahora entiendo por qué se comporta así. ¿Y qué ocurrió con el esposo de usted, Doña Zulma?
–¿Con Carlos? ¡Puaff! –hace con desprecio la urraca, recobrando su coraza de siempre–, era un borracho y un pendenciero. Lo mataron un día en una pelea callejera. ¡No valía nada!
–¿Y de qué murió Roberto, el esposo de la señora Violeta?
Una sombra de indecisión empaña un momento las toscas facciones de la vieja.
–Murió... de una terrible enfermedad.
–¡Mientes, asesina! –restalla una voz bronca, acercándose.
Aura Marina y Doña Zulma se sobresaltan. La orate hermana de la dueña de la Posada está de regreso y avanza a grandes pasos por el penumbroso pasillo con el rostro descompuesto por una mueca feroz.
–¡No es cierto que mi marido muriera de una enfermedad! Sabes muy bien que mi esposo murió asesinado. ¡Tú lo mandaste a matar, para robarlo!
–Violeta, ya basta. Entra en tu cuarto, anda.
–¿Mi cuarto? –ironiza, y se carcajea con largueza–. Que diplomática eres, hermana. ¿Llamas cuarto a esa fría mazmorra llena de ratas y cucarachas? –y de pronto se abalanza sobre la otra, fiera y vengativa–. ¡Tú serás la que ocupe ahora ese cuarto, hermanita!
Por fortuna para Doña Zulma, en ese momento retornan de su búsqueda el Detective Briceño y los demás e impiden que la loca agreda a su hermana, pero la enferma sólo se calma cuando Aura Marina le aconseja con ternura:
–¡Tranquilícese, por favor, señora Violeta, para que no la vuelvan a encerrar en ese horrible calabozo!
El cambio es radical. Su semblante se dulcifica y su odio se apacigua. Sus hermosos ojos color mora no se apartan de las bellas facciones de la rubia novia del Detective.
–Tú eres... ¿Quién eres tú, hija? ¿Cómo te llamas?
–Aura Marina... Soy Aura Marina...
–¡Aura Marina! ¡Qué nombre más hermoso tienes, hija! –y luego, con tono confidencial–. Yo también tengo una hija, ¿sabes? Se llama Rebeca, y es tan linda como tú...
Poco a poco, con inteligente persuasión, Aura Marina y su novio consiguen que Violeta acepte entrar de nuevo a su miserable celda.
Cuando abandonan el tétrico lugar, el Detective indaga:
–¿De qué hija habla? ¿Tiene una hija?
–Tuvo –informa Aura Marina en voz baja–. Ahorita te cuento. ¿Cómo está tu tobillo?
–No es mal de morirse, no te preocupes.
Ya la mayoría de los invitados al convite del misterioso Jeque Alí Farat Yeht se han marchado. Sólo queda alguna que otra pareja abrazada bailando al compás de la lánguida melodía oriental que interpreta la banda. La legión de criados se ocupa de limpiar las mesas y llevarse los restos de comida y bebida. La hija del Jeque, la bellísima princesa Saraí, baila con uno de los tantos jóvenes que la han asediado toda la noche.
De pronto, los músicos, a una señal del Jeque, dan por concluido su trabajo y abandonan el salón en silencio. El Príncipe, con una amplia sonrisa, siempre seguido de su eficiente secretario Mohamed Abá, se acerca a su hija.
–Mi pequeño pichón, ya está bien de fiesta. Es tarde y debes recordar que por la mañana tenemos que viajar.
–Sí, padre –dice la princesa, obediente. Su pareja abandona la estancia en silencio, junto a los pocos invitados restantes .
–Por cierto, Mohamed, amigo mío, ¿está todo listo para el viaje?
–Por supuesto, Excelencia. Podemos partir a la hora que su Excelencia lo disponga.
–Bien... Anda, preciosa, ve a tus habitaciones a descansar un poco.
–Sí, padre. Buenas noches a los dos...
Cuando la bella joven se ha marchado, el Príncipe, fatigado, se tumba en un sofá.
–Mohamed, sírveme un poco de coñac.
–¿Con cacao, Excelencia? –el Príncipe asiente.
Tras beber un largo trago, suspira, se incorpora del mueble y se acerca a observar las luces de la ciudad. Una extraña emoción relumbra en sus ojos oscuros.
–Mohamed, ¿cómo se llama ese lugar en la selva?
–Es un hotel. La Posada del Pirata.
–Humm –hace el Jeque, y vuelve a beber. Una leve amenaza vibra en su voz ahora–. Espero, por tu bien, Mohamed Abá, que sea cierto que la colección de Los Tres Gloriosos Caciques está allí.
–Según mis informantes, las tres piezas están en ese lugar, Excelencia.
–Pues más te vale, amigo mío –sonríe el Príncipe–. ¡Bebe conmigo!
El sol despunta y la vida que su calor despierta emerge vigorosa y retadora con su verdor y sus trinos en la inmensa selva amazónica.
En la Posada del Pirata, sus asustados usuarios aún no se reponen de la impresión causada por
la muerte del minero don Yilberto Da Silva. Una sensación de inseguridad, de solapada angustia cabalga por casi todos los rostros, que se miran unos a otros con desconfianza, con escamada suspicacia, temiendo que el otro sea el miserable enmascarado que mata sin piedad ni motivo aparente.
En el salón comedor de la hostería se reúnen, en mesas separadas, pequeños grupos que comen-tan en voz baja y temerosa los más recientes hechos.
En un extremo toman café Aura Marina Saavedra, Isidoro Fuentes, Moisés Rojas y el Detective Miguel Briceño; en otra mesa, la pelirroja Mercedes Irrazí, el doctor Facundo Ontiveros y Tito el cubano, algo repuesto del disparo que le infringiera Mateo; más allá lo hacen Doña Zulma y su hijo, también reponiéndose éste de la herida que se autocausara, todos atendidos por el diligente mayor-domo francés René Lamp.
–¿Quieres que te ayude, Renecito, je, je...? –ríe, gutural, el falso bobo Mateo.
–No, no, Mateo, merci. Estás herido, mon amí.
–Oye, a propósito, René –dice la vieja urraca en tono confidencial– ¿en serio no te sucedió nada extraño cuando bajaste a llevarle comida a Violeta anoche antes de la medianoche?
–Pues –susurra el francés, en el mismo tono–... Ya que lo menciona, madam, sí; me ocurrió una cosa muy rara.
–¿Qué cosa?
–Verá... Cuando salía de la celda de la señora Violeta, ¡cayó una reja del techo y me cortó el paso; quise retroceder y entonces cayó otra reja y me dejó encerrado!
–¿Ah sí? Qué extraño, no... ¿Y qué pasó después?
–¿No me cree, madam?... ¿Después? No lo sé.... Me desmayé, y cuando recuperé el conocimiento, estaba acostado en el piso de la cocina. ¿Fue usted quien me salvó, madam?
La vieja urraca asoma la sombra de una sonrisa al apergaminado rostro:
–Pues claro, por supuesto, René... Verás, al ver que no subías, bajé a ver qué te había ocurrido, te encontré desmayado y te llevé a... a la cocina, pero no había nada de esas rejas que mencionas.
–¡Mon Dieu! ¿Me estaré volviendo loco, madam?
El doctor Ontiveros llama a René y evita así que Doña Zulma tenga que dar más falsas explicaciones. Cuando quedan solos en su mesa, se miran, desconcertados, madre e hijo.
–Este viejo zorro oculta algo gordo –murmura la vieja–, aunque creo que está diciendo la verdad en el asunto de las rejas.
–¿Pero entonces quién lo liberó? Yo no lo hice... y supongo que tú tampoco.
–Por supuesto que no. Sería la misma persona que robó los planos de la casa.
–¿Te refieres al Fantasma del Pirata?
–¿A quién más?
En la mesa en que están el Detective Briceño y sus amigos también se habla del mismo tema.
–Es obvio que esa pobre mujer no puede ser el Pirata asesino.
–¿La hermana de Doña Zulma? ¡Cómo se te ocurre, mi amor!
–Bueno, mami, tenemos que ir descartando nombres, pero no por sentimentalismo sino por lógica. La señora Violeta no es sospechosa de ser el Fantasma del Pirata ni el Ladrón del Disfraz porque no puede abandonar su celda, punto. Yo mismo examiné los candados. Ella no puede ser.
–¡Eso es correcto! –avala Isidoro Fuentes–. ¡Tá más encerrá que bóveda de banco suizo pues!
–Tampoco pueden ser el Fantasma el cubano Tito ni Mateo, porque ambos están heridos, aunque sí pudieran ser el ladrón disfrazado –comenta el joyero Moisés Rojas. Y agrega, mirando al recepcionista de reojo–. A mí esa herida del hijo de Doña Zulma me da muy mala espina.
–A mí también –concuerda el Detective.
–Bueno, sigue, mi amor –ruega Aura Marina, cariñosa.
–Ajá, nos quedan entonces Doña Zulma, la pelirroja Mercedes, el viejo René, el doctor Ontiveros y nosotros cuatro, por supuesto.
–De acuerdo –enumera el joyero–; ni el viejo René ni el doctor Ontiveros pueden ser el choro del disfraz.
–¿Por qué no? –quiere saber Isidoro Fuentes.
–Porque la noche que ese Monje Chino me hirió, mientras Briceño lo perseguía por los sótanos de la casa, tú me llevaste a un salón para que me curaran y allí estaban el doctor Ontiveros y el viejo René.
–Eso es correcto.
En este momento se escucha el ruido característico de un avión jet volando muy cerca de la Posada del Pirata. Isidoro Fuentes lo hace notar.
–Epa, oigan... Hay un avión volando bajito por aquí mismo...
–Entonces René Lamp no puede ser el ladrón –acota la bella Aura Marina–, pero sí el fantasma asesino.
–Ciertamente –apunta Miguel Briceño–; está en la misma condición que el doctor Ontiveros.
–¡Chamo –suelta Isidoro–, esto está más enredao que pelo de rastafari!
–Por cierto, Moisés Rojas –aprovecha el Detective, mirando de frente al joyero–, ibas a aclararme lo de tu trompo enrollao, ¿te acuerdas?
Una sonrisa de compromiso alumbra la faz del misterioso coleccionista de joyas.
–Claro, y para luego es tarde, como dicen los mejicanos, pero eso sí, les voy a pedir que...
Un alboroto de voces de alarma y sillas que ruedan con brusquedad le hacen callar. El potente
zumbido de las turbinas de la aeronave que sobrevuela la casa hace retumbar los viejos muros de la Posada del Pirata. Todos sus ocupantes se asoman a la terraza del comedor para observar su vuelo. El avión gira en círculos alrededor de la hostería, como buscando un lugar propicio para posarse.
–¡Mi amor, ¿cómo es posible?! –se alarma Aura Marina–. ¡Ese avión va a aterrizar casi enfrente de la casa...!
–¿Lo estará haciendo de emergencia? –indaga Isidoro.
–Puede ser... No creo que sea un vuelo chárter directo a este manicomio –comenta, mordaz, el Detective Briceño–. Hay que averiguar qué ocurre. Moisés, ¿podemos ir en tu camioneta hasta allá?
–Por supuesto. Vamos...
Episodio XIX
Las razones del Príncipe
Cuando Miguel Briceño, Aura Marina Saavedra, Moisés Rojas y el fiel Isidoro Fuentes llegan, en el vehículo del joyero, a poca distancia del claro selvático donde el avión ha aterrizado, se cruzan con Doña Zulma y su hijo Mateo, quienes han salido de las caballerizas del hotel en sendas monturas. El Detective aprovecha para zaherir un poco al falso bobo.
–Caramba, Mateo, te hacía en cama, descansando. No pensé que pudieras montar con esa herida en el costado.
–Jejeje –ríe, gafo–, me duele un poco, muchachito policía, pero yo soy un hombrecito valiente, ¿verdad, mamíta?
–Así es hijo, y eres muy desobediente también. Te dije que te quedaras en la cama, pero no haces caso.
–Es que quiero ver quién vino en ese avioncito tan bonito, mamita. ¿Tú crees que el chofer me quiera dar una colita en su avión, Isidorito?
–No sé, Mateíto –responde, incontinenti, el viejo–, pero no creo; ni que fuera un avioncito de parque de diversiones.
–Doña Zulma –dice Aura Marina, con su dulzura de siempre–, supongo que usted también siente curiosidad por conocer al propietario del jet y ese es el motivo de que esté arriba de un caballo. No sabía que supiera montar.
–Pues ya ve que sí, Aura Marina. En esta selva hay que saber hacer de todo para sobrevivir, y aún para vivir.
–¡Hey, miren eso! –dice con un dejo de desconcierto el joyero Moisés Rojas, señalando hacia donde el avión ha aterrizado.
–¡Madre mía, es increíble! –susurra Isidoro Fuentes.
–¡Todos blancos! ¡Qué belleza! –murmura, en el colmo del asombro, Aura Marina.
Abajo, en el espacio selvático elegido por el piloto para aterrizar, se ha abierto una compuerta trasera del avión y por una rampa alfombrada toda de rojo varios hombres vestidos a la usanza oriental están sacando hasta diez hermosos caballos albos, blanquísimos, de la más pura y fina raza árabe, y los van colocando junto a un suntuoso toldo que previamente han instalado cerca de una dorada y relumbrante escalerilla, como si de la nave fuese a bajar un rey de la más esplendorosa época antigua.
–¡Uuuufff! –hace Isidoro Fuentes– ¡Qué hermosura! Qué son finos esos animales...
–¡Qué belleza! –se admira Doña Zulma– ¡Cuánto diera yo por tener uno así!
–¡Mamita, mamita –exclama Mateo, exagerando la admiración y la bobera–, cómprame un caballito de esos, anda mamita, yo quiero un caballito de esos, blanquito como la leche!
–Hijo, no digas tonterías. Un caballo de esos debe costar un ojo de la cara.
–¡Pero yo quiero uno, mamita, yo quiero uno!
–Esos caballos deben costar más real que el mismo avión –comenta, medio en broma medio en serio Moisés Rojas.
–Estoy de acuerdo –dice el Detective Briceño–. Quien quiera que sea el dueño de ese avión y de los caballos, debe tener mucho dinero; debe ser un gran señor.
–Si no me equivoco, la bandera que tiene pintada el avión en la cola es la del Líbano –acota el joyero.
–Sí, se ve que son árabes –explica Isidoro Fuentes–, porque esos tipos que sacaron los caballos están disfrazaos de eso, como en las películas.
–¿Ya vieron ese palco? –sigue admirado Moisés Rojas–. ¿Quién será el visitante? ¿Aladino en persona?
–Si no es Aladino, debe ser alguien muy parecido a él en plata –agrega Isidoro–. Seguro que las herraduras de esos caballitos son de oro cochano.
–Bueno –ríe Aura Marina–, me parece que están exagerando, muchachos.
–¡Miren, ahí están saliendo unos tipos grandotes y fuertotes! –alerta Isidoro Fuentes–. Seguro es la flota de guardaespaldas de Aladino.
–Vean –señala Doña Zulma con su seco índice–, está saliendo una muchacha...
–¡Por Dios santo, miren ese cuerpo perfecto y esos ojos de luna! –suelta repentinamente Mateo con su voz normal, descontrolado por la salvaje belleza de la chica.
–¿Qué pasó, Mateo? –se extraña Miguel Briceño–. ¿De pronto has dejado de ser bobo?
Y Moisés Rojas, también malicioso:
–Oye, verdad; ¿te curaste de repente, Mateo?
Mateo, el Ladrón del Disfraz, se queda de una pieza: sin proponérselo se ha delatado hablando con su voz natural y no como el bobo Mateo. Miguel Briceño, Isidoro Fuentes, Moisés Rojas, Aura Marina Saavedra y la misma Doña Zulma han volteado a mirarlo, sorprendidos. ¡Es tanta la belleza y la gracia de la muchacha que ha salido del avión, tan grande el impacto emocional que le ha causado, que el falso enfermo ha olvidado que tiene que fingirse bobo y su comentario y su admiración han brotado espontáneos, naturales!
Ahora no sabe qué hacer, qué actitud tomar para explicar el fenómeno, y voltea a ver a su madre, angustiado... Sin embargo, es Isidoro, con una de sus guasas, quien señala una vía de escape a Doña Zulma:
–¡Guá, bobo Mateo, se te fueron los tiempos! ¡Esa chama te dejó como boxeador novato: noquiao y sin protector!
–Usted lo ha dicho, Isidoro –dice la vieja urraca, rápida–; es tanta la impresión que esa joven le causó a mi hijo que por unos segundos lo ha hecho hablar con normalidad.
–Mire, Doña Zulma –acusa, seco, el Detective Briceño–, eso no es natural; una persona que tiene una minusvalía así la tiene para toda la vida; no es cuestión de que a veces sea normal y a veces no..., ¡a menos que esté fingiendo su enfermedad!
La vieja lechuza lanza una mirada despectiva al expolicía:
–¿Usted es siquiatra, señor mío? ¿Es, por casualidad, especialista en estas enfermedades?
–Desde luego que no, pero es evidente que su hijo...
–Aquí lo único evidente –corta Doña Zulma– es que usted se ha empeñado en zaherir sin razón a Mateo, Detective Briceño.
–¡Mire, señora –responde, harto–: en su casa andan dos delincuentes sueltos, y los dos se ocultan tras máscaras; esto que ha sucedido con su hijo es muy sospechoso, y me obliga a pensar que él muy bien puede ser uno de esos dos criminales!
Al ver la hosquedad de todo el grupo del Detective, Doña Zulma recoge velas e intenta una explicación, moderando tono y maneras:
–Escúcheme, por favor, Detective: Mateo no nació así; su mente se... trastornó de esa manera porque... porque vio morir a su padre en una pelea callejera y los médicos me advirtieron que, esporádicamente, podría volver a ser normal si era objeto de una fuerte impresión emocional, aunque sólo por unos minutos, y sospecho que algo así es lo que ha ocurrido aquí.
–Mira eso, muñequito 'e torta –aprovecha para exclamar Mateo, riendo como un idiota y dirigiéndose a Moisés Rojas–, mira qué muchachita tan bonita... ¡Mamita, mamita, yo me quiero casar con ella!
Mateo ha vuelto a ser el mismo bobo de siempre. Está un poco más tranquilo gracias a la oportuna intervención de su madre, quien ha improvisado una explicación bastante plausible, pero él sabe que ahora tendrá que cuidarse más, sobretodo del Investigador Privado. Sin embargo, este pensamiento no le perturba demasiado en este momento; sus ojos y su atención toda están en la hermosa muchacha que les mira a poca distancia con una mezcla de curiosidad y burla.
Saraí, la hija del Jeque Alí Farat Yeht, pues no es otra la joven que tanta impresión ha causado a
Mateo, sonríe encantadoramente. Está estupenda con su abundante y negrísima cabellera ondeando al viento, su espléndido cuerpo resaltando entre la minúscula blusa y el ajustado short que viste, sus hermosos y raros ojos color plata, uno ojos que ahora, al posarse en Miguel Briceño, parecen brillar aún más, con repentina lujuria. Sin embargo, la joven no habla ni da un paso para acercarse a los visitantes; es evidente que espera que alguien más salga del avión.
Por fin, terminando con la expectativa creada por la aparición de Saraí, del interior del moderno y costoso aparato sale un hombre vestido de traje y turbante, de finos modales, y se acerca, exhibiendo una enorme sonrisa, al grupo formado por Miguel Briceño y los demás.
Es Mohamed Abá, el secretario y hombre de confianza del Jeque Alí Farat Yeht.
–Buenos días, hermanos.
–Buenos días –responde el Detective Briceño, neutral.
–Por favor, disculpen si la bella Saraí ha roto el protocolo familiar al salir ella primero del avión, pero es una joven muy moderna, con sus propias ideas acerca de la cortesía. De inmediato les voy a presentar a su padre –y adoptando un tono solemne, envarado, anuncia, señalando hacia la puerta de la nave–: ¡Señoras, señores, el Príncipe Alí Farat Yeht, Jeque de la provincia libanesa de Trípoli!
Todas las miradas convergen en la puerta principal del jet. Dos de los fornidos sirvientes se apresuran a colocar al pie de la escalerilla una gruesa alfombra para que su amo pueda salir, de acuerdo a sus costumbres.
Por fin, la imponente figura del Príncipe hace su aparición, e Isidoro no puede evitar una exclamación, ante la mirada reprobadora de Mohamed:
–¡Adiós, coroto! ¡Miren, es igualito al árabe ese de la película “Loros de Arabia”!
–¡Isidoro, chico, por Dios! –se escandaliza, un poco avergonzada aunque riendo, Aura Marina–. ¡Y se dice “Lawrence de Arabia”, oíste!
–¡Bienvenido a la Gran Sabana, Príncipe! –alza el tono Doña Zulma, amagando una sonrisa.
–Buenos días a todos –hace una amplia reverencia el Jeque, al tiempo que deja ver su dentadura perfecta y blanquísima–. ¡Es un honor conocer a gente tan amable y agraciada, hermanos! ¡Alá los bendiga!
–Lo mismo le decimos, señor... Sea bienvenido. Soy Miguel Briceño, Investigador Privado, y ellos son mi novia, Aura Marina Saavedra...
–¡Encantada, Príncipe! –dice ella, fascinada.
–Señorita, es usted bella y llena de frescura, gracia y encanto, como su nombre. Es un honor para mí.
–Mi amigo y asistente Isidoro Fuentes –prosigue el Detective–; el señor Moisés Rojas, coleccionista profesional de joyas.
Un brillo de súbito interés alumbra el rostro del libanés al oír la profesión de Moisés Rojas, y ejecuta una profunda reverencia.
Luego de conocer a todos los que han salido a recibirle, el Príncipe presenta a su hija Saraí y luego a su amigo y secretario privado, Mohamed Abá. Mateo, el falso bobo, no logra apartar sus ojos de la muchacha. Hechizado, sorbe, literalmente, cada gesto suyo, cada mirada. No lo puede evitar; la hermosa Saraí es como un imán muy poderoso que atrapa su atención, su voluntad.
La hija del Jeque, por su parte, sin prestar la menor atención al recepcionista, se interesa más bien en Miguel Briceño, y le sonríe y le coquetea con descaro, para incomodidad de Aura Marina, que no sabe qué actitud adoptar.
Después de las presentaciones y cumplidos del caso, el Detective Briceño va al tema que a todos les causa curiosidad.
–Excelencia, ¿puedo preguntarle, si no es indiscreción, por qué aterrizó en este lugar? ¿Alguna situación de emergencia tal vez?
–Oh, no, hermano Briceño. Éste es nuestro destino, por ahora... ¿Esa... construcción que se ve allá es a la que llaman la Posada del Pirata?
–En efecto, Príncipe, y estamos a la orden en ella –aclara Doña Zulma, arrogante y orgullosa.
–Muchas gracias, hermana Zulma. Es usted la dueña, ¿no es así?
–Así es.
–¿Cree que tenga habitaciones disponibles para mí y los míos en su casa?
–Por supuesto que sí, Príncipe. Puedo darle un ala completa de la casa, si lo desea.
–Muchas gracias, que Alá la bendiga, señora. Acepto lo que me ofrece, y por dinero no se preocupe. Alí Farat Yeht, Jeque de Trípoli, sabe ser generoso.
–No lo dudo, Príncipe.
–Disculpe de nuevo mi indiscreción, Excelencia, pero, ¿ha venido a este lugar en visita de placer, turismo tal vez?
–¡Oh, no, hermano Briceño! Aunque no puedo negar que el sitio es muy atractivo, he venido aquí en viaje de negocios.
–¿Qué clase de negocios, alteza? ¿Algo relacionado con esos hermosos caballos blancos?
–¿Los caballos? –se sorprende un poco el Jeque, y sonríe, comprensivo–. No, no, no; los caballos son para mi uso personal. He venido aquí buscando unas estatuillas muy valiosas que se dice pertenecieron a la familia del general Antonio Guzmán Blanco.
–Ah, vaya –no puede evitar una mueca mordaz Miguel Briceño–. Usted también...
–¿A qué se refiere?
–Es que todo el mundo está detrás de esa dichosa colección, alteza –aclara Aura Marina.
–No lo dudo, bella señorita –sonríe otra vez el Jeque–, pero estoy seguro que nadie puede ofrecer lo que yo ofrezco por ella.
–¿Y qué es lo que ofrece usted, vamos a ver, Príncipe? –quiere saber la vieja urraca.
–A la persona que me haga entrega de la colección de los Tres Gloriosos Caciques le daré 1.000 millones de dólares –dice el Príncipe con sencillez.
Todos se quedan boquiabiertos ante la cifra ofrecida por el magnate árabe. Fulguran, codiciosas, las turbias pupilas de Doña Zulma al imaginar la gran vida que puede darse con tal cantidad de dinero; también Mateo parece analizar la oferta; Aura Marina, Isidoro, Moisés Rojas y Miguel Briceño se miran entre sí, incrédulos. El Príncipe, sin dejar de sonreír, confirma la cifra:
–No han oído mal, hermanos, no se asombren. Para mí esa cifra, mil millones de dólares, no es excesiva, y esa colección me interesa mucho, por muchas razones.
–Disculpe, Príncipe –expresa su asombro el Detective–, pero nos desconcierta que ofrezca tanto dinero por algo que nunca ha visto, por algo que...
–¿Y quién le ha dicho que nunca he visto esa colección? –corta el Jeque–. Sepa usted que los tres caciques, a la muerte del general Guzmán Blanco, quien era el propietario heredero, pasaron a ser de mi familia, cuyos miembros, años después, se los dejaron robar, no se sabe por quién, a comienzos de 1950, lo que quiere decir, en honor a la verdad, que yo soy casi el legítimo dueño de la colección, ¿no les parece?... Para mí recuperarla es una cuestión de honor.
–Pues visto así, tiene usted razón –interviene Moisés Rojas–. ¿Y qué le hace pensar que la colección está aquí, alteza?
–¡Oh! –sonríe, displicente, el multimillonario–. Poseo uno de los servicios de información y espionaje más eficaces del mundo.
–Le creo –sonríe el joyero.
–Bien –hace una reverencia el libanés–; ahora, hermanos, permítanme invitarles a picar algo en mi humilde e improvisada tienda.
A una señal del diligente Mohamed, un verdadero enjambre de criados se moviliza y de inmediato el espacioso palco instalado para resguardar al Jeque y a su hija del ardiente sol tropical es inundado por un mar de mullidos cojines y por un río de alfombras. Entran enseguida cinco esclavos con bandejas llenas de bebidas y variados bocadillos. Impasibles, aguardan a que los invitados se pongan cómodos. El Jeque, con una profunda reverencia, invita a sus recientes amigos a pasar al interior de la tienda.
Cuando han saboreado las delicatessen que les ha obsequiado el espléndido Jeque y mientras los criados recogen cubiertos, platos y jarras, Miguel Briceño y los demás conversan con el anfitrión, su hija y Mohamed Abá.
–Perdone una preguntica, mi jekazo.
–Adelante, hermano Isidoro –sonríe el Príncipe, amable y educado.
–Bueno, mejor dicho son dos, una de ñapa.
–Adelante...
–¿Por qué ustedes llaman a todo el mundo hermano?
–Oh, bueno, hermano Isidoro, es un asunto que tiene que ver con nuestra religión. Alá nos hizo a todos los hombres iguales en esencia, y el profeta Mahoma era hermano de todos los seres huma-nos, de allí que nosotros consideramos que todos somos hermanos, ¿comprende, hermano Isidoro?
–Sí, claro, claro, comprendo –replica Isidoro no sin mordacidad y pensando en la catajarria de servidores que les han atendido antes–; amos y sirvientes somos iguales, como en la revolución francesa, ¿no?
–Eso es –dice el Jeque, serio–. ¿Cuál es su otra pregunta?
–¿Por qué sus criados no hablan ni una sola palabrita? ¿Es que necesitan permiso para hablar?
–Hermano, en primer lugar, no son criados; son esclavos, y tengo derecho de vida y muerte sobre ellos, y en segundo lugar, si pudieran hablar, no lo harían si no se les diera permiso, pero no pueden; son mudos.
–¿Son mudos? –interviene Aura Marina, asombrada–. ¿Todos?
–Así es –dice, amabilísimo, el Príncipe–. Todos ellos, bella hermana con encantador nombre de azul celeste, han perdido la facultad de hablar.
–je, je –ríe Mateo, siguiendo el hilo de la conversación, dirigiéndose al Jeque pero sin dejar de mirar a la princesa Saraí–... ¿O sea que toditos son muditos? ¿Y fue que nacieron así, jequecito, je, je?
–No, muchacho; en mi pueblo existe la costumbre de cortar la lengua a los esclavos para que nunca traicionen ni hablen mal de sus amos.
–¡Oh, Dios mío! ¿Es en serio? –se horroriza Aura Marina–. ¿Significa que a todos estos infelices les... cortaron la lengua?
–Así es, bella señorita.
–¡Por Dios, pero eso es una crueldad!
–Es una costumbre de mi país, hermana Aura Marina.
–Oiga, jequecito, je, je..., ¿y a su bella hijita también le cortaron la lengua? Porque no ha dicho nada desde que salió del avioncito.
–Muchacho –suelta el Jeque, seco–, mi hija Saraí no es muda; si no ha hablado, sus razones tendrá.
–Ninguna en especial, padre –dice la hermosa princesa tras una desdeñosa mirada a Mateo–. Me limito a escuchar a nuestros invitados.
Episodio XX
Amor no bobo
Cosa de dos horas más tarde, el Jeque Alí Farat Yeht junto a Saraí, Mohamed y los criados y empleados de confianza se instalan en el ala oeste de la Posada del Pirata.
Mediada la mañana, Moisés Rojas, que se dirige a la habitación de la pelirroja Mercedes, observa a Mateo sentado en el salón principal de la casa. Lo nota tan ensimismado, tan absorto en quién sabe qué pensamientos, que se le acerca, curioso, a pesar de la inexplicable inquina que experimenta hacia el recepcionista desde que lo conociera.
–Hey, Mateo, ¿qué haces? ¿Descansandito?
–Sí, muchachito elegante –responde, serio–. Descansandito... y pensandito.
–¿Pensando? –exclama el joyero, sin poder evitar el gesto de sorpresa–. ¡Caramba!
–¿Qué pasa? ¿Te sorprende que alguien como yo pueda pensar?
–No, no –se apresura a responder, apenado–, claro que no. ¿Puedo sentarme?
Mateo hace un gesto con su mano, en silencio. Moisés Rojas se sienta a su lado. Luego de un momento, pregunta, con tono íntimo y sincero:
–¿Qué te ocurre, Mateo? Te noto... cambiado, como muy serio, chamo, y tú no eres así, por lo poco que te conozco. ¿Será posible que esa muchacha, Saraí, te haya impresionado tanto?
–Pues sí, la pegaste, amiguito –murmura el recepcionista y Rey del Disfraz–. La hija de ese Jeque ha impresionado a Mateo mucho-bastante.
–¡Ah, cará, chico! Bueno, mira, Mateo, el amor es una cosa muy extraña... Vamos a ver, ¿has estado enamorado antes?
–No sé, pero creo que no –se sincera el ladrón, aprovechando la oportunidad de confesarse con alguien que no sea su madre–... Nunca me había sentido así, tan... revuelto por dentro.
–Bueno, chico te voy a decir algo –explica Moisés Rojas, confianzudo–, los enamorados no están así de serios sino pocas veces, porque el amor nos hace sonreír, estar contentos, brincar, saltar, reír, cometer locuras y estupideces, ser cursis, cantar de alegría...
Mateo lo mira un momento y el joyero se estremece al comprender y sentir el desamparo, la tristeza que reflejan aquellos ojos negros. La voz del bobo Mateo, siempre finita y juguetona, es ahora grave y melancólica.
–Pana elegante, Mateo no sabe lo que nos hace sentir el amor porque nunca ha estado enamorado,... pero Mateo sí sabe una cosa.
–¿Qué cosa?
–Mateo sabe que esa muchacha tan fina –y vibra una nota de desesperación, de congoja inconsolable en la voz del ladrón–, tan bonita y tan rica nunca lo va a querer, porque Mateo es pobre y enfermo, y a Mateo le duele eso, amiguito elegante Moisés Rojas... ¡Le duele mucho!
Y sin dar tiempo a que el joyero alcance a ver la lágrima que sin permiso se asomaba a sus párpados, el falso bobo sale en carrera hacia la puerta que conduce a sus viejas habitaciones priva-das. Moisés Rojas, que no sale de su asombro, ataja el grito que nacía en su garganta para retener al recepcionista.
«Humm... Este bobo como que no es tan bobo. Lo de esa muchacha le ha pegado bien fuerte.»
Unos toques en la puerta de la habitación de la exótica pelirroja Mercedes Irrazí la sobresaltan.
–¿Quién es? –pregunta, alerta.
–Soy yo, Mercedes... Miguel Briceño.
–Ah... Hola... ¿Qué quieres?
–Hablar contigo. ¿Puedo pasar?
–Sí, pasa. Está abierto.
El Detective abre la puerta y entra.
–Buenos días... ¡Oh, perdón...! Como dijiste que podía...
–No hay cuidado, Detective –lo tranquiliza la bella hembra–... Siéntate.
Al penetrar en la alcoba, el Investigador se turba un poco al ver a la desenfadada mujer todavía en ropa de dormir. Una vaporosa bata de seda clara perfila su hermoso, perfecto cuerpo, y la posición en que está sentada frente a la toillette deja ver buena parte de sus bien torneados muslos. La pelirroja, con una coqueta sonrisa a flor de labios, señala una butaca cercana y sigue cepillando su brillante cabello rojizo sin intentar cubrir sus piernas...
–¿No es un poco temprano para estar levantado, sobre todo después de la nochecita tan terrible que tuvimos gracias al bendito Fantasma del Pirata?
–Quería... hacerte algunas preguntas, pero si estás ocupada...
–No, no, descuida; dormí un rato y con eso basta. ¿Todavía me acusas de ser el Fantasma del Pirata asesino? –interroga con sorna, entreabriendo los carnosos labios en pícara mueca.
–Ya aclaraste lo del arete –explica él, también algo sardónico.
Ella, sin dejar de peinar su brillante cabellera, voltea a mirar con inquietante fijeza al Detective. En las verdes pupilas hay un brillo de irresistible coquetería.
–¿En qué te puedo servir, precioso?
–Mercedes –carraspea un poco el Detective, disfrutando del magnifico panorama que ella le ofrece–, ¿es cierto el rumor que he escuchado por ahí?
Ella estalla en una sensual, prometedora risa:
–¡En loco vas a parar, como la hermana de Doña Zulma, si haces caso de los rumores que corren en esta Posada!
–¿Así es la cosa? –sonríe él–. ¿Desde cuándo conoces este lugar, Mercedes?
–Desde hace tiempo, Detective –sonríe, ambigua–. Solía venir a cazar con mi difunto marido.
–Ah –dice él, luego de una larga pausa–. Eres viuda.
–Sí –responde ella, mirándolo. Luego, cruzando las piernas, inquiere–: ¿Me dirás cuál es el rumor que te preocupa?
–Dicen que... el Ladrón del Disfraz te robó la estatuilla de Tamanaco. ¿Es cierto?
Ella deja el cepillo en la toillete y arrima el puf hasta que sus rodillas tocan las del Investigador. Sus labios, gruesos, húmedos, se entreabren de nuevo en una arrebatadora promesa. Su voz suena ronca de excitación.
–¿Por qué te interesa si ese tipo me robó o no me robó esa pieza, Miguel Briceño, ah?
Él contesta con voz un poco seca, aunque sin romper el contacto físico que ella ha hecho.
–Hablemos claro, Mercedes. Vine a este apestoso lugar a investigar un crimen, y resulta que he puesto en riesgo mi vida y la de los míos y ya ha habido cuatro víctimas. Eso me tiene muy molesto y frustrado; según dicen, la estatuilla del cacique Tamanaco vale una fortuna...
–Todas valen una fortuna –enfatiza ella–. ¿Adónde quieres ir a parar?
–Mercedes, el ladrón puede ser también el asesino, ¿no lo crees?
Ella no contesta, pero tampoco rompe el contacto, sólo lo mira, como tratando de adivinar sus intenciones.
–¿Puedes ayudarme con algún detalle que hayas notado? –insiste Briceño.
Mercedes pone sus manos sobre las rodillas del hombre y acerca su rostro al de él. Su timbre suena ronco de excitación:
–¿Sabes algo, Detective Briceño? Eres un hombre interesantísimo... Tienes músculos, tienes agallas, tienes energía,... y tienes cerebro, y eso me gusta... me gusta mucho.
Él no retrocede, pero tampoco avanza:
–Mercedes, por favor...
–¿Qué pasa? –susurra, apasionada, besando los labios del hombre–. ¿No te gusto?
–No es eso...
–¿Te han dicho que tienes un cabello muy hermoso, muy viril?
–Mercedes, por favor... No vine a tu habitación a...
–Viniste, que es lo importante... ¡Anda, bésame, bésame, Miguel Briceño!
Y sin hacer caso de la tibia negativa de él, se sienta en su regazo y lo besa con pasión, con ansia salvaje, con febril arrebato... Entonces, la puerta que el Detective dejara entreabierta se abre y la voz del guardaespaldas cubano de Mercedes se cuela en la habitación con su dejo característico.
–Óyeme, mulata, te traigo el desayuno...
Al ver la apasionada escena, el rostro del negro Tito sufre una transformación; las venas del cuello se le hinchan, las manos dejan caer la bandeja con los alimentos y los ojos le brillan con odio homicida:
–¡Suéltala, abusador! ¡Te voy a sacar las tripas por la boca!
Mercedes se vuelve, furiosa de pronto, e increpa al empleado, pero éste no oye razones y se lanza sobre el intruso. Miguel Briceño se cuadra para defenderse al tiempo que advierte al alterado individuo:
–¡Tito, cálmate! No quiero hacerte daño; no es lo que piensas; recuerda que estás herido; no me obligues a...
–¡Ah, ahora estás asustao, gallina!
–Pero bueno, Tito –grita Mercedes, furiosa–, ¿qué es lo que te pasa? ¡Quédate quieto! ¿Desde cuándo te encomendé vigilar mi honra? ¡Quédate quieto te digo!
Pero el enardecido y celoso negro no atiende razones. Se lanza como un toro salvaje contra Miguel Briceño, que lo esquiva sin problemas y le propina un sonoro puñetazo en el mentón.
El hombrón cae cuan largo es en la alfombra sin un gemido siquiera. El Detective, sin mirar a la excitada mujer, sale de la alcoba. Ella trata de impedirlo.
–¡Detective, espérate! ¡Detective Briceño! –al ver que él se marcha sin atender razones, se vuelve a mirar al negro, furiosa– ¡Cubano estúpido! ¡Bien hecho que te noquearon!
–¡Mateo, hijo, estás aquí! –exclama Doña Zulma, entrando en una de las alcobas más aparta-das de la Posada–. Llevo rato buscándote. Sólo por casualidad se me ocurrió venir aquí a la que era tu antigua habitación. ¿Te pasa algo?
–Nada, madre. ¿por qué había de pasar algo?
–Ay, vamos, no puedes engañar a tu madre. No vienes a esta habitación sino cuando algo te preocupa mucho. ¿Qué es lo que pasa?
Nada contesta él. Solo mira el techo de la habitación desde el lecho donde está acostado. Doña Zulma, que sabe de qué pata cojea su hijo, lo tantea:
–Es... esa muchacha, ¿verdad?
–Saraí –dice, en un profundo suspiro–. No sé lo que me ha pasado al verla, madre.
–Será amor –suspira también la vieja.
Mateo se incorpora del lecho y va a la ventana, las manos en los bolsillos del jean.
–No sé si sera eso –afirma, con voz grave–, pero sí te aseguro una cosa.
–¿Qué cosa?
–¡Que esta noche, el Ladrón del Disfraz secuestrará a la hija del Jeque Alí Farat Yeht!
–¿Qué? ¿Estás loco?
–¡No sé si estoy loco, madre, pero esa carajita tiene que ser para mí!
–¡Pero por el amor de Dios, muchacho, las cosas no son así! Hay... otras maneras de manejar estas cosas, otros...
–¿Otras maneras? –interrumpe, colérico, apartándose de la ventana y encarando a la vieja–. Ah, claro, ¡quieres que la enamore como lo haría otro tipo cualquiera! ¿Olvidas que soy el “bobo” Mateo, madrecita, eh?
–Ay, hijo, tú en realidad no eres bobo, así que...
–¿Así que qué, madre?... Claro que no soy un bobo, pero, ¿cómo se lo digo? ¿Me presento ante ella y le suelto: «Señorita Saraí, mire, en realidad yo no soy ni un bobo ni un gafo, como usted creía; yo soy un tipo normal, lo que pasa es que me hago pasar por bobo porque soy el
ladrón apodado el Rey del Disfraz?» ¿Quieres que le diga una estupidez así?
–Por supuesto que no, pero podríamos intentarlo de otra manera no sé; tal vez si tratamos de conocerla mejor y de acercamos a ella, de...
Una amarga risotada hace callar a Doña Zulma. El rostro del falso bobo se ha transfigurado en una mueca de odio y resentimiento. Sus ojos despiden chispas.
–Madre, por favor, no me hagas reír... ¿Acercamos a ella? ¿Conocerla mejor? ¿Es que no te das cuenta que esa mujer es rica, que su padre es un Príncipe, un Jeque, un tipo que nada en petróleo y en millones de dólares?
Doña Zulma, con la ajada cara contraída en un gesto fiero y exultante, tira el bastón con rabia al piso y avanza hasta encarar a Mateo:
–¿Y cuál es la otra opción entonces? ¿Secuestrarla disfrazado de Turco o de Monje o de Anciano Pordiosero para forzarla a que te ame?
Un grito desesperado, confundido y a punto de llanto brota desde lo más profundo de la frustración del joven ladrón:
–¡No se si esa es una opción, pero es la única que se me ocurre! –luego susurra, torturado–. Por lo menos así la tendré conmigo a toda hora.
–¿Y su padre? ¿Crees que no hará nada? ¿No sabes que volteará este caserón y sus alrededores
patas arriba para buscar a su hija? ¿Y ese entrometido Investigador Privado, Miguel Briceño? ¿Acaso piensas que se quedará tranquilo si el Ladrón del Disfraz rapta a la hija del Príncipe?
–¡Me importa un comino lo que hagan el Jeque y ese mugroso Detective! ¡Lo único que me interesa es tener a esa mujer conmigo, madre, a toda hora, noche y día, porque la amo, la quiero con desesperación, con locura asesina!
Doña Zulma se le queda mirando, y se conmueve... Está angustiado, desesperado, gimiendo de impotencia... Al fin y al cabo ella es su madre y es mujer y amó también con cariño demencial a un hombre años atrás, al mismo hombre que la dejó para casarse con Violeta, su hermana... Sin decir nada más, la vieja urraca da dos pasos hacia el conmovido Mateo y acaricia sus cabellos con delicadeza, casi con ternura, en silencio. Después, recoge el bastón y va a sentarse en el lecho, sin mirar al hijo. Su voz suena ahora persuasiva, casi cariñosa.
–Por cierto, me parece que hiciste muy mal al perder el control por un momento esta mañana y dar a entender a todos que puedes hablar sin boberas.
Mateo no contesta. Camina de nuevo hasta la ventana y se asoma a la selva. El cielo luce sin nubes, de un azul casi doliente. Los verdes de la jungla destellan, iridiscentes. Cercanos, los monos araguatos chillan sus juegos. Una bandada de palomas salvajes viene a aposentarse en los tejados de la Posada.
–Sé que hice mal –dice el falso bobo, atormentado por el recuerdo de su metida de pata–, pero no fue por mi culpa. Al ver a esa muchacha, se me fueron los tiempos, no sé qué me pasó.
–Yo creo que el Detective Briceño sospecha de ti, hijo –Mateo se vuelve en la ventana y hace un gesto despectivo–. No sé qué te ocurre últimamente, pero estás cometiendo muchos errores seguidos.
Él se aparta de nuevo de la ventana y se acerca a la urraca.
–¿De qué hablas?
–De esa otra brillante idea en la que me hiciste participar, esa de anoche a la medianoche.
Mateo no puede evitar una sonrisa de suficiencia.
–¿Hablas del disparo?
–Claro. No negarás que fue muy arriesgado fingir que el Fantasma del Pirata te había herido en el costado. El doctor Ontiveros pudo descubrirte.
–No, hombre. Todos son estúpidos, madre. Además, no había luz.
–Sí, pero tú no podías saber que el asesino quitaría la energía eléctrica –explica, y luego se detiene con un destello de desconfianza en los ojos oscuros–... A menos que...
Él la corta con una estridente risotada de burla, casi de escarnio.
–¡ja, ja, ja! ¡No seas estúpida, madre; no pienses idioteces!
Luego de un largo silencio, ella acepta.
–Muy bien. Pero ten cuidado. Te repito que ese Detective Privado sospecha de ti.
–Y yo te repito que es un imbécil. Ni para policía servía y por eso lo botaron de esa fuerza.
–No; no te equivoques con Miguel Briceño, Mateo, porque lo puedes lamentar. Por favor te pi- do que tengas mucho cuidado de ahora en adelante.
–Está bien. Lo tendré, madre.
–Ahora hablemos del tal Jeque ese... ¿Sabes que me está pagando un dineral por el alquiler del ala oeste de la casa?
–Sí, bueno, tú misma dijiste hace un rato que nadaba en real.
–Confesó que vino aquí buscando la colección de Guacaipuro, Tamanaco y Paramaconi. Mateo, ¿tú escuchaste bien la cantidad que ofreció por la colección?
–Claro. ¿Y qué con eso?
–¡Pero hijo, esa es toda la plata del mundo!
–Nosotros no tenemos la colección completa, ¿recuerdas? –puntualiza, mirándola intensamente–. Nos falta la estatuilla del cacique Paramaconi.
–¿Y eso qué? –grazna la urraca, un brillo de codicia en la mirada–. Podemos venderle las de Guacaipuro y Tamanaco. ¡Estoy segura de que nos puede dar muchos millones de dólares, hijo! ¿Te imaginas las cosas que podemos hacer con todos esos millones?
–No, madre –dice Mateo con firme acento–; no estoy dispuesto a negociar. Si quieres, vende tu Guacaipuro, pero yo no venderé el Tamanaco que le quite a la pelirroja.
–¡Pero explícame por qué! No lo entiendo, es absurdo, ilógico. ¡Explícame!
–No servirá de nada. No entenderías.
–¿Por qué no lo intentas? –replica, molesta, acercándose al ladrón–. A lo mejor resulto más inteligente de lo que tú me imaginas.
Se produce otro largo, opresivo silencio entre ambos; Doña Zulma buscando los ojos de su vástago y él rehuyéndola, evadiendo una respuesta. El falso bobo, desde que conociera a Saraí, se ha vuelto hosco, silencioso, cejijunto. Por fin, sabiendo que su madre no le dejará en paz hasta no conocer sus razones, intenta explicarlas:
–Escucha, y trata de entender: me gusta poseer un objeto que las demás personas deseen, que inclusive alguien mate por conseguirlo, ¿comprendes?... Es un poco como tener un poder que nadie tiene, como gozar de un control sobre la ambición de los demás, ¿me sigues...? Es como ser un poco inalcanzable, superior a todo el mundo, ¡y eso, madre, no tiene precio! Fíjate en el Jeque ese: tiene todo el dinero que una persona pueda ambicionar, en apariencia la vida le ha dado todo y sin embargo viene a esta selva, al fin del mundo, a buscar las piezas de la colección de los Tres Gloriosos Caciques. Yo tengo una, él, ninguna, por lo tanto, en este momento, yo soy superior, soy más grande que ese Príncipe, ¿comprendes?
La madre lo mira otro rato, callada, tratando de ponerse en su lugar. Al cabo, pregunta:
–¿Entonces, si llegaras a poseer las tres piezas, no las venderías?
–No lo sé, pero creo que no.
–¡Ay, hijo, yo no te entiendo!–suelta ella al fin, haciendo una mueca–. Parece más bien que te hubieras vuelto loco.
–¿Loco? –repite él con un extraño brillo en los ojos.
–Claro; pensando de esa manera tan... rara, pareces un demente.
Él no le ha quitado la mirada acerada de encima:
–¿Como tía Violeta, madre? –dice con tono helado. La vieja se envara, Lo mira, nerviosa.
–¿Qué quieres decir?
–Sabes muy bien lo que quiero decir –dice Mateo, con acento cruel, llameantes las negras pupilas–. ¿O es que crees que también a mí lograste engañarme con ese cuento de la locura progresiva de tía Violeta a consecuencia de sus desgracias?
Se estremece y palidece la altiva señorona, sacudida por un escalofrío de horror.
–No comprendo, hijo.
–¡Sí comprendes, madre! No ignoro las verdaderas causas de la muerte de Roberto Iriarte, el esposo de tía Violeta.
–¡Mateo, espero que no me estés acusando de nada! –grita, para esconder su miedo. Él sonríe con cínica condescendencia.
–Desde luego que no, madrecita; nada más quería que te enteraras que siempre supe toda la verdad... sobre Hipólito García.
La vieja hace otra mueca de disgusto y, bastón mediante, va hacia la puerta.
–Será mejor que vaya a ver si todo está bien con los nuevos huéspedes.
–Madre –alza el tono, burlón, el recepcionista–, aprovecha para decirle al Jeque que vigile bien a su hermosa hija.
Episodio XXI
¿Mercedes o Virginia?
El doctor Facundo Ontiveros y el chef René Lamp entran a la alcoba detrás de la pelirroja Mercedes. En el piso, sobre la alfombra, continúa sin sentido Tito el Cubano.
–No se ha movido –dice ella, entre nerviosa y furiosa aún–... Está como muerto.
–Hay una mancha de sangre en su camisa. Debe ser la herida, que se abrió.
–Es que es muy bruto este hombre, doctor Ontiveros. El Detective Briceño se lo advirtió, pero no hizo caso.
–¡Mon Dieu, mademoiselle! Todos sabemos ya que monsieur Briceño no tiene mucha paciencia.
–Ven, René –pide el médico–, ayúdame a levantarlo...
Cuando, con gran esfuerzo, consiguen acostarlo en el sofá, el gigantón se despierta.
–Ooouuuhh... Doctor, René... ¡Madre santa, tremendo operkout me aplicó ese Detective Briceño! ¡Ese tipo debió ser boxeador!
–Bueno –celebra el médico–, al menos lo tomas con humor, Tito.
–¿Y cómo quiere que lo tome, doctor? –sonríe, apenado, el negro, mirando a Mercedes–. Jefa, me perdona, pero pensé que... O sea, me imaginé...
–Pues deja la imaginación en paz, cubano –regaña la bella pelirroja con sequedad–, o te quedarás sin trabajo. Con permiso, señores; voy a tomar aire fresco.
–¡Mon Dieu, qué carácter! –sonríe el francés, mirando a Tito y buscando su complicidad.
–Tito, tengo que quitarte este vendaje. ¿Me alcanzas mi maletín, René, por favor?
Doña Zulma, preocupada por la nueva angustia que lee en los ojos de su único hijo, ha salido a la terraza del ala oeste del caserón de su propiedad a desahogarse un poco, a llenarse del verde fatigan-te de la jungla, a dejar que la brisa, húmeda de aromas salvajes y embriagantes resbale por su pálida piel, fatigada por los años y los remordimientos. De pronto, al sentir unos firmes pasos, voltea.
–Permiso... ¿Interrumpo?
–¡Príncipe Alí! –dice la vieja, sorprendida, admirando la vestimenta del hombre, toda de inmaculada seda blanca, incluyendo zapatos y turbante–. Desde luego que no. Por favor, siéntese.
–Bonito día, ¿verdad, hermana Zulma?
–Mucho, Alteza.
–¿La asusté?
–No, no. Estaba... pensando.
–Claro –sonríe el hombre, simpático–. Yo salí a contemplar el paisaje y a tomar un poco de sol. Soy un enamorado del trópico, ¿sabe usted? Ah, y me gusta este país, me encanta... Es un verdadero regalo de Alá, un paraíso incomparable.
–Así es, Príncipe Alí –dice la vieja, por decir algo–... Todo esto es muy bonito. Aquí hay de todo: selva, llanos, ríos, mar, montañas, nieve...
–Sí –suspira el libanés–... Lástima que ustedes los venezolanos no sepan aprovechar lo que tienen. ¿Sabe una cosa, Doña Zulma? Éste debería ser el más grande país turístico del mundo, si ustedes quisieran...
–¿Y su tierra, Príncipe? ¿Es bonita? Hábleme de su tierra.
–¿Mi tierra? ¿El Líbano? Bueno... es bonito también, pero hay mucha guerra entre hermanos, mucha envidia, muchos terroristas, muchos malos políticos..., y no tiene ni la mitad de las bellezas naturales que tiene su país, hermana Zulma.
–Si usted lo dice. ¿Y su hermosa hija? ¿Durmiendo?
–Sí, está durmiendo... Esa gacelita es muy floja, ¿sabe? –musita el hombre, con un brillo de ternura en la mirada.
–¿Puedo hacerle una pregunta, Príncipe?
–Desde luego, hermana Zulma, adelante...
–Mire, supongamos que alguien, y sólo es un ejemplo, viene a ofrecerle, digamos, la estatuilla del cacique Guacaipuro de la colección de los Tres Gloriosos Caciques, ¿cuánto pagaría usted por esa pieza?
El Príncipe se vuelve en redondo a mirarla con un brillo de interés en la mirada.
–¿Tiene en su poder la estatuilla del gran cacique Guacaipuro, hermana Zulma?
–¡No, no –niega la vieja con energía–, claro que no, por supuesto que no, ya le dije que sólo era un ejemplo!..., pero, si se la pudiera conseguir, Príncipe, ¿cuánto daría por ella?
–Ni un centavo.
–¿Por qué no? –se asombra ella.
–Porque quiero las tres piezas juntas, Guacaipuro, Tamanaco y Paramaconi. Por separado pierden valor.
–No entiendo. ¿Qué importancia puede tener el que le entreguen las tres piezas juntas o una por una? ¿Por qué dice que pierden valor por separado?
–Hermana Zulma ¿no se da usted cuenta de que si recibo las piezas por separado corro el riesgo
de no reunir la colección completa? Si, por alguna razón, una de las estatuillas no aparece o se extravía o su poseedor no quiere deshacerse de ella, jamás tendré la colección completa y así no me interesa.
–Claro, pero es que de esa manera obliga usted a quien tenga una o dos de las piezas, por ejemplo, a hacer lo imposible por conseguir las demás.
El Príncipe Alí Farat Yeht suelta una risita de hurón, pícara, casi malsana, odiosa.
–Ah, bingo, querida hermana Zulma... Eso es justo lo que busco: que alguien se ocupe, por los medios que crea convenientes, de reunir las tres piezas de la colección y me las venga a vender.
Los ojos negros y rasgados del millonario se vuelven dos puntos de malicia al clavarlos en el ajado rostro de la vieja dueña del hotel:
–¿Quizá conoce usted a ese alguien, hermana..., o es usted misma?
–No, no, Príncipe Alí, se equívoca. Yo sólo preguntaba por preguntar –rechaza, con un gesto casi amable. Luego hace una seca inclinación.
–Con permiso. Debo ir a supervisar los preparativos del almuerzo.
–Adelante, hermana Zulma, y por favor infórmele a sus huéspedes mis condiciones.
–Con gusto, Príncipe Alí. Hasta luego...
–Hasta luego...
«Ah, hermana Zulma, tú no engañas al astuto Alí Farat Yeht. Tú tienes en tu poder una de las piezas de la colección de los Tres Gloriosos Caciques. Tal vez la más valiosa.»
La bella y sensual pelirroja Mercedes Irrazí, todavía indignada por la escena entre su entrometido guardaespaldas y Miguel Briceño, pasea por uno de los numerosos jardines salvajes que circundan la Posada del Pirata. Al oír unos pasos, pensando que tal vez sea el Investigador, que quiere reto-mar la acción interrumpida por Tito, voltea, sonriente.
–¿Puedo acompañarte?
–Ah, eres tú, Moisés Rojas –suelta, desabrida–. Claro.
–¿Quieres que nos sentemos en esa piedra de ahí?
–Bueno.
–Mercedes ¿cómo conseguiste tú la estatuilla de Tamanaco? –dispara a quemarropa el hombre.
–¿Qué es esto? –replica ella echando chispas por los bellos ojos verdes–. ¿Una broma estúpida?
–Deja de fingir –ataja él–. ¡Sé quien eres, y sé que tenías esa pieza de oro puro!
–¡Entonces fuiste tú quien me la robó!
–¡No seas tonta! ¿No te conté que ese mismo tipo, el choro del disfraz, me hirió en el hombro?
–¡Puede ser un cómplice tuyo! ¡Esa herida es como muy superficial para ser seria, chico, y bien pudiste planear con un secuaz el robo de tu maletín para tener la coartada perfecta aquí adentro!
Él deja salir una risa franca, abierta, divertida. Ella lo deja hacer.
–Sigue riendo si quieres, pero yo no le veo la gracia por ningún lado.
–Pues la tiene, porque este plomazo igual pudo alojarse en mi cabeza o en un pulmón o en el corazón, y no lo estaría contando, preciosa.
–Es cierto... ¿Cómo te enteraste entonces de que yo tenía el Tamanaco en mi poder?
–Eso es secreto profesional. Soy joyero y coleccionista, ¿recuerdas?, y parte de mi trabajo consiste en saber qué personas tienen determinadas piezas... Escucha, ¿me puedes contar cómo fue el robo?
–¿Qué quieres que te cuente? –replica, furiosa–. ¡Ese desgraciado me robó mi pieza metralleta en mano y disfrazado de turco!
Callan ambos. En el rostro agraciado del hombre florece una sonrisa enigmática. Ella lo observa con una chispa de alarma en los ojos.
–Huumm, yo conozco esa sonrisa, la he visto antes. ¿Tú y yo nos conocemos de antes, verdad? ¿Dónde fue?
Moisés Rojas sonríe más, evasivo.
–No sé de qué hablas. Dime, Mercedes: ¿Tito es tu sirviente... o es en realidad tu marido?
Ella deja escapar una sabrosa carcajada:
–¿Qué si Tito es mi marido? ¡Ja, ja, ja...!
–Ahora soy yo el que no le ve el chiste por ningún lado.
–Pues es muy gracioso lo que dices, chico. ¿De dónde sacaste una estupidez semejante?
–De la manera como Tito te trata, como te mira, como te obedece, no sé... Pensé que no sería absurdo que él fuera tu marido y que por alguna razón tu quisieras guardar el secreto.
–¿Y por qué haría yo una cosa así? ¿Con qué objeto querría guardar eso en secreto?
–Bueno, chica, las personas siempre ocultan cosas, tienen secretos, ¿no?
–¿Y cuál es el tuyo, Moisés Rojas? –acosa ella a bocajarro. Pero él no se deja sorprender.
–Ninguno.
–¡Mentiroso! –sonríe ella, encendida la faz–. Sé que tú ocultas algo, y grande; no eres quien dices ser. Tu profesión no es la de coleccionista de joyas, sino otra muy distinta, como por ejemplo un choro de los llamados de cuello blanco, o tal vez un espía de otro país.., o un esbirro de ese Príncipe Alí, ¡o a lo mejor un policía secreto!
La pelirroja tiene su atractivo rostro muy cerca del de Moisés Rojas, tan cerca, que el hombre
percibe su aliento, nota su respiración agitada, siente el hechizo perturbador que emana la hembra, pero sabe que esta actitud de Mercedes puede ser una trampa. Aún así, decide seguirle el juego, y sin retirar su rostro, que está casi tocando el de ella, mirándole fijo a los ojos verde selva, se va por la tangente.
–¿Te había dicho ya que eres muy atractiva, Mercedes?
Ella casi lo besa mientras murmura:
–¿Eres un policía?
–Me gusta tu perfume... Es diferente, incitante, y tus labios son frescos, provocativos...
–Si tan solo pudiera recordar de dónde te conozco, Moisés... ¿No puedes ayudarme a recordar?
–No sé cómo –dice él, y la aferra por la cintura y la besa con pasión–. Tal vez así...
Moisés Rojas besa sus labios rojo carmesí como granadas en sazón. Es una caricia larga, profunda, apasionada. La excitante mujer se deja arrastrar por el fuego del hombre y responde al beso con calor, con creciente frenesí, con perturbadora lujuria...
Luego, cuando se separan, arrobados los dos.
–¿Eres... casado?
–¿Eso qué importancia tiene?
–Ninguna. Tengo curiosidad.
–No soy casado –sonríe él–, si eso te tranquiliza.
Ella se pica de inmediato:
–¿Tranquilizarme? ¡Eres un maldito presumido! No me da frío ni calor que seas casado, soltero, viudo o divorciado cinco veces. Te pregunté sólo para ver si el dato podía ayudarme a recordar de dónde te conozco.
–¿Por qué es tan importante para ti recordar de dónde me conoces?
–No he dicho que sea importante.
–Pero lo es. Diría que estás obsesionada por eso –él la mira con una lucecita de burla en los ojos de leopardo–. ¿Será que tienes un pasado borrascoso, Mercedes?
–¡Ay no, esta conversación me fastidia ya!
–¿Te fastidia... o te inquieta, Virginia?
Al oír aquel nombre, ella se envara, se desconcierta y se asusta.
–¿Qué dijiste? ¿Cómo me llamaste?
–Por tu nombre, el verdadero –dice él con acento tranquilo–. Virginia Sifontes, expresidiaria de la Cárcel de Mujeres de Los Teques.
Estupefacta, abre con desmesura ojos y boca:
–¡Oh! Pero... pero, ¿cómo sabes eso? ¿Quién eres tú?
Él sigue hablando, gélido ahora, sin dejar de mirarla.
–Condenada por asalto a varias joyerías de Caracas. Un botín estipulado en más de veinte millones de bolívares de aquel tiempo... Sentenciada a diez años y dejada libre por buena conducta cuando le faltaban tres para finalizar condena.
Ella reacciona ahora como una tigresa defendiendo sus crías:
–¿Quién coño eres tú, chico? ¿Por qué estás tan enterado de mi pasado? ¡Eres un policía! ¡Eres un entrometido y maldito policía!
–¿Por qué tengo que ser un maldito policía? –murmura él, riendo, burlón.
–¡Porque sólo un policía sabría todo eso acerca de mí!
–¿Y no puedo ser el dueño de la última joyería que robaste? ¿Sería extraño que esté bien enterado de la vida de la mujer que se llevó 9 millones 400 mil bolívares de mi negocio?
Una luz de desconfianza y recelo se aposenta en las verdes pupilas.
–¿Eres el dueño de aquella joyería de Sabana Grande?
–Lo era, preciosa. Después de que me robaste y que la policía no encontró el botín, tuve que dedicarme a trabajar para las damas de la sociedad caraqueña, o mejor dicho, para sus joyas, porque el seguro no me reconoció nada, ya sabes cómo son esos hijos de puta.
El destello de alerta y precaución se acentúa en el bello rostro de la pelirroja.
–¿Y viniste a la Posada del Pirata siguiéndome los pasos?
–No, Virginia..., ¿o debo llamarte Mercedes?
–Ahora soy Mercedes Irrazí.
–Pues bien, Mercedes Irrazí, el hecho de que hayamos coincidido aquí en esta casa es pura casualidad, no debes inquietarte.
–Pero yo no recuerdo tu cara entre aquellas personas que estaban en la última joyería que asalté. No es de allí de dónde te conozco, estoy segura.
–Claro que es de allí, preciosa –afirma él, convincente y sonriente–. Pero olvida eso ya, no tiene importancia. No te guardo rencor por haberme arruinado. Mejor hablemos de algo más interesante, como por el ejemplo el Tamanaco de la colección de los Tres Gloriosos Caciques.
–Ya te dije que ese desgraciado choro me lo robó.
–¿Pero cómo lo obtuviste? ¡Es demasiado costoso! ¿Lo robaste?
Ella sonríe como antes lo hiciera él, y se desquita:
–Eso es... secreto profesional.
–Significa que lo robaste. ¿A quién, Mercedes?
–¿Por qué tantas preguntas? ¿Qué interés tienes tú en este asunto?
–El mismo que tú.
–¿Viniste a la Posada del Pirata en busca de la colección de los Tres Gloriosos Caciques?
–Desde luego. ¿A qué si no? Sólo que está resultando más complicado conseguirla de lo que pensé en un principio.
–Obviamente, si dices que yo te arruiné, no viniste a comprarla... sino a robarla.
–Obviamente –confirma él, sonriendo.
Ella vuelve a sus modales de gata mohína y coqueta. Le acaricia el rostro, insinuante.
–Moisés Rojas, creo que tú y yo haríamos una pareja estupenda. ¿Te gustaría asociarte conmigo?
–¿Para hacer qué?
–Para conseguir la colección de los Tres Gloriosos Caciques, por supuesto. ¿Te gustaría?
–Claro que sí.
Vuelven a unirse en un beso apasionado. Los cuerpos se juntan, temblorosos, golosos, sedientos de caricias. Ya nada importa, sino el otro, y el goce egoísta y regocijante, inesperado, de la entrega amorosa compartida, salvaje y liberadora.
Episodio XXII
El otro ultimátum del Fantasma del Pirata
–Bueno, Tito, mi hermano, ya estás como nuevo –anuncia el médico, terminando de vendar la herida del guardaespaldas de la pelirroja Mercedes.
–Monsieur docteur Ontiveros es muy bueno, ¿eh, Tito? –sonríe el viejo René Lamp.
–Sí, viejo René, es muy bueno. Tiene cara de usurero, mi sangre, pero es buen docteur, como dices tú.
–Oye, Tito, mon ami, no te vayas a disgustar por lo que te voy a decir, mejor dicho, a preguntar, pero, ¿tú estás enamorado de la bella señorita Mercedes?
–¡Mulato, no seas frígido! –enrojece de súbita cólera el negro–. ¿Cómo voy a estar enamora-do yo de Mercedes? ¿Tú quieres que te vuelva leña molida, caballero?
–¡No, no, Tito, acuérdate que te dije que no te fueras a disgustar! –se asusta el hombrecillo.
–No me disgusto, pero no entiendo por qué me haces esa pregunta, viejo René.
–Es que se ve que quieres tanto a la señorita Mercedes, la defiendes y la celas con tanto calor, que uno no puede evitar pensar eso.
–Pues no, René –afirma el hombrón con tono que pretende ser sincero, mirando a ambos hombres–; los que piensen eso se equivocan; quiero mucho a la patrona Mercedes, es verdad, pero es cariño bueno, de amigo, porque se ha portado bien conmigo y me ayudó en un momento de verdadera necesidá.
Por la tarde, luego de que han descansado un poco y almorzado, se reúnen en la habitación de los novios Miguel Briceño, Aura Marina e Isidoro para intercambiar ideas acerca de los últimos acontecimientos sucedidos en la Posada del Pirata y definir las estrategias a seguir, botella de ron por delante.
–Pero lo que me tiene más loco que loro 'e preso es por qué el fantasmita asesino cambió su horario.
–¿De qué hablas, Isidoro?
–Guá, Comisario, de que al sabio doctor Calatrava se lo echó al pico un lunes, esperó una semana y al otro lunes raspó al abogado Marín, ¡y después se volvió loco el Pirata éste y ahora es a cada ratico que pega su leco de animal con rabia y pela por el puñal o la cerbatana y chao pescao!
–Cierto, Isidoro –apoya el Detective, pensativo, tomando de su vaso–. Casi todos los asesinos en serie, y éste parece serlo, siguen un patrón, un método, a veces sin ellos mismos saberlo, pero el Pirata asesino no...
–Tal vez sí, mi amor –apunta la rubia Aura Marina, cavilosa–, sólo que no lo hemos podido descubrir.
–Puede ser, mami, pero más parece una especie de maníaco desordenado a quien le gusta matar justo a la medianoche, quién sabe por qué.
–Quizá porque es la hora en la que se aparece el Fantasma del Pirata de la leyenda indígena.
–Quizá –concuerda el Detective de raza india–; recuerdo que papá me contaba que ese espanto pertenecía al folclor de los guaraúno, pero no me acuerdo si se aparecía a la medianoche; lo cierto es que, como casi todo el mundo en este hotel, el fantasma asesino busca también la dichosa colección de los Tres Gloriosos Caciques.
–¿Sí, mi amor? ¿En serio crees que esté interesado en la colección también?
–¡Claro! Mató al abogado Marín para robarle la estatua del cacique Paramaconi, eso es seguro.
–¿Pero y a los demás? Que sepamos, el sabio doctor Calatrava no estaba involucrado con las estatuillas.
–Tú lo has dicho, Isidoro: que sepamos.
–¿Por qué los otros tres crímenes entonces –insiste ella–, si no tenían ninguna estatuilla?
–Tal vez pa curase en salú –opina Isidoro Fuentes.
–Pudiera ser –concuerda Miguel Briceño–... Mata a Calatrava, a doña Eusebia y a don Yilberto bien para asustar a posibles rivales o bien porque ponían en peligro su verdadera identidad; sabían algo que pudiera desenmascararlo.
–Bueno, yo te digo una cosa, Comisario –afirma, serio, el viejo Inspector–: estoy seguro de que Yilberto no sabía nada de la identidad del Fantasma del Pirata, porque me lo hubiera dicho. Acuérdate más bien que le estaba echando el carro al viejo René Lamp, el chef.
–Sí, bueno; la única verdad es que el bendito fantasma es un tipo muy inteligente. Fíjense que primero le puso una trampa al pobre francés con lo de la cadena rota y el azabache con cabeza de búho, y después a la pelirroja con el zarcillo.
–Debe haberse robado esas prendas de las alcobas de sus dueños, lo que significa que conoce muy bien la casa –sugiere Aura Marina.
–Como Mateo o Doña Zulma, por decir –apunta el viejo.
–Sí... En cualquier caso, sea quien sea, ya sabe que estamos tras su pista todos, y caerá tarde o
temprano.
–Ajá –ríe Isidoro–; eso quiere decí que está asustao...
–Ojalá –sonríe también el Detective–, porque así es probable que cometa un error que lo haga caer en nuestro poder.
–¿Y el tal choro del disfraz, como le dices tú, Comisario, ah? –pregunta Isidoro–. Ese es otro que nos tiene de uña en uña, como las niguas.
El Detective Briceño calla un momento, meditabundo. Bebe su ron y mira a su novia.
–Yo todavía no logro entender qué quería cuando te atacó disfrazado de anciano mendigo en la primera habitación que nos dieron.
–Dijo que quería matarte, por entrometido.
–Sí, bueno, eso es lógico. Soy enemigo mortal de los choros, y ellos lo saben.
Al oír unos golpes en la puerta, Isidoro reacciona, erizado.
–¡Zape! ¿Quién será?
Miguel Briceño lleva la mano a la cintura y empuña su fiel 9 mms.
–Adelante... Está abierto.
Pasados unos segundos...
–Creo que no te escuchó, mi amor.
–¡Adelanteeee! –alza el tono el Detective, pero nada ocurre. Isidoro se impacienta.
–Ah pués, a lo mejor es un sordo. Déjame ver...
El viejo va hasta la puerta y la abre.
–Epa, aquí no hay nadie, Comisario...
Un silbido agudo y un golpe seco contra la madera de la puerta hacen que Isidoro palidezca.
–¡Virgen de los asesinados! –musita el viejo.
El Detective, pistola en mano, sale a la puerta, seguido de Aura Marina.
–¿Qué pasa, Isidoro?
–¡Que por poco matan al hijo de mi amá, Comisario!
–¡Miren! ¡Hay un cuchillo clavado en la puerta! –alerta la rubia, sobrecogida.
–Y hay un papel, un mensaje...
–Como en las películas de vaqueros –susurra, asustada, la muchacha.
–Y en el pasillo no hay nadie...
–Bueno, veamos quién nos escribe. Cierra la puerta, Isidoro. A ver qué dice... «Para el Detective Privado Miguel Briceño: tienes dieciocho horas de plazo para abandonar la Posada del Pirata. Nunca me atraparás porque soy más listo que tú, policía; si el tonto del disfraz no ha querido matarte, yo sí lo haré. Agarra a tu novia y a tu entrometido amigo y vete lejos de aquí. No quiero hacerle daño a ella. Recuerda: dieciocho horas a partir de ahora.»... No tiene firma; sólo el dibujo de la cabeza de un pirata. Y por la letra no descubriremos nada. Fue hecha adrede con la mano izquierda, para despistar.
–Dieciocho horas –dice Isidoro, mirando su reloj–... Son las tres y cinco. ¡Tenemos plazo hasta las nueve de la mañana de mañana!
–Eso quiere decir –tartamudea, erizada, Aura Marina–... Eso quiere decir...
–Sí, mi amor –dice el Detective, sosegado–; eso quiere decir que, eventualmente, la próxima víctima del Fantasma del Pirata ¡seré yo!
Se miran los tres. Miguel Briceño sonríe, tranquilizador. Luego sirve más ron en los vasos y toma asiento.
–Aura Marina, Isidoro, hay algo en todo esto que no logro entender.
–¿Qué será? –corean los otros.
–¿Por qué el Fantasma del Pirata dice en este papel que no quiere hacerte daño, Aura Marina? ¿Por qué no quiere hacerte daño a ti, si se supone que es un criminal sin entrañas ni corazón?
–Guá, Comisario –explica Isidoro Fuentes, con un gran aspaviento–, eso puede tener una explicación muy sencilla y lógica.
–¿Cuál es?
–Que el Fantasma está enamorao de Aura Marina.
–Sí, ya lo pensé, pero no estoy seguro de que sea por eso.
–¿Y por qué otra cosa podría ser? –pregunta la rubia, cejijunta.
–No lo sé. A ver, supongamos que está enamorado de ti... ¿Por qué no ha hecho algo para que tú te enteres de ello? ¿Por qué no te ha enviado una nota, unas flores, o te ha raptado, o ha intentado besarte las veces que ha estado en tu habitación? No ha hecho nada de eso. Se ha limitado a contemplarte, a observarte, como si... Como si...
–¿Cómo si qué, mi amor?
El Detective coge la botella, se sirve otro trago y habla despacio, especulando.
–...Como si representaras algo especial para él, como si le recordaras a alguien muy querido...
–Épale, Comisario, me parece que no andas muy pelao –apoya Isidoro Fuentes–. A lo mejor es por ahí la cosa. Vamos a ver si entendí bien la berenjena: lo que tú quieres decir es que tal vez Aurita le recuerde al Pirata a su esposa o a alguna mujer que tuvo, como aquella canción que decía “un viejo amor... ni se olvida ni se deja...”
–Isidoro, chico –corta Aura Marina, sonriente–, estamos hablando de algo muy serio, vale.
–Hay otro asunto –enfatiza Miguel Briceño, con aire grave–. ¿Recuerdan lo que pasó esta mañana con Mateo y la hija del Jeque?
–Sí –dice Aura Marina, pensativa–; fue algo muy raro. A mí me pareció, por un momento, que Mateo era un hombre normal.
–Sí –corrobora Isidoro–... Como si no fuera bobo...
–Ajá.
–También yo pensé eso –confirma el Detective–, y la explicación que dio Doña Zulma no me satisfizo para nada. Eso de que los médicos dijeron que Mateo podía hablar sin bobera si recibía una impresión muy fuerte, un choque emocional, no me convence..., y aquello de que se enfermó de su bobera porque vio morir a su padre en una pelea callejera también está un poco raro.
El Detective termina de un golpe su trago y se incorpora.
–Aura Marina, mi amor, tengo una misión para ti si decides aceptarla –sonríe él.
–Dime, cielo.
–Baja al sótano y trata de hablar con la señora Violeta. Ella debe ser la persona que mejor cono-ce el pasado de Doña Zulma y de Mateo, pero ten mucho tacto al sondearla. Recuerda que está enferma.
–¿Quieres que vaya ahora mismo?
–No hay tiempo que perder.
–¿Qué ocurre, Moisés? ¿Por qué me traes hasta esta azotea? Mira que el sol está muy bravo.
–No te preocupes, Mercedes –la tranquiliza el coleccionista de joyas, sacándose su enorme sombrero hecho de pelo de guama–. Toma, ponte esto para que no te fastidie el sol.
–¿Pero por qué tanto misterio, ah?
–Porque he aprendido que en esta casa las paredes tienen oídos, Mercedes, y lo que tengo que decirte es importante. A ver... Recapitulemos un poco: el ladrón de los disfraces te robó el Tamanaco de oro, ¿no es así?
–Ya te dije que sí.
–Pues bien, yo sé quién es el tipo.
–¿En serio? ¿Quién es?
–¡Es Mateo, el hijo de Doña Zulma!
Una mueca de incredulidad se dibuja en las bellas facciones de la pelirroja.
–¿El bobo? ¿El bobo Mateo es el Ladrón del Disfraz? ¿Tú te volviste loco, Moisés Rojas?
–No; escucha... ¿Recuerdas que te comenté de la segunda vez que ese choro intentó asaltarnos y el Detective Briceño lo hirió en un costado?
–Sí, claro...
–Bueno; algo en el caminar del tipo nos recordaba a alguien... ¡al bobo Mateo, pero caminando
derecho!
–La verdad, no te entiendo...
–Y ese cuento chino de la herida a la medianoche, cuando se fue la luz y el Pirata mató con una cerbatana a don Yilberto... ¡Tiene que ser Mateo, Mercedes!
De súbito el joyero se lleva las manos a la cabeza y una expresión de perplejidad ensombrece su cara:
–¡Carajo...!
–¿Qué pasa?
–Sí, como sospecho, Mateo es el asaltante de los disfraces, ¡lo más lógico es que su madre sea el Fantasma del Pirata asesino!
Una mueca de incredulidad desmesura las bellas pupilas color esmeralda de la pelirroja:
–¡Eso que dices es horrible, Moisés!
–¡Horrible pero lógico, Mercedes! –subraya él, excitado, enardecido con su descubrimiento–. Mateo no es ningún enfermo, sólo está fingiendo para poder asaltar a la gente disfrazado como Turco o como falso Monje Chino, sin despertar sospechas. Su madre, por su parte, es el Fantasma del Pirata, y mata a la medianoche para ahuyentar a las personas que vienen aquí en busca de la colección de los Tres Gloriosos Caciques, o para eliminar a aquellos que sospechen el siniestro plan de ambos.
Ella desarma con una mirada el entusiasmo del joyero.
–Para mí eso no tiene mucho sentido, Moisés –dice, escéptica.
–Para mí, sí.
–¿Y entonces qué hacemos?
–Comprobar si Mateo es el tipo de los disfraces.
–¿Cómo?
–Fíjate: el Monje Chino, cuando me asaltó en la orilla del río, me robó el maletín con mis instrumentos de trabajo y mis papeles. Si este falso bobo, como yo creo, es el asaltante, debe conservar todavía el maletín. ¿Sabes dónde queda la habitación de Mateo?
–Si es la misma de siempre, sí; es por el otro lado de la casa, en el primer piso, la segunda a la izquierda, una puerta de hierro.
–Perfecto. Tú regresa a tu cuarto y espérame allá.
–¿Pero cómo vas a entrar, Moisés? Si es cierto lo que sospechas, debe tener su habitación muy bien cerrada.
–Yo con una ganzúa como ésta –dice, sacándola del bolsillo– abro cualquier cerradura, mi reina, no te preocupes por eso. Vamos...
Episodio XXIII
Mateo no es el Ladrón del Disfraz
En la alcoba de la dueña de la Posada del Pirata, la astuta Doña Zulma insiste en convencer a su obstinado hijo de que junten las piezas de la colección de los Tres Gloriosos Caciques que cada uno posee y traten de venderlas al millonario Jeque Alí Farat Yeht.
–¡Si le ofrecemos las estatuillas de Guacaipuro y Tamanaco, las más valiosas, el Príncipe accederá a comprarlas, hijo!
–¡Madre, qué terca eres! ¿No te dijo ese idiota que sólo haría negocio si le entregaban las tres piezas juntas?
–Sí, pero yo sé que la tentación de ver el Guacaipuro y el Tamanaco juntos será muy grande y acabará por hacer un trato con nosotros.
–Ya te expliqué por qué no quiero vender, así que no insistas.
–Entonces espero que no me negarás un gran favor que te voy a pedir.
–¿Qué favor?
–Que le devuelvas al joyero su maletín.
–¿Y eso? –se desconcierta el falso bobo.
–En ese maletín él guarda los aparatos para hacer sus evaluaciones –explica la urraca–. Yo le voy a pedir que revise el Guacaipuro y me diga, aproximadamente, cuánto vale.
–¿Has perdido el juicio? ¡Si le devolvemos el maletín concluirá que yo lo robé, y si le enseñas el Guacaipuro, todos sabrán que Violeta tiene razón cuando te acusa de haber matado a su esposo para robarle la estatuilla!
–Es que no le devolveremos el maletín en forma personal. Alguien, que él nunca sabrá quién fue, lo dejará en su habitación..., y en cuanto a pedirle que examine el Guacaipuro, no lo haré yo... ¡lo harás tú!
–Madre, deliras. ¿No comprendes que sería muy extraño que justo cuando aparece su maletín yo vaya y le pida una cosa así? Además, ¿de dónde saqué la pieza? ¿Cómo le voy a explicar el hecho de que el Guacaipuro esté en mi poder, ah?
–No le dirás que es tuyo ni que es mío sino de interpuesta persona cuya identidad no puedes revelar.
–Humm –hace Mateo, desconfiado y pensativo–... No sé, madre, no sé. Creo que es bastante arriesgado tu plan, por no decir que es chimbo.
–Confía en mí; ve a buscar ese maletín.
«Bien... No hay nadie a la vista y la puerta está cerrada con llave, lo que quiere decir que Mateo no está adentro. ¡Perfecto!... A ver... Humm, es de las buenas... Falta que la cerradura esta se me ponga difícil ahora. Luego de que compruebe que mis sospechas son ciertas y recupere mi maletín, debo comunicarme con Rinoceronte 1, pero no sé cómo, porque el bendito transmisor no quiere funcionar... A menos que... A menos que... ¡Claro! ¿Por qué no lo pensé antes? ¡El Jeque Alí Farat Yeht resolverá ese problema!... ¡Qué vaina, esta cerradura es más terca de lo que pensé!»
«Mi madre debe estar mal de la cabeza también, como tía Violeta, al pedirme que le devuelva el maletín al elegante... ¡Epa!... ¿Quién está agachado en la puerta de mi habitación?... ¡El muñequito 'e torta!... ¡Y trata de forzar la cerradura, el muy cabrón!... Eso significa que sabe o sospecha algo... ¿Estará buscando su maletín?»
«¡Me lleva un tren de ganado! ¿Qué tiene esta condenada cerradura que no la puedo abrir? ¡Se supone que soy un experto en estos menesteres!... ¡Uufff, por fin!... Muy bien, ¡adentro!... Perfecto... Ahora veremos si tengo razón o no. No me llevará mucho tiempo encontrar lo que busco, si es que está aquí. La habitación no es muy grande...»
–¡Buenas tardes, señor!
Moisés Rojas, en el colmo del desconcierto, luego de que ha conseguido entrar a la alcoba de Mateo, escucha a sus espaldas una voz conocida. Sorprendido, voltea con rapidez y se lleva la sorpresa de su vida. El Ladrón del Disfraz le apunta con una escopeta recortada en su personalidad de Monje Chino, con peluca y barba estilo Fu-Man-Chú. La voz del asaltante suena divertida y curiosa.
–Hola, amiguito, soy yo, el Rey del Disfraz... ¿Se puede saber qué buscas en la habitación del estúpido hijo de Doña Zulma?
–Pues lo mismo podría preguntarte –responde, con aplomo–... A menos que...
Destellan de burla los ojos del falso bobo al clavarlos en los amarillos del joyero. Una sonrisa gozosa antecede a la mordaz pregunta:
–¿A menos que qué, chico...?
El coleccionista responde casi con la misma sorna:
–Que esta habitación sea la tuya.
Una risotada que a él le suena insincera le responde.
–¡Jajaja...! ¡Ah, caramba! ¿Significa que crees que soy el estúpido bobo Mateo?
–Convénceme de lo contrario.
–¿Y no se te ha ocurrido que si eso fuera cierto puedo matarte como a un perro por descubrir mi identidad secreta?
–La verdad sí, se me acaba de ocurrir.
–¿Pero de dónde sacas esa estúpida idea de que yo soy ese bobo imbécil?
–El hecho de que estabas aquí, aguardándome, lo prueba, Mateíto.
–¡Jajaja! Eso no prueba nada, no seas bruto, galancito. Puedo entrar a cualquier habitación de esta casa, a la que se me antoje, incluso a la tuya, sin tener llave.
–¿Y si no eres Mateo, por qué estabas esperándome aquí?
–No estaba esperándote, galancito. Te vi forzando la puerta del bobo y no resistí la tentación de saludarte..., y de hacerte una pregunta.
–De acuerdo. Adelante, dispara.
–No me tientes –ríe Mateo, gozoso, dueño de la situación–... A ver: si eres experto en joyas, como afirmas, ¿cuánto crees que valga la estatuilla del cacique Tamanaco?
–¿La que le robaste a la pelirroja Mercedes?
–Yes, esa misma –se impacienta el ladrón–. ¿Cuánto puede valer?
–A decir verdad, tendría que verla, examinarla bien para poder calcular su valor aproximado. Puedo hacerte la evaluación gratis, si tienes la amabilidad de devolverme el maletín que tomaste prestado.
–¡Ja, ja, ja! ¿Sabes una cosa, muñequito de torta? Me caes bien; sí, señor. Eres un tipo con chispa, inteligente, como yo. Creo que ya no voy a matarte.
–No dramatices –dice el joyero con voz reposada–. Nunca pensaste matarme.
–¿Cómo dices?
–Nunca pensaste matarme –repite–. Al menos no a sangre fría.
Un sincero desconcierto se pinta en el rostro disfrazado del otro.
–¿Ah no? ¿Y se puede saber por qué?
–Porque no eres un asesino, Ladrón o Rey del Disfraz.
–¿En serio? –pregunta el choro, entre divertido y curioso.
–Sí. No eres como el tal Fantasma del Pirata, por ejemplo, que mata sólo por el placer insano de matar. Tú matarías, pero en defensa propia. Conozco bien la psicología de las mentes criminales, y sé que tú no eres un asesino nato.
–¡Caramba –exclama el otro, burlón–, no sabes el peso que me quitas de encima! ¡Muchas
gracias, muñeco!
–Por nada, Mateo –enfatiza el joyero.
–¿De modo que estás convencido de que soy Mateo?
–Convencidísimo.
–Pues para ser un simple joyero, sabes mucho de criminales, y tienes mucha sangre fría. Eso es un poco raro, ¿no te parece?
–Sí, me parece... Es posible que yo también tenga mi secreto, como casi todo el mundo aquí, pero no esperarás que te lo confiese, ¿verdad?
–No lo espero, pero podría obligarte.
En ese momento se oyen unos golpes suaves a la puerta.
–Mateo, hijo –alza el tono afuera Doña Zulma–, ¿estás ahí?
Luego de un largo silencio, repite los toques y eleva el timbre.
–Contesta, hijo; ¿estás ahí?
Moisés Rojas mira con fijeza el rostro del ladrón, que luce indeciso.
–Ahí está tu mamá, Ladrón del Disfraz... ¿Por qué no le contestas?
–Porque no soy Mateo, pendejo, y no me importa lo que creas tú. ¡Quieto, si das un paso, disparo!
–Mateo, hijo –insiste la vieja urraca, gritando–, ¿pasa algo? Oigo voces...
–Tranquilo, muñeco, saldré por la ventana. No intentes nada, porque te dejo frío. Nos vemos...
Uniendo la acción a la palabra, el Monje Chino desaparece por la ventana tras cerrarla de un violento golpe, sin que el joyero pueda hacer nada para impedirlo. La dueña del hospedaje insiste desde la puerta cerrada:
–Mateo, ¿sucede algo?
Moisés Rojas, con gesto decidido, abre la puerta y la encara:
–¡Ya basta, Doña Zulma!
–¡Señor Rojas!
–¡Su hijo acaba de irse!
–¿Cómo dice?
–¡Ya lo salvó, señora, no tiene por qué seguir fingiendo!
La mirada, la actitud y la gestualidad de Doña Zulma reflejan su sorpresa y su desconcierto al ver al joyero salir de la habitación del falso bobo. Moisés Rojas tiene un momento de indecisión.
«¿Estaré equivocado con este asunto de Mateo?»
–¿Seguir fingiendo qué, señor Rojas? –pregunta la urraca, tornándose agresiva –. ¿De qué habla? ¿Y qué hace usted en la habitación de Mateo? ¿De qué está hablando...?
–¡Sabe muy bien de lo que estoy hablando, Doña Zulma!... Sabe muy bien que su hijito Mateo,
alias el Ladrón del Disfraz, estaba aquí conmigo hace unos segundos disfrazado de Monje Chino y usted tocó para darle chance de escapar...
–Je, je, mamita, mamita, ¿me buscabas? –dice, apareciendo por el pasillo y aproximándose, Mateo, más bobo que nunca y vistiendo su característico uniforme de recepcionista de la Posada.
Moisés Rojas abre con desmesura los párpados, incrédulo.
–¡Pero –balbuce, estupefacto–, no puede ser! ¡Eres tú, Mateo!
–Sí, claro que soy yo, muchachito elegante. ¿Y qué haces tú aquí en mi cuarto? ¿Quieres ver mis jugueticos?
–Pero... ¡pero no puede ser...!
–Pana elegante, ¿cómo entraste, si yo dejé todo cerrado?
«¡Es imposible! ¡Es absoluta y completamente imposible!»
El joyero Moisés Rojas aún no logra salir de su asombro. ¡Él estaba seguro de que el bobo Mateo era el Ladrón del Disfraz, y sus sospechas se habían visto confirmadas con la aparición del falso Monje Chino en la habitación del falso bobo, es decir, en su propia habitación, pero ahora no sabe qué pensar! Su mente está confusa, nublada. ¡Está convencido de que no han transcurridos dos minutos siquiera entre la huida del falso Monje Chino por la ventana y la aparición del bobo por la puerta, con su misma ropa de siempre!... En otras palabras, el bobo Mateo no es, no puede ser el Ladrón del Disfraz..., a menos que...
Con un rescoldo de duda todavía, sin hacer caso de Doña Zulma ni de Mateo, corre a la ventana, la abre con violencia y se asoma... Ve un estrecho borde y decide investigar más; sale por el hueco y camina por el quicio... Éste lo lleva hasta la esquina opuesta, a una distancia de unos 20 metros, calcula Moisés Rojas.
«Aquí, el falso monje obligatoriamente tuvo que saltar, quitarse el disfraz, volver a ser el bobo Mateo, dar la vuelta, subir al primer piso y presentarse en su habitación... ¡Y eso, en uno o dos minutos no pueden hacerlo ni Mandrake el mago ni David Cooperfield ni Harry Houdini!... No, Mateo no es, no puede ser el Ladrón del Disfraz.»
Alejada, oye la chirriante, desagradable voz de la vieja urraca, que le grita:
–¡Oiga, señor Rojas, si piensa suicidarse será mejor que suba hasta el tercer piso porque si se tira desde ahí no le va a pasar mucho!
Frustrado, amoscado y molesto, desanda sus pasos.
«¡Muy graciosa la misia!»
–¡No se preocupe –le responde, burlón–, no pienso suicidarme todavía; primero tengo que encontrar la colección de los Tres Gloriosos Caciques!
Cuando regresa a la habitación, las muecas de burla y desprecio de madre e hijo lo asaetean:
–¿No va a decirnos qué hacía allá fuera, señor Rojas?
Entonces es su turno de burlarse:
–Estaba buscando a Guacaipuro, Tamanaco y Paramaconi, pero no están.
Al notar que las miradas de los otros van cambiando de la sorna al disgusto, retrocede:
–Doña Zulma, en realidad todo ha sido un terrible error, y le pido que me disculpe; y tú también, Mateo.
–Yo no entiendo nada, muñequito elegante.
–Señor Rojas, no pretenderá que todo este lío se arregle solo con que diga que fue un error.
–Le aseguro que no volverá a suceder –remata, saliendo–. Permiso, tengo cosas pendientes.
Episodio XXIV
¿Será posible que sea Doña Zulma?
En los sótanos más lóbregos de la vieja edificación, Aura Marina Saavedra ha conseguido localizar la mazmorra en la cual Doña Zulma ha mandado encerrar a su hermana Violeta. Sus pasos resuenan con un lúgubre eco en el solitario recinto.
«¡Dios santo, cómo me deprime este lugar! No es justo tener a una persona en un sitio como este, y menos si está enferma. Tengo que hablar muy en serio con Doña Zulma para que envíe a esta pobre mujer a un sanatorio... Aquí es. ¿Estará despierta?»
–Señora Violeta –llama con voz insegura la muchacha–... Señora Violeta...
–¿Quién es? ¿Quién me llama? –responde la voz preguntona de la demente.
–Soy yo, señora Violeta... Aura Marina Saavedra.
De inmediato el rostro andrajoso y macilento se asoma a los barrotes y la voz se dulcifica.
–¡Oh! ¡Aura Marina! ¿Qué deseas, hija?
–Bueno, vine a... hablar un rato con usted, si no le molesta, señora Violeta.
–¡Claro que no, hija, al contrario, es un inesperado placer!
–Gracias, señora Violeta, muy amable.
–No me tienes miedo, ¿verdad?
–Oh, no, claro que no; ¿por qué habría de temerle? A mí me parece que usted es una señora muy buena, muy bondadosa y muy sufrida.
–Gracias, Aura Marina.
–Señora Violeta, le... voy a decir la verdad... Yo en realidad bajé a... hacerle unas preguntas.
–No ha cuidado, niña; bajaste, y eso es lo importante. ¿Sobre qué?
–Sobre... Se trata de su sobrino, Mateo.
–¿Qué pasa con él?
–Estuve conversando con Doña Zulma, y ella me dijo ciertas cosas..., pero yo quería que usted, como conoce toda la historia, me la contara completa, si no le molesta.
–¿Hablas de la historia de Mateo?
–Ajá...
–¿Pero qué interés puedes tener tú en conocer el pasado de mi sobrino?
La rubia, incómoda, se frota las manos. Le cuesta mentirle a la prisionera.
–No es que tenga algún interés, sino que..., bueno, estoy bastante aburrida, no tengo siquiera un libro que leer y entonces pensé que tal vez usted sería tan amable de..., digo, si es que no le incomoda...
Por un instante, un destello de incomprensión alumbra las pupilas moradas..., después su dueña parece sonreír, complacida.
–Ya te dije que estoy encantada de que hayas venido. ¿Qué quieres saber?
–Sobre el esposo de Doña Zulma, el padre de Mateo. ¿Es verdad que murió en una pelea callejera?
–Sí, es verdad. Era un sinvergüenza, un perdido –afirma, despectiva–; tenía todos los vicios: jugador, mujeriego, borrachín, pendenciero, vago... Lo que se dice una joya.
–¿Pero cómo murió, señora Violeta?
–Apuñalado dentro de un bar, de la manera más rastrera; ni más ni menos que como había vivido.
–¿Y Mateo, su hijo... vio su muerte?
Una mueca de desconcierto hace levantar la cabeza a la enferma.
–¿Cómo dices?
–¿Mateo vio eso, vio morir a su padre?
–No, Aura Marina –niega, tras un largo silencio–. Claro que no. ¿Por qué preguntas?
La bella rubia miente, pero le cuesta:
–Bueno, señora Violeta, es que..., ¿sabe usted?, le tengo mucho cariño a su sobrino y..., no sé, quiero ayudarlo de alguna manera y pensé que tal vez buscando la causa de su mal..., porque él no nació así, con ese defecto, ¿verdad?
–No –niega Violeta, sin apartar su mirada brillante del hermoso rostro de la novia del Detective Briceño–; Mateo nació siendo un niño muy sano, muy robusto, muy fuerte –y la voz se va diluyendo, y la mirada se extravía y se apaga, y su dueña va perdiendo el dominio de sus gestos y maneras–... Igual que mi hija, Rebeca, que era una niña bella, encantadora, muy pilas... ¿Sabes una cosa?
–¿Qué cosa, señora Violeta?
–Tú te pareces mucho a mi hija Rebeca, muchísimo.
–¿Ah sí?... Ande, hábleme de ella...
La mirada de la loca se ilumina de nuevo, y se enternece otra vez:
–Ella era... Tenía los ojos como su padre, grandes, de mirada cariñosa, acariciadora... El cabello sedoso y amarillito, como el tuyo, y tu misma sonrisa buena, pacífica...
–Señora Violeta, dígame, ¿cómo enfermó Mateo? –pregunta con dulzura Aura Marina.
Los ojos de la hermana menor de Doña Zulma vuelven a extraviarse:
–¿Mateo?
–Sí, su sobrino –insiste, tierna, la rubia–, el hijo de Doña Zulma, su hermana... ¿Qué le pasó a él, como fue que se puso enfermo?
–¿Enfermo...? ¿Está enfermo mi sobrino? ¿Qué tiene? ¿Qué le pasa? ¿Y Rebeca, mi hija, está bien?
Los gestos y miradas de la orate van asustando a Aura Marina, que teme una nueva crisis.
–Cálmese, señora Violeta, por favor...
La prisionera se aferra con fuerza a los barrotes, con los ojos muy abiertos mirando hacia el pasillo, como si de allí fuese a brotar una terrible amenaza. Después, poco a poco, se va aquietando y vuelve a posar su atención en su visitante.
–Tú eres buena, Aura Marina... No como los demás, que son malos, y por eso, porque has sido buena conmigo, te voy a confesar algo –y la voz se convierte en un susurro apenas–... Escucha: Zulma, mi hermana... es malvada, es una mala mujer, ¡cuídate de ella!
–Lo haré, señora Violeta, muchas gracias.
–Escucha también esto que te voy a decir, pero no lo repitas, porque mi hermana Zulma me castigaría...
Como ya la voz de la loca es casi inaudible, Aura marina pega el oído a los labios de ella en los barrotes:
–Ella, mi hermana –musita–..., es ¡el Fantasma del Pirata asesino!
La novia del Detective Briceño siente que la piel se le eriza de terror:
–¿Cómo dice, señora Violeta?
–¡Schiiissss! ¡Habla bajito!... Ella, Zulma, es la fantasma asesina. ¡Cuídate, Aura Marina, cuídate mucho de ella!
Miguel Briceño ha llegado hasta la puerta de la habitación que ocupa el doctor Facundo Ontiveros y toca varias veces pero no obtiene respuesta. Cuando se dispone a dar media vuelta escucha la nerviosa voz del médico preguntando quién llama. Al identificarse, el galeno acude a abrir. El Detective lo nota sudado, nervioso, inseguro.
–Doctor, quería hablar un asunto importante con usted, pero si está ocupado o descansando...
–Pasa, pasa, Detective Briceño –dice, tratando de ocultar su nerviosismo–. Je, je, ya no soy joven y después de la nochecita que pasamos gracias al bendito fantasma asesino, uno sufre las consecuencias, je, je... Siéntate. ¿Qué se te ofrece?
–Verá, doctor Ontiveros, es un asunto un poco delicado y quisiera que me guardara el secreto.
–Claro, claro... Adelante.
–Gracias... ¿Notó usted algo raro, algo fuera de lo normal, cuando curó la herida de Mateo anoche?
El médico posa en él sus ojos claros y se acaricia el grueso bigote.
–No entiendo la pregunta, Detective Briceño.
–Quiero saber si notó algún detalle, alguna cosa que indicara que esa herida era “anormal”, ¿comprende?
–No mucho, pero en todo caso no noté nada raro cuando atendí a Mateo. ¿Por qué?
Hay un silencio. El Detective no aparta su mirada del rostro rubicundo del médico.
–Es algo delicado, doctor Ontiveros –confiesa con tono confidencial, invitando al otro a acercarse más–. Doctor, yo sospecho que Mateo –pero se interrumpe al oír el ruido de un objeto que cae de entre las ropas del médico cuando éste se le aproxima. Al agacharse para devolverlo, nota que es–: ¡Una cerbatana!
Entonces endurece el tono mirando al otro a los ojos, amenazante:
–¿Qué significa esto, doctor Ontiveros?... Una cerbatana entre sus ropas, y con una cerbatana el Fantasma del Pirata mató anoche a don Yilberto De Sousa. ¡Responda! ¿Qué hacía con esta cerbatana encima? ¿Es usted el asesino?
–¡Por dios, Detective Briceño, no digas barbaridades!
Pero el excomisario ya se ha acelerado, pensando que ha descubierto al asesino:
–¿Barbaridades? Escuche: pudo matar a don Yilberto con esta cerbatana y luego arrastrar su cuerpo hasta el pasillo; Moisés Rojas lo vio y entonces usted abandonó el cuerpo allí mismo y aprovechó que no había luz para regresar junto a los otros; usted fue el primero en descubrir el cadáver de don Yilberto. ¿Quiere explicarme cómo lo hizo, si no había luz en la casa? ¿O es que usted mismo la había cortado para poder cometer el crimen con mayor impunidad? ¡Hable, doctor Ontiveros, o dese preso!
–Hombre, Detective –exclama el otro, sereno–, por ese camino vas a acabar sacándome de aquí y colgándome del primer árbol que encuentres, como se hacía en los tiempos de antes.
–¿Y no es lo que merece?
El Doctor Ontiveros chasquea la lengua y suspira, cansado, en tanto va a servirse un trago.
–No seas tonto, chico –aconseja, y se sienta–. Es increíble cómo evidencias aparentes pueden hacer ver a un inocente como el mayor culpable.
–¿Cuál es su coartada?
–Todo tiene su explicación. Todavía no quería revelar nada de lo que he descubierto, pero no
me queda otro remedio. ¿Te ofrezco un güisquicito?
El Detective asiente en silencio y el médico sirve dos tragos mientras narra:
–Ocurrió esta madrugada, casi al amanecer. Yo me sentía muy cansado... Venía a mi habitación a recostarme un rato cuando enfrente de mí, al final del pasillo, apareció una figura con una capa negra...
–¿Qué clase de figura? –pregunta, menos receloso, el Detective, tomando el vaso que el otro le ofrece.
–Era como... como una especie de... de sombra, muy parecida a la que vi fugazmente anoche, cuando mataron a don Yilberto Da Silva. No sé por qué lo hice, tal vez por miedo, pero me escondí detrás de un pequeño muro y observé al extraño. Pasó por delante de mí, sin verme, y entonces... me di cuenta de que era el fantasma asesino, el Pirata.
–¿Cómo se dio cuenta? –interroga Briceño, con una mirada aún recelosa.
–¡Porque le vi el rostro, su horrible cara de fantasma! Estaba oscuro, pero se la pude ver. ¡Te aseguro que es la cosa más espantosa que haya visto nunca, Detective!
–Continúe...
–Luego se detuvo frente a la puerta de uno de los cuartos del fondo, sacó unas llaves y abrió, pero al abrir la puerta, se le cayó algo y no se dio cuenta.
–¿La cerbatana?
–Sí. No me explico cómo no lo notó, porque a mí me pareció que hizo un ruido muy escándalo-so al caer, pero lo cierto es que no se percató y entró en la habitación, quitándose la capa, y en ese momento pude ver que el asesino que mata a la medianoche, ¡era una mujer!
–¿Por qué lo supo?
–Porque cuando se quitó la capa, entrando, vi su vestido y la parte posterior de su cabeza, y te aseguro que he visto ese vestido y ese cabello, Detective, y pertenecen a la mujer que ocupa la habitación a la cual entró el Fantasma del Pirata.
–¿O sea...?
–¡Doña Zulma!
–¿Está seguro?
–¡Claro que lo estoy!
–¿Puede probarlo?
–No tengo ninguna prueba, salvo esta cerbatana.
–¿Iba armada cuando usted la vio?
–Sí; llevaba una metralleta en las manos.
–¿Y cómo a qué hora dice que ocurrió eso?
–Fue antes de amanecer, pero no sabría decir la hora exacta.
–¿Por qué no confesó todo esto antes, doctor Ontiveros?
–Guá, chico, porque me asusté mucho. Dormí un rato, y cuando me desperté lo pensé bastante antes de actuar. Quería estar seguro, quería tener una prueba fehaciente de la culpabilidad de Doña Zulma.
–Escuche, doctor, si no le molesta, me voy a quedar con la cerbatana para tratar de desenmascarar a la asesina, ¿está de acuerdo?
–Claro, has lo que creas conveniente, y cuenta conmigo para lo que sea.
–Se lo agradezco. Ah, otra cosa: es crucial que no comente con nadie, con nadie en absoluto lo que me ha dicho, ¿entiende?
–Entiendo.
En ese momento se escucha en toda la casa el lamento o rugido del Fantasma del Pirata. El doctor Ontiveros se estremece.
–¡Es ella, es ella! –asegura, mirando al otro con ojos pasmados–. ¡Es como si se burlara de nosotros!
«Al parecer, el doctor Ontiveros no es el Fantasma del Pirata asesino. ¿Será posible que sea Doña Zulma en verdad?»
–Doctor, ¿qué le parece si me acompaña a mi habitación para discutir este asunto a fondo con
mi equipo?
–¿Tienes güisqui allá?
–¡Ja, ja, ja! –suelta la risotada burlona, agresiva, el falso bobo Mateo–. ¿Viste la cara de imbécil que puso Moisés Rojas cuando me vio aparecer en la puerta como el bobo Mateo, madre?
–Reconozco que fue una buena treta y que resolviste el peligroso asunto con mucha astucia. ¿Cómo íbamos a imaginar que ese entrometido estuviera aquí en tu habitación?
–Seguramente buscaba su maletín, lo que quiere decir que sospechaba de mí y vino a compro-bar si el objeto robado estaba aquí. ¡Qué imbécil! ¡Jamás hubiera encontrado mi clóset secreto!
–¿Pero cómo hizo para entrar? Esta cerradura tuya es de las más seguras.
–La forzó con una ganzúa, madre. No es un simple joyero sino un profesional. Habrá que tener cuidado con él, aunque ya no hay peligro de que crea que yo soy el Ladrón del Disfraz.
–Sí. Ven acá, hijo, ¿cómo hiciste el cambio tan rápido?
Otra carcajada de suficiencia sobresalta a la vieja urraca. No le agrada que su vástago se crea tan superior a los demás, porque ello implica subestimar al enemigo, pero poco puede hacer ella en este
sentido.
–¡Ja, ja, ja!... Salí por la ventana, cerrándola, para que ese tipo no se diera cuenta del truco; entré a mi loseta secreto por la puerta que hay disimulada bajo ella, me quité peluca, barba y bigote, me saqué el hábito, y como debajo tenía esta ropa del bobo Mateo, salí por la otra puerta secreta al pasillo y corrí hacia acá... Así de sencillo.
–Sencillo pero ingenioso, hijo.
–¿En qué le puedo servir, hermano Moisés Rojas?
–He venido a pedirle un gran favor, Príncipe Alí. Es un asunto de vida o muerte.
–Oh, por favor, no se ponga usted dramático, hermano mío... ¿Qué es lo que se le ofrece?
–Que me dé usted permiso para usar la radio de su avión, Excelencia. Es muy urgente que me comunique con mis superiores.
–¿Es todo?
–Es todo.
–No hay problema, hermano Moisés Rojas –sonríe el Príncipe, y llama–. Mohamed...
–Ordene, su Excelencia.
–Manda a uno de tus hombres con el hermano Moisés Rojas para que lo acompañe al avión y le permitan usar la radio. ¿Sabe operarla, hermano?
–Sí, Príncipe, conozco el equipo que traen esas naves. Muchísimas gracias por su amabilidad.
–No es nada, hermano –concede el Jeque, y luego, con un ligero carraspeo–: Ehh..., si no le molesta, quisiera hacerle una pregunta.
–Adelante, alteza.
–¿Escuchó usted ese... horrible sonido hace poco?
–¿El rugido del Pirata?
–¿Rugido del Pirata? –repite el Príncipe mirando al otro con cierto recelo, temiendo que le esté tomando el pelo. Él ha escuchado que los venezolanos son bromistas en exceso–. ¿Qué es eso?
–Según la tradición que circula por aquí, es la aparición o el fantasma asesino de un pirata mitad indígena, mitad inglés. Al parecer habita en este hotel y mata a la medianoche del día cuando se escucha ese rugido...
El Jeque no cabe en sí de la sorpresa:
–¿Está diciendo que alguien morirá hoy aquí a la medianoche?
–Es correcto, Excelencia.
–¿Y quién será, señor Rojas? –interviene Mohamed, curioso, tras consultar a su jefe con una mirada.
–Cualquiera. Nadie lo sabe... Puede ser usted, Mohamed, tal vez el Príncipe, yo mismo, nadie lo sabe.
Contrariamente a lo que esperaba el joyero, el Príncipe sonríe, encantado con la noticia.
–¡Pero qué interesante, hermano Moisés Rojas! –aprueba, risueño–. ¿Hay alguna otra distracción de esa índole aquí en la Posada del Pirata para los huéspedes?
El coleccionista lo mira y opta por seguirle la corriente.
–Claro que sí –dice, sardónico–; está también el Ladrón del Disfraz.
–¡Ah! –vuelve a sonreír–. ¡Ya sabía yo que la cosa no terminaría ahí! ¿Quién o qué cosa es el Ladrón del Disfraz, hermano?
–Mire, Excelencia, déjeme echarle el cuento completo y luego iré a usar la radio del avión, ¿le parece?
–De acuerdo, hermano Moisés Rojas. Venga el cuento...
Más tarde, Moisés Rojas, ya a bordo del moderno avión jet propiedad del Jeque Alí Farat Yeht, a solas en la cabina del piloto, enciende el potente sistema de comunicación de la nave y localiza la frecuencia apropiada.
–Aquí Solitario 2 llamando a Control Líder Rojo, cambio... Aquí Solitario 2 llamando a Control Líder Rojo, cambio...
De inmediato, obtiene respuesta:
“Aquí Líder Rojo... Le escucho, Solitario 2, cambio.”
«¡Por fin!»
–Solitario 2 reportándose desde el segundo punto de contacto... Comuníqueme con Rinoceronte 1, Líder Rojo, cambio...
Se produce un silencio en la línea radial. Luego:
“Solitario 2, aquí Rinoceronte 1... ¿Por qué no se había reportado?, cambio.”
–Rinoceronte 1, he tenido algunas dificultades, pero nada serio. La pista es positiva, Rinoceronte 1... Repito: la pista es positiva, cambio.
“Copiado, solitario 2. Pista positiva. ¿Qué sugiere?, cambio.”
–Recomiendo aplicar alternativa “A”, Rinoceronte 1. Hora cero: las 23 horas. Repito: hora cero: las 23 horas de hoy, en el sitio acordado para alternativa “A”... ¿Copió, Rinoceronte 1, cambio?
“Copiado, Solitario 2... Confirmada alternativa “A”... Cambio y fuera.”
Episodio XXV
Moisés Rojas y el doctor Facundo Ontiveros son colegas
En la habitación de Aura Marina y Miguel Briceño, la pareja y el doctor Ontiveros llevan más de media hora analizando tanto la posible pista de la cerbatana que se le cayera a la mujer que el médico identificó como Doña Zulma, como lo averiguado por Aura Marina en su conversación con la desquiciada Violeta.
–¿Pero está seguro de que era Doña Zulma, doctor? ¿Le vio la cara? –insiste la muchacha, incrédula.
–No, hija, no le vi la cara –repite el médico, paciente–, pero sí la parte posterior de la cabeza. El cabello y la ropa eran de Doña Zulma.
–Pero pudo ser, por ejemplo –insiste la rubia novia del Detective–, esa pelirroja Mercedes con la ropa de Doña Zulma y una peluca, ¿no cree?
–Y también pudo ser un hombre disfrazado –dice Miguel Briceño–. Tranquilos... Tengo una buena idea para hacer que esa vieja asesina confiese, si es culpable.
–Y de no serlo, ¿por qué mentiría en eso de que Mateo vio morir a su padre? No tiene sentido.
–Cierto, doctor –afirma Aura Marina–...; es extraño en verdad..., a menos que esté encubriendo a...
Unos enérgicos toques en la puerta cortan el razonamiento de la bella chica. El Detective abre la puerta y entra Moisés Rojas. Se le nota algo incómodo al ver que Miguel Briceño no está solo.
–Disculpen –dice a la muchacha y al médico–, pero tengo que hablar un asunto importante con el Detective, a solas, si no les molesta.
–Tranquilo –aprovecha el doctor Ontiveros–; ya me iba. Voy a caminar un poco por ahí a ver si me da apetito. Con permiso.
–Le acompaño al pasillo, doctor –dice Aura Marina, tras una mirada a su novio–. Voy a la terraza grande a tomar una taza de café... Hasta luego.
–Si ves a Isidoro, dile que nos vemos dentro de un rato allá, cielo –pide el Detective.
Cuando los dos hombres se quedan solos...
–Soy todo oídos.
–Briceño, ¿recuerdas que en una ocasión te iba a confesar mi verdadera profesión?
–Desde luego...
–Bueno, escucha...
Moisés Rojas comienza por hacer la relación de lo acontecido en el cuarto de Mateo cuando el coleccionista de joyas buscaba su maletín y fue sorprendido por el falso monje; también revela al Detective su verdadero nombre y profesión y le refiere la comunicación que hiciera con su misterio-so jefe Rinoceronte 1 desde la radio del avión del Jeque Alí Farat Yeht.
–¡Coño, hermano! –dice con sincero acento el Detective Privado–. ¡Esa sí que no me la esperaba! ¿De manera que eres un colega...?
–Sí, Miguel Briceño; no te lo había dicho antes porque no lo consideré prudente; y si te lo confieso ahora es para que estés preparado y no te sorprenda lo que ocurrirá esta noche cuando se lleve a cabo la operación de mi organización.
–Mira, Moisés –dice el Detective con nobleza–, no es que dude de tu palabra sino que en mi azarosa vida me he topado con gente de todas las calañas. ¿Te molestaría mostrarme tus credenciales?
–No, pero no es posible.
–¿Por qué no?
–Porque están en el maletín que me robó el Monje Chino, ¿recuerdas?... Pero no te preocupes, están muy bien escondidas; dudo que alguien las encuentre.
–¿Significa que no puedes probar tu verdadera identidad?
–Eso es positivo. No puedo. ¡Espera! –dice de pronto, acordándose–. Sí puedo. Hay otro colega mío aquí en la Posada.
–¿Quién...?
–El doctor Facundo Ontiveros.
–¿En serio...? –dice, con cara de perplejidad–. ¿El buena gente del doctor Ontiveros también es un colega?
–Correcto –dice el coleccionista–... Fue quién me informó de todo lo que ocurría aquí. Él no es de mi departamento, pero sí de la misma organización.
–¡Carrizo; no te voy a negar que estoy muy sorprendido! ¿Crees que podríamos hablar con el doctor Ontiveros? ¿O debo decir sólo Facundo Ontiveros? No es médico, ¿cierto?
Moisés Rojas suelta una alegre carcajada.
–Sí, vale, sí lo es, pero hacía años que no ejercía. Usó ese recurso, aprovechando que fue cirujano, como una manera de entrar aquí sin despertar sospechas.
Una sombra de preocupación ensombrece el rostro de Briceño:
–Pero ven acá, Moisés; ¿no temes que el choro del disfraz, sea quien sea, haya registrado tu maletín y ya sepa quién eres si encontró las credenciales?
–Lo dudo. Están muy bien encaletadas. Ven, acompáñame, vamos a buscar a Ontiveros.
–De acuerdo, vamos...
Echan a andar los dos hacia la habitación del médico.
–Espera, Moisés –se acuerda de pronto el Detective–... Dijo que iba a dar un paseo...
–Bueno, pero no debe andar muy lejos.
–Oye, vale –recuerda Briceño con una especie de remordimiento–, y yo que llegué a pensar que el doctor... Bueno, que Ontiveros podía ser el Fantasma del Pirata asesino... Con razón no me comentó nada del asunto de la cerbatana... ¡Quería descubrir al criminal por su cuenta!
–Obvio. Esa es una de las razones por las que estamos aquí.
–¿Una de las razones? ¿Hay más de una?
–Hay varias, colega.
Siguen caminando sin cruzarse con nadie. Miguel Briceño va meditabundo.
–Moisés, si tú dices que Mateo no puede ser el Ladrón del Disfraz, ¿entonces quién?
–No lo sé, hermanazo, pero te puedo asegurar que el bobo no es.
Conversando llegan hasta donde comienzan los jardines salvajes de la Posada.
–Ok –dice el coleccionista–, vamos a dividirnos... Sigue tú por ese lado, yo iré por este... Nos vemos en la terraza grande como en un rato, ¿está bien?
–Dale...
–¡Pero hijo, deja ya de pasearte, que me pones nerviosa. ¿Te sigue preocupando el asunto de la hija del Jeque?
–Madre, te agradezco que no intervengas en eso–dice Mateo, exasperado, con un peligroso brillo en la mirada–; lo que yo sienta por esa muchacha es problema mío, ¿sí?... Hablemos de otra cosa. ¿Por qué crees que el muñeco 'e torta me acusó de ser el Ladrón del Disfraz? ¿Cuál fue el error que cometí?
–¿El error? Has cometido más de uno. Primero, aparecértele al Comisario y al joyero en el ala oeste; segundo, el asunto ese de la herida en el costado, cuando fingiste que te la había hecho el Fantasma del Pirata, y después, esta mañana, cuando viste a la hija del Príncipe y no te controlaste y hablaste normalmente.
–No, hombre –contesta, despectivo–, nada de eso me acusa de ser el Ladrón del Disfraz. Tiene que haber otro detalle, otra pista. Ese tipo, Moisés Rojas, estaba muy seguro. Vino directo aquí a mi cuarto y forzó la cerradura; seguro que buscaba su maletín. ¿Pero por qué tanto interés en un maletín que sólo contiene aparatos de examinar joyas...? Madre..., ¿y no será que ese
maletín contiene alguna cosa muy valiosa?
–¿Tú no lo registraste bien, pues?
–Lo registré buscando dinero o joyas, pero muy por encima. No busqué compartimientos secretos u objetos cosidos en un forro interior o algo así.
–¿Y qué estás esperando? –insta la vieja.
Con un afilado cuchillo, Mateo rompe concienzudamente el maletín que le robara a Moisés Rojas. Rasga el cuero y desmenuza por completo la valija, pero nada encuentra, excepto un pedazo de grueso cartón que servía de asiento al fondo del portafolios.
–Rómpelo también –ordena Doña Zulma. Él se extraña.
–¿El cartón? ¿Para qué, madre?
–¿Y si hay algo dentro?
–¿Dentro del cartón? ¿Tú crees...? –duda Mateo, pero luego–: Tienes razón... Voy a romperlo por las puntas... ¡Hey, madre, aquí hay algo!
–¿Qué es, hijo? ¿Dinero escondido?
–No; es... Son unos papeles forrados en plástico... ¿A ver qué dicen?... ¡Epa, observa esto, madre!... Ese tal Moisés Rojas no es un tasador ni un coleccionista de joyas...
–¿Ah no?
–Según estos papeles... ¡Es un policía secreto!
–¿Quéee...?
–Mira sus credenciales: “Comisionado Especial del Ministro de Relaciones Interiores, Justicia y Paz”.
–No es un policía común y corriente –dice, pensativa y preocupada Doña Zulma–. Es un comisionado, un agente especial.
–¿Qué buscará ese tipo aquí? ¿Será que quiere atrapar al Ladrón del Disfraz?
–No lo creo –niega la urraca.
–¿Por qué no?
–Porque un agente de tan alto grado no va a venir a un monte de éstos, lejos de la civilización y de la capital, nada más que para atrapar a un vulgar salteador de caminos.
–¡Yo no soy ningún vulgar salteador de caminos, madre! –salta el falso bobo, rojo de repentina indignación–. ¡Soy el Ladrón del Disfraz!
–Bueno, como sea –acepta ella, con un gesto displicente–, pero no creo que sea por ti...
–Pero si no es a mí, ¿entonces qué busca aquí?
–A lo mejor viene por el tipo ese que llaman “El Zamuro” y por su banda de criminales.
–No, no me parece, madre. No van a enviar a un agente especial de inteligencia para atrapar a
un piche cuatrero, un ladrón de ganado.
–Entonces viene por el Fantasma del Pirata.
–Sí –afirma Mateo, revisando de nuevo las credenciales–... Estaba pensando en eso. Ya el fantasma ha matado a cuatro personas, aunque cuando ese policía especial vino no habían muerto todas...
–¿Y no se te ha ocurrido que venga por la colección de los Tres Gloriosos Caciques? –dice Doña Zulma, sentándose en el lecho y poniendo su infaltable bastón a un lado.
–¿Por la colección? ¿Por qué por la colección?
–¿No te parece lógico que el gobierno también se preocupe por esa colección? Al fin y al cabo, perteneció a un personaje histórico como el General Guzmán Blanco, encima de que por querer poseer las tres piezas han muerto ya cuatro personas.
–Más la que morirá esta noche –agrega él con cierta angustia, una luz de alarma en la mirada.
–Exacto. ¿Qué pasa, hijo? ¿Por qué esa cara de preocupación?
–No me gustan los policías, madre. De ninguna clase.
–Bueno, no te preocupes –sonríe, siniestra, la vieja cara de buitre–. ¿Quién te dice que Moisés Rojas no sea la próxima víctima del Fantasma del Pirata?
Él se la queda mirando con ojos impenetrables y de pronto se desplaza hacia la puerta.
–Me voy. Hasta luego, madre.
–¿Adónde vas?
–¿Yo? a ningún lado –sonríe el falso bobo, y a continuación habla con el acento y la voz del Turco–: ¡Bero el Turco tiene cosas imbortantes que hacer!
En una de las terrazas de la Posada donde se ha hecho servir un té, Aura Marina Saavedra recibe la visita del Príncipe Alí Farat Yeht, quien está acompañado, como siempre, por su sombra, Mohamed Abá.
–Pero si aquí está la bella señorita del nombre refrescante y acariciador... Buenas tardes, hermana Aura Marina. ¿Le importa si me siento con usted?
–Al contrario, será un placer, Príncipe.
–Gracias –dice, tomando asiento frente a la rubia–. Mohamed, averigua adónde fue Saraí a caminar y cuando la encuentres pregúntale si ya tiene apetito, por favor.
El Secretario se inclina, saluda a la joven y se va. El Príncipe sonríe, cordial.
–¿Y el hermano Miguel Briceño?
–Está bien. No debe tardar.
–Pues yo la andaba buscando a usted, hermana Aura Marina.
–¿A mí, Excelencia? ¿Y eso?
–Contésteme una cosa: ¿Le gustan los caballos? ¿Le gusta montar un noble bruto y galopar contra el viento sintiendo esa sensación de sublime libertad en el cuerpo, en el rostro? ¿Le gusta?
–¡A quién no, Excelencia! –sonríe ella, gentil.
–Pues entonces le ruego aceptar como humilde obsequio uno de mis corceles blancos de raza.
–¿Qué? –balbuce ella, en el colmo del asombro.
–¿Acepta, bella señorita Aura Marina?
Sonríe ella con encanto al tiempo que niega con la cabeza. Un gesto de clara decepción se dibuja en las viriles facciones del Jeque:
–¿No acepta...? ¿Por qué no, bella señorita Aura Marina?
–Lo lamento, Excelencia, pero no puedo aceptar.
–Dígame por qué no –insiste, con cara de preocupación–. ¿No le gustan los caballos árabes acaso?
–No es por eso... Es que –titubea ella– no estaría bien.
–Ah –dice, con una mueca, serio–... ¿Teme que su novio le riña, es eso?
Aura Marina sonríe y la terraza parece iluminarse.
–No sé las costumbres de su país, Príncipe, pero aquí hombre y mujer somos iguales. No tendría nada de malo que aceptara un obsequio suyo... si fuésemos amigos, señor, pero como no lo somos...
–Comprendo, señorita Aura Marina –dice el hombre con nobleza–. Discúlpeme, no quise decir que su novio tuviese motivo para hacerle una escena, perdóneme. Todavía cometo errores por falta de delicadeza y desconocimiento de las costumbres extranjeras.
–No es nada, Excelencia. No tiene importancia.
–Por favor –insiste el árabe–, prométame al menos que tomará uno de mis caballos prestado y lo montará si le provoca, ¿sí?
–De acuerdo, se lo prometo.
–Gracias...
–Buenas tardes, permiso –dice el policía secreto acercándose a la mesa.
–¿Cómo está usted, hermano Moisés Rojas? –le hace una pequeña reverencia el Príncipe.
–Muy bien, gracias, Excelencia.
–Moisés, ¿adónde fue Miguel? –pregunta ella.
–Ya no debe tardar. Quedamos en vernos aquí con el doctor Ontiveros.
También llega y se arrima a la mesa Isidoro Fuentes. Luego de los saludos de rigor y de pedir café a un mesero indígena que por allí ronda...
–Ajá –sonríe Isidoro, mirando a Aura Marina y a Moisés Rojas–, ¿y qué? ¿Ya le echaron a mi jekazo aquí presente los cuentos del Fantasma del Pirata asesino?
–Sí, hermano Isidoro, ya me he enterado de algunas de las cosas un poco raras que ocurren en esta posada.
–Príncipe, ¿está su avión bien cuidado allá donde lo tienen? –pregunta Aura Marina, quizá pensando en los hermosos potros que vieran en la mañana.
–Oh, sí, bella hermana Aura Marina; por eso no se preocupe. Tengo diez hombres bien armados cuidando mi jet –aclara el árabe, buscando con la mirada–. ¿Dónde se habrá metido Mohamed?
–¿No lo mandó a buscar a su hija? –dice la rubia.
–Sí, pero se ha tardado mucho.
–Cónchale, verdad, qué raro que no está pegado de usted como un tábano –sonríe Isidoro, y Aura Marina y Moisés enrojecen un poco de pena ajena. El Jeque hace un gesto, comprensivo.
–¿No te simpatiza mucho Mohamed, verdad, hermano Isidoro?
–Pues si quiere que le diga la verdad verdadera, mi jekazo, no..., no me cae muy bien.
–Mohamed Abá es un buen hombre, hermano Isidoro. Tal vez su celo hacia mí lo haga parecer como una persona sin sentimientos, pero es un buen individuo.
–Ah, mire –anota Aura Marina–... Ahí viene.
–Verdad –aprovecha Isidoro–, ahí viene el tábano.
Mohamed Abá llega junto al grupo y hace una amplia reverencia a los otros y luego, con mal disimulada preocupación, se dirige a su amo:
–Excelencia, ¿le dijo la Princesa Saraí adónde pensaba salir a dar un paseo?
–No –expresa el Jeque, sonriente–, pero nunca me dice lo que piensa hacer –y amplía la sonrisa hacia los occidentales–... Esa niña tiene un genio muy rebelde. Desde pequeña ha hecho lo que le viene en gana. ¿Qué puedo hacer yo, si es mi única hija, mi sol, mi luna, mi universo?
–Oiga, mi jekazo, a propósito –mete baza de nuevo Isidoro Fuentes, curioso–, ¿por qué ella no habla así, con ese acento de ustedes?
–Ella se educó en Europa y Estados Unidos, hermano Isidoro; estudió en las mejores universidades. Habla inglés, francés, español y árabe... ¿Qué ocurre, Mohamed? ¿Por qué esa cara?
Mohamed Abá compone una sonrisa de circunstancias para no expresar su alarma al amo.
–No es nada, Excelencia, no se preocupe. Todo está bien.
Episodio XXVI
De nuevo el Ladrón del Disfraz
El Detective Miguel Briceño ha ido rumbo a las caminerías buscando a Facundo Ontiveros. Sus pasos le llevan por una vereda solitaria. La sonata de la selva a pleno día le invita a abstraerse.
«Yo creo que Moisés Rojas está subestimando al Ladrón del Disfraz al pensar que no descubrirá que en el maletín están escondidas sus credenciales...»
–¿Por dónde andará Ontiveros? –murmura en voz alta al notar que está solo en el bosque–. ¡Facundo Ontiveros, cará!... ¡Quién iba a sospechar que Moisés Rojas y el médico fueran policías secretos!...
Una voz cercana, insinuante y cálida le hace detenerse:
–¿Problemas, señor Detective Briceño?
–¡Saraí! –dice al ver a la hermosa muchacha que ha salido de entre unos pinos, y de inmediato se corrige–. Princesa Saraí. ¿Qué hace por aquí? ¿Paseando...?
–Salí a tomar un poco de sol, señor Detective –sonríe ella con abierta coquetería.
–Por favor, Princesa, llámeme Miguel –sonríe él también.
–Entonces lo llamaré... Miguelito...
Y sin más preámbulos ni consideraciones, la chica, que viste, como siempre, muy poca y sensual ropa, se arrima al hombre con sus bellos ojos plateados ardientes de provocación... Vibran, anhelan-tes, las ventanillas de su perfilada y agresiva nariz, y acerca su tersa faz hasta situarla a pocos milímetros de la del varonil Investigador indígena, quien siente el embriagador y salvaje perfume de la hembra y tiene que realizar un enorme esfuerzo para no estrecharla entre sus brazos y morder esta boca jadeante, roja, prometedora, regalada.
–No esperaba el enorme placer de encontrarlo en estas soledades –murmura ella con tono íntimo–. ¿Por qué tan pensativo y hablando solo, Miguelito?
–No es que hable solo –murmura él, turbado–, sino que me he acostumbrado a pensar en voz alta.
–¿Y expresa todos sus pensamientos en esa forma, Miguelito?
–No, claro que no –se excusa, incómodo–... Fue una manera de decir.
–¿Y podría decirme, por ejemplo, lo que piensa de mí... en voz alta? –sigue insinuándose ella.
–¿Le interesa saber lo que pienso de usted?
–Me interesa mucho.
–Pienso que es usted una joven muy bella, con unos ojos preciosos que no se olvidan fácilmente, con un cuerpo muy bien formado..., pero creo que debe tener un carácter con tendencia a la malcriadez.
Ella se separa un poco y adopta un aire desafiante:
–¿Por qué? ¿Porque soy una Princesa?
–Porque es una consentida, hijita de papá, caprichosa. ¿Me equivoco?
Ella lo mira ceñuda un momento y luego sonríe, risueña:
–Según eso, son más los defectos que las virtudes.
–Eso es asunto suyo. Pidió mi opinión y se la dí.
Vuelve a separarse ella y da unos pasos hasta un rosal cercano. Arranca una flor y la huele, extasiada. Después retorna de nuevo junto a él, que no se ha movido, y sus centelleantes pupilas son dos misteriosos lagos sin fondo:
–¿Sabe lo que ocurría en la antigüedad en mi pueblo con la mujer cuyo amor era rechazado por
el hombre que ella amaba, Miguel?
–No. ¿Qué ocurría?
–La echaban de la tribu porque ya no era digna de pertenecer a ella y debía irse al desierto, sola, a esperar que algún hombre se condoliera de su desgracia y la recogiera, lo que casi nunca ocurría, en cuyo caso la mujer moría de hambre y de sed. ¿Comprende?
El Detective aparta su mirada de la plomiza de ella, cimbrado. Contesta sin mirarla:
–No, no entiendo. ¿Por qué me cuenta eso, Saraí?
La muchacha ríe con una carcajadita amarga, condescendiente.
–Yo no le he contado nada. Sólo estaba pensando en voz alta.
Ella parece haberse ido lejos de allí. Vuelve a oler la rosa, sin mirar al hombre.
–¿Conoce al doctor Ontiveros? –pregunta el Detective.
–Sí. ¿Por qué?
–¿Lo ha visto?
Ella vuelve a prestarle atención. Lo mira y miente, vaciladora y coqueta de nuevo:
–Sí, sí... Se fue por allá, por aquellos árboles.
Miguel Briceño dibuja una mueca de leve contrariedad en el rostro. Sabe que la joven, exprofeso, miente al decir que ha visto a Ontiveros, y supone que lo hace para retenerlo con ella, para pro-longar la conversación.
No se equivoca el Detective: la caprichosa muchacha quiere tener a solas un poco más al hombre
que le gusta, que le ha atraído desde que lo viera por vez primera en la mañana al bajar del avión, y no está dispuesta a desperdiciar la oportunidad que se le presenta.
No muy lejos, entre unas breñas, unos ojos acuosos, enrojecidos por la impotencia y los celos espían a la pareja sin que ellos lo noten.
«Ahí estás, bella Saraí... y por lo visto has venido a encontrarte con el desgraciado policía ese.»
Es Mateo, que ha visto a la hermosa Saraí en uno de los jardines que dan a las caminerías y ha bajado a la carrera (disfrazado como el Turco), metralleta en bandolera, y al llegar al sendero sor-prende a la muchacha tratando de conquistar a Miguel Briceño.
Sus fuertes manos aprietan con furia la metralleta hasta que sus nudillos se ponen blancos. La enfermiza y repentina pasión que Mateo siente por la hija del Jeque se ha exacerbado hasta el punto de que, por un momento, el asaltante siente la tentación de apretar el gatillo y acribillarlos allí mismo a ambos, pero con un poderoso esfuerzo de voluntad se contiene y continúa espiando los movimientos de su enemigo y de su amada.
El Detective, queriendo escapar del influjo de la mirada de plata, se aparta.
–¿Dice que lo vio por aquellos árboles? Gracias... Adiós, Princesa.
–¡Espera, Detective! –dice ella vivamente, tuteándolo, y vuelve a acercarse a él–. ¿Cuál es la prisa, Miguel?
–Lo siento, Princesa –se excusa e intenta irse, pero ella no le da tregua.
–¡Ven acá! Tú no eres tonto –dice con voz ronca de pasión y deseo–... Sabes que no he visto a ese doctor que buscas, sabes que mentí para... para poder seguir a solas contigo aquí.
–No, escucha, Princesa, esto no resultará...
–¿Ah no? –replica ella, trémula, con la mirada resplandeciente de ganas–. ¡Me gustas, Miguel, me gustas mucho!
Y sin darle tiempo a nada, cruza súbitamente sus brazos alrededor del cuello del hombre y une sus labios con los de él en un beso vibrante, fogozo, apasionado, salvaje.
Desde su lugar de observación tras las peñas, el Turco contempla la ardiente caricia y sus ojos relampaguean de odio y despecho.
«¡Maldito policía! ¡No se conforma con tener a su novia, que es una reina de belleza; también quiere a la princesa Saraí, la mujer que yo amo! ¡Y ella, Saraí, también es una... regalada!»
–¡Basta, Saraí! –dice con acritud Miguel Briceño, deshaciendo el abrazo de ella, que exhibe una expresión entre burlona e incrédula.
–¿Qué sucede? ¿No te gustó?
–Escucha, muchachita –enfatiza él con brusquedad–, no puedes ir por la vida tratando de que todo el mundo haga tu santa voluntad o tomando lo que se te antoje, incluyendo a las personas, como si fuesen caprichos a tu disposición.
Ella reacciona con fiereza, destellantes las pupilas:
–¡No vas a negarme que te gustó! ¡Sentí cómo vibraste, cómo tu lengua se enredó con la mía!
–¡Es suficiente, jovencita! –corta él, adoptando la actitud de profesor ofendido por la insensatez de la alumna–. ¿Olvida que tengo novia y que ella está en el hotel conmigo? ¿Se da cuenta de que tenía razón cuando opiné que era una muñeca caprichosa y superficial? Permiso...
–¡Detective, espera! ¡Miguel Briceño, no me dejes con la palabra en la boca porque te juro que te arrepentirás...! –vocifera Saraí, pálida y frustrada, pero él no le presta atención y se marcha–. ¡Idiota! ¡Estúpido! ¡Imbécil mil veces...!
Pero entonces, detrás de los matorrales por donde se ha marchado el Detective, la Princesa escucha una voz ronca, histriónica, que imita el dejo de su tierra natal:
–¡Bonito día, señorita! –ella emite un pequeño grito de espanto–. No se asuste. El Turco no va a hacerle daño.
–¿Quién es usted? –dice la muchacha con tono altivo, disimulando el susto al ver la metralleta que le cuelga del hombro–. ¿Qué quiere?
–Ya te dije que soy el Turco...
–Usted tiene de turco lo que yo tengo de venezolana.
–Bueno –sonríe, siniestro, Mateo–, por lo menos así me abodan bor aquí. No te asustes, no voy a hacerte daño.
–¡Váyase! –grita Saraí–. ¡No se me acerque o grito!
Un brillo de despecho alumbra la faz del falso bobo y la muchacha lo capta.
–Qué injusta es la vida...; la señorita tiene miedo de que el Turco la toque, bero se besa muy abasionada con el bolicía.
Es tal el celoso rencor que hay en el timbre de Mateo, que Saraí comienza verdaderamente a aterrarse.
–¡Oiga, no se le ocurra tocarme o le juro que grito tan fuerte que me oirán en un kilómetro a la redonda! ¡Que no me toque le dije!
Pero el ladrón enamorado está desbocado y obcecado por su insana pasión, y olvida su personaje y por su boca sólo hablan la rabia y el despecho.
–¡Grita, muchachita –reta, sordo–, grita todo lo que te dé la gana, pero el Turco no es menos que el maldito Detective y el Turco quiere saber a qué sabe un beso tuyo!
–No! –grita ella, a punto de entrar al pánico profundo– ¡Váyase, por favor, váyase, déjeme! –e incapaz de contenerse, comienza a gritar desaforadamente–: ¡Socorro! ¡Socorrooooo!
El asaltante, furioso por la repulsión que puede ver en los bellos ojos plateados, propina una bestial bofetada al agraciado rostro y la Princesa lanza un grito de dolor y estupefacción y se lleva la mano a la parte golpeada. El malhechor, sin pérdida de tiempo, se abalanza sobre ella y aprovecha
su descuido para unir sus labios a los suyos en una caricia apasionada y brutal... Cuando finalmente la suelta, en las pupilas de la bella Saraí puede verse el más profundo asco y un odio feroz, visceral.
–¡Cobarde! –espeta, ronca de furor–. ¡Mi padre te matará! ¡Le pediré que te amarre a la silla de un brioso caballo y yo misma arrastraré tu cuerpo por todo este camino hasta la esquina más lejana de esta Posada!
Él se la queda mirando con los ojos brillantes de admiración, de amor ciego, irracional.
–¡No sabes lo preciosa y sexy que luces cuando estás brava! –dice, con una sonrisa estúpida.
–¡Y tú no sabes lo que has hecho, miserable imbécil! –barbota ella, roja de indignación y soberbia–. ¡Mi padre es el Jeque Alí Farat Yeht, un hombre muy poderoso! ¡Te matará sin compasión por esto, no importa dónde te escondas!
–¿Ah sí?... Chévere, belleza. Veremos si es cierto que tu papaíto tiene tanto billete como dicen. ¡Camina, chica!
–¿Por qué? ¿Adónde me llevas...?
–¡Camina y no preguntes tonterías!
–Sabes que no me gusta que me oculten nada, Mohamed. ¿Qué ocurre con la Princesa?
–Nada, Excelencia –responde, nervioso, Mohamed Abá–... Solo que... me tiene un poco preocupado.
–¿Por qué? –pregunta, con una arruga de disgusto en la frente.
–Porque no quiso decir adónde iba. Sólo mencionó que no iba a alejarse, y no aceptó guardaespaldas.
–¿Salió sola? –interroga Moisés Rojas.
–Así es, señor Rojas –asiente Mohamed Abá.
–Príncipe Alí –advierte el Comisionado Especial–, no se alarme pero podría ser peligroso que la señorita Saraí ande sola por esos montes; ya le conté como está la situación por aquí. Por estos caminos hay bandidos y asaltantes.
–¡Bah! –hace el Jeque, queriendo aparentar tranquilidad–. Mi hija sabe defenderse sola... Además, ¿quién va a hacerle daño a la hija del gran Jeque Alí Farat Yeht, hermanos?
–Humm –hace una mueca Isidoro–, ni se sabe, mi jekazo. Por aquí hay mucho sinvergüenza pelando pedal.
–Isidoro tiene razón, Príncipe –acota, nerviosa, Aura Marina–; si por casualidad ese bandido
apodado el Turco o algún otro malandro de por aquí llega a enterarse de que su hija anda sola por esos montes, podrían...
–¿Secuestrarla? –completa el Jeque, abriendo mucho los párpados–. ¿Para pedirme rescate?
Al ver que tanto la bella rubia como el elegante Moisés Rojas asienten con gesto preocupado, Mohamed Abá toma una decisión.
–Ellos tienen razón, Excelencia. Voy a mandar a diez hombres para que la busquen y la traigan.
–No, Mohamed –niega el Príncipe, poniéndose en pie con un enérgico movimiento–... Haremos una cosa mejor: Iremos nosotros mismos al frente de veinte hombres. Así aprovecharé de conocer un poco este magnífico paisaje. ¿Qué esperas? ¡Manda a ensillar los caballos!
–Vamos, Princesa malcriada, camina, y cuidado con gritar o con cometer alguna otra tontería, porque me obligarás a golpearte otra vez.
–Sé que lo harías –murmura la linda chica por lo bajo–... ¡Eres un cerdo salvaje!
–Gracias –hace una burlona reverencia el falso bobo en su disfraz de Turco, metralleta en mano.
–¿Es esto un secuestro? –pregunta ella, al notar que están saliendo de los bosque. Mateo nada contesta–. ¿Adónde me llevas? –y de golpe, al darse cuenta–: ¡Vamos hacia el interior de la posada!
–Claro, muñeca. Por si no lo sabías, vivo aquí.
–¿Pero quién eres tú? ¿Cómo te llamas?
–Me apodan el Ladrón del Disfraz... y ya cállate.
En ese momento se escucha, cercano, el galopar de varios caballos. Mateo le tapa la boca a Saraí para que no grite y se arroja con ella al suelo. Como a treinta metros de distancia ven pasar al trote al Príncipe, a Mohamed y a muchos esclavos en sus cabalgaduras.
El falso bobo aprieta las mandíbulas en una fiera resolución.
«Eso es, jequecito... Ve a buscar a tu bella hija afuera de la Posada del Pirata, mientras yo la escondo adentro.»
–¡Camina!
–¡Suéltame, bruto, animal!
–¡Camina, te digo!
–¿Cómo es la cosa, Moisés Rojas? –abre muchos los bellos ojos almendra la novia del Detective Miguel Briceño, y lo propio hace el exinspector Isidoro Fuentes.
–¡Barajéala más despacio, porque no entendimos ni pío, chamo Moisés!
En la terraza grande donde esperan la llegada del doctor Ontiveros y del Detective Briceño, Aura Marina e Isidoro miran con cara de cómica sorpresa al Agente Especial del Ministerio de Interior y Justicia.
–¿Cómo es eso de su... verdadera identidad, Moisés?
–¡Aja!, ¿cómo es esa guarandinga, chico? ¡No me vas a decir ahora que el doctor Ontiveros es el Hombre Araña!
Con una sonora carcajada, Moisés Rojas trata de aclarar las cosas:
–¿Miguel Briceño no les dijo nada acerca del doctor Ontiveros y de mí?
–Me parece que no ha tenido tiempo –dice la rubia.
–Bueno –explica, suspirando y bajando el tono–, en realidad Ontiveros y yo somos Agentes Especiales del gobierno.
–¿Cómo es el golpe?
–¿Ustedes son policías, los dos? –musita Aura Marina–. ¿Y qué hacen en la Posada del Pirata dos Agentes Especiales del gobierno?
–¿Recuerdan al abogado Antonio Marín, la segunda víctima del Fantasma del Pirata?
Los dos miembros del equipo del Detective Briceño asienten a duo. Isidoro agrega una humorada de las suyas.
–Lo recuerdo. El pobre temblaba más que un majarete recién hecho.
–Bueno, pues Antonio Marín era hermano de un alto funcionario del Poder Ejecutivo, de manera que me mandaron urgente aquí a hacerme cargo de la situación luego que Ontiveros informó lo que sucedía.
De golpe Aura Marina señala hacia uno de los corredores:
–Miren... Allá están conversando el doctor Ontiveros y Miguel. Voy para allá –dice la rubia, levantándose, y ante la mirada de ellos, sonríe, graciosa–: es que estaba ya un poco preocupada.
–¿Preocupada o celosa de cierta Princesa, Aurita? –se burla el viejo.
–Tonto... Hasta ahorita.
–¿Entonces el doctor Ontiveros no es médico nada? –pregunta Isidoro.
–Estudió y se graduó de cirujano por complacer a su familia.
–Ya. ¿Y tú viniste a atrapar al Fantasma del Pirata, no?
–Y al Ladrón del Disfraz –confirma Moisés Rojas.
–¿Tú sólito?
El Agente Especial sonríe, humilde.
–Bueno, vine primero a estudiar la situación y el terreno, pero esta noche a las once vendrán más agentes a realizar las capturas.
Isidoro Fuentes se rasca la cabeza, desconcertado.
–¿Pero cómo van a capturar al Ladrón del Disfraz y al Fantasma del Pirata si no saben quiénes
son todavía, agente Rojas?
–Tenemos nuestros sospechosos, Isidoro –sonríe el Comisionado–, y no podemos permitir que sigan los crímenes. Además, tengo confianza porque cuento con la valiosa ayuda tuya, de Aura Marina y del Detective Briceño.
–¿Y qué podemos hacer nosotros para ayudar?
–Por lo pronto, socio, vigilaremos al mayor sospechoso de ser el Fantasma del Pirata.
–¿Y ese quién es?
–¡Doña Zulma!
Episodio XXVII
Las hermanas frente a frente
Doña Zulma, llevando una bandeja con alimentos, baja con desgano las escaleras que llevan al sótano donde está encerrada su hermana Violeta.
«Necesito localizar el lugar donde el Fantasma del Pirata guarda el Paramaconi que le robó a Antonio Marín. Tendré que realizar una búsqueda completa en todos los recovecos de la casa. Estoy segura de que entonces podré convencer a Mateo para que le vendamos la colección de los Tres Gloriosos Caciques al Príncipe Alí Farat Yeht... Huumm... No me gusta nada ese asunto de que haya un agente especial del gobierno en la casa, ese joyero Moisés Rojas. Eso puede traer muchas complicaciones innecesarias... Tampoco quiero que por tratar mal a mi “querida” hermanita vayan a sospechar de mí o a juzgarme...»
Luego que ha abierto la oscura celda, avanza con precaución y trata de emitir su tono más solidario.
–Violeta, hermana, ¿estás despierta?... Violeta, no te escondas...
«Casi no veo... Está muy oscuro...»
De súbito un escalofriante aullido aterra a la vieja urraca en medio del calabozo. Al tiempo que emite un grito de susto deja caer la bandeja con comida. Unas risotadas demenciales retumban en las sombrías mazmorras.
–¡Dios, Violeta, me asustaste! –reprende Doña Zulma a la hermana, que no para de lanzar la espeluznante risa–. No vuelvas a hacer eso si no quieres que te castigue. ¡Mira lo que hiciste: se me cayó la bandeja con la comida que te traía!
La loca sigue carcajeándose. Doña Zulma se pone frenética:
–Ya basta de idioteces. ¡Deja de reír como una estúpida! –pero Violeta no le hace el menor caso, presa de una de sus agudas crisis. Entonces la vieja urraca grita, colérica–: ¡Cállate, loca inútil! –y cruza el sucio rostro de la otra con un bestial bofetón.
Violeta deja de reír, pero no emite un quejido. Doña Zulma, arrepentida (no de pegarle sino de su arrebato), distingue en la penumbra los ojos de su hermana, que brillan como guijarros de lava ardiente con odio homicida luego de recibir el sonoro golpe.
Presa del pánico, la hostelera retrocede dos pasos mientras Violeta avanza hacia ella pronuncian-
do con voz ronca, homicida:
–No volverás a pegarme jamás, Zulma... ¡Jamás!
Una palidez de muerte invade el rostro de la vieja al darse cabal cuenta de que prácticamente está a merced de la otra. Con disimulo, aferra con fuerza el bastón, dispuesta a defenderse.
–Espera, Violeta, hermanita... ¿Qué vas a hacer? ¡Detente!
–Nunca más me pondrás las manos encima –repite como una salmodia la loca–... Nunca más, nunca más, nunca más...
El Turco arrastra casi a la bella y asustada Princesa Saraí hacia los sótanos de la Posada del Pirata por uno de los solitarios solares vacíos, el mismo por el que días atrás lo persiguiera el Detective Briceño cuando el Ladrón del Disfraz usara su personaje de Monje Chino.
Sin embargo, ¡hay alguien que, en solitario, desde una de las ventanas de la cocina está observando el rapto!
«¿Qué pasa allá?... ¡Es el bandido apodado el Turco!... ¡Y está asaltando a esa mujer, a la hija del Jeque!... ¡No; no la está asaltando: la está secuestrando!... Ella no quiere ir, pero el muy salvaje la lleva a la fuerza! ¡Mon Dieu! ¿Qué hago?...»
–No volverás a ponerme tus sucias manos encima, Zulma.
–¡Detente, Violeta, por tu madre, no cometas una locura! ¡Detente te digo!
–Voy a matarte, hermanita. Es algo que debí hacer hace mucho tiempo.
–¡No, Violeta, por favor! –gime, aterrada y enarbolando en alto el bastón–. ¡Hermana, vine a hacer las paces contigo! Vine a ofrecerte algo, Violeta.
–No tienes nada que me interese, Zulma –dice la otra con escalofriante sangre fría, ya sin rastros en su voz ni en sus gestos de la locura que poco antes exhibiera–. ¡Te voy a ahorcar!
–¡No, espera! ¡Detente; vine a ofrecerte el Guacaipuro!
La orate, que ya tenía las manos cual zarpas en el cuello de su hermana tras esquivar con facilidad el garrotazo que ésta le lanzara, se detiene ahora con un brillo de codicia en los ojos.
La vieja cara de buitre aprovecha el receso para respirar hondo y confirmar su oferta:
–¡Aaahh...! ¡Sí, Violeta, no te miento: vine a devolverte el Guacaipuro de la colección de los Tres Gloriosos Caciques!
–¡Pero suéltame, cobarde! ¡No quiero ir contigo a ninguna parte te dije, no quiero!
–¡Maldita terca –grita, colérico, el falso bobo–, el Turco no va a hacerte daño! ¡Camina, o tendré que golpearte otra vez!
Pero la rebelde muchacha no está dispuesta a ceder más, víctima de una crisis de terror:
–¿Quién eres tú, desgraciado, qué quieres de mí? ¿Por qué te ocultas tras ese disfraz tan chimbo? –grita, fiera, y se suelta de la mano que la retiene–. ¡Quiero ver tu cara, malandro!
Y sin que Mateo pueda evitarlo, le arranca de un tirón las barbas.
–¡Estúpida! ¡Por qué hiciste eso?
–¡Alá sea bendito! ¡Eres tú! ¡El bobo...!
«¡Mon Dieu! ¡la Princesa Saraí le quitó la máscara al Turco! ¡Y es Mateo! ¡El Ladrón del Disfraz es el bobo Mateo! ¡Pardiez!... ¡Tengo que detenerlo!... No, mejor le aviso al Detective Briceño, que viene allá con su novia y el docteur Ontiveros...»
–¡Violeta, por el amor de Dios, casi me ahogas!
–¿Es cierto lo que dijiste? ¿Vas a devolverme el Guacaipuro que le robaste a mi marido?
–Violeta, espera, déjame recobrar el aliento –dice la cara de buitre, y tose, ganando tiempo, y sigue mintiendo–: Yo no tengo el Guacaipuro, pero sé quién lo tiene.
–¡Es otra treta tuya!
–No; te digo la verdad. No fui yo quien se lo robó a tu esposo; fue... ¡el Fantasma del Pirata asesino!
–¡Mientes, Zulma! ¿Crees que soy tonta? Sabes bien que el Fantasma del Pirata no existía en aquel entonces.
–¡No, sí existía, Violeta! –afirma, convincente–. Claro que no se le conocía como el Fantasma del Pirata, pero sí existía.
–¿Quién es el Fantasma del Pirata? –exige Violeta, amenazante y todavía incrédula.
–El Fantasma es –dice entre tosidos la vieja urraca–... ¡el viejo René Lamp!
Jadeante, con la respiración agotada por el esfuerzo, el viejo René Lamp corre al encuentro de Miguel Briceño, Aura Marina y el doctor Ontiveros, quien luce pálido y demacrado. Al llegar junto a ellos, René comienza a contar, entre profundas respiraciones, lo que ha visto del rapto de la Princesa Saraí por el bandido apodado el Turco.
El Príncipe Alí Farat Yeht, que ha dirigido su hermoso caballo blanco en pos del Detective Briceño, alcanza a oír la noticia y se queda escuchando el breve relato sin desesperarse, no así Mohamed Abá y los demás hombres, que lucen sedientos de sangre y venganza.
–Hermano René, por Alá –pide el Jeque con voz insegura–, ¿adónde se la llevó?
–Por allá, por una puerta secreta que hay en el local número cinco.
–¡Claro –corrobora el Detective–, la misma que usó para huir de mí como el falso Monje Chino!
–Indícame dónde es esa puerta secreta, hermano René... ¡Voy a derribar esta casa entera para rescatar a mi pobre gacelita!
–¡Esperen, esperen, que falta lo más importante! –se desespera el francés–. ¡La señorita Saraí logró arrancarle el disfraz al Turco, Detective Briceño, y era el bobo Mateo, el hijo de madam Zulma!
–¿Qué dices? –interviene Aura Marina, estupefacta–. ¡No puede ser!
El Príncipe Alí Farat Yeht tampoco lo puede creer:
–¿El bobo se llevó a la fuerza a mi hija?
–Sí, sí –reitera el chef, nervioso todavía–... Yo lo vi clarito, Príncipe.
–Espera, René –dice el Detective Briceño–: ¿Él te vio a ti?
–No, no; cuando yo vi que se la llevaba ajuro, me escondí.
–¡Hermano Miguel Briceño –dice el Príncipe, subiendo el tono–, voy a movilizar a toda mi gente para que busquen a mi Princesa! ¡Repito que si es necesario no dejaré piedra sobre piedra, pero mi gacelita tiene que aparecer sana y salva!
–Aguarde un momento, Príncipe Alí; tenemos una ventaja sobre el Ladrón del Disfraz: conocemos su identidad, y él no lo sabe.
–Explíquese.
–Seguramente pedirá rescate por Saraí, porque lo que le interesa es el dinero.
–¿Y qué propone usted?
–Deme un minuto –pide el Detective, volviéndose a mirar a René y señalando al callado médico–. René, por favor, acompaña al doctor Ontiveros a su habitación. No se siente muy bien; sufrió un mareo hace unos minutos. De pasada, avísale a Moisés Rojas y a Isidoro que los esperamos en mi habitación donde improvisaremos un plan para rescatar a Saraí y atrapar a Mateo.
–¿Dices qué el viejo mayordomo René es el Fantasma del Pirata asesino?
–¡Sí, Violeta, es él, créeme! –afirma, enfática, la vieja urraca.
Violeta se la queda mirando con ojos indescifrables un momento y luego, poco a poco, como un cántaro que se va llenando gota a gota, comienza a desarrollar una risa hiriente, burlona, demencial, pagada de sí misma. Doña Zulma se sorprende y se apresura a hilvanar la historia que cree que la salvará:
–¿De qué te ríes, Violeta? ¡Es cierto lo que te digo! Mira, René era amigo de Roberto, tu marido, a pesar de que ni tú ni yo lo conocíamos. René mató a tu marido para robarle el Guacaipuro y ha estado matando gente aquí para alejarlos de la casa, porque desea la colección completa de los Tres Gloriosos Caciques para él solo. ¡René Lamp, el francés, es el Fantasma del Pirata asesino, Violeta, yo que te lo digo!
Violeta va dejando de reír poco a poco sin apartar la ahora lúcida mirada del rostro de la otra:
–Mientes, Zulma –dice, con voz calmada–. ¿En serio crees que puedes engañarme de una forma tan ridícula? –y el timbre y la mirada y el rostro todo se van tornando sordos, malignos–... Yo sé positivamente que tú mandaste a matar a mi esposo Roberto con el miserable de Hipólito García y luego hiciste que su muerte pareciera un accidente...
–No, no, te equivocas...
–Y lo asesinaste por celos; porque se casó conmigo dejándote plantada, y de paso aprovechaste para robarle el Guacaipuro –Doña Zulma intenta seguir negando, pero Violeta se le encima, arrolladora, vehemente, indetenible–. Sé que tu hijo, Mateo, le robó el Tamanaco a esa mujer pelirroja llamada Mercedes...
La sorpresa, el desconcierto, hacen que la urraca tartamudee:
–¿Pe... pero cómo sabes tú... eso?
En la habitación de la pareja, el Detective Miguel Briceño, Aura Marina, el Príncipe Alí Farat Yeht, Isidoro Fuentes y Moisés Rojas redondean el plan que atrapará al Ladrón del Disfraz y liberará a la bella Princesa Saraí...
–¿Usted cree en serio que ese payaso quiera pedir rescate por mi hija, hermano Miguel Briceño? ¿No le irá a hacer daño? ¿No la irá a... matar?
–No, Príncipe Alí, puede estar tranquilo. El Ladrón del Disfraz no es un asesino como el Fantasma del Pirata. Sólo busca dinero.
–¿Cómo lo sabe, hermano Miguel?
–Ya lo verá. Estoy seguro de que pedirá un rescate y hasta es posible que traiga él mismo la nota en su personalidad del bobo Mateo, para burlarse más de nosotros. He comprobado que le gusta sentirse superior a los demás, Excelencia.
–Ojalá su boca diga verdad, hermano, porque si a mi pobre gacelita le pasa algo... ¡que Alá tenga piedad de ese hombre!
Se produce un silencio en medio del cual todos lucen meditabundos. Moisés Rojas, que ha permanecido silencioso, señala al Detective Briceño mirando al Jeque.
–Creo que él tiene razón, Excelencia... Y además –titubea ahora el Comisionado Especial, apartando los ojos del libanés...
–Además, ¿qué, hermano Moisés Rojas?
–Si no me equivoco –dice, escogiendo con pinzas las palabras–, ese hombre, el falso bobo Mateo... está enamorado de su hija Saraí.
–¡Ah cará –no puede contenerse el viejo Isidoro–, ahora sí es verdá que torció la puerca el rabo!
–¿Qué dice usted? –pregunta el Príncipe, muy sorprendido, mirando con fijeza al otro.
–Tuve una conversación con Mateo acerca de lo mucho que le había impresionado la belleza de la Princesa Saraí al verla en el avión, y lo noté sombrío, serio, extraño...
–¡Pero entonces mi hija corre grave peligro!
–No, Príncipe –lo tranquiliza Aura marina–, no lo creo; al contrario, si es cierto que la ama, como supone Moisés, no le hará daño.
–¡Quiera Alá que así sea, señorita Aura Marina!
–Escucha, Detective Briceño, y amigos –pide Moisés Rojas, serio–, si Mateo es el Ladrón del Disfraz, y de eso ya no hay duda, ¡entonces mis sospechas de que el Fantasma del Pirata asesino es Doña Zulma tienen fundamento!
–He estado pensando en eso y hay algo que no encaja, pero no sé qué es –apunta el Detective Privado–. El doctor Ontiveros vio al Fantasma del Pirata entrar al cuarto de Doña Zulma, vio cuando se le cayó esta cerbatana que tengo en mis manos, vio su vestido y su cabello, y los identificó como de Doña Zulma, pero aún así...
–Un momento –pide Aura Marina, reflexiva–... si el doctor Ontiveros vio su cabello, entonces ya no hay duda... Mercedes no puede ser porque es pelirroja; yo tengo el cabello rubio; la señora Violeta lo tiene negro; la única mujer que tiene el cabello castaño es Doña Zulma; tiene que ser ella.
–Pero, ¿cómo logró matar a don Yilberto? –duda el Detective Briceño.
–Guá, Comisario –aclara Isidoro–, con la cerbatana esa que tienes tú en las manos, ¿no?
–No, Isidoro, hay algo que no cuadra... Doña Zulma estaba en el salón; ¿cómo hizo para ir a recepción y bajar el interruptor para dejar la casa a oscuras, disparar sobre don Yilberto el dardo envenenado, arrastrar su cuerpo hasta el pasillo y luego volver al salón? Es casi imposible, aunque contara con la complicidad de su hijo, a quien fingió herir en el costado para cubrir su coartada...
–Bueno, acuérdate que algo parecido hizo Mateo cuando yo registraba su cuarto; me parecía imposible que en menos de dos minutos se transformara del Monje Chino en el bobo, pero lo cierto es que lo hizo –apunta Moisés Rojas.
–Espera un minuto –pide el Detective, entrecerrando los párpados–... ¿Entonces quién ayudó a Mateo cuando yo lo perseguía por aquel sótano? ¿Quién se vistió como el Turco y lo salvó? Doña Zulma no pudo ser puesto que a los pocos segundos apareció detrás de mí apuntándome con un arma...
–¡Ah no, vale –suelta, medio mareado, Isidoro–, esto está más enredao que un kilo de estopa! ¡Es
como pa volvese loco, pues!
Miguel Briceño mira fijamente a su asistente con una repentina corazonada, casi como víctima de una epifanía, destellante el rostro cobrizo:
–¡Eres un genio, Isidoro! –grita, tenso por el descubrimiento, y el matiz de su voz capta la atención de todos–. ¡Claro! –prosigue, cada vez más excitado–. ¡Eso es! ¡Nos ha estado engañando a todos! ¡Ella pudo ayudar a Mateo vestida como el Turco; además de que tenía razones para hacerlo!
Aura Marina, que no le quita la mirada almendrada de encima, presintiendo lo que ya él ha adivinado, susurra:
–Miguel, ¿te refieres a...?
Y el Detective, cada vez más acelerado por la certidumbre del descubrimiento:
–¡Sí, Aura Marina! ¡Ella pudo cortar la luz, matar a don Yilberto, arrastrar su cuerpo hasta el pasillo y luego huir tranquilamente, porque era la única persona que no tenía que estar en el salón! ¡Lo de la herida de Mateo a medianoche es falso; yo lo herí más temprano, cuando nos asaltaba, y lo único que tuvo que hacer para disimular y fabricar su excusa fue disparar un revólver en medio de la confusión y fingir que el fantasma lo había herido, por supuesto! ¡Pero qué ingenuos, qué tontos hemos sido!
–¿De qué está hablando, hermano Miguel Briceño? –pregunta el Príncipe Alí, en las nubes. Y Moisés Rojas, que presiente pero no se atreve a expresarlo:
–¿Te refieres a que el fantasma asesino es la...?
–¡Y también explicaría lo del supuesto enamoramiento del Fantasma del Pirata por ti, Aura Marina!
–¿Crees posible que ella...? –susurra, erizada de espanto.
–¡No era enamoramiento; era embeleso, contemplación, añoranza!
–¡Comisario, no me digas que estás hablando de la loca!
–¡Claro, Isidoro! ¡Aura Marina, ¿dijiste que Violeta tuvo una hija y la perdió, no es cierto?!
–Sí...
–¡Eso explica también por qué no quiere hacerte daño, amor: le recuerdas a su hija! –completa su pensamiento el Detective, y grita luego, sintiendo, igual que en otras ocasiones, cómo la adrenalina acelera su pulso y seca su garganta–: ¡Pronto, todos, corramos al sótano! ¡El Fantasma del Pirata asesino es la señora Violeta!
Episodio XXVIII
El Fantasma del Pirata asesino... ¡soy yo!
–¿Cómo sabes tú todo eso, Violeta?
–¡Porque yo abrí tu caja fuerte y robé los planos secretos de la casa, hermanita –ríe Violeta con acento triunfal–... Y también salvé a Mateo de caer en manos de ese Investigador Privado, vestida como el Turco!
–¿Qué? –murmura, estupefacta, la urraca, sin dar crédito a la verdad que poco a poco se va abriendo paso en su cerebro con aterradora certeza–. ¿Entonces... fuiste tú quién salvó a mi hijo?
–Sí –certifica con salvaje regocijo la orate, las pupilas moradas encendidas por destellos diabólicos, ronca la voz de salvaje satisfacción–; lo salvé porque es mi sobrino y no tiene la culpa de lo perversa y ruin que es su madre... Por eso sé que mientes al afirmar que el viejo René Lamp es el Fantasma del Pirata... Eso no sólo es risible, sino imposible.
–Claro –dice Doña Zulma, en un hilo de voz–... porque...
–Elemental, querida hermanita: porque el Fantasma del Pirata asesino... ¡soy yo!
Y a continuación, para espanto y sobrecogimiento de la dueña y señora de la Posada del Pirata, su hermana lanza el alarido mezcla de rugido animal y lamento indio que identifica al pirata asesino, y después una carcajada cruel, brutal, grosera sacude el cuerpo de la desquiciada que en este momento, para el más profundo terror de Doña Zulma, no luce como una enferma mental sino como una criminal cuerda y astuta, brillante, casi genial.
–¡No es posible! –dice la urraca, sin querer convencerse del horror.
Violeta se le aproxima con su sonrisa irreal, cuajada de odio:
–¿Por qué no es posible, hermanita, ah? ¿Porque soy una pobre loca?
–¡Sí! –grita la vieja cara de buitre, desahogándose–. ¡No es posible porque tú estás enferma de la cabeza y porque tú no puedes tener tanta sangre fría como para matar de esa manera, Violeta! ¡Tú no tendrías la crueldad, la saña, ni la fuerza ni la...!
Otra carcajada hiriente, casi inhumana interrumpe a Doña Zulma:
–¡Qué estúpida eres, Zulma! ¡Siempre fuiste una tonta ingenua; perversa, pero ingenua! Actúas según lo que te dicte el corazón; yo en cambio procedo según lo que diga mi razón, mi inteligencia. Somos polos opuestos, hermana imbécil, y jamás te perdoné que asesinaras a mi amado Roberto...
–Pero no, Violeta, te equivocas, yo no tuve nada que...
Un rugido feroz paraliza a la vieja urraca. Los ojos de Violeta son dos llamaradas inextinguibles:
–¿Vas a seguir negando que asesinaste, por celos y venganza, al único hombre que he amado y que me ha amado en esta vida? ¡Confiesa que lo hiciste...!
–No, Violeta, no es así, yo...
–¡Confiesa, condenada bruja maldita! ¡Confiesa!
Doña Zulma calla... Se quita los espejuelos y mira a la otra con reconcentrada fijeza. Su faz se enciende de irracional y mezquino rencor, llegado su turno de sincerarse:
–¡Pues bien –grita, desbordada–, sí, es cierto, lo hice! ¡Lo maté por cobarde, por desvergonzado, por traidor! ¡Lo maté porque después que me abandonó y se casó contigo, pretendía que yo fuera su amante, el muy desgraciado! –Violeta calla ahora, desbordada ella también por los presentimientos y los reproches nunca expresados–. ¡Por eso lo maté, Violeta; porque una noche quiso abusar de mí por la fuerza!
Violeta estalla entonces en un grito que no es negación sino convencimiento interior de la horrible y desgarradora verdad:
–¡NO! ¡Mientes, Zulma! ¡Eso no es cierto, no seas canalla! ¡Roberto me amaba, y era puro y sincero! ¡Me amaba a mí, únicamente a mí!
Doña Zulma es ahora un mueble desvencijado, una esponja seca, una anciana decrépita que, entre risa y llanto, al borde ella también del desquiciamiento, aún tiene fuerzas para aclarar:
–¡No, hermana; Roberto era un canalla, igual que mi esposo, pero siquiera Carlos no era un lobo disfrazado de oveja o de Caperucita!
–Estás mintiendo –musita, llorando también–, sé que estás mintiendo, Zulma!
Una sonrisa triste, como la de los payasos cuando cuentan cuentos trágicos, alumbra el apergaminado rostro de Doña Zulma:
–¿Y qué ganaría con ello en este momento?
Un llanto silencioso, amargo y sin redención posible une en este instante a las dos hermanas. Doña Zulma da dos pasos hacia la otra y le habla casi con ternura:
–Violeta, dime una cosa... ¿Por qué ideaste todo eso del Fantasma del Pirata? ¿Para alejar a la gente y poder quedarte con la colección de los Tres Gloriosos Caciques?
Violeta la mira un momento. Luego parpadea varias veces, como si su mente se hubiese cansado de estar cuerda tantos minutos.
–¡Sí, por eso, y por venganza!
–¿Venganza? ¿Asesinaste a cuatro personas por venganza?
–¡Venganza, sí! –acepta, comenzando a desvariar de nuevo–. ¡Quería matar, arrancar la vida
de los cuerpos, dejarlos quietos, yertos, en reposo, como dejaron a mi Roberto!... Como lo dejaste tú...
–¡Estás loca, Violeta! Te convertiste en asesina por algo que no valía la pena... Al menos yo lo hice por justicia, porque ese miserable se lo merecía, pero tú...
–Voy a matarte, Zulma –dice la otra, ronca de odio–... Quise inculparte usando una peluca del
color de tu cabello y un vestido que te robé, para que te castigaran esos imbéciles, pero son una manada de idiotas inútiles –y suelta una carcajada siniestra, rencorosa–. ¡Inculpé a muchos, los volví locos a todos con mi astucia, ja, ja!
–Eres un monstruo, Violeta –murmura la urraca, alcanzando, ahora sí, a medir la dimensión de los crímenes de su hermana–... Jamás hubiera sospechado que tú eras el fantasma asesino... ¿Por qué mataste al sabio doctor Calatrava, qué mal te hizo?
–Ninguno. Pero por alguien debía comenzar a regar la leyenda del Fantasma del Pirata... ¿Y quién mejor que un hombre bueno e inocente para hacerlo?
–¡Eres despreciable, Violeta, abominable!
–Voy a despedazarte con mis propias manos –anuncia la orate con ojos relampagueantes–, y luego le pegaré fuego a esta maldita casa... ¡Soy muy fuerte, hermana, no adivinas cuánto, y voy a arrancarte los ojos con mis dedos!
Pero la vieja urraca ha tenido tiempo de reaccionar, y lo hace ahora, dispuesta a vender cara su vida:
–¡Inténtalo, maldita loca! ¡Veremos quién mata a quién!
–¡Ja, ja, ja! ¡Idiota, no podrás conmigo! –dice Violeta, entre carcajadas burlonas– Soy muy fuerte, Zulma... Me he entrenado a solas, durante mucho tiempo, cuando nadie lo sospechaba... Soy fuerte, y ágil... Pregúntale al Detective Briceño, que no pudo atraparme...
De súbito, con un veloz movimiento, Violeta agarra por el cuello a su hermana:
–¡Muere, Zulma! ¡Paga tu crimen!
En otra parte de la casa, en su habitación de reposo, de soledad, de cavilación, Mateo se enfrenta a la bella Saraí. La Princesa ya no grita ni patalea. Al conocer la identidad de su captor, ha quedado quieta, pensativa, y él, sintiendo que su amor absurdo, loco, imposible se agiganta cada vez más, no puede soportar el reproche, el dolor que lee en los hermosos ojos gris plata... Del irrespetuoso y agresivo tuteo de antes, han pasado a un reprimido e incómodo silencio.
–¿Por qué hace todo esto, Mateo? –interroga con voz suave, intrigada–. No puedo comprenderlo.
–¿A qué se refiere? –dice él, en el mismo tono–. ¿Al hecho de haberla secuestrado?
–Sí, y también al hecho de ser un bandido..., fingirse un enfermo... ¿Por qué? No puedo entenderlo.
–¿Y a usted qué le importa? –murmura, rebelde, rencoroso–. ¿Qué sabe usted de sufrimientos, de miseria, de crecer con el fantasma de un padre que era alcohólico, machista, irresponsable?... Ya sé que no es una excusa válida, pero no trate de comprarme con su falso deseo de comprensión.
–Se equivoca, yo no quise...
–¡Usted no puede comprender –exclama Mateo, sordo–, porque usted lo ha tenido todo en la vida: sus padres, dinero, caprichos complacidos, lujo, amor, todo!
Ella lo mira un momento en silencio y después se le acerca un poco y le habla con dolido acento:
–No, Mateo...; se equivoca. Mi madre murió al darme a luz –él la mira, sorprendido–. Es cierto que he tenido todo lo que una mujer puede desear, pero sólo cosas materiales. Mi padre me envió a los mejores colegios desde niña, para poder ocuparse sin estorbos de sus cuantiosos negocios –un conato de llanto se asoma a las bellas pupilas–... Cada vez que un hombre se acerca a mí, no ve a una mujer, a un ser humano, sino un enorme y substancioso cheque... Ve a la hija de un Príncipe árabe, la hija del multimillonario Jeque Alí Farat Yeht..., pero nadie me busca por lo que soy o por lo que sienta, Mateo... Todos buscan el dinero que un día heredaré.
Él la contempla en silencio, con inmensas ganas de abrazarla, y besarla, y consolarla, pero su valor no llega a tanto. En cambio, musita:
–Lo lamento, señorita, yo no quise herirla, se lo juro, de verdad.
–Descuide –lo tranquiliza ella con amarga sonrisa–. Estoy acostumbrada a que todos piensen que soy frívola, plástica, vacía. Acaso por eso he optado por comportarme así; dar a la gente la imagen que espera de mí.
–Pero no debería, señorita Saraí... Usted es... demasiado hermosa, demasiado inteligente y demasiado buena para hacer eso. Viva su propia vida.
–¿En verdad lo cree? ¿Cree que soy inteligente y buena?
–Sí, lo creo. Lo es.
–Mateo –dice la muchacha, acercándose más–... quiero que me confiese algo, pero tan sinceramente como pueda. ¿Lo hará?
–Sí. ¿Qué quiere saber?
Los ojos color de atardecer son dos faros refulgentes ahora. Mateo siente que se hunde en ellos como en un dulce naufragio.
–¿Por qué me besó... allá en el camino?
El Ladrón del Disfraz siente que se le eriza la piel:
«¡Dios mío!, ¿será posible que...?»
Cuando contesta, se va desbordando poco a poco, con asomos de llanto, dando rienda suelta a los sentimientos tantas veces contenidos.
–La besé... porque la amo, Saraí.
–No me mienta –deja colar ella.
–No le miento. Sí; sé que es absurdo, ridículo que diga eso, que me atreva a confesarlo, pero es
cierto... La amo con locura desde el primer momento que la vi esta mañana allá en el avión.
–Sabe que eso no es posible –musita ella, conmovida. Pero él se lanza a fondo, rotos ya sus diques.
–Mire, fue como... como un deslumbramiento, como esa iluminación de la cual hablan las historias de los santos... ¡Y no me importa lo que usted piense de mí por decirle esto, Saraí, y no me interesa su herencia, sus millones! Los arrojaría al río Caroní con gusto sólo por un beso suyo, pero no robado sino... dado, espontáneo, natural.
Las pupilas de ella parecen dos hogueras en una noche en el desierto. Acerca su rostro al del falso bobo con una extraña expresión de lucidez en él:
–Venga, Mateo –susurra–... Béseme. Lo deseo.
–¡No quiero eso! –grita él, obsesionado–. ¡No voy a besarla porque usted crea que así voy a liberarla, ni quiero su compasión, no me refería a eso!
Ella, con esa extraña intuición que poseen las mujeres para los momentos mágicos en la vida de los hombres, le acaricia el rostro al tiempo que pide con verdadera pasión y sincero acento:
–Béseme, Mateo, y no es compasión, ni me importa si me libera o no, pero béseme... ¡Béseme con toda esa ternura que lleva adentro, con todo ese amor que no le ha dado a nadie todavía, para poder ser yo la primera! ¡Béseme con ese fuego auténtico que hay en sus ojos, con esas ansias infinitas que presiento en su alma!
Las negras pupilas del ladrón relumbran con la leve esperanza del inesperado milagro:
«¡Dios, Dios...!, ¿será posible...?»
Episodio XXIX
¡Todos morirán!
A la carrera por los fétidos sótanos de la Posada, el Detective Miguel Briceño, Aura Marina Saavedra, Isidoro Fuentes, Moisés Rojas, el Príncipe Alí Farat Yeht y Mohamed Abá tratan de llegar a la celda de Violeta.
–Detective Briceño –aventura el Comisionado Especial en tanto bajan–, ¿cómo pudo salir Violeta de su celda para dar muerte a don Yilberto? ¡Es imposible!
–Conoce muy bien los pasadizos de esta casa –revela el Detective–... Es probable esa mazmorra donde está tenga un túnel secreto o algo así..., y debe saber abrir candados, como tú.
Al escuchar a lo lejos las voces de las dos hermanas peleando, Aura Marina apresura el paso, ansiosa de intervenir en la tragedia que presiente inevitable, y los demás la imitan.
En la celda de Violeta, las dos mujeres están trenzadas en una lucha a muerte, pero ya la desquiciada asesina lleva la mejor parte, y sus dedos, como garfios de acero, se enroscan en el cuello de Doña Zulma y aprietan, aprietan..., hasta que, con un gemido final, la vieja urraca abandona la lucha.
Violeta, acezante, grita, enardecida:
–¡No volverás a arrebatarme al hombre que amo, hermanita!
Al escuchar las voces y los pasos frenéticos de los que corren hacia la celda, Violeta voltea y reconoce la alta figura del Detective Miguel Briceño.
«¡El Detective entrometido! ¡Pero no me atrapará! ¡Todos morirán!»
Ya Miguel Briceño y los demás llegan a la puerta de la celda. Violeta, con los ojos desorbitados y enrojecidos, encendidos por el brillo de la demencia final, la boca espumarajosa, en el clímax de su enfermedad mental, luego de comprobar que su hermana está muerta, corre a un rincón de la celda, acciona un botón que abre un panel secreto y escapa a todo correr, lanzando una bestial y diabólica carcajada, mezclada con el espeluznante aullido del Fantasma del Pirata.
–¡Violeta, deténgase! –grita Miguel Briceño, pero ya los ecos de la risa de la loca se pierden entre los gruesos muros.
–¡Es inútil! –exclama Moisés Rojas–. ¡Escapó por esa trampilla, que se volvió a cerrar!
–¡Miren! –grita Aura Marina–. ¡Doña Zulma está tendida en el suelo!
–¡Por Alá, creo que está muerta! –informa Mohamed Abá–. ¡No respira!
Aura Marina se agacha a comprobar si Doña Zulma ha fallecido. Entonces llegan a la carrera René Lamp y el doctor y policía Facundo Ontiveros.
–Detective Briceño, Isidoro, Príncipe Alí –pide Moisés Rojas–, hay que cercar la casa y buscar a esa loca que es el fantasma asesino. Ontiveros, ¿puedes ayudar a la señorita Aura Marina con Doña Zulma, por favor?
–Claro –dice el médico, agachándose junto al cuerpo desfallecido.
–Gracias. Los demás vengan conmigo... Hay que encontrar al fantasma y al Ladrón del Disfraz.
–Te veo después, Aura Marina, mi amor, ten cuidado –advierte el Detective, yendo en pos de los otros.
Violeta, riendo demencialmente, ha llegado hasta el salón principal de la casa, solitario en este momento, y derramando una lata de combustible que ha robado del depósito, riega muebles, cortinas y piso con el inflamable líquido, prendiéndoles fuego a continuación, con ella en el centro del recinto lanzando sobrecogedoras risotadas y envuelta también en llamas, cual auténtico e infernal fantasma.
En cuestión de segundos, debido al revestimiento plástico de las habitaciones y a los numerosos muebles y cortinas, además del piso de madera, toda la casa es devorada por el fuego, para desesperación y pánico de sus ocupantes.
Miguel Briceño, al recordar que Aura Marina ha quedado en el sótano con el médico, corre a rescatarla. Moisés Rojas e Isidoro Fuentes se dirigen a buscar a Mercedes Irrazí y al negro Tito el cubano, convaleciente en su habitación.
El Príncipe se desespera por la suerte de su hija Saraí y distribuye a sus hombres para la búsqueda del secuestrador y de la Princesa.
En su refugio, Mateo da rienda suelta al ensueño que está viviendo y saborea la miel de los labios de la Princesa Saraí.
–Esto no es verdad... es un sueño...
–No hables –pide la joven, sumergiéndose, ella también, en los vapores de aquella nube de ensueño y pasión–... Bésame... Los sueños se hacen realidad si el corazón interviene íntegramente.
De golpe, los aullidos de las llamas crepitando y consumiendo el salón principal y sus aledaños alertan a Mateo. Con un presentimiento, se asoma y contempla el horror de la hoguera que es ahora la Posada.
–¡Saraí, toda la casa está en llamas...!
–¿Qué...?
–¡Ven por aquí! ¡De prisa, conozco una salida segura!
Miguel Briceño llega a la carrera a la celda de Violeta a la cual, por su ubicación subterránea, no llegan aún los rastros del fuego y el humo. Doña Zulma permanece quieta en el húmedo piso de la mazmorra. El Detective mira a su novia y al médico.
–¿Está...?
–Sí –confirma Ontiveros–, falleció.
–¡Bueno, hay que volar de aquí, rápido! –apura.
–¿Por qué? –pregunta Aura Marina.
–La casa está en llamas –informa él–. Fue Violeta. Está en el tope de su locura... ¡Vamos, corramos!
En cuestión de minutos, la imponente y añosa edificación conocida como la Posada del Pirata se convierte en una gigantesca hoguera que lanza monstruosas bocanadas de humo negro y espeso hacia el cielo de la selva amazónica.
Cuando el fuego, harto de morder los cimientos de piedra, apaga en lenta agonía su abrasadora furia, de la que fuera desafiante y lóbrega casa de hospedería no queda sino un grosero polvo que el viento de la sierra impele y eleva en furiosas ráfagas, como a un ceniciento espíritu de la selva.
La altiva Doña Zulma ha muerto a manos de su hermana Violeta, la astuta y desquiciada asesina que todos conocieron como el Fantasma del Pirata, quién a su vez sucumbió devorada por las llamas, entre espeluznantes carcajadas de horror.
Mateo, el Ladrón del Disfraz, que salvara a la bella Princesa Saraí, se ha entregado a los agentes del gobierno, llorando la muerte de su madre y de su tía, pero guardando en su corazón la no tan secreta ilusión de aquel repentino y apasionado amor que ha vislumbrado en los ojos de la hija del Jeque.
El Príncipe Alí Farat Yeht, agradecido por el gesto de Mateo y loco de alegría al ver a su hija sana y salva, ha prometido al huérfano usar su poder y su dinero para reducir la condena que le impongan.
Moisés Rojas e Isidoro Fuentes logran salvar a la pelirroja Mercedes y al cubano Tito, con la oportuna ayuda de René Lamp.
Cuando se reúnen todos en el claro selvático donde está el avión del Jeque, bajo la carpa que éste mandara a instalar a su arribo, teniendo al frente las pavorosas ruinas de la Posada del Pirata:
–Bueno, agente Rojas –invita, con gesto cansado, el Detective Miguel Briceño–, creo que de-
bes comunicarte con tus superiores para suspender la operación que tenías planeada para más tarde aquí.
–Cierto, colega. Príncipe, tendrá que prestarme otra vez la radio de su avión, por favor.
–Con mucho placer, hermano agente Rojas.
La pelirroja Mercedes, a quien el falso joyero rescatara cuando dormía en su habitación, sonríe ahora, con intención:
–Con razón yo decía que no era de esa joyería que robé en Sabana Grande de dónde te conocía, Moisés Rojas. Era de los tribunales... ¡tú fuiste quién le llevó mi caso al juez!
El Comisionado Especial suelta la risa:
–Claro, pero logré engañarte con el cuento de la joyería, no lo niegues.
–Sí, así es –asiente ella, riendo–, aunque siempre tuve mis dudas.
El Príncipe libanés se acerca a Mateo, que permanece esposado y custodiado por los dos agentes encubiertos.
–Hermano Mateo, ¿crees que haya manera de rescatar la colección de los Tres Gloriosos Caciques de entre las ruinas?
–No lo creo, Príncipe; yo tenía el Tamanaco en mi poder y...
–¡Porque me lo robaste a mí! –salta, impulsiva, la pelirroja. Mateo asiente, sonreído.
–Sí, porque se lo robé a ella, pero no pude recogerlo antes de salir. Mi madre tenía el Guacaipuro, pero no sé dónde lo guardaba, y mi tía Violeta tenía el Paramaconi que le robó al abogado Antonio Marín, pero tampoco sé dónde.
–Ah, caramba –dice Alí Farat Yeht–... O sea que todos los que tenían la colección eran parientes.
–Así es –asiente Mateo, amargo–, y el único que queda soy yo.
–Bueno, bueno, pero dejemos de lado la tristeza –aconseja el Príncipe, jovial–... Todo lo que sucede, Alá lo dispone así. Mateo, yo buscaré entre estas ruinas, con maquinaria y gente apropiada e invirtiendo lo que haga falta, la colección de los Tres Gloriosos Caciques, si tú, como heredero legal de la propiedad, me autorizas.
–Desde luego, Príncipe.
–Pues no se hable más. ¡Mohamed!
–Mande, Excelencia.
–Pon varios hombres de guardia aquí noche y día; nadie puede acercarse a las ruinas, excepto las autoridades, por supuesto.
–Enseguida, Excelencia.
–¿Y cómo quedo yo ahí, mi Príncipe? –apunta Mercedes–. El Tamanaco era mío.
–Tú, bella pelirroja –dice Alí Farat Yeht, galante–, vas a quedar muy bien. Te reconoceremos tu joya y te invitaremos a nuestro palacio en Trípoli. ¿Qué dices?
–Depende –dice con una sonrisa pícara–... Si me permiten llevar a Tito, mi guardaespaldas, aunque esté herido ahorita, e inconsciente.
–Aceptado.
–Monsieur Príncipe, ¿no necesita un mayordomo en su palacio, por casualidad?
–Claro que sí, hermano René. Puedes venir a trabajar conmigo.
–Merci –dice el viejo francés, haciendo una respetuosa reverencia.
–Padre mío –dice, ronroneante y manipuladora la bella Princesa Saraí, rotando la mirada entre el Príncipe y el asaltante–, cuando Mateo salga de prisión, ¿ya habrás recuperado la colección de los Tres Gloriosos Caciques?
–Es probable, gacelita –responde el libanés, intrigado–. ¿Por qué preguntas?
–Porque quizá él y yo aceptemos alguna de las estatuillas con mucho gusto como tu especial regalo de bodas, ¿verdad, Mateo? –ríe, pícara.
El Jeque emite una risa circunstancial, insincera:
–Si Alá lo dispone, así será, gacelita.
–¡Epa, mi jekazo –sube el tono, simpático, Isidoro Fuentes–, nosotros le queremos pedir un favorcito, con el permiso del Comisario Briceño!
–¿Qué cosa, hermano Isidoro?
–Bueno, que nos dé la cola en su avionzote, porque el incendio nos dejó a todos como muchacho recién nacío...
–¿Cómo es eso?
–¡Llorando y mamando, mi jekazo!
Miguel Briceño mueve la cabeza con desaprobación, pero Aura Marina y los demás ríen la petición del viejo.
Finalmente, el Detective aprueba la moción:
–¿Sabe qué, Excelencia? Isidoro tiene razón. ¡Hasta mi motocicleta se quemó en este desastre!
El viento nocturno se ha llevado lejos el humo y las cenizas de la tétrica Posada del Pirata.
La canción de la selva, sustituida temporalmente por la voz de las llamas, va regresando poco a poco a sus niveles. El avión se eleva buscando las estrellas y el rumor de sus poderosos motores semeja el ronco canto de un pájaro nocherniego que chillara su vaticinio.
FIN
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