CUENTARIO




(entre Cuentos

y Des

cuentos)







YANKO DURÁN






          OTRA PUBLICACIÓN DE

                    Mayo – 2014

          Hecho el Depósito de Ley:

          Ifi25220138002218

          ISBN: 978-980-12-6712-6

         Licencia SAFECREATIVE

    (Todos los Derechos Reservados)






ÍNDICE:


EL LEGADO

ATAVISMOS

CUCUFATO

(o por Culpa del Capitán Maravilla)

LOS MENTIROSOS

CATIRE

ENFERMERA DE SOMBRAS

EL INDIO OLIVARES

(el Suplicio de España,

la Conspiración,

el Periodista,

la captura del Rebelde,

el Mayordomo,

antes de la Batalla,

el Baqueano)

ANAKAHÁN

YAHVÉ, el celoso

FÁBULA DEL RUISEÑOR Y EL COLIBRÍ

LA MONTAÑA VOLADORA

UNA PIZCA DE AJO

17 DÍAS DE ETERNIDAD

LOS IMPEDIDOS

DESTINO

UN SOLO CAMINO

LA FIESTA

DE PIEDRA

DOS OFICIOS

EL GENERAL Y EL CONDE









EL LEGADO


(Para Moisés Antonio Durán Paiva)



‒Quieras o no ‒dijo, con voz pastosa‒, al llegar a esa curva, cuando divisas 

ya tus últimos crepúsculos, hay que tratar de hacer inventario.

Calló un momento. Suspiró, y siguió:

‒Sólo puedo exhibir, como en una aburrida subasta extemporánea, algunos

libros ajenos y otros propios. No atesoré riquezas en mis andariegos paseos.

Jamás pude aprender a apreciar el dinero. No entendí nunca (aún hoy) 

para qué sirve, excepto para maquillar tu alma ‒y suspiró profundamente, 

pero hablaba sin amargura.

El ocaso nos iba arropando como un cálido abrazo. 

Él volvió a decir, tras el largo silencio:

‒A mis hijos lego un rosario de enigmas escondidos entre las hojas 

de mis libros, para que puedan inventar sus propias incertidumbres.

Luego me miró, sonrió y dijo:

‒Quizá una rosa marchita entre las páginas de un poemario 

no sea sino una arruga del tiempo...

Yo lo observé, pero no sonreí.








ATAVISMOS


Una densa niebla descendía sobre los postes de vidriosa luz, opacándolos y dificultando la visión.
La fina cortina de lluvia que caía, incesante, contribuía a darle a la solitaria calle un ambiente espectral y amortiguaba un poco el eco de los asustados pasos de la mujer (que vestía un sobretodo oscuro con capucha y zapatos de tacón alto, rojos).
Volteaba nerviosamente hacia atrás a cada segundo, la mujer, como si alguien o algo quisiera alcanzarla.

Y, en efecto, algo la perseguía y quería alcanzarla.

Por sobre el silbar de la brisa lloviznada se podía percibir un ruido indefinible, quizá el apagado rumor de las patas de una bestia cuadrúpeda al acecho, acercándose.
La mujer (muda por un terror que mucho tenía de irracional) detuvo su carrera contra un añoso árbol desabrigado de ramas.
Escuchó un escalofriante aullido que le heló la sangre.
Volteó hacia atrás.
Alcanzó a distinguir una sombra informe que se le venía encima.
Cerró los ojos con fuerza, pero sin que a su mente o a su garganta acudiera ninguna oración o súplica en demanda de auxilio.
Volvió a abrirlos.
Todo el entorno y el ambiente habían cambiado.
Ya no llovía. Había brisa, pero era cálida y salada. Sintió húmedo el suelo. Estaba pisando la arena mojada de una solitaria playa con sus pies descalzos. No llevaba abrigo con capucha sino una bata de organdí blanco, muy ligera, y corría, espantada y jadeante, con las olas lamiendo sus tobillos, como si la invitaran al último abrazo.
Corrió, alejándose del agua... Corrió con desesperación, pero a cada paso la arena húmeda era como una boca, como infinitos labios que quisieran tragársela...
Se detuvo, acezante, y volteó, como antes, buscando el origen de su pánico, pero nada descubrió.

Desde lo alto, la luna llena arrancaba reflejos bruñidos a las ávidas aguas como un espejo gigantesco.

Iba a reemprender la huida, la mujer, pero algo la inmovilizó: ¡Imponente, salvaje y enigmática, con sus pupilas amarillentas y relumbrantes, erguida sobre sus enormes patas traseras (que las aguas lamían) estaba la bestia, babeante y hambrienta!
La mujer se llevó las manos al cuello buscando el clásico amuleto protector hecho de plata (tal como hacían las damas de las películas en tales casos) pero en lugar de un crucifijo sus ojos contemplaron un gran camafeo con la efigie de Adrián, su mal nacido, maricón y recién dejado amante.
¡El Hombre-Lobo cabrioló y rugió su ataque erizado de dientes de fiera salvaje!
La mujer sólo alcanzó a emitir un corto grito de horror antes de hundirse en el pavoroso vacío de su miedo...

Cuando oyó los toques, despertó, atontada.

Se masajeó los párpados y al revivir su recurrente obsesión, masculló, hastiada y molesta:
–¡Licántropo de mierda!
Escuchó más toques. Reconoció la silueta de su asistente y secretaria, Yolanda, que golpeaba el cristal de la puerta con energía y autoridad.
–¡Doctora!, ¿está todo bien?...
Logró recuperarse un poco. Contestó, con cierto fastidio.
–Sí, sí, Yolanda...
–¿Puedo entrar? –preguntó.
Pero no aguardó respuesta. Penetró en el consultorio y se acercó a su patrona. Ésta estaba sacando un pitillo de su cigarrera con aire culpable.
–Usted me va a disculpar, doctora, pero es que me pareció oírla gritar, y feo.
–Sí, sí –suspiró–. Era una de mis recurrentes pesadillas, no te preocupes.
–No; sí me preocupo, doctora, cónchale –insistió, regañándola cordialmente.
–Tranquila, Yolanda –aconsejó, reflexiva, con el cigarro virgen entre los dedos–. Quizá sean huellas inextinguibles de cuando éramos más animales que humanos. Lo que se conoce como atavismos.
La asistente (aunque no entendió ni jota) no parpadeó, acostumbrada como estaba a los tecnicismos de su jefa.
La loquera (como la mentaba Yolanda en su barrio) se puso a contemplar el declinante sol por la ventana. Murmuró, ronca:
–Los psiquiatras somos como los monstruos del cine: nos alimentamos de los temores oníricos de los demás...
Yolanda siguió mirándola, sin variar la sonrisa de piedra. La otra chasqueó la lengua, ya en otra parte:
–Ah, no me hagas caso. Hoy estoy en uno de esos días, tú sabes...
Ya tranquilizada, la asistente se dispuso a salir.
–Bueno... voy a actualizar unos archivos en la computadora aprovechando que no hay más pacientes y tengo chance. ¿Necesita algo?
La miró, fugaz y desolada, y dijo, en un susurro:
–Un hombre.
Yolanda sonrió con gozo y salió, cerrando la puerta.

La psiquiatra refregó sus sienes, tomó el encendedor y dio fuego al cigarrillo. La somnolencia regresó cuando apagó la luz...

...El rumor de las olas, al desvanecerse mansamente en la arena de la playa, invitaba a la entrega, a la rendición, a la tregua definitiva,... pero las gaviotas, con sus chillidos famélicos y destemplados, te obligaban a continuar.
Anochecía. En alguna parte, alguien tocaba un violín con desesperante maestría. Era una melodía zíngara, lánguida, tristísima, subterránea, visceral, primitiva.
La mujer, engalanada con un vaporoso traje de novia y corona de flores de azahar, corría descalza por la solitaria orilla con el ramo nupcial apoyado en un brazo. La otra mano levantaba la larga cola del vestido (cosa rara, el traje era como impermeable al agua y a la arenilla). Tenía los ojos arrasados en lágrimas y parecía buscar a alguien con desesperación.
Se detuvo, exhausta. Hincóse en la arena, vencida. El violín comenzó a subir la nota que prolongaba, en un interminable y terrífico calderón que le puso los nervios de punta a la novia (como en una de esas antiguas películas de horror). Exasperada, arrojó las flores al agua... Las olas, golosas (casi desesperadas), se las tragaron. El llanto silencioso y rendido de la bella núbil estremecía el paisaje de ensueño.
El violín agotó su nota moribunda y comenzó alegremente un popurrí de ritmos tropicales.
La mujer sintió un contacto en su mano. Abrió los humedecidos ojos verde-mar lentamente, con precaución.
Un hombre alto y fornido, no totalmente parecido a su recién dejado novio Adrián pero sí semejante, muy apuesto, de aristocrático porte y finas maneras, vestido con riguroso esmoquin y de cabello engominado peinado hacia atrás a lo Carlos Gardel tenía en sus manos las flores que ella botara al mar y se las ofrecía, envueltas en una mirada profunda y llena de promesas.
Fascinada, enamorada, excitada, se levantó, con su mano prisionera entre la de él.
El violín (que alguien en alguna parte hacía festejar) comenzó de súbito a desgranar unos compases oscuros, turbadores..., premonitorios.
No hizo caso. Acercó su rostro al del galán y cerró los ojos, esperando el beso presentido...
Sintió un fétido aliento y los abrió: ¡El apuesto mancebo se había transformado en una espantosa y peluda fiera de letales y magníficos colmillos! Lanzó un grito de pavor..., y despertó, convulsa.

Encendió la luz a toda prisa.
“¡Qué buena vaina!”, maldijo interiormente, entre frustrada y excitada.
Se quedó pensativa, sin saber qué más hacer o decir.
“¿Estaré ya tan al borde de mi pánico a la soledad y al próximo cumpleaños número cuarenta que sería capaz de casarme con cualquier clase de engendro? ¿Ese es el umbral desde el cual arrancan estas pesadillas horribles y estúpidas? ¿Quedé tan dolorosamente traumada por mis dos divorcios, por mi incapacidad de parir y por la mal disfrazada mariconería de Adrián como para buscar refugio elusivo y cobarde en la irrealidad? ¿Emanan de mi lado más oscuro estas manifestaciones o advertencias del subconsciente?”, reflexionó durante largo rato, preocupada.
Se le ocurrió una humorada:
–¡Coño, si al menos me hiciera el amor, en lugar de morderme!

Notó que estaba sola en el consultorio. Yolanda se había marchado.
Claro, ya era noche cerrada.
Encendió un pitillo y con los brazos cruzados sobre el pecho dio unos pasos y se asomó a la ventana.
Abajo, el tráfago citadino y el río de luces de vehículos y calles le hicieron parpadear. Miró hacia el cielo.
La luna llena parecía un gigantesco globo inflado que tuviera velas encendidas 
en su interior.
–¡Qué hermosa, qué incitadora es! –murmuró roncamente.
Se sentía extraña, fastidiada quizá. Dejó el cigarro en el cenicero y fue a la sala de baño. Se lavó la cara. Se secó. Sintió una punzada en el estómago.
“Coño, eso es hambre”, pensó.
Como experimentaba una molestia inusual en la boca, volteó a mirarse al espejo… ¡Un rugido le sacudió las entrañas al contemplar sus horripilantes caninos alargándose y escuchar el ruido como de vidrios rotos que hacían sus articulaciones y huesos al comenzar a afilarse y el grueso pelo animal al crecer desaforadamente en todos los poros de su cuerpo!
¡Con todo el fervor de su crianza cristiana, rogó a Dios que esto no fuese más que otra de sus pesadillas licantrópicas!
Cerró los ojos.
La imagen de la luna llena (asomada en la ventana) se reflejó en el espejo.
Parecía reír, gozosa, y cómplice.






ATAVISMOS (II)

(Para Marisela Sucre de Durán)



Afilada, la lluvia, cual celeste cuchillo

cortaba apenas la luz del nebuloso poste,

y al borde del lindero del terrífico bosque

la mujer que paseaba vio volar un autillo.

Luego escuchó un aullido semejante a un lamento…

¡Despavorida huyó, sintiendo acrecentar su miedo,

mas trompicó y cayó, con un gemido quedo...!

¡El monstruo cabrioló, y ella sintió su aliento

fétido, hambrón, y giró la cabeza alucinada

con el pánico entero y el terror desatado...!

¡Relumbraron los dientes del ente alobadado

y se enchumbó la charca, de sangre salpicada!

 

Despertó en su sofá la psiquiatra durmiente

y al revivir, hartada, la fantasía culpable,

maldijo por lo bajo, y se asomó a la calle...

Un impulso de llanto le estremeció la frente.

La doctora lloró. Su corazón estaba herido.

¿Aquella recurrencia de bestias que te enfrentan

no expresarían su miedo de cumplir los cuarenta

sin hijos, sin amigos, sin amante o marido...?


Se fue la secretaria. Ella quedóse pensativa

y el sopor nuevamente se adueñó de sus ojos...

Y otra vez (como un eco de oníricos despojos)

concurrió el Hombre-Lobo con su sed primitiva.

Pero ahora fue fuerte y se enfrentó al engendro:

‒¡Espera! ‒díjole, entre frustrada y excitada‒.

¡No quiero que me muerdas: no soy una empanada!

¡Hazme, monstruo, el amor, o lárgate al infierno!


Se espabiló del todo la mujer: “¡Raro atavismo

de los sueños absurdos!”, pensó, no sin recelo.

La Luna Llena, esplendorosa, caminaba en el cielo

y ella sintió que su alma florecía en un abismo.

“¡Qué hermosa está, qué tentadora!”, murmuró,

y desde el bajo vientre le subió un hormigueo

que estremeció sus senos y sacudió sus dedos...

Sintió un vértigo: “Eso es hambre”, pensó...

Se miró en el espejo con expresión huraña,

¡y profirió un aullido de fiera acorralada

cuando tembló en su carne la febril estocada

de sus órganos todos desollando su entraña!

¡Sus huesos se alargaban con feroz frenesí

y le crecía en los poros grueso pelo de bestia!

¡Sus dientes se afilaron y las manos, la testa,

y la boca babeaba espuma carmesí...!

¡Rogó con la fe ciega de su crianza cristiana

que, como antes, ésta fuese otra licantropía

fruto de su imaginación, un sueño-fantasía!

Cerró los ojos… La Luna se reía en la ventana.







CUCUFATO

(o por culpa del Capitán Maravilla)


Se llamaba Jhon Pablo, pero todos le decían Cucufato, porque su madre se empeñó en ponerle el nombre del santo varón romano patrón de los jorobados y vértice de los mártires cristianos debido a que vino al mundo con una protuberante deformación de la clavícula izquierda que se parecía mucho a una pequeña giba.
Su padre se había opuesto enérgicamente a que su primogénito llevase nombre de tal cacofonía, mas como abandonara a una y otro antes de que Jhon Pablo cumpliera el primer año de su edad, la buena y tenaz madre se salió con la suya ungiendo al muchachito como Cucufato por más que el otro nombre, el que quería el padre borrachín e irresponsable, fuese el legítimo o legal.
Todas las mañanas salía Cucufato a vender las empanadas bien calientes (de carne mechada con garbanzo entero) que su mamá le ponía en un enorme azafate de madera negra y pesada y que los obreros del camino real que estaban trabajando en el puente comían con verdadera voracidad.
Hoy a Cucufato se le hizo un poco tarde porque amaneció lloviznando y camino del río evitó los charcos para no llenar de barro las alpargatas nuevas. Al poco rato llegó a la orilla de la fría y turbulenta corriente donde estaban levantando un nuevo puente porque el anterior (que también era militar, o sea provisional, pues, a pesar de que tenía más de diez años allí) se lo había llevado una furiosa riada en las pasadas lluvias.
‒¡Épale! ‒se asombró‒. ¿Qué pasó aquí? ¿Para dónde se fue la gente?
Ninguno de los trabajadores del puente estaba por todo eso. Intrigado, levantó más la sudorosa cabeza con corte de puerco espín y miró el sol trujillano como para cerciorarse de que no era muy tarde. “Pues no”, razonó; otras veces había venido con éste más alto que ahora y todavía los obreros estaban fajados trabajando. Después de un momento de desconcierto, creyó tener la explicación: “A lo mejor vino otra creciente y se llevó a todos los clientes”, pero luego pensó que no podía ser eso; no llovía fuerte desde hacía días; no se podían haber formado crecientes.
De súbito, se acordó de un detalle: “¡Hoy no hay escuela; es día de Fiesta Nacional! ¿No le digo yo que uno es zoquete...? Con razón que los obreros no trabajan hoy... Como que es día del Ejército, me parece…”, y acto continuo, sintiendo el calorcillo de la fuente repleta del sabroso tentempié venezolano, lanzó una exclamación:
‒¡Huuuuy, me van a echar una paliza si se me quedan fríos!
Cogió rumbo al pueblo afincando el peso del recipiente en el hombro derecho (para tratar de equilibrar los lomos, decía).
Merodeó un rato por la Plaza Bolívar y por las puertas de la iglesia, pero casi nada vendió. Y es que Cucufato era demasiado orgulloso como para meterle la mercancía por los ojos a la gente, como hacían los demás empanaderos. Prefería probar en lugares a los cuales no iban los otros, como allá abajo en el río donde armaban el puente de hierro, por ejemplo, aunque tuviera que caminar más que un perdío. El problema era que si llegaba a su casa sin haber vendido todo el azafate, eso era paliza segura, porque su mamá era muy brava.
‒¡Ayayay, como que me sale rejo! ‒se espeluznó el pobre Cucufato.
Luego comenzó a buscarle la vuelta al asunto: “A menos que me arriesgue...”
Existía un lugar donde se vendían casi solas las empanadas, según era fama en la plaza Bolívar: ¡el botiquín!; pero su mamá (que de verdad era muy estricta) se lo tenía absolutamente prohibido:
‒Usted está muy chiquito para que esté entrando en botiquines, ¿escuchó, Cucufato?
‒Sí, mamá, sí ‒respondía el niño, engullendo (muchas veces de juro) su desayuno: tres enormes empanadas, gordas como figuras de Botero.
‒Ah, bueno. Mire que eso fue lo que perdió al taita suyo. Mucho cuidado pues como yo me entero que me ha desobedecido, Cucufato, porque usted sabe lo que le espera. Mire para allá: ahí está el rejo.
‒No, mamá ‒decía el niño, dando una temerosa mirada al imponente castigador hecho de cocuiza peinada colgado de un clavo en la ahumada y telarañosa pared‒. Yo en botiquines no entro, mamá.
Ahora, acordándose de la gruesa soga trenzada (grande, color de cucaracha de tierra, con nudos en las puntas), se detuvo un buen rato delante del bar El Recodo mirando la puerta pintada de marrón encima de la cual un roñoso pedazo de cartón piedra con letras desteñidas ponía:

SE PROIBE LA ENTRADA D LIMPIAVOTA

Sintiendo retortijones en el estómago al acordarse del garrote injurioso, levantó el papel de estraza que protegía los bocadillos y los palpó con el dorso de los dedos. “Se están enfriando”, pensó, asustado, y tras una breve vacilación, dejó rodar la astuta mirada hacia ambos lados de la calle para cerciorarse de que nadie lo veía entrar al sitio vedado y empujó con el azafate las puertas batientes.
Un vaho caliente, mezcla de olor a chimó, sudor, pachulí barato, aguardiente y tabaco hirió su olfato haciéndole toser, pero a la vez sumergió sus otros sentidos en una embriagante y cómoda dejadez, como si adivinara que esos aromas, ese ambiente, esa sensación de interminable tobogán le agradarían cuando fuese mayor (como le agradaran, ¡y en qué forma!, según le contaban sus tíos, al padre que tan temprano le abandonara y del cual no tenía memoria a pesar de la desesperación con la que buceaba en sus más lejanos recuerdos buscando su pista).
En lo primero que se fijó fue en un muchacho como de su edad (ocho años completos) que estaba en cuclillas sobre un taburetico afanado en sacarle brillo al zapato izquierdo de un hombre sentado ante una mesa de dominó. Cucufato conocía de vista al otro joven; lo había aguaitado varias veces en la plaza haciendo esto mismo. “¿Para qué pondrán ahí que no dejan entrar limpiabotas?”...
Dominando las destempladas voces de clientes y meseras, la rocola (gorda, como figura de Botero) entonaba un danzón que Cucufato conocía porque siempre lo escuchaba en la acera de otro botiquín que quedaba frente a la plaza. La canción le gustaba. Hablaba de un tipo que tenía un sueño feliz y quiso hacer una canción y su guitarra cogió...
Intentó cazar al primer posible cliente mientras se cercioraba de que no hubiese ninguno que conociera a su mamá, no le fuera a ir con el cuento.
‒¡Cucufato, chico, ven acá!     

‒¡Mano Pedro!
Casi se le cayó la bandeja del hombro al reconocer al dueño de la aguardentosa voz, quien ahora cambiaba de pie en el cajón del limpiazapatos obedeciendo la enérgica orden dada con un golpe del cepillo en la madera.
‒Mano Pedro ‒repitió, como para convencerse de su mala suerte.
‒Pero, ¿y a ti qué te pasa? Ven acá pues, Cucufato, que es contigo.
La boca se le secó y sintió algo raro en la garganta, como si le hubieran dado una pedrada en todo el guargüero, en la propia nuez. (Mano Pedro vivía enfrente de su casa y era muy amigo de su mamá.)
‒Esta guarandinga está trancada, chico ‒gritó Mano Pedro, dando un sólido y profesional golpe con la ficha en la mesa de fórmica marrón‒. Cuenta los tantos, Valentín. 

 ‒47 para nosotros, anotador ‒dijo un moreno de pelo bachaco‒. Y sale usté, Mano Pedro.
(El barullo del barajar de las piezas del dominó contrapunteaba con Barbarito Diez: “…Era en una playa de mi tierra tan querida… a la orilla del mar...”)
‒Cucufato, mira cómo te has puesto de pálido ‒tronó la voz gangosa del viejo caraqueño apurando la cerveza hasta el fondo‒. ¿Qué pasó? ¿Me tienes miedo ahora es?
‒Cómo cree, Mano Pedro... No, sino que se me quedaron fríos los pasteles.
‒Pues ponlos al sol ‒sonrió el viejo, gozoso.
‒¿A cuál sol, Mano Pedro? ‒contradijo uno de los jugadores, riendo, mientras señalaba el sucio cristal de la ventana‒: ¿No ve que el catire se fue? Aguaite:¡ lo que viene es madre palo de agua! ‒y mirando al desalentado Cucufato, carcajeándose, añadió‒: ¡Si se te quedan fríos, ni tú mismo te los comes!
¡Repentina, una chispa de malicia fulguró en las turbias pupilas de Mano Pedro iluminándole las numerosas arrugas!
Dio dos palmadas:
‒Epa, Manuel, sirve otra ronda aquí, haz el favor ‒y a Cucufato, con ingenua pero maliciosa intención de viejo que se acuerda de sus mocedades‒: Oye, Cucufato, ya es tarde y yo sé que si llegas con ese azafate lleno a tu casa la vieja Sofía te pela, ¿no es así?
‒Usté conoce a mi mamá ‒contestó el muchacho, con un brillo de remota esperanza en la carita sonrosada.
‒Bueno; escucha, Cucufato: si te comes toda la bandeja, ¡toda!, yo te la pago al doble... ¿A cómo son?
‒¡A cuartillo!
‒¿Y cómo cuánto cargas ahí?
‒Como… siete riales, Mano Pedro.
‒Siete riales... a cuartillo, son casi 30 pasteles. Échale, pues; si te los comes toditos, te regalo dos fuertes, diez bolívares, casi el triple de lo que valen, ¿entiendes?, pero si dejas aunque sea uno, no cobras. ¿Qué dices? ¿Te atreves?
¡Cómo no!... Empezó a comer... No se explicaba por qué se reían tanto todos los del botiquín (hasta el limpiabotas y el portugués) viéndole engullir empanada tras empanada. ¡Ni que estuvieran viendo una película de Cantinflas!
Cuando llevaba más de 10 pastelillos engullidos y ya lo que masticaba no le quería bajar por la garganta, miró suplicante al viejo. Éste, con los ojos chiquiticos de tanto reír, y como el limpiabotas anunciara la conclusión de su tarea con tres rítmicos golpes de cepillo, le preguntó, entre las carcajadas:
‒¿No quieres ayudarle, tú?
Sí quiso. Y con mucho gusto. Menos mal. Porque ya hasta el olor a guiso de carne mechada y garbanzo que revoloteaba en la bandeja como un zamuro cansado le daba náuseas al pobre Cucufato.

Se desató el palo de agua, igualito que cuando el río se llevó el puente. Igualito.
“Mis pobres cotizas”, pensó Cucufato, camino de su casa, cubriéndose con la bandeja y dando grandes brincos para esquivar los enormes pozos que la lluvia iba formando en la tierra. De pronto, sintió que algo golpeaba su hombro, rebotaba y caía en un charco.
‒¿Qué sería? ‒se preguntó en voz alta, mirando hacia la ventana entornada por donde saliera volando el objeto. Curioso como era, se agachó y metió la tosca y pequeña mano en la charca, tanteando, hasta que:
‒Un ratoncito. Muerto. ¡Pobrecito!
Sin saber por qué, el muchacho sintió como una quemazón en el pecho. Y en los párpados. Como un dolor. Como cuando iba al cine los domingos en la tarde y al final mataban al protagonista o a la muchacha, igualito. Acarició con ruda ternura el húmedo cuerpecito sin notar que había metido sus apreciadas alpargatas en pleno barrial y que todo él se estaba mojando pues el azafate-paraguas descansaba en el suelo, con su olor a empanadas disipándose al fin.
‒Pobrecito ‒volvió a murmurar, y sin saber por qué lo hacía, con esa determinación tan natural de los niños, buscó un pequeño promontorio y comenzó a cavar una tumbita bajo pleno aguacero mientras sentía la otra lluvia tibia en sus mejillas.
Estando en la inocente ceremonia del entierro del animalito se acordó (sin que viniera a cuento) de la película que viera el domingo anterior frente a la plaza y en la cual el protagonista (que tenía poderes igualitos a los de Supermán) se transformaba en el poderoso Capitán Maravilla al gritar Shazáááánnn, gracias a un viejito que encontró en una cueva y quien le concedió un deseo. Eso sí: uno solo. De modo que Cucufato puso en marcha su imaginación y devino en pensar que el ratoncito muerto a lo mejor era mágico y que por ese noble gesto suyo de no dejarlo entre la charca un día de estos se le iba a aparecer convertido en un Viejito-Genio para concederle un deseo.

De golpe, pensó en su mamá: “No. Hoy no me sale rejo. ¿No ve que vendí todos los pasteles?”
Y al acordarse de cuántos tuvo que comerse, le volvieron las náuseas.

‒¡Condenado chino, mira cómo vienes de embarrialado! ¡Segurito que te caíste a puño por ahí con algún otro vagamundo!
‒¡No, mamá, eso no fue! ‒gritó, asustado.
Temblando, echó un vistazo al temible rejo guindado en la pared, al tiempo que se llevaba la mano a la faltriquera de atrás y sacaba las dos pesadas monedas que le diera Mano Pedro en el bar después de que entre el limpiabotas y los dominoceros acabaran con las empanadas que él no pudo engullir.
‒¡Mire, mamá, toda la plata que le traje, y el azafate vacío, mire!
Y la madre, más adusta, temiendo alguna picardía impropia del hijo:
‒¿Y eso, Cucufato? ¿De dónde sacó tanta plata? ¿Ah?
‒¡No, espérese, mamá! ‒chilló el infeliz reculando hacia la pared, la otra mano levantada como atajando el ataque al ver que el inflexible castigador era descolgado de su lugar‒. ¡No me vaya a pegar todavía, espérese que le cuente…!
Y le contó. Casi todo. Menos, claro, que el asunto había ocurrido en un botiquín (pero no había peligro de que se enterara: Mano Pedro lo prometió bajo palabra de hombre).
Algo tranquilizada ya, la madre negoció:
‒Bueno; yo le voy a preguntar después a Mano Pedro si es verdad eso; ahora vaya a…
‒Mire, por la Virgencita de Coromoto, mamá, le juro que es verdá…
‒No esté jurando en vano le tengo dicho, Cucufato...
Y en tono que quería seguir siendo bronco pero en el cual se adivinaba el cariño soterraño, la espontánea devoción de nuestras mujeres a quienes ha tocado ser madres y padres a un tiempo, que son la mayoría en estos lados, por desgracia, dijo:
‒Y quítese esa ropa, que puede coger una pulmonía; póngase la otra que está ahí en el catre. Y después va a la cocina. En la ollita negra le dejé la comida.
‒¡Ay, no, mamá! Sinceramente de verdaíta yo no tengo hambre, yo…
‒¡Nada! ¿Ya vas a comenzar con que no tienes hambre, ya vas a comenzar? ¡Mírate cómo estás: pareces un tísico!
‒Pero, mamá…
‒¡Nada, dije! A comerse esas empanadas, las tres, y no me deje ni un garbanzo, porque… Bueno, acuérdese del rejo, Cucufato. Mírelo.

La madre salió hacia la única habitación, sopesando las dos monedas. Cucufato se acercó a la ollita negra y se quedó mirando los ahora repugnantes, gordezuelos, boterianos pasteles, y cuando vio que la madre regresaba, vigilante, y le informaba como al descuido “por ahí dizque anda el sinvergüenza de su taita, Cucufato”, el muchacho, sin corazón siquiera para intentar comer los bocadillos, cerró los ojos y pidió con toda su alma al Ratoncito-Genio que se le apareciera... y le concediera un deseo.






LOS MENTIROSOS



“Con el verdadero amor ocurre lo mismo que con los fantasmas: 

todo el mundo habla de él, pero pocos lo han visto”. La Rochefoucauld.


“Fácilmente nos dejamos engañar por aquellos que amamos.” Molière.


“El amor ciega a todos los hombres por igual,

lo mismo a los sensatos que a los necios.”
Menandro.



Por el ventanal con cortina semicorrida se colaba tímidamente el resplandor del sol de la tarde, y de los altavoces escapaba una sinfonía entre doliente y épica que el escritor, actor y director Andrés Eduardo Serrano usaba para ensayar sus textos dramáticos.

“...Si mi muerte contribuye para que cesen los Partidos y se consolide la Unión —recitó la espesa y bien timbrada voz del actor saliendo de la cocina con un libreto de su obra en una mano y una cerveza en la otra—, yo bajaré tranquilo al sepulcro.”

La sala-comedor de la vivienda de Andrés Eduardo Serrano, enclavada en una zona apartada y montañosa en las afueras de Caracas, se componía de algunos muebles lujosos pero sin parentesco entre sí; en un extremo había un pequeño juego de comedor casi sin uso que delataba al hombre soltero que tomaba sus alimentos en cualquier lugar excepto en el destinado para ello sin preocuparse por los modales que nos justifican como de buena cuna ante los demás pero no ante nosotros mismos. Una puerta batiente daba a una sala de cocina minúscula pero bien provista y en la cual regía una nevera de doble puerta.
El lugar de trabajo de Andrés Eduardo Serrano era una amplia pared a la cual se adosaba un mueble provisto con computadora, equipo de sonido y televisor. Se podían ver libros regados por doquier y cuadros de pintores conocidos y desconocidos. Una copia de la famosa pintura “Salomé recibiendo la cabeza de San Juan Bautista”, del pintor italiano Guercino, destacaba entre las demás, pero lo que más llamaría la atención de un hipotético visitante (y empleamos este término porque Andrés Eduardo Serrano no los tenía, nunca) era un gigantesco escaparate o vitrina o aparador sin puertas que albergaba una asombrosa colección de figuras y fotografías de búhos en distintos tamaños. Los había disecados y en porcelana y en bronce y en hierro, con forma de jarrones, lámparas, portalápices, etc.
No era joven ni viejo Andrés Eduardo Serrano, pero en sus maneras se adivinaba cierta dejadez cínica, cierto cansancio del espíritu. Vestía ropa de casa, cómoda, y llevaba un suéter ligero, gastado, de diario. Era Andrés Eduardo Serrano un actor y escritor conocido y reconocido, ahora retirado, pero en vías de reaparecer.
Bebió largamente, concentrado. Había quedado de espaldas a la puerta de calle. Trató de no mirar las líneas (para memorizarlas):
“Siete días de vida me quedaban cuando dicté eso en la Quinta La Florida de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta-Colombia.”
Dejó sobre un mueble la cerveza y enfatizó: “Sabía que venía el fin de mi tiempo mortal, la cabal terminación de mi laberinto, la fecha tope para mi liquidación de cuentas.”
Hizo una pausa. Se desplazó de espaldas a la puerta de calle mientras proseguía su ensayo. Por aquélla entró, tras abrir con llave, una mujer, también de edad incierta. Vestía ropa de invierno (tropical, se entiende) y llevaba cartera al hombro. Era emaciada, delgada, de piel lechosa. Se quedó escuchando en la puerta, sin hacerse notar.
El actor, sin imaginar que era observado, continuó su ensayo:
“...Ahora me enrostran, cuando se les antoja, epitafios a la medida de quien los cita, epitafios que yo no aplaudo... ¿Qué es un epitafio...? Un postrer autógrafo, un definitivo autoaplauso. Hoy, más que nunca, el camino hacia la Utopía está poblado de fantasmas demagogos.”
Agarró la lata de cerveza de nuevo, la vació de un largo trago y la tiró, como encestando, en una papelera que en un rincón había. Reanudó su actuación con su timbre retumbante y sonoro:
“¡Americanos del Sur: mis labios pueden entretejer todavía conatos de perdón, rezos furtivos por Manuel Carlos Piar, por el Generalísimo Miranda, por todos los españoles y canarios que nunca conocí ni antes ni después de la Guerra a Muerte, por los hijos de la Patria en ciernes que tuve que sacrificar para hacerla posible, pero mis plegarias más vehementes, mis ruegos más llanos son por vosotros!...”
Luego de un ruidoso respiro se dispuso a proseguir (esta vez fijándose del libreto que tenía en una mano a su espalda) cuando escuchó unos aplausos frenéticos:

–¡Bravo, bravo, bravísimo!
Sorprendido, se volvió. Miró a la mujer, que avanzó unos pasos hacia él. Se miraron. Andrés Eduardo Serrano sonrió con un extraño rictus y le hizo una reverencia teatral; la mujer pálida correspondió con una leve inclinación, manteniendo una regular distancia aún:
–¡Qué buen texto! ¡Me encanta! ¿Qué es?
–Se llama “Bolívar Hoy”. Un Monólogo sobre la vigencia de las enseñanzas y el pensamiento de Bolívar.
Ella avanzó unos pasos.
–Conociéndote, debe ser candela.
–¿Quieres oír un trozo? –preguntó, y ella asintió.
Él se fijó, a ratos, del papel para interpretar el siguiente fragmento:
“...Pero mis plegarias más vehementes, mis ruegos más llanos son por vosotros. Yo jamás, nunca, bajo ninguna circunstancia ni por ningún motivo abusé del poder ni pervertí a los míos apadrinando la impunidad. El mismo César sucumbió al mito que su genio sembró, y Napoleón, y todos los demás; todos los otros, todos, cualquiera fuese su cuota de poder, claudicaron ante su falso brillo. Yo preferí la gloria de que me llaméis padre y el privilegio de estar en vuestros corazones como un latido más... Atravesé los Andes, como Aníbal los Alpes. El nombre, la leyenda y la gloria de Aníbal están quietos, inmaculados, lejos del fraude y la ignominia. ¿Soy yo menos que Aníbal? ¡Carajos! ¿En nombre de qué bandera me profanan, a mí y a mi Delirio? ¿Por qué falsos mandarines pisotean mis cenizas si son la negación misma de la secreta ley que gobernó mis luchas? ¿No razonan, impostores del miedo, que se están transformando en el segundo golpe en la mejilla de su prójimo...?”
Ella, entusiasmada, aplaudía a rabiar. ¡Bravo, bravísimo bravo, diez veces hurra! ¡Viva Andrés Eduardo Serrano!
El escritor y actor agradeció con una reverencia y una sonrisa dubitativa. Le ofreció un sillón; ella negó con la cabeza. Andrés Eduardo tomó el control remoto y apagó el equipo de sonido. La mujer caminó por la sala observando el ordenado desorden del artista. Él se mantenía a la expectativa.
–¿Por qué Bolívar? –quiso saber ella, mientras curioseaba.
–¿Por qué Bolívar? –dijo, sin moverse–... Porque es nuestro –y ahora sí se movió, yendo hacia ella, fulgurantes los ojos–... y porque jamás pasa de moda. Ni siquiera hemos empezado a comprenderle aún... ¡Es un faro que, a diferencia de los otros, cada día brilla más, una combustión que se alimenta de su propia flama, un resplandor inextinguible, una hoguera cuya fogosa lumbre se aviva cada cierto tiempo en el espíritu y la memoria de los hombres para alumbrarles el camino!
Había olvidado lo bolivarista que eres, dijo la mujer, mirándolo a los ojos, y se acercó al escritor. ¿No es ese aquel proyecto que ibas a escribir hace... no sé cuántos años...?
Él asintió, memorioso. Diez años. Sí, ése es, sonrió como excusándose. Ahora fue cuando bajaron las musas.
Ella lo miró y asintió con la cabeza. Andrés Eduardo Serrano fue hasta el mueble-bar y sin dejar de observarla se sirvió un trago. La mujer tiró el bolso sobre uno de los apoyabrazos del mueble y recogió el libreto que el autor dejara sobre un sillón.
–¿No ofreces? –preguntó, hojeando el guión.
–Detestas el licor. Y a sus... usuarios.
–También a Woody Allen. Antes.
–Y a Shakira. Y al reguetón. Y a mis búhos.
–Ya no.
Él tomó un largo trago. La miró. ¿Qué sucede, Lirio...?, interrogó, suave. ¿Qué haces aquí?
Lirio se acercó al ventanal y se estremeció, entumecida, sin perder su aire sombrío. Hace frío, Andrés. Dame un güisqui, por favor.
Intrigado e incómodo por la actitud reservada de ella, él le sirvió un trago pero no se lo dio de inmediato. Cualquier observador imparcial hubiera notado entre ambos una soterrada tirantez, una hostilidad implícita en sus maneras.
Andrés se sentó en uno de los sillones y, vaso en mano, ofreció:
–Ten, Lirio.
La mujer se volvió a mirarlo y fue a su lado. Tomó el vaso y se sentó enfrente. Bebió, empezando a perder la falsa serenidad con la cual se había revestido. Ojalá y no vuelva a llover, dijo en un murmullo, y tosió.
Andrés Eduardo Serrano se le quedó mirando fijo, luchando por contener la agresividad que sentía venir en oleadas. ¿Viniste sola, manejando?
Sí, sí... Sola... Te extrañas porque me desagrada conducir, pero quería... no sé, sentir la brisa en la cara, parar donde me provocara. Hizo una mueca de sonrisa. Miró al autor. Bueno, ya sabes que me gusta tener el control.
¡Oh, sí, ciertamente!, dijo, mordaz. No sé si también de vehículos, pero de personas, desde luego.
Ella volteó rápida a mirarlo: ¿Crees que... que me gusta manipular a las personas, Andrés?
Andrés se levantó a servirse otro trago evadiendo una posible respuesta.
¿Quieres otro? Ella negó con la cabeza. Andrés señaló la puerta de calle. La última vez que entraste por ahí, hace seis años, fue para pedirme los derechos de una pieza mía; luego que te los firmé y te pedí amablemente la llave, dijiste que la habías extraviado.
–Y no mentía. La extravié. Pero luego apareció. Al tiempo.
–No quiero ser grosero, Lirio, pero...
–Claro –dijo, asintiendo. Agarró su bolso, sacó una llave y lo volvió a tirar sobre el espaldar del mueble. Le tendió la llave–. Yo entiendo. Ten.
Él la tomó con mirada de reproche. Recogió el libreto que estaba en el brazo del sillón, lo colocó en su mesa de trabajo y, ya distanciado, la miró con aire inflexible pero no demasiado provocador. Lirio estaba de espaldas, observando las pinturas.
¿Tardarás mucho en decirme a qué viniste?... Tal vez hayas notado que estaba ensayando.
Ella seguía mirando las paredes, en silencio. El escritor se exasperó un poco y golpeó el libreto dos veces. Pienso volver al ruedo, como actor, con “Bolívar Hoy”.
Qué bueno, dijo ella, prestando atención al cuadro de Guercino, detallándolo. Después, mirando al hombre: Me... costó mucho decidirme, Andrés.
–¿A venir...?, dijo, con cierta brusquedad... Entonces has que valga la pena el viaje hasta aquí, Lirio... Escucha: me estrujo el cerebro buscando una sola razón por la que hayas querido venir a mi refugio después de tantos años y no se me ocurre ninguna. No recuerdo que haya quedado entre nosotros siquiera un lazo lo bastante efusivo como para justificar esta... visita.
Andrés Eduardo Serrano volvió a sentarse. Lirio miró su vaso vacío y fue a servirse e intentó recoger el de Andrés, pero él lo evitó poniendo su mano encima. La mujer se sirvió más licor y bebió. Dijo, sin mirarlo:
–¿Cuánto tiempo estuvimos casados, Andrés?
El hombre hizo un gesto de fastidio y desaprobación.
–¿Peleaste con José Gregorio? ¿Es eso...?
Ella no respondió. Vaso en mano fue va hasta la ventana, descorrió un poco la cortina y abrió a medias el cristal. Una brisa húmeda la hizo estremecer. Cerró de nuevo. Se volvió a mirarlo. Si no vivieras tan aislado, te habrías enterado.
¿De qué...? ¿Te separaste de él también...?
Andrés, susurró, mirando el piso... José Gregorio murió hace dos meses.
Andrés Eduardo Serrano la miró, estupefacto. Con lentitud caminó hacia ella y la abrazó, luego de una ligera vacilación. Lirio se abandonó, se acurrucó en su pecho como un palomo herido. Perdón, Lirio, dijo, conmovido, saliendo de su natural gelidez. No sabía nada. Lamento mucho tu pérdida. De verdad, mi amor.
–Gracias, Andrés Eduardo –sollozó, quedo, y tosió–. Fue horrible.
–¿Por qué no me avisaste al celular?
–¿Hubieras ido? –dijo, levantando la cabeza y separándose unos pasos. Él desvió los ojos.
–A lo mejor.
Lirio se sirvió más licor y bebió, sin mirar al autor. Se notaba ya en sus gestos y maneras que iba trocando la compostura que había traído por una progresiva histeria que el alcohol le ayudaba a disfrazar. En silencio Andrés la llevó al sillón, le quitó el vaso y le sirvió otro gran trago. Se sentó frente a ella, apenado, conmocionado todavía por la noticia. ¿Hace dos meses?... Ella emitió un sollocito. ¿Cómo fue? ¿De qué? ¿El corazón?
Ella asintió con vaguedad sin atreverse a mirarlo. Bebió de nuevo y regresó junto a la ventana dándole la espalda. Afuera, el reflejo del sol iba desapareciendo obscurecido por las nubes. Retumbó un trueno, alejado. ¡Cónchale, va a llover de nuevo!, dijo, algo mareada ya. ¡Qué horrible clima hace por estos lados!... No me acordaba. ¿Cómo fue que no me enteré?, dijo él, señalando la pantalla de tv. ¿No salió en prensa, en los noticieros, en las redes?
Sí, claro... En las notas de farándula. Pero como jamás te han gustado esos chismes…
Ni ésos, ni otros, Lirio, enfatizó Andrés Eduardo Serrano, pero para mí la muerte jamás es un chisme. Quizá un leve alboroto del espíritu, una advertida conmoción, pero nunca una frivolidad, un argumento para el morbo.
Lirio lo miró, como meditando en lo que él había dicho. Se estremeció al restallar otro trueno, más cerca esta vez.
¡Cónchale!, dijo, tapándose los oídos un segundo, ¿cómo puedes vivir en un lugar así?
Me mudé a estas montañas hace siete años justamente para no soportar los calores y el estrés de la ciudad, querida ex, pero recuerdo que hablabas maravillas del paisaje y del clima de este lugar en aquella ocasión.
¡Lo hacía irónicamente, porque pensaba que pronto te fastidiarías y regresarías a la capital!
¿Para qué iba a hacerlo? Te aseguro que me he integrado plenamente a este clima lluvioso y a estos “escenarios” boscosos.
Otro trueno, que pareció salir de dentro de la casa, hizo que la mujer retemblara. Repentina, tomó su bolso del sillón.
–Tengo que irme. Aprovecharé que escampó un poco. No quiero manejar sola por esta carretera lloviendo y con neblina.
Andrés Eduardo se desconcertó. La miró. Sí, es peligroso, afirmó, y al ver que ella no se decidía... ¿Pero me dirás antes qué es lo que puedo hacer por ti, Lirio? ¿O únicamente viniste a darme la noticia?
Como para exasperarlo, evasiva de nuevo, Lirio dejó la cartera y paseó por la estancia. Examinó con la mirada algunos de los búhos, sin tocarlos. Habló sin mirar al hombre. Siguen siendo mágicos para ti, ¿no?
¿Cómo lo tomó Natasha?
Lirio se encogió de hombros. Nunca quiso mucho a su papá.
Andrés Eduardo la contempló con aire grave. Lirio reanudó su interés por los búhos. Lo miró y con los ojos pidió permiso para tomar uno de los momificados; él asintió; ella lo tomó. ¿Te siguen dando buena suerte?
Sigo siendo Andrés Eduardo Serrano, autor teatral siempre de moda, ¿no?
Y primer actor, también de moda, si no fueras tan arisco.
Él se acercó a ella y señaló los búhos. El búho figura en todas las culturas antiguas como sabio, como creador, como ser poderoso dador de vida y luz; su grito se ha utilizado desde siempre para comunicación entre guerreros y conspiradores, explicó, y se quedó contemplando el que ella tenía en las manos. ¿Sabías que nuestra letra “eme” castellana procede de un jeroglífico egipcio que representa a un búho?
–¿En serio?
–No soy arisco, Lirio, soy realista –aclaró, y señaló sus búhos–. Como ellos. No les gusta la compañía. Tampoco a mí –le regaló una sonrisa–. Soy un terco actor y escritor-búho solitario.
Lirio se lo quedó mirando con fijeza y de golpe acarició fugazmente una de sus mejillas. Después se apartó de él con rápido movimiento. Dejó el vaso y buscó un CD con una semisonrisa traviesa. Lo consiguió. Él la observaba, inquieto e intrigado. ¿Recuerdas nuestro arrollador éxito con esta pieza de Shakespeare, querido? ¿Romeo y Julieta, te acuerdas?
Andrés Eduardo cruzó los brazos sobre el pecho y la observó en silencio. Ella puso el disco, un tema musical ligero del siglo XVII inglés y se puso a danzar alrededor de él, que sonrió con un poco de fastidio. Al ver su mohín, ella quitó la música. Andrés Eduardo asintió con la cabeza: Más de cien representaciones en todo el país...
Ella alzó los hombros, como distraída. El actor la miró fijamente.
–¿Qué harás ahora? Es decir...
–No hay mucho que pueda hacer.
–Comprendo que debe ser muy duro quedarte sola, pero ya sabes que la vida sigue.
Eso es una estupidez. Una frase hecha, dijo Lirio, con voz dura. Claro, respondió, sorprendido por el tono de ella, igual que “paren el mundo que me quiero bajar”, o “tan bueno que era”, o “lo que pudo haber sido y no fue”. Los hechos de la vida, de todas las vidas, no son más que frases que ya alguien pronunció alguna vez.
Lirio lo miró con fijeza y pareció enojarse: ¿Y eso qué es? ¿Filosofía de dramaturgo? ¿Quién pronunció qué? ¿Qué alguien? ¿Dios? ¿El Universo? ¿El Verbo Supremo? ¿El Primer Hombre?
Él hizo un gesto de displicencia. Tal vez. ¿Cómo saberlo?... Pero no puedes renunciar. Debes seguir viviendo, seguir oyendo frases hechas. Además, tienes una hija. Lirio volvió los ojos a los discos con rapidez. ¿Cuánto tiene ya? ¿...Siete años, no?... Asintió Lirio. ¿Y está bien...? Me refiero a si...
–No, Andrés Eduardo, no está bien. No me perdona.
–¿No te perdona qué cosa? –preguntó, extrañado, pero ella hurtó otra vez la mirada–. ¿Te culpa por la muerte de José Gregorio?... ¿Pero no acabas de decir que tu marido murió de un infarto, Lirio?
Natasha no es una niña feliz, Andrés, dijo ella, apartando la mirada. Nunca lo ha sido, no sé por qué. Lirio lo miró y le dio su vaso vacío. Andrés sirvió dos tragos. Ella se estremeció por enésima vez con el ruido de otro largo trueno. Él le entregó el licor. Lirio volvió a abstraerse, con expresión sombría. Andrés callaba, esperando.
¿Sabes cuál fue la obra qué representamos juntos José Gregorio y yo por última vez?, dijo Lirio, súbitamente trágica. Andrés negó con la cabeza–. “La Dama de las Camelias”, de Dumás hijo. Él no le quitaba la vista de encima. Lirio susurró con calor: Contigo también la hice mucho. Andrés puso expresión de que no se acordaba. Lirio insistió, reprochadora: ¡No te puedo creer! ¿Me vas a decir que no te acuerdas?
–No estoy seguro...
–¡Pero si fue en los ensayos de ese montaje que tú y yo nos conocimos, Andrés Eduardo Serrano, cuando nos presentó aquella actriz chilena muy amiga tuya!... ¿Cómo era que se llamaba?
Andrés siguió negando con la cabeza diciendo que no se acordaba. ¿Pero qué te ocurre, mijo? ¿Tienes Alzheimer o qué? Tal vez, rió el escritor, sin ganas... No, en serio... ¿Fue cuando íbamos a hacer a la Gautier y a Armando Duval que nos presentaron?
¡Claro, chico, en el Teatro Nacional!, pareció entusiasmarse Lirio... ¿Recuerdas cuando Margarita acude a despedirse de él?
–¿A ver...? ¡Ah, sí...! La última vez que se ven, que... que hacen el amor, en la casa de Armando, ¿no?...
La mujer asintió, mirándolo a los ojos. De pronto, le tomó el rostro entre las manos y lo besó furiosamente... Andrés Eduardo Serrano se hizo el sorprendido, pero luego correspondió a la rabiosa caricia casi con odio en tanto la lluvia torrencial que amenazaba desatarse estalló entre truenos más horrísonos, como desaprobando aquella caricia insincera. Los dos actores se separaron con aires de quien había cometido un crimen. Lirio, temblorosa, puso una música de Strauss, un vals. Estaba a punto de la histeria.
–Escucha, Andrés –dijo, sin mirarlo–... ¿tendrás limón?
–¿Limón?
Me apetece otro güisqui, pero con bastante limón, dijo, riendo tontamente. ¿Tendrás...? Andrés Eduardo Serrano la miró fijamente. Claro, dijo... Debo tener. En la cocina. Espérate un segundo. El escritor se dirigió a la cocina y Lirio hizo que se servía licor. Cuando él desapareció, temerosa de que no le diera tiempo, dio un agarrón al bolso, que se abrió y su contenido se vació en el piso. Lirio, absurdamente aterrada, mirando nerviosamente hacia la puerta de la cocina, recogió sus cosas con premura y huyó por la puerta de la calle, sin notar que del bolso se había escapado un sobre azul, que quedó en el suelo, detrás del sillón. El vals de Strauss seguía sonando con furiosas cadencias y desde la cocina Andrés Eduardo Serrano escuchó el motor de un auto que arrancaba precipitadamente. Salió con un limón picado en dos mitades. Buscó con los ojos a su ex esposa y al no verla pensó que había ido al baño. Cuando fue a exprimir el limón en el vaso de güisqui de Lirio, notó el sobre detrás del sillón, lo recogió, le echó un vistazo y lo dejó encima de la mesa. Exprimió la fruta en el vaso mientras llamaba: ¡Lirio!… Como no escuchó respuesta, se acercó a la puerta del servicio. Lirio... ¿todo bien...?
Con gesto de extrañeza le puso pausa a la música y llamó a la puerta del baño. Nada oía; la abrió y dio una mirada. Cerró. Volteó hacia la puerta de calle y se le ocurrió que Lirio se había marchado. Salió hasta el porche y se asomó a ambos lados de la solitaria calle. Desconcertado, cerró. Vino hasta la mesa y observó el sobre, cada vez más intrigado. Miró el sitio de donde lo había recogido, en el suelo. Con otro vistazo hacia la puerta de la calle, lo abrió, extrajo un papel manuscrito y unas fotografías tamaño postal. Las miró, las hizo a un lado y desdobló el papel. La carta decía: “Andrés Eduardo Serrano, si estás leyendo estas líneas, significa que Lirio no se atrevió a contarte nada. Yo le pedí que te entregara ésta nota.”
Con creciente curiosidad tomó un sorbo del güisqui con limón y siguió leyendo: “Andrés, viejo amigo, hermano, sé que es tarde ya para intentar el recurso de la contrición, y sin embargo te tengo que pedir que me perdones, porque como dice aquel viejo poema del cubano Buesa que tanto recitábamos borrachos y drogados: «Esa mujer es tuya, pero también es mía; si es más mía que tuya, lo saben ella y Dios.»
Una mueca de sonrisa se asomó al rostro del escritor. “Me estoy muriendo, Andrés. Mi pobre cuerpo está demasiado desgastado por los abusos. Si en el más allá los actores tenemos un lugarcito, te veré ahí. No sé si merecí tener a Lirio, pero la amé lo mejor que pude. Le pedí muchas veces que te dijera la verdad, pero jamás accedió, así que yo te la diré ahora, sin demasiado drama. Natasha, mi hija, no es mi hija. Es tu hija.”
Andrés Eduardo Serrano movió la cabeza a izquierda y derecha, incrédulo. Vació el vaso de un sorbo y siguió leyendo, demudado: “Debes creerme. Tú eres su padre, aunque ella no lo sabe. Pídele a Lirio que te explique todo. Un abrazo de tu moribundo y aún amigo, José Gregorio.”
El actor, director y escritor se puso en pie. No lo podía creer. ¿Natasha, hija suya...? Siguió mirando la carta. Agarró las fotos y las remiró. Confundido, se sirvió más licor. En eso se oyeron golpes a la puerta. Como un sonámbulo, fue a abrir, luego de guardar carta y fotos en una de las gavetas del escritorio. La tormenta parecía querer penetrar a la casa cuando abrió la puerta. Lirio entró, aturdida y levemente mojada. La vía es un desastre, dijo, sin mirarlo... Hay derrumbes, tormenta, granizo, neblina… No hay paso ni para arriba ni para abajo. ¡Un auténtico caos!
Andrés Eduardo Serrano la miró de otra forma ahora. Estaba muy tenso, cerca de la obcecación. Contestó, con las mandíbulas apretadas:
–Ocurre con frecuencia en esta zona. La lluvia afloja la tierra y provoca derrumbes. En unas horas restablecerán el paso.
–¿Unas horas? –se alarmó.
–Todo depende de que las máquinas que limpian la vía no estén ocupadas en otro derrumbe.
Ella terminó de pasar y se sentó. Él le mostró el vaso vacío. Me bebí tu güisqui con limón, dijo, con leve sorna. Sí. Disculpa, dijo, titubeante y culpable... De pronto me sentí ridícula por estar aquí, y por… ¿Ridícula?, cortó Andrés Eduardo, con mordaz tono y creciente crueldad. ¿Por qué ridícula? A mí me parece lo más natural del mundo. Fuimos marido y mujer durante quince años, luego, hace ocho, te prendaste de mi mejor amigo y me dejaste por él, e inmediatamente le diste una hija… Ella reaccionó con reprimida furia, enfrentándolo: ¡Tú nunca quisiste siquiera hablar del tema de tener hijos, Andrés Eduardo Serrano, no me jodas! ¡Cierto!, asintió, implacable en su cinismo, ¡quizá porque yo nunca quise hablar del tema de tener hijos le diste uno a José Gregorio lo más rápido que pudiste, es decir, siendo todavía mi esposa!, gritó, descompuesto... Luego José Gregorio se muere y tú vienes a decírmelo, personalmente, dos meses después del deceso... ¿Crees que hay alguna razón para que te hayas sentido ridícula? Yo no creo.
Lirio se le quedó mirando al notarle un dolor nuevo. Miró hacia la puerta de la calle, acobardada. Creo que iré a... no sé, a tomar algo por ahí, mientras despejan la vía, susurró. Él le cerró el paso con actitud agresiva: Tranquila, mi amor, le espetó, claramente amenazador; tengo más limón en la cocina. No, no, gracias, Andrés, suplicó, asustada... No sé por qué regresé a molestarte. Ya me voy. Ah no, querida ex, rezongó con alegría feroz; acuciaste mi apetito por la añoranza y la morriña y las tablas; ahora te aguantas.
Señalándola con el dedo índice, fue al equipo y puso un disco.
–A ver si recuerdas esto...
Los altavoces reprodujeron la obertura de la ópera “Salomé”, de Richard Strauss... Lirio se dejó arrastrar por una falsa alegría que mucho tenía de camuflaje, y dijo, en tono brillante, exagerado y falso: ¡Salomé!
Andrés Eduardo Serrano, con aire vengativo, fue hasta el cuadro de Guercino y golpeó la cabeza del Bautista con saña: ¡Salomé, sí! ¡Oscar Wilde, tu autor predilecto!
Desesperada, ahogada por la culpa, medio borracha, Lirio se apropió de la piel del personaje de la hija de Herodías que pidió el sacrificio de Juan el Bautista para poder besar su boca y gritó: ¡Quiero besarte, Juan! Y se le echó encima y buscó sus labios con frenética ansiedad, pero el actor la aferró con salvajismo por las muñecas. La música seguía sus arrolladores compases.
–¡No, Lirio Valderrama! –gritó, ronco y fiero– ¡Ya perdí la cabeza por ti una vez por muy largo tiempo! ¡No se repetirá! Y con firme decisión apagó la música y buscó la carta y las fotos. La mujer empalideció. ¿Puedes explicarme esto?, exigió. ¡Registraste mi bolso! No registré nada. Encontré el sobre “convenientemente” tirado junto a ese sillón. Ella se desorbitó: ¿Crees que yo...? ¿Que yo...? Lo que creo es que llegó la hora de las revelaciones, querida ex. ¿Qué cuento es ese de que Natasha es hija mía? Lirio, con ojos de tragedia, buscó evadirse, escapar hacia la calle, pero Andrés Eduardo la acorraló:
–¡Habla, Lirio! ¿Es cierto lo que dice José Gregorio en esta carta? –y como ella seguía muda, gritó, aferrándola por una muñeca–: ¿Es cierto?... ¡Contesta, gran caraja, ¿es cierto?!
Ella se soltó y finalmente respondió, en un grito desgarrador:
–¡Sí, sí, sí; mil veces sí! ¡Es cierto, todo es cierto, todo es cierto!
Andrés Eduardo Serrano, entre incrédulo y horrorizado, la sujetó por los hombros: ¿Pero qué nueva canallada es esta, Lirio? ¿Cómo es posible? ¡Suéltame, por favor!, pidió, suplicante y llorosa. El escritor empezaba a ser víctima de una cólera fría, ponzoñosa, colindante con el odio, aunque no la manifestaba aún debido a su renuencia a creer en la canallada que la carta del amigo muerto descubría: ¡Coño, pero si me juraste que la niña no era mía; que te habías embarazado de José Gregorio cuando aún eras mi esposa, okey, pero que la carajita no era mía, porque conmigo te cuidabas!
–Tú no querías tener niños –dijo ella, con asustada timidez.
–¡No todavía, carajo! –rugió el hombre– ¡Estábamos en el apogeo de nuestras carreras! ¡Había contratos para llevar montajes a España, a Argentina, a Miami, por Dios Santo!… ¡Podíamos tener niños después, Lirio! ¡Nuestro amor daba para eso y para más!
Lirio Valderrama sufrió una instantánea transformación; sus pupilas se encendieron como ojos de felino hambriento: ¿Nuestro amor...? ¿Podíamos...? ¿De quiénes estás hablando? ¿El amor de quién? ¿Poder tener niños después... con quién? ¿Conmigo... o con mi hermana Indira, canalla? Ahora fue el turno del actor para quedar boquiabierto y espeluznado: ¿Qué...? ¿Pero de qué estás ha...? ¿De qué hablo?, le enrostró ella, acorralándolo... ¿Eso ibas a preguntar? ¡Hablo de ti y de mi hermana, gran-hijo-de-puta!
Andrés Eduardo Serrano se puso color cenizo. En sus pupilas brilló una luz culpable:
–¡No, Lirio, espera, espera, no entiendo!... Es decir, ¿cómo lo...?
–¡Ella, mi hermana Indira –gritó, vengativa, salvaje, alucinada–, me lo confesó todo cuando encontré uno de sus famosos pañuelos de seda china en tu bolsillo, quizá puesto allí exprofeso por ella misma para joderme la vida!
–Pe... pero... –titubeó el actor– ¡No puede ser! ¡Indira no sería capaz de una canallada así!
Una carcajada doliente saludó el crédulo comentario del intelectual: ¿Te parece una canallada indigna de ella? ¿De Indira? ¡Qué ingenuo eres, y qué poco la conoces!
Andrés Eduardo serrano se fue espantando a medida que en su cerebro se abría paso la espantosa verdad: Pero, entonces..., ¿tú sabías que... que Indira y yo... éramos amantes, y... y jamás nos reclamaste?... La miró (se miraron) con ruindad. Se apartó de ella sin quitarle la mirada rencorosa. ¡Con razón Indira me abandonó sin ninguna explicación!... ¿Pero por qué tú no me dijiste nada? ¡No lo entiendo! ¿Por qué, Lirio? ¿Para qué?, dijo, con voz de villana de película y ojos de zombi, ¿para qué lo negaras echando mano de uno de tus socorridos argumentos de teatro? Un infinito desdén rayano en el desprecio indolente se dibujó en la faz de la actriz. Te hubieses defendido con un galimatías de esos tuyos, pero ella no lo hizo; Indira tiene más... guáramo, más reciedumbre que tú. Me confesó que le atraías como macho, simplemente. ¡Puta desvergonzada! ¡No sopesó el daño que me hizo ni la magnitud de mi rencor; jamás imaginó que yo movería todas mis influencias para que nadie le diera trabajo nunca más en la capital!
–Pero si sabías eso –espetó el actor, con ojos de locura–, ¿por qué entonces saliste embarazada estando casada conmigo? ¿Por qué no esperaste a que nos divorciáramos para complacer a José Gregorio dándole el hijo que tanto buscaban ambos...? ¡Porque quería vengarme de ti, grandísimo coño de madre! Andrés Eduardo Serrano dio un paso atrás, aterrado del odio que veía en su ex esposa. Lirio Valderrama era un volcán de resentimiento, de odio visceral, primitivo: ¡No deseabas tener un hijo conmigo, pero en cambio te acostabas con la perra de mi hermana, que le podía parir uno a cualquiera, que no se cuidaba de ninguna manera, que era una máquina de tener sexo..., pero seguramente era eso lo que te atraía de ella!..., ¿no es así? ¿Pero... en qué pensabas, Lirio, por amor a Dios?, dijo el escritor, a quien no le cabía en la cabeza más asombro, más desaliento, más desengaño, más raciocinio... ¿Estabas demente?
–¡No sé si estaba demente –arguyó, loca de despecho y desquite–, pero soy mujer, soy humana, y como cualquier persona traicionada y burlada, quería desquitarme, y entonces dejé de cuidarme, para poder salir embarazada y saborear así mi venganza! El horror que traslucía el rostro del escritor era inenarrable: ¿Pero qué clase de venganza es esa? ¿Ocultarme una cosa así? ¿Negarme el derecho natural y sagrado de poder llamar hija a mi hija, Lirio? ¿Convertiste a esa criatura en huérfana espiritual de padre únicamente para alimentar tus instintos más bajos? ¿Sólo porque yo tenía un romance sin importancia, una relación puramente sexual?
Un sollozo ronco de la mujer, ahogada en llanto, terminó de decepcionarlo:
–¿No comprendes todavía, verdad, Andrés?... Un grito de fiera herida la desbordó: ¡Yo te amaba más que a mi vida, más que a mi carrera, más que a Dios mismo, coño, aunque suene sacrílego decirlo, y tú degradaste mi condición de esposa amante y fiel acostándote con una prostituta arribista y pésima actriz como Indira, que por añadidura es mi hermana! ¡Aaahh, qué vergüenza sentí, qué miserable, qué indigna, qué poca cosa me contemplé desde tus ojos al principio, y qué coraje tuve que fabricar con mi impotencia para que nadie viera el sufrimiento en mis personajes alegres, ni las lágrimas por nacer humedecer mis ojos de actriz; y entonces, cuando entendí que el apóstata del matrimonio, el destructor del amor eras tú y no yo, como la Lirio de las leyendas indígenas nuestras, decidí que debías pagar mi humillación y tu coño'emadréz, y me embaracé de ti, y luego te traicioné con tu mejor amigo delante de todo el mundo y te dije que la barriga era de él, pero no era cierto, era tuya, era tuya, era tuya!
El escritor estaba en el colmo de la incredulidad, en el umbral del horror mismo:
–¡Dios bendito, pero eso es diabólico, enfermizo!... ¡Calificándolo de acto espontáneo, es trágico y pavoroso, aunque se pueda justificar como una flaqueza del corazón, pero si es premeditado, como pretendes, es... monstruoso, abominable! ¡El corazón de una mujer, de una madre no puede ser capaz de semejante impostura! ¿Eres acaso una fiera salvaje sin entrañas? ¡Pero qué digo! ¡Hasta ellas tienen instinto maternal! ¿No pensaste en esa hija, en la infeliz Natasha?
–¡Ella jamás iba a saber la verdad! ¡Amaría a José Gregorio como a su padre biológico! ¡Pues ya ves que Natura impuso su ley, como acabas de decirme hace poco! Andrés Eduardo se apartó de ella, tambaleante, al borde de una crisis. Perdóname, pero por más que lo pienso no entiendo tu revancha. ¡Si querías verme sufrir para gozar tu venganza, tenías que habérmelo dicho años atrás, cuando ya la niña estaba registrada como hija de José Gregorio!
–Lo intenté... ¡Ah, sí, lo intenté!, pero el imbécil de José Gregorio, tu amigo del alma, nunca me dejó hacerlo. Me amenazó con dejarme si te contaba la verdad. Además, tu aislamiento, tu soledad, me indicaban que había hecho lo correcto. ¡No imaginas cuántas noches pasé en vela, luego de la separación, regocijándome con tu recién adquirida misoginia, con tu destino trágico de amante abandonado y solo, estéril y venenoso, como el fruto del espino negro!
El hombre, aterrado, se sentó lo más lejos de ella que podía. ¡Dios!... ¡Pero... entonces nunca te conocí! Un murmullo amargo le respondió: “Sólo sabemos lo que la lengua expresa...”, como dijo el poeta. Y la vida misma se encarga de administrar justicia.
Pero él no la escuchaba, desesperado por entender: ¿Pero y ella, Natasha, qué va a ser de su vida ahora? ¿Qué culpa puede tener esa criatura de tus... de nuestros pecados? La mujer se acercó a la ventana y entonó, sombría: La Biblia dice que las culpas de los padres caerán sobre los hijos hasta la cuarta generación… ¡Calla, desgraciada! ¡Sin duda, perdiste por completo el juicio! Y se paseaba, desesperado, mesándose los cabellos, y repetía: ¿De modo que has engañado a esa pobre niña desde su nacimiento? ¿Le has hecho creer que José Gregorio era su padre, y a mí pensar que no era mía...? ¡Con qué derecho pretendes justificar una acción tan trágica y tan innoble, por Cristo Santo! ¿Te figuras que eres uno de esos personajes que has representado en el escenario, que puede ejecutar un acto así, huérfano del más elemental respeto hacia la condición humana y sin ningún alegato moral más que sus celos idiotas? ¡Necesitas ayuda profesional urgente, Lirio!
Lirio Valderrama, derrumbada, se tiró en un mueble. Era la viva estampa de la desolación. Es tarde para eso, mi desgraciado Shakespeare. ¿Para qué es tarde?, exigió Andrés Eduardo. Ella rehuyó su mirada, pero Andrés la aferró por los hombros y la obligó a mirarlo: ¡Basta de secretos, carajo! ¿Qué otra cosa me has ocultado? ¡Dime para qué es tarde, Lirio! La mujer lo miró y soltó un llanto trágico, hipeante, como de arrepentimiento: Para todo, hipeó. Levantó los ojos: José Gregorio no murió del corazón.
Andrés retrocedió, incapaz de atreverse a preguntar más. Ella todavía se le encimó con una risa demencial. Tu gran amigo, tu actor preferido, que era un promiscuo y un borracho medio maricón… murió de Sida.
–¿Qué dices? –dijo, en un hilo de voz.
–José Gregorio tenía Sida. Y me contagió a mí –hizo una dramática pausa–. Y yo a la niña.
–¡Noooo! ¡Mientes!
–No miento. Ella nació sana, pero yo la infecté con VIH a través de la leche materna.
–¡Mientes una vez más, desgraciada! ¡Es mentira! ¡Si fuese verdad que estabas enferma de sida, los médicos lo habrían descubierto durante tu embarazo!
Lirio, sin fuerzas ya para seguirlo desengañando, se sentó a su lado. Lo miró, llorosa. No. Es verdad. Todo es verdad. La infecté después del nacimiento porque nadie sabía ni había detectado que yo estaba enferma. Los médicos no podían hacer nada, pero luego de diagnosticar la enfermedad, pudieron ayudarla; Natasha tiene un riguroso tratamiento con medicamentos antirretrovirales y otros cuyo nombre no sé, pero le evitan infecciones asociadas con VIH.
Su voz de actriz versada en reflejar los más amplios sentimientos adquirió un tono doliente y suplicante: Ella tiene esperanza, Andrés. El virus está en su cuerpo, pero no activo, sino dormido. Dicen que cada día hay más posibilidades de hallar la vacuna contra el VIH. Además, el hecho de que tenga la infección por VIH no implica que la niña vaya a desarrollar la enfermedad necesariamente; solamente es “seropositiva o portadora”. ¡No la abandones, te lo suplico!
Andrés solo la miraba, incapaz de nada más. Lirio se limpió las lágrimas de un manotazo: Me queda poco tiempo, Andrés. He pagado muy caro mis celos, mi inconsecuencia, mi explosividad, y estoy arrepentida. Por eso debes cuidar de ella, de Natasha, Andrés querido. Es tu hija; esta vez no te engaño, te lo juro.
–¿Qué dices...? ¿Qué dices...? –repetía, balbuceante.
Lirio le tomó las manos con ternura.
–Tienes que cuidar de Natasha ahora, querido mío. Tienes otra razón para vivir, para abandonar tu aislamiento, para...
–¿Otra razón para vivir, dices? –repitió, como embobado, salmódico.
–Sí, querido Andrés –dijo dulcemente–... Además del Teatro, de tu reaparición como actor, pronto, en unos meses, cuando yo me apague, te harás cargo de tu hija.... Eso reverdecerá tus años, tu energía, tus ansias de...
Lirio calló al notar que Andrés, sin apartar los ojos de su rostro suplicante, comenzaba una risa profunda, hiriente, sarcástica y muy amarga, mientras se ponía en pie: ¿...Hacerme cargo de...? ¿Reverdecer mis...?, y la risa se le transformó en llanto amargo e hiriente: ¡Estúpida mujer! ¡Necia, más que necia, malvada! ¡Mil veces malvada! ¡Madre desnaturalizada! ¡Lirio deshojado y marchito, y maldito, mil veces maldito! ¿Cómo podría yo hacer algo así, si mi reaparición en las tablas es mi canto del cisne?
–¿Qué? –dijo ella, tocada, adivinando–... No me mientas... ¿Por qué...? ¿Cómo es posible?
Como la respuesta de una obra dramática, la ventana se abrió al conjuro de un trueno retumbante y la tormenta se metió en la casa. Andrés Eduardo serrano se dejó caer de rodillas en la alfombra de la sala y un grito de impotencia le desgarró la voz: ¡Yo también estoy muriendo, insensata! ¡Me quedan cuatro meses de vida, Lirio; tengo un cáncer terminal!
El grito de la mujer se impuso por encima de los elementos: 

¡Nooooooooo...!








CATIRE


(¡Catire, qué buena vaina: morirte así...!)

‒Mire, Mechudo ‒me dijo anoche allá en la sala olorosa a remedio‒: no sea bolsa; ¡trabaje! ¿Qué guarandinga es esa de renunciar al trabajo para estudiar? ¡No sea guaro, Mechudo!... Para trabajar y ganarse el diario lo único que hace falta son las manos, ¿escuchó? ‒y se carcajeó largamente, con su barrigota hinchada, estirada como cuero de tambor recién hecho. Yo lo contemplé como apretándole la mano con los ojos.

A mí nunca me molestó que él me dijera “Mechudo”.
‒Epa, ¿cómo está la vieja, Mechuíto? ‒me saludaba, y después se escupía las palmas de las manos y me invitaba‒: Vamos a fajarnos a trabajar.
‒¿Y cuántas cajas vamos a meter hoy, Catire? ‒preguntaba yo, con la flojera caminándome por los ojos.
‒No pregunte bolserías y eche para acá la cerveza, que hay que poner la cava full, no vaya a venir su tío El Gavilán y nos envaine.
‒¿Y para qué vamos a poner full la cava, si hoy lo que hay aquí es una caimanera..., ah Catire?
‒Ajá, una caimanera ahorita a las diez... pero hoy es domingo, y a las cuatro hay corrida, Mechudo, ¡y torea El Diamante Negro, y todo Boconó viene a rascarse aquí al estadio! ¡Apúrese, pues, para que esas bichas se pongan como puerta de submarino!
Esa tarde, a golpe de cinco, pude ver en acción a Luis Sánchez “El Diamante Negro”, y aunque yo no sabía nada de corridas de toros, me entusiasmó tanto su valor casi suicida, que me fui a un lado del estadio (lejos del quiosco desde el cual podía verme mi tío, que era el patrón, y a quien le decían en el pueblo “El Gavilán” porque tenía un carrito de madera en el cual mi hermano Miguel vendía arepas rellenas (con carne y queso y caraotas) y el carro tenía un pájaro de ésos pintado y un letrero que ponía “Tostadas El Gavilán”), puse en el suelo mi caja de cerveza (ya casi totalmente vendida) y me senté en un escalón a disfrutar de la faena, tan emocionado, que a hurtadillas destapé una botella y me zampé medio envase de un trago mientras el estadio se enardecía con la emoción que provocaba el arte temerario del diestro venezolano.
Cuando más embelesado estaba (iba ya por la segunda birra), sentí que me sujetaban con violencia por un brazo:
‒¡Mechudo! ¿Qué varilla es esta?
‒¡Có...nchale, Catire, me asustó!
‒¿Por qué estás tomando cerveza, ah? ¿Por qué estás TOMANDO CERVEZA? ‒me gritó, jamaqueándome.
Yo me asusté. Primera vez que lo veía tan serio. Pero sonreí, como buscando su complicidad, y como si no tuviera importancia que a mis nueve años ya me gustara el licor. Cómplice, le ofrecí la media Zulia que me quedaba, pero él no aceptó; sólo me miraba con sus ojos grises y turbios, y supe que ya estaba borracho.
Porque el Catire bebía. Bebía mucho. Demasiado.
‒Contesta: ¿por qué estás tomando?
‒El calor, Catire.
‒Ese no es motivo ‒dijo, con su cara amarrada.
‒Bueno, ¿y eso qué tiene? ‒reté, sonriente‒. ¡Usté también bebe, y como los machos!
El Catire me soltó el brazo, pero instaló en los míos sus ojos acuosos; se sentó, me quitó suavemente la botella y me habló con una voz muy rara, como si tuviera hipo:
‒Óigame un consejo, Mechudo. No se amañe al aguardiente; no se amañe, porque se envaina, carajito. Coja consejo. Fíjese en mí. Míreme. Tengo 25 años y aparento el doble...
‒Bueno, sí, pero...
‒¡Si quiere seguir siendo amigo mío, que yo no lo vuelva a ver bebiendo, Mechudo!
‒Ajá, yo le hago caso, Catire, si me explica por qué entonces usté toma tanto.
Vaciló. Desvió la mirada hacia donde El Diamante Negro remataba con sangre su faena, y contestó con la cara rara, como quebrando una nuez con los dientes:
‒Yo bebo porque tengo como una brasa siempre encendida aquí en el pecho y el miche me ayuda a enfriarla; eso es todo. Pero usté no, Mechudo. ¡Usté no, carajo; coja consejo!
(¡Qué buena vaina, Catire...!)

‒Oiga, ¿me ayuda, por favor?
‒...¿Perdón?
‒Agárrelo por los pies, pero con fuerza, porque pesa. Vamos a acomodarlo para sellar la urna.

Es uno de los tipos de la funeraria. Le obedezco.
(¡Catire, qué pies más fríos los de los muertos!)
‒Gracias ‒murmura el hombre, mientras yo sigo mirando la inaceptablemente seria cara del Catire, y me acuerdo de lo que me comentó mi tío El Gavilán anoche, después que salimos de visitarlo en el hospital:
‒Le habían prohibido beber aguardiente, pero no hacía caso. Se fue para Boconó y allá se cayó a palos hasta que ya.
‒Tío, ¿y por qué el Catire bebía tanto, ah?
‒Guá; ¿por qué va a ser? Por el asunto ese de la mujer; la que se le fue con el camionero. Los médicos dicen que está complicao.
(Qué buena vaina, Catire. Hace catorce años me diste un consejo. Anoche, otro. Te mueres esta madrugada, y ni siquiera por eso te voy a hacer caso.)








ENFERMERA DE SOMBRAS

(sobre una leyenda caraqueña)


‒¡Debes hacerlo, Amalie! ‒dijo el hombre, con voz todavía pujante, a pesar de su estado (y de su edad)‒. ¡Es mi voluntad!
Amalie Weissmann, la enjuta ama de llaves de la hacienda “Buena Vista” posó una de sus enormes (y pálidas) manos sobre la frente sudorosa del desecado enfermo que yacía encogido, cual una oruga, en el lecho descomunal. Su bronca y metálica voz resonó cansinamente en la espaciosa estancia forrada de cortinaje negro, con un dejo fúnebre:
‒Esta vez no le ayudaré, doctor Gottfried. No lo haré.
‒¡Lo harás, sí!
Un destello de súbita (violenta) ira cruzó por el cadavérico semblante del científico:
‒¡Lo harás, Amalie Weissmann, porque no te atreverás a contrariar a tu pariente moribundo!
Las huesudas manos de la enfermera subieron hasta su marchito rostro como para esconder un destello de resignación. Su esmirriado y poco femenil cuerpo comenzó a estremecerse con un asomo de llanto.
“¿No ha habido bastantes muertos ya en esta casa, primo Gottfried?”
El hombre-larva pareció fruncirse más en la cama solitaria hasta semejar una escalofriante masa informe en la cual sólo destacaban las pupilas (amarillentas y grandes como pepas de mamón). Después se fue estirando, estirando, estirando (como si acabara de enterarse de que aún conservaba algún dominio sobre sus músculos), y su mirada comenzó a vagar por la habitación con pasos nostálgicos (la voz era un gorgoteo amodorrante):
‒Amalie... mi querida y fiel Amalie, ¿qué te ocurre...? ¿Te asustan ahora los difuntos después que has lidiado con ellos toda tu vida? ¿No has sido mi más eficaz ayudante todos estos años? ¿No hemos convenido secretamente en que hay una manera de burlar a Átropos, la Tercera Parca; un modo de aferrarse a la eternidad?
Las enormes pupilas del viejo médico se cerraron un momento; los labios cenicientos se esforzaron en un amago de sonrisa.
‒¿Te acuerdas de José, nuestro feo y leal sargento guardián, prima Amalie?
Se acordaba. Claro que se acordaba. Todas las mañanas, al salir al huerto a regar y recoger los vegetales, lo veía clavado en su viga en el frente de la casa, rígido y ceroso, con su uniforme descolorido y su quepis apolillado, la enorme carabina en las yertas manos, atento (desde las penumbras de sus ojos sin brillo) a los esporádicos visitantes de la mansión enclavada entre las brumas y las breñas de Punta de Mulatos y el Picacho de Galipán (en el Waraira Repano de los naturales y el cerro El Ávila de los cristianos de Caracas).
Se acordaba, claro. Hacía... ¿A ver…? Sí… Fue en el año 1869 que su primo Gottfried Knoche (el doctor Canoche, como le decían los lugareños) había traído a casa amarrado a una mula el cadáver del sargento José Pérez, todavía con su flamante uniforme de soldado de la Guerra Federal, informando que había muerto de neumonía cuatro horas antes.
Inmediatamente lo había trasladado a su laboratorio, al fondo de la mansión...

Desde entonces, a Amalie le parecía que el silente guardián iba a volver hacia ella su grotesco rostro de soldado mulato para burlarse de su condición de Enfermera de Sombras.
Godfried Knoche abrió los ojos y pareció leer el pensamiento de su prima y paisana:
‒Amalie, por favor, debes hacerlo, ¿entiendes?... Tienes que hacerlo ‒ordenó, apelando al resto de autoridad que pudo evocar en su mente ya agónica‒. Preparé dos medidas. Una es tuya, para cuando sea el momento. No me falles ahora, querida prima… ‒y su voz se fue diluyendo, diluyendo, diluyendo, hasta hacerse un definitivo estertor‒... Por favor, Amalie… Continúa la tradición de la familia Knoche... Por favor... Por… favor…
El resuello se extinguió; el bulto informe pareció confundirse, diluirse en la cobija color cacao maduro.
Amalie Weissmann puso frente al casi etéreo rostro de su primo y patrón el pequeño espejo que estaba en la mesita: El cristal no se empañó. El doctor Gottfried Knoche estaba muerto.
Entonces, mientras hacía los preparativos para empezar a satisfacer la férrea y última voluntad del científico, fue rememorando los detalles de la venida y estancia de la familia en esta tierra tropical, amable y receptiva, calurosa y sensual, tan distinta de su Baden natal.
Gottfried Knoche, doctor en medicina e investigador acucioso, había llegado (desde Alemania) al puerto de La Guaira sesenta y un años atrás, en 1840, y tras establecerse en el mismo vecindario, mandó a buscar a su esposa y a dos primas, las hermanas Josefina y Amalie Weissmann, quienes contaban con 10 y 2 años de edad, respectivamente.
Una colonia de alemanes establecida en La Guaira había contratado al doctor Knoche porque en Caracas sólo existían dos médicos sangradores, y todos los guaireños acogieron con calor y agradecimiento al taciturno pero eficaz médico catire que luchó con denuedo contra la epidemia de cólera que azotó al país entre 1845 y 1856.
Con el correr de los años, Gottfried Knoche comenzó a experimentar con los cadáveres no reclamados en el Hospital San Juan de Dios del litoral, del cual fue cofundador y donde ejercía su profesión. También atendía en su residencia a pacientes sin recursos a quienes, las más de las veces, junto con el récipe para la botica, les regalaba el importe del mismo.
Amalie recordaba vivamente la mudanza desde la morada de La Guaira hasta la hacienda “Buena Vista”, en el picacho de Galipán, cuarenta años atrás, cuya casa principal, de altos techos y recios y amplios muros evocaba las viviendas de la montañosa y húmeda Selva Negra (la residencia fue construida por indicación del mismo Knoche, y los materiales fueron subidos trabajosamente a lomos de mulas y burros desde La Guaira).
Amalie había querido como a una hermana a la callada Anna, la hija del matrimonio Knoche, casi de su misma edad, quien habíase casado muy joven con un paisano, herr Heinrich Müller.
También amó (secretamente) al hermano del médico, “herr Wilhelm”, llegado tiempo atrás para encargarse de la administración de la hacienda, pues aquel estaba íntegramente dedicado a sus pacientes y a sus estudios biológicos sobre los seres humanos.
Sí; ella se acordaba… De todo, se acordaba:
Del denuedo con que trabajó su primo en la guarnición militar de La Guaira, tanto así, que el presidente Guzmán Blanco lo condecoró en el año 1883. También de que nadie en la casa había extrañado la partida de retorno a su Alemania natal de la esposa del investigador, quien alegó problemas de salud incurables por la ciencia de su marido, pero la enfermera sospechaba que la soledad y el aislamiento a que la condenaban la vida en la hacienda fueron las causantes de su depresión. Un lluvioso amanecer, casi sin aviso previo, la callada frau Knoche abandonó “Buena Vista” a lomos de caballo, con tres mulas cargadas de equipaje, y no regresó jamás.
A todos los demás también les tocó la hora de marcharse, por turnos.
Con un suspiro de resignación, la devota Amalie Weissmann trasvasó el oscuro líquido (una disolución inventada por el doctor Knoche a base de cloruro de aluminio y plantas salvajes de la selva avileña) de la probeta a la jeringa, y acto seguido, venciendo sus últimos escrúpulos, inyectó la yugular de su recién difunto patrón; luego, guardó cuidadosamente la última dosis del preciado suero, aquella que estaba destinada para sí misma.

En la noche de ese día, 2 de enero de 1901, la cansada Amalie, como de costumbre, sirvió la cena en el lujoso y recargado comedor de estilo germano de la hacienda “Buena Vista”, y luego, también como siempre, se dispuso a retirarse a descansar:
‒Que tengas una buena noche, Anna. Que duerma bien, herr Heinrich. Hasta mañana, schwester Josefina. Que descanse, herr Wilhelm.
En su voz tembló un sollozo apagado al mirar al dueño de la casa:
‒Buenas noches, primo Gottfried ‒dijo, y salió rumbo a su habitación atravesando el fastuoso salón (presidido por el retrato ecuestre tamaño natural, espada en mano y con uniforme militar de gala, del Emperador Guillermo I de Alemania), mientras en el comedor se enfriaba la cena... cena que amanecería intacta... porque todos sus comensales estaban muertos, rígidamente sentados alrededor de la mesa, tal como lo pidiera el doctor Knoche, con sus vísceras y órganos incorruptos, preservados por el líquido de su invención.
Embalsamados.








EL INDIO OLIVARES



EL SUPLICIO DE ESPAÑA

“...Mandamos que, precedidas sin la menor dilación las diligencias ordinarias conducentes a su alma, sea sacado de la cárcel arrastrado de la cola de una bestia de albarda y conducido a la horca, publicándose por voz de pregonero sus delitos...”

Todo el asunto de las historias sobre la guerra había surgido el día anterior cuando el periodista Rodrigo San Jorge, enviado desde la península ibérica por el prestigioso diario El Continental para cubrir los actos del retorno a Caracas de los restos del Libertador Simón Bolívar desde Santa Marta, Colombia, en este agosto de 1842, acudió a una fonda enclavada en la capital venezolana para escuchar los relatos sobre sucesos de la independencia criolla de labios de un legendario personaje invidente a quien en la ciudad todos llamaban el Indio Olivares.

El sitio en cuestión ostentaba el pomposo nombre de ‘El Rincón del Edén’ pero solo era una modesta cantina situada frente la denominada Plaza de los Capuchinos. Tenía paredes de bahareque, como casi todas las viviendas del sector, y techo de madera cruda y silvestre. Sillas y mesas rudimentarias, sin manteles ni adornos. Un óleo ecuestre de José Antonio Páez cuando era joven y no era Presidente pintado directamente sobre una de las paredes laterales por un aficionado a la epopeya (mas no a la pintura) ya no atraía la atención de los clientes regulares.

Tres lámparas de aceite ofrecían una luz penumbrosa. Frente a la puerta sin pintar que conducía al urinario había una estampa de una virgen no identificada; una cruz de palma bendecida y una herradura oxidada le escoltaban y pretendían combatir a los malos espíritus y atraer la buena suerte. Sobre el mostrador color caoba se veían tres azafates con empanadas que las moscas se disputaban libremente. Detrás, en un estante, botellas con licores, jarabes y menjurjes. Más arriba del retrato ecuestre del hoy Presidente de los Estados Unidos de Venezuela un polvoriento almanaque marcaba el mes de agosto del año 1842.

En un extremo de la barra, sobre un taburete, un indígena flaco fumaba tabaco en pipa casera que olía a bosta de vaca y bebía ron en silencio, pendiente de la puerta de entrada. Tenía encima una ruana andina color tierra mojada y llevaba ojos de perro ciego.

Al fondo, circundando dos mesas amorochadas, frente a espumosas jarras con cerveza, cinco hombres de edad y raza intermedias –tres zambos y dos mulatos– escuchaban, con avidez de niños ante un cuento sobre piratas, el relato del individuo rechoncho y fortachón, de rasgos aindiados y

ojos sin luz, bastante mayor ya, de largo cabello y bigote canos, cuyo nombre era Teolindo Olivares.

Paraulata, el cantinero, un negro ancho y fuerte oriundo de la costa neogranadina, limpiaba perezosamente con un trapo humedecido las mesas no ocupadas. Los escupitajos de chimó que cíclicamente lanzaba sobre el piso de tierra iban formando una nueva capa sobre los salivazos viejos, como la espiral de un caracol raquítico.

De golpe se escuchó el chirrido de las puertas batientes y el cantinero volteó y observó la entrada de un hombre fornido que vestía todo de negro, inclusive el sombrero cordobés. Sus relucientes botas altas de charol atraían las miradas de todos más que si estuviera descalzo. Lucía barba de varios días y una media sonrisa inquisitiva en su rostro color mediterráneo. Su apostura era casi un insulto para los clientes habituales del lugar, pero él parecía estar en su elemento.

Con paso firme y largo se dirigió hacia la mesa que Paraulata estaba limpiando, dejó huérfana una silla y se sentó. El Indio Teolindo Olivares había interrumpido su relato y tanto él como sus escuchas estaban pendientes de lo que sucediera con el recién llegado, sobretodo el indígena del poncho.

Paraulata dió un último trapazo y miró al forastero sin disimular su curiosidad:
–¿Qué le sirvo a su mercé?
–¿Tiene usted güisqui aquí?
–Tengo coñaj. Legítimo. Bien bueno.
–No. No me gusta el coñac –informó el desconocido, con marcado acento español, mientras su mirada azul-gris detalló que el indígena de la barra no le quitaba el ojo de encima. Sacó de un bolsillo de su levita un raro mechero y un delgado cigarro y lo encendió como si fuese un acto religioso y vital.

Al suponer que el nuevo cliente sólo había venido a tomar algo y no representaba nada extraordinario, el Indio Teolindo Olivares se dispuso a proseguir su cuento independentista, ante el requerimiento de su mestizo público.
Paraulata, el negro oriundo de Barranquilla y encargado y cantinero de El Jardín del Edén, escupió por un colmillo su inconformidad, mientras negaba con la cabeza:
–¿Usté es español y no le gusta el coñaj?
–¿Por qué lo dice? ¿Por el acento? – sonrió el hispano–. Bueno, no lo soy completamente.
–¿Cómo así?
–Mire usted, mi madre sí era española de pura cepa pero mi padre era inglés –aclaró el elegante individuo mientras se llevaba un dedo al ala del sombrero y saludaba al indio de la ruana en el mostrador–. Yo nací en Cuba y me crié en Madrid, ¿se da cuenta? Por eso digo que no soy completamente español, aunque me considero madrileño. ¡Qué le parece!
–¡Adiós cará! Usté está más mezclao que un dulce abrillantao –se carcajeó Paraulata, mostrando unos dientes grandes y ennegrecidos–. Entonces, ¿qué va a tomar pues...?
–Tráigame un ron doble y agua, haga el favor.
–Como mande su mercé –se inclinó el negro, y fue detrás de la barra.
El visitante miró de nuevo al aborigen de la ruana color río sucio, quien le señaló con la mirada las mesas donde el grupo de mestizos escuchaba al ciego Olivares. Cuando el cantinero le trajo la bebida, el fuereño, despreocupado, esbozando una cordial sonrisa, se arrimó con todo y silla al grupo que escuchaba al viejo bigotudo:

–Con la venia de los señores –dijo en tono cordial y con su dejo madrileño.
Sin cortar el hilo de su trama, el Indio Olivares le dedicó un gesto de bienvenida.
–…Era un ocho de mayo…, ¡y antes que me vengan a chalequeá el cuento ahora que se arrejuntó el amigo español aquí, déjenme aclará: me recuerdo clarito que era el ocho de mayo porque ese es el día que mi santa madre, que en Gloria esté, me trajo a este valle de lágrimas!
–Ah pues, Indio, deje la adornadera y púyelo –apremió un mestizo mirando al de negro como disculpándose por la verborrea del viejo.
El relator entornó los párpados y se entorchó el bigote. Su voz se espesó:
–Ocho de mayo de aquel año de noventinueve…
–¿Y no nos va a decí cuántos años cumplía, Indio? –bromeó otro zambo.
–¡Guá!, ¿y por qué no? ¡Dieciocho eran, y a mucha honra!
Y el de antes, riendo:
–¡Eso sería antes del primer milagro de Nuestro Señor Jesucristo, viejo!
–Déjalo seguí, chico –pidió otro mulato.
–Parece mentira que hagan ya cuarentitres años de aquella muerte tan bárbara y tan ventajosa pa lao y lao…

Los recuerdos le ensombrecieron la arrugada faz al Indio Olivares y la añoranza se le alargó en un hondo suspiro. Prosiguió, tras un sorbo de ron color panela, adivinando la ansiedad que ahora se retrataba en las desvaídas pupilas del extranjero ataviado de negro:

–Serían como las diez de la mañana cuando salí de la posada de mi compay Jacinto Merchán, que quedaba retiraíta de la Plaza Mayor, que por cierto, en vez de plaza, esa vez más bien parecía un cementerio.
–¿Cómo un cementerio? ¿Por qué, mi amigo?–, preguntó el peninsular.
–Ahora verá, mi Don… Las campanas tocaban a muerto…
–No, no, un momento, y perdonen –interrumpió de nuevo el de las botas brillantes, atropellando
un borroso recuerdo–: ¿8 de mayo de 1799...? ¡Entonces usted está hablando del día que…!
Con un rápido ademán entre respetuoso y enérgico, el cuentista exigió silencio; luego, adoptando un aire señorial:
–Las campanas tocaban a muerto, como dije endenantes... En todas las ventanas había trapos negros; las puertas de las casas y de los negocios estaban cerradas; hasta los chicheros, siempre tan alborotadores, parecían como tristes. Toda Caracas estaba lo que se llama de luto cerrao. Eso sí: mucha tropa por todo el cordón de la plaza y las calles cerquitica; grupos de niños escolares, con sus maestros, toditos con brillo de angustia en los ojos. Gente del pueblo por todas partes pero con caras como de regañaos también. Cuando yo llegué desde La Pastora a la esquina del Principal, enfranelao y empargatao, para disimular, estaban sacando al hombre de la cárcel real.
–¿Al conspirador? –pregunta el hispano, que cree saber ya de quién se habla.
Y el Indio, zamarro:
–Guá, eso lo dijo usté.
–Pero mi amigo, ¿qué tenía usted que disimular, vamos a ver? –atropella, cazándolo.
–Ya verá, mi amigo –se amosca un poco el viejo–. Ponga cuidao…
El peninsular, sin interrumpir al cuentista, pide a Paraulata que sirva una ronda completa. El tono del Indio Olivares se ha tornado cálido y solemne y parece tener, ahora sí, el poder de transformar el obsceno recinto de la taberna en el escenario trágico y sublime del sacrificio del revolucionario que, como por sangrienta burla del azar, llevaba en las letras que componían su apellido el nombre del enemigo que combatía.

“Los señores Presidente, Regente y Oidores de esta Real Audiencia, en consecuencia, confirmación y ejecución de las providencias dadas contra José María España, reo de alta traición…”

...Restalló la acriollada voz del pregonero real por sobre los redobles del tambor, con el pliego de la sentencia por delante, proyectándose sobre la muchedumbre hosca pero impotente reunida en la Plaza Mayor de la capital de la provincia de Venezuela.

Teolindo Olivares, joven y atlético, larguirucho, criollo indígena, el rostro casi tapado por completo por un sombrero de cogollo alón, luciendo bigote y barba incipientes, con aire huidizo que podría confundirse con pusilanimidad, ha llegado a la plaza justamente cuando la fúnebre comitiva va saliendo de la cárcel real rumbo al lugar de la ejecución.

El grito de bronce de los campanarios caraqueños tocando a muerto hacía el contrapunto al grave coro de los monjes, frailes y curas que con sus rezos y responsos encrespaban el plumaje de las inquietas tórtolas y palomas de los tejados y torres, no habituadas al extraño espectáculo de la multitud silente, hosca y expectante.
Delante de una doble fila de carabineros brotados del presidio, dos monjes con sendos platillos de metal pedían limosna; otro tenía una garrafa de agua pura en las manos y un cuarto ofrendaba vino, en tanto todos repetían, incansablemente, la antigua súplica:

“Hagan bien para hacer bien por un hombre que están para ajusticiar... Hagan bien para hacer bien por un hombre que están para ajusticiar...”

Otros dos sacerdotes católicos, ajenos a esta salmodia y sin embargo integrados a la misma, con la camándula entre las manos entrelazadas, rezaban: “Dios te salve,María, llena eres de gracia, el Señor es contigo...”, mientras avanzaba entre ellos envuelto en mortaja amarillenta y atado de las manos por una gruesa cuerda amarrada a la cola de un caballo azabache y pelón un hombre blanco, cuarentón, de porte altivo, sereno. Otro cura, éste sí atribulado, de nobles rasgos, lo llevaba casi abrazado, pendiente del más mínimo de sus gestos y reacciones. Era su viejo amigo Juan Vicente Echeverría, orador fúnebre del español monarca Carlos IV.

El Indio Olivares, entre atemorizado e impresionado, tuvo que hacer un esfuerzo para apartar los ojos del trágico cortejo. Giró la cabeza y, espeluznado, descubrió en el centro de la Plaza Mayor el (recién hecho) cadalso, con la soga dispuesta, esperando.
Se persignó tres veces, maquinalmente, y luego, como obedeciendo a un impulso incontrolable, volteó un poco más el cuello y avistó, cerca de la puerta de la Iglesia de Catedral, a un jinete erguido sobre los estribos de un corcel negro ricamente enjaezado.
Era un miembro de la nobleza caraqueña, un mantuano, como les llamaban las otras clases sociales. El Indio Olivares le calculó unos 24 años. Tenía porte altivo, perdonavidas, mirada oscura y definitiva y contemplaba el martirio del reo José María España con aire estoico; empero, su cuerpo se adivinaba crispado dentro de sus regios vestidos, como un odre lleno a punto de estallar.
Teolindo Olivares no pudo menos que admirar la apostura y magnetismo que se desprendía del callado personaje; después volvió a fijarse en el pregonero que, consciente de su papel en el drama, continuaba su parlamento:

“...Mandamos que, precedidas sin la menor dilación las diligencias ordinarias conducentes a su alma, sea sacado de la cárcel arrastrado de la cola de una bestia de albarda y conducido a la horca, publicándose por voz de pregonero sus delitos...”

El anunciador real se aclaró la garganta un momento y prosiguió la lectura tras dar un vistazo al nudo corredizo que el verdugo, ya encapuchado, estaba examinando y probando:

“...que muerto naturalmente en ella por mano del verdugo, le sea cortada la cabeza y descuartizado; que la cabeza se lleve en una jaula de hierro al puerto de La Guaira y se ponga en el extremo alto de una viga de treinta pies que se fijará en el suelo a la entrada de aquel pueblo por la Puerta de Caracas.”

Ya el condenado llegaba al pie de la horca. Un oficial liberó al caballo y ató las manos de José María España ahora a su espalda. El padre Echeverría, sin poder disimular su dolor, le ayudó a subir los escalones de madera. Un leve tropiezo, ya frente al lazo mortal, inquietó a la silente turba. Un sordo rumor de indignación subió hacia la tarima del cadalso. Nada más.
José María España, por vez primera, pareció prestar atención al voceador del hombre cuya real justicia desafió:

“...que se ponga en otro igual palo uno de sus cuartos, a la entrada del pueblo de Macuto, en donde ocultó otros gravísimos reos de Estado a quienes sacó de la cárcel de La Guaira y proporcionó la fuga; otro en la vigía de Chacín, en donde tuvo ocultos los citados reos de Estado...”

Entrecerrando las pupilas, como si las palabras que le condenaban fuesen arrullo para sus oídos en lugar de mortal dictamen, el hombre que iba a ser ajusticiado cerró con fuerza los ojos y su rostro, sudoroso, palidecido y tenso, adquirió una expresión evocadora, casi risueña, que desconcertó al verdugo y tranquilizó al padre Echeverría.

El heraldo de la justicia del rey de España, impertérrito, siguió mencionando los lugares donde se exhibirían los miembros descuartizados del rebelde:

“...otro en el sitio llamado ‘Quitacalzón’, río arriba de La Guaira, en donde recibió el juramento de rebelión contra

el rey...”

...¡Pero ya José María España no lo escuchaba!…





LA CONSPIRACIÓN

–¡Epa, aguaite, paisano...!
–¿Aónde?
–Allá, pal norte... ¿No son unas luces eso?
–Yo no veo nada. Serán los nervios. Deme otro trago más bien…
Era casi la medianoche del 15 de junio de1797. En el camino que mentaban de la Mar, rumbo a la población de La Guaira, entre la fría neblina y por debajo de las oscuras barbas de los árboles, parpadeaban unas luces. Más allá, en un claro, asomaba la masa redondeada de una choza de palma, también débilmente iluminada. Entre croares de ranas, zumbidos de grillos, graznidos de lechuzas y la indescriptible sinfonía nocturna del cerro que los indios llamaban Guaraira-Repano, dos hombres armados vigilaban el estrecho sendero. Dentro del rancho, más sombras, alertas.
–Falta muy poco para medianoche.
–¿Cuándo vendrá Rodríguez? –inquirió, impaciente, una voz bronca, desagradable.
–Debe estar al llegar –,murmuró el futuro ajusticiado, sin mirar a su socio de insubordinación.
Nuevo y tenso silencio humano en la guarida campesina. Por un alto ventanuco protegido con barrotes de bambú entraban trozos de rayos de luna. De un rincón a otro del aposento, una hamaca colgada. Sillas y bancos rústicos en torno de una mesa no menos grosera. Dos catres. Al fondo, una puerta de latón comunicaba con cocina y pozo séptico. Los cinco hombres discutían en voz baja, revisaban planos, listas, papeles.
Eran José María España, Manuel Gual, el comerciante Manuel Montesinos y dos individuos de origen canario. Todos vestían de oscuro. Todos se veían nerviosos, impacientes.
–¡Atención…! –se oyó gritar a un centinela afuera –. ¡Ahora sí; hay movimiento al sur!
–¿Al sur? ¡No puede ser! –replicó incrédulo y reprimido el tono el otro celador.
Los hombres que estaban adentro salieron, pistolas y sables en mano, prevenidos. Todas las miradas convergieron hacia el sur, en el sendero que se destacaba como una cicatriz entre el cuerpo del bosque.
Un temblor de labios revelaba la resequedad de las gargantas ante la perspectiva de tener que cumplir el juramento de preservar con la vida el secreto de la conjura. ¿Por qué al sur, si la ruta natural de los retrasados era al norte?
Por sobre los ruidos naturales, hijos de la noche selvática avileña, se percibía rumor de pasos inquietos, apresurados, y unos centelleos acercándose. Los guardias de Pedro Gual y de José España apuntaron sus fusiles, al tiempo que uno conminaba:
–¡Alto! ¿Quién vive?
Largos segundos de tensa, violenta calma. Después, con displicencia, uno de los hombres que se acercaban contestó el santo y seña:
–¡La Patria libre!
–¿Qué buscan?
–¡La Igualdad! –alzó más el tono el líder.
Los centinelas terminaron de bajar las armas:
–¡Adelante!
Simón Narciso de Jesús Carreño Rodríguez tenía cabeza voluminosa, ancha frente, ojos chispeantes entre azules y grises, nariz semiperfilada, boca grande, mandíbula recia, contextura fuerte (pero desproporcionada), gruesas manos y enormes zapatos, y aparentaba unos 28 años de su edad en esta fría madrugada conspiradora. Con ademán enérgico, autoritario, indicó a sus cinco acompañantes que lo siguieran.
José María España los detalló de un vistazo. Eran: un pardo de mediana edad y estatura; un joven y altivo militar, blanco; un cuarentón y rechoncho mantuano, un marino rubio de andar y mirar insolentes llamado Manuel Piar, conocido suyo del puerto, y un muchacho de unos 16 años, fuerte, de mirada buscona, apodado el Indio Olivares, a quien España había visto en otras ocasiones junto al polémico educador. Vestían de oscuro (casi todos) y el mantuano, el militar, el marino y Rodríguez llevaban amplias capas negras.
Mientras los centinelas proseguían su ronda, los rebeldes contra la autoridad de Carlos IV, rey de España, intercambiaban ceremoniosos saludos y luego se acomodaron en derredor de la mesa.
Manuel Gual no pudo evitar indagar el motivo del retraso y el cambio de ruta de llegada.
–Nos topamos con unos viajeros, una gente que iba hacia La Guaira para embarcarse muy temprano, según comentaban; Piar me recomendó no correr riesgos y dimos un rodeo, por si acaso nos seguían –explicó Rodríguez. Luego, hizo las presentaciones–: Señores, por una patria libre y nuestra, les presento a los jefes del movimiento: ciudadano Manuel Gual, capitán retirado, y el ciudadano José María España, Justicia Mayor del pueblo de Macuto.
–Bienvenidos, ciudadanos –saludó España, empleando el apelativo que más tarde será obligatorio en toda revolución y que ha renacido de las filas de la gesta francesa–; si los incorporó Don Simón Rodríguez, ya son de los nuestros; luego el ciudadano Montesinos les dará instrucciones de lo que cada uno debe hacer.
–Compañeros –dijo Gual al tiempo que hacía un gesto al joven Teolindo de que apagara el cigarro que acababa de encender–: ya saben que la fecha más propicia para nuestros planes es dentro de un mes, de modo que tenemos poco tiempo. Ciudadano Rodríguez, ¿trajo usted lo que le pedimos?
El maestro del futuro Libertador de todo un continente buscó entre los pliegues de su amplia capa y extrajo unos papeles.
–Tengo aquí parte del manifiesto que acordamos, y de las ordenanzas –y rebuscó luego entre sus ropas los espejuelos que nunca encontraba. Volteó a mirar al muchacho–: Teolindo, ¿sabes de mis anteojos...?
El indio, ordenanza suyo ad honores, le señaló la frente:
–Ahí los tiene, maestro.
El estrafalario educador se los calzó sobre la nariz y leyó, presuroso:
“En el nombre de la Santísima Trinidad y de Jesús, María y José,
amén: los Comandantes de las provincias de Tierra Firme de la América Meridional, juntos y congregados en el lugar de N para tratar...”
–No, no –,interrumpió Manuel Gual, apenado–; sobre las ordenanzas ya estábamos de acuerdo... Queremos saber de la parte del manifiesto que falta, maestro Rodríguez.
–Ah,bueno… un momento, un momento, por aquí está –musitó el caraqueño, revisando papeles, hasta que, aclarándose la garganta, luego de una mirada a los dos líderes del movimiento, recitó con voz ronca, emocionándose a medida que en los rostros en penumbras de sus compañeros de aventura iba manifestándose una espontánea solemnidad: “Se declara la igualdad natural entre todos los habitantes de las provincias y se encarga que entre blancos, indios, pardos y morenos reine la mayor armonía, viéndose como hermanos en Jesucristo, iguales por Dios, procurando aventajarse sólo unos y otros con méritos y virtud, que son las dos
únicas distinciones reales y verdaderas que hay de hombre a hombre, y habrá en lo sucesivo entre todos los individuos de nuestra República...”

–Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén… Santa María, Madre de Dios –y el procesado regresó a la Plaza Mayor de Santiago de León de Caracas, abrió los ojos y suspiró profundamente, al tiempo que el repiqueteo de las campanas erizaba los nervios de los obligados asistentes a la ejecución y el verdugo ponía la soga al cuello del rebelde, mirando al oficial encargado de darle la orden definitiva.
El padre Echeverría abrazó una vez más al amigo. España, sereno el semblante y el ánimo, recorrió la multitud con mirada desafiante... Descubrió al arrogante jinete mantuano, quien se empinó más en los estribos y le dedicó una fugaz reverencia a su serenidad ante el suplicio que le aguardaba. ¡Jamás sabría José María España que este rico terrateniente de taladrante mirar, habrá de sufrir, 16 años más tarde, una suerte casi igual a la suya, por los mismos motivos, aunque a José Félix Ribas le quedará el consuelo de haber combatido y derrotado muchas veces a sus enemigos realistas!
Cuando el verdugo recibió la muda orden, el penado volteó y le dijo al oficial del rey, con profético sino: “¡No pasará mucho tiempo sin que mis cenizas sean honradas aquí mismo!”
Después, con el convencimiento espiritual que hace posible el verdadero valor terrenal, miró al Indio Olivares y, mientras el verdugo halaba la palanca de la trampilla, ¡José María España ofrendó una postrera sonrisa de aliento al compañero de insurrección!


EL PERIODISTA

¡DIM, DIM, DIM!, sobresalta la campanilla de la barra a los embelesados oyentes, golpeada por un peón medio borracho que exige, ya desde hace rato, ser servido:
–¡Pirulata…! ¡Eeepa, negro Pirulata, dame un ron seco, pero pa hoy!
Paraulata hace un gesto desdeñoso con la mano, todavía pendiente del Indio y de este interesantísimo cuento que no había escuchado (tan minuciosamente) antes:
–¡Hey, Indio, hoy si que te has ganado un buen vaso de aguardiente, cortesía del negocio!
–Si de tus manos viene, bien recibido será –sonríe, aún melancólico, el viejo.
–¿Pero usted fue compañero de José María España, señor Olivares? –dice el de negro, y todos pueden notar el tratamiento respetuoso quer da ahora el forastero al viejo indígena ciego.
–¡Ah pues! Mire, mi amigo, lo que usté acaba de oír es palabra santa –dice con convicción y orgullo mal disimulado uno de los mestizos que no había hablado.
Rodrigo San Jorge, señalando al indígena de la ruana, que se ha arrimado al grupo con una gran sonrisa de contentura, dice:
–Señores, estoy muy contento de estar aquí, y muy agradecido con el amigo del poncho aquí presente que fue quien me habló antes de ayer de que aquí había un personaje que contaba historias verídicas de la guerra y al cual valía la pena escuchar.
Y el de la ruana, abriendo la boca por primera vez:
–¿Dando cuenta tú que Tirinmaro no mintiendo? Yo mucho gusto teniendo al Indio Teolindo Olivares presentando…
Y el mestizo de antes:
–¡Mire, blanco, conozca bien al Capitán Teolindo Olivares, revolucionario desde muchacho al lao de Gual y España y Simón Rodríguez; hombre de confianza de José Antonio Páez, compañero de armas de José Félix Ribas, del Mariscal Sucre, del mismísimo Libertador Simón Bolívar, y de ñapa del General Manuel Piar!
Y otro de los zambos, riendo con picardía:
–Pero no crea que hizo to’eso sin los ojos, no señor; jue que perdió la vista por una explosión peleando en Carabobo…
Todos, hasta el peón recién llegado, están observando al extranjero, pendientes de su reacción. Él se da cuenta y decide cortar por lo sano:
–Pues muy bien, señores, esto es muy interesante –comenta con emoción profesional, estrechando la mano grande y basta que le ofrece el Homero criollo–; mi nombre es Rodrigo San Jorge y les repito que todo lo que acabo de oír aquí me importa mucho porque vine a cubrir como periodista las exequias de Don Simón Bolívar y me interesan sobremanera todas estas anécdotas.
–¿Periodista? ¿Y eso qué es, mi amigo? –pregunta otro de los que conforman la audiencia del Indio Olivares.
–¡Guá, chico, periodista, pué, uno que escribe las historias de las guerras para los periódicos!…, ¿no es así, mi blanco? –trata de adivinar el cuentista.
El aludido sonríe amplia y campechanamente:
–Por ahí va la cosa, don Teolindo… Bueno, como les dije, tengo mucho gusto en conocerlos a todos. Señor Paraulata, mientras voy al retrete, ¿me haría usted el favor de poner otra ronda para todos a mi cuenta?
–¡Ese es mi gallo! –grita uno de los mulatos.
Y el periodista, mientras enfila hacia la puerta sin pintar:
–Don Teolindo, tenemos que hablar para hacerle unos reportajes… Tiene que contarme más del maestro Simón Rodríguez, y del Libertador Simón Bolívar, y del rebelde general Piar, y de la batalla de Carabobo, y de…
–¡Adiós coroto! –ríe otro pardo–... ¿Qué difunto no quiere misa?... Mire, blanco, usté cayó como pedrá en ojo ‘e boticario: ¡no hay naitica que le guste más al Indio Olivares que tené oídos refinaos que le escuchen sus cosas, ¿no es verdá, viejo?
–Guá, cómo no; como usté quiera, mi blanco... ¿Los cuentos no son pa’ contalos, pues?
–Se lo agradezco mucho, Don Teolindo… Mire, esta tarde estoy ocupado, pero ¿qué le parece si nos encontramos mañana…? –propuso Rodrigo, alzando el tono y entrando al cuartucho del urinario, pero al punto se devolvió y miró la faz surcada de arrugas del antiguo capitán patriota–:¿Sabe qué me interesa mucho, Don Teolindo?
–¿Qué será, mi amigo?
–Todo ese asunto de la captura del general rebelde Don Manuel Piar...
–¡Pues mañana o cuando usté quiera le echo ese pasaje de cómo fue que él se rindió, porque estoy seguro que a usté, como a muchos, le han metido gato por liebre en esa cuestión de la agarrada de mi general Piar!
–¿Pero y usted estuvo en ese asunto personalmente también, Don Teolindo?
–¿Que si estuve...? ¡Atienda, mi blanco: yo mismito, en persona, fui quien lo terminó de convencer para que dejara el alebrestamiento y fuera a parlamentar con su Eselencia el Libertador!



LA CAPTURA DEL REBELDE

–Sí, cómo no… Me acuerdo clarito de ese día, cómo no, mi blanco –repite el Indio Olivares, botando por la ventana del carruaje el chicote del cigarro que fumaba.
Él y el periodista español Rodrigo San Jorge son conducidos por un displicente cochero al hospedaje del hispano, enclavado hacia los linderos de la Plaza que llaman de Nuestra Señora de la Candelaria.
La berlina baja por la empedrada calle que corre hacia el este desde la iglesia catedral con un acompasado retumbar de cascos. Como el coche es de los más lujosos que se pueden alquilar en Caracas, los curiosos se asoman con descaro a su paso esperando descubrir en su interior a alguno de los personajes célebres o ricachones que alimentan la chismografía local, como Antonio Leocadio Guzmán, uno de los fundadores del Partido Liberal y del periódico El Venezolano, o Juan Vicente González, periodista y escritor de ácida y regia pluma, o algún politicastro echón dándoselas de mantuano o quizá, ¿por qué no?, al mismísimo doctor José María Vargas, expresidente de la República desde seis años atrás, cuando digna y corajudamente le renunció al Congreso el 24 de abril de 1836, harto de las marramucias de José Antonio Páez y los suyos para seguir manejando los hilos del poder.
–Si quiere comience de una vez, don Teolindo –,aúpa San Jorge al notar que su invitado se ha quedado ensimismado y con la frente pegada al cristal de la ventanilla del coche como si en verdad pudiera mirar el movimiento de los transeúntes.
El ciego reacciona con cierta amargura:
–Quíteme el don, mi blanco, que me queda grande, y dígame Indio, como todo el mundo en Caracas.
–De acuerdo..., Indio –sonríe San Jorge–... Cuénteme entonces del día que cogieron preso al general Manuel Piar.
–¿Pero no dijo que íbamos para la taberna de la posada suya, porque quería apuntarlo todo?
–Sí, sí, eso dije, pero no se haga lío. Tengo muy buena memoria para los detalles. Hábleme de eso, que no todos los días se consigue uno con alguien como usted, Indio, que estuvo metido en el centro del verdadero jaleo.
Teolindo Olivares asiente, serio, y su mirada se abrillanta, acuciada por los recuerdos…

El difuso claror del amanecer se insinuaba ya sobre el pequeño cerro que bordeaba la villa de Aragua de Maturín ese 27 de septiembre de 1817. Un frío intenso calaba los huesos y una irascible brisa azotaba los rostros con violencia tal que más parecían navajadas sus bofetones de rocío.
Cuarenta carabineros al mando del general Manuel Cedeño y del coronel Juan Francisco Sánchez galopaban hacia el cuartel del cantón, frente a la plaza real del pueblo.
Este oficial, Sánchez, oriundo de Caracas, había abandonado al general Manuel Piar en Pueblo Nuevo cuando se dirigían de Barcelona a Guayana y se había ido junto con un numeroso grupo de oficiales muy inconformes con las maneras irrespetuosas del altivo jefe a engrosar el ejército de Juan Bautista Arismendi, y le guardaba una terrible inquina al héroe de Guayana por haberlo regañado y ridiculizado delante de la tropa más de una vez.
Diagonal al caserón donde se alojaban y en el cual pernoctaban desde hacía tres días unos cien soldados que el general Santiago Mariño le dejara casi con un gesto de conmiseración, dormía el General en Jefe de los Ejércitos Libertadores de Guayana, Manuel Carlos Piar, ahora en rebeldía contra la autoridad suprema del Libertador Simón Bolívar, luego de haber conquistado el territorio de la provincia de Guayana para la causa patriota y haberlo entregado, cinco meses atrás, al caraqueño.
El gran guerrero (jefe triunfador en las batallas memorables de Maturín, Los Corocillos, Cumanacoa, Cumaná, Barcelona, Valle de La Pascua, Carúpano, El Juncal, Caura, Puga y San Félix,en las cuales venció a los realistas Zuazola, La Hoz, Monteverde, Cajigal, Boves, Morales, Ceruti, Torrealba y La Torre) descansaba en la residencia del gobernador de la entidad, general Andrés Rojas (el Negro Rojas), a quien él graduara hasta tal empleo y quien, advertido por Manuel Cedeño, había decidido ausentarse esa noche del pueblo para “no intervenir en tan fiero asunto”, según sus propias palabras.
El teniente coronel Francisco Carmona, comandante de los fusileros de Piar, que escuchó el lejano retumbar de los cascos de las cabalgaduras, dejó la hamaca y formó a sus hombres, presintiendo que el zaperoco esperado desde que andaban huyendo como fantasmas estaba a punto de reventar.
–¡Vamo, pué, carajo, fórmense, rápido! –gritó, nervioso, en tanto el corneta tocaba formación.
Los soldados de Manuel Cedeño llegaron en tropel, agresivos, dispuestos. Desmontaron y ante la orden del coronel Sánchez se formaron frente a la gente de Carmona. Uno de los de primera fila era el aguerrido teniente Teolindo “el Indio” Olivares.
El General Cedeño miró autoritariamente pero sin insolencia a la gente del general rebelde; desmontó y con la mano en la empuñadura de la espada, se presentó:
–¡Soldados, para quienes no me conozcan, soy el General Manuel Cedeño y vengo en nombre del Jefe Supremo de la República a aclarar los malos entendidos que se han suscitado entre nosotros!... Acuérdense que todos somos patriotas y que el enemigo es otro: el rey de España y sus huestes esclavistas…
Nadie replicó ni hizo un gesto. Las caras estaban tensas, hoscas, de parte y parte. Cedeño se dirigió al Capitán Carmona, de la gente de Piar:
–Comandante, no quiero vainas entre nosotros, ¿me comprende?... ¿Dónde está el tocayo?
Francisco Carmona dudó durante un instante, pero ante la agresiva actitud del otro, señaló la casa del Gobernador Rojas. Cedeño se dirigió hacia allá con resuelto paso; el Coronel Sánchez amagó acompañarlo, pero un enérgico ademán del llanero le contuvo. Manuel Cedeño, de unos 35 años de su edad, soldado en las filas independentistas desde1811 (cuando junto al Indio Olivares combatió a las órdenes del Generalísimo Miranda), era nativo de los llanos de Aragua. Había peleado en la mayoría de las batallas efectuadas desde aquel año de la firma de la Independencia venezolana hasta el presente, y su arrojo y temeridad eran legendarios. De normal estatura, profundas entradas en las sienes y largas patillas negras, sacudió ahora el bicornio contra los muslos, se volvió e hizo una seña al teniente Olivares:
–Vente, Indio, que tú conoces a Manuel desde muy antes.
Teolindo Olivares abandonó la formación tras dar una rápida mirada al coronel Sánchez y entró en la casa a través del amplio zaguán en pos de Manuel Cedeño.
Los carabineros incondicionales de Piar se fueron formando frente al cuartel, unos irresolutos y otros nerviosos, pero todos pendientes de lo que pasaría cuando despertaran al general. Su comandante, José María Aguilera, no desamparaba a ninguna hora a su jefe, y dormía a sus pies en toda ocasión y hora, “por si acaso una vaina, mi general”.
Juan Francisco Sánchez (que era pardo, lo mismo que el general Cedeño y que la gran mayoría de los soldados presentes), observando que Francisco Carmona no le apartaba la impertinente mirada de encima, se le acercó, campechano.
–¿Cómo le parece toda esta guarandinga, paisano, ah? Los jefes peleándose entre ellos mismos.
–Guá, usté también es jefe, ¿no es así?
–¿Yo, paisanito? –Sánchez amplió la sonrisa burlona–. ¿Lo dice porque soy coronel? No hombre, usté sabe bien que quienes mandan son los mantuanos, y en estas marramuncias entre ellos uno no sabe en qué palo ahorcase.
Carmona le dirigió una mirada de saurio y nada comentó al momento, pero como el otro le siguió mirando con aquella sonrisa zalamera y compradora, tosió y al fin dijo, mascando las palabras y sonriendo con la misma falsedad de Sánchez:
–Zape, paisano... No miente la horca, que me erizo…
–Uncú –hizo Sánchez, poniéndole una confianzuda mano en un hombro–; usté quédese quieto para que vea que todo sale bien – y agregó, mirándolo a los ojos, serio ya–. Hay que estar del lao de la razón, ¿me comprende?
Nada contestó Carmona, pero hurtó rápido la mirada y escupió por un colmillo. Sánchez sonrió, triunfal.

En el interior de la casa del gobernador, en el zaguán que conducía al cuarto donde dormía Manuel Piar, el general Cedeño, con el sable desenvainado, amenazaba con furor al capitán Aguilera, el fiel espaldero, que pretendía estorbarle el paso.
–¡Si se mueve lo atravieso, gran carajo, so falta ‘e respeto!
–¡A mí no me carajea nadie! –respondió Aguilera, morado de la rabia.
–¿Qué carajo pasa aquí…? –saltó Piar al oír las voces destempladas, sin camisa y empuñando la espada–… ¿Qué es esta vaina, Manuel Cedeño...?
–Guá, que este sobrado cabrón se me metió por el medio cuando venía a hablar contigo.
–¡Más cabrón y sobrado será usté!
Una embestida del sable atravesó el hombro del capitán Aguilera, que lanzó un grito más de frustración que de dolor. Piar se atravesó entre ambos, apaciguador.
–Bueno, ya está bien, Manuel… Déjalo quieto –y al fijarse en el acompañante de Cedeño, sonrió y le palmeó un hombro–: Épale, Indio Olivares... Qué gusto verte, cará...; mira, hazme el favor de acompañar a Aguilera a ponerse un trapo ahí en el hombro, ¿quieres?
–Sí, mi general –contestó el Indio, mirando fugazmente a Manuel Cedeño.
Éste lo autorizó con un rápido parpadeo. Salieron los subalternos. Piar escrutó largamente al antiguo compañero, turbia la mirada y la mano en la empuñadura del arma.
–Yo no vine a arrestarte, tocayo –dijo el llanero– sino a convencerte de que estás cometiendo una enorme pendejada.
–¿Porque no me dejo pisar por los caraqueños? –respondió, desabrido.
–Nadie te quiere pisar, chico, qué buena broma contigo, general Piar. ¿Acaso que el Jefe Supremo no te...?
–¡Jefe Supremo de ustedes, no mío, general Cedeño! –interrumpió, lívido y con el rencor relampagueante en sus pupilas azules.
–¿Ah no? ¿Y quién fue el primero que reconoció al Libertador como la máxima autoridad patriota aquí en Guayana? ¿Acaso no fuiste tú, chico?
Piar desvió el rostro. Una sombra de profunda amargura enturbió sus finas facciones. 


Afuera, las cosas no iban mejor para los enviados de Bolívar. Aguilera, ya vendada su herida, estaba formado, con sus hombres, frente a la caballería del coronel Sánchez, adusto el semblante. El coronel, el Indio Olivares y Francisco Carmona conversaban en voz baja cuando se oyeron gritos destemplados en la casa del gobernador Rojas y vieron salir a Piar y a Cedeño discutiendo acaloradamente, uno detrás del otro.
–¡A mí tampoco, carajo! –gritaba el curazoleño, con el sable casi desenvainado–. Mira, chico, ¿tú sabes cómo es la cosa?
–¿Cómo es? –preguntó Manuel Cedeño, paciente.
–¡Que si tú quieres que yo vaya contigo al Cuartel General de Bolívar me tendrás que llevar en la punta de una lanza!
Al contemplar la pelea de los jefes, los oficiales subalternos se acercaron, tensos todos.
–Coño, pero no te pongas en esa actitú tampoco, tocayo –conciliaba Cedeño–. Yo soy amigo tuyo, mi vale; ¿cuántas veces no hemos peleado juntos contra los godos? ¿Cómo crees que yo te voy a echar una vaina, Manuel Piar?
–A lo mejor tú no, pero Bolívar y Bermúdez sí. Es de todos sabido que esos dos grandes carajos son enemigos míos a muerte.
Juan Francisco Sánchez intervino, zalamero:
–¿Su Excelencia el Libertador enemigo suyo, mi general? ¡Primero se traga el mar al cerro el Ávila!... Mire, mi general Piar, yo estaba presente en el cuartel cuando el Libertador le ofició aquí a mi general Cedeño la recomendación de que lo escoltara a usté hasta allá porque él lo que quería era reconciliase con usté.
Un silencio presagioso se hizo en el campamento. Piar bajó la cabeza y quedó pensativo, quizá sopesando el tremendo dilema que presentía definitivo en su destino.
Como el Indio Olivares estaba cerca de Aguilera, Piar pareció consultarle con la mirada. Se conocían desde los tiempos del fracasado alzamiento de Pedro Gual y José María España, veinte años atrás. El Indio le miró directamente en los ojos:
–Usté perdone la impertinencia, mi general –dijo–, pero yo creo que sería conveniente que usté aclarara sus cuestiones con el Libertador de una buena vez.
El coronel Sánchez agregó, con voz meliflua:
–Ande, mi general Piar, véngase con nosotros a hablar con su Excelencia.
Pero Piar reaccionó como picado por una víbora, fiel a sus instintos, que le gritaban que todo aquel entramado era una trampa para domeñarlo:
–¡Ni de vaina, Sánchez: primero cae una estrella del cielo que yo ir con ustedes!
–¿Pero deja la terquedá y la desconfianza, tocayo, por el amor de Dios! –porfió Cedeño.
El Comandante Carmona, que estaba junto a Sánchez, intervino, retador:
–Su palabra vaya ‘alante, general Cedeño, pero mi general Piar tiene razón: hay una orden de arresto contra él y usté vino a cumplila.
Cedeño reaccionó con súbita violencia:
–¡Nadie le está preguntando a usté! ¡Guarde silencio, comandante Carmona, o lo arresto, carajo!
–¡A la orden, mi general! –contestó, seco–... Pero sigo creyendo que mi general Piar no de...
–¡Firme, comandante Carmona! –gritó Cedeño, airado, señalando la última línea de la caballería del propio Piar–. ¡Está arrestao!
Tras una mirada a su superior, quien desvió la vista, momentáneamente entregado, Francisco Carmona se encaminó a la última línea de su columna. Sánchez, como quien no quería la cosa, se le pegó atrás y le susurró algo que los dos generales no alcanzaron a oír. Piar dudaba entre imponer su autoridad de general en jefe, aunque desconocida ahora por Bolívar, o someterse a su arbitrio.
–¿Entonces, Manuel Piar, nos vamos...? Te repito que yo no hago más que cumplir órdenes del Jefe Supremo.
–¡Precisamente!... Él es quien quiere mi cabeza. Arismendi me lo juró.
–¡No hombre, chico! ¿Le vas a hacer caso a Juan Bautista, que tú sabes que es más jodedor que un trompo?
Desde la última fila de la caballería de Piar se oyó la voz del coronel Juan Francisco Sánchez:
–¡General Cedeño, téngase la bondad...!
Cedeño acudió junto a Sánchez y Carmona. Piar aprovechó para acercarse a sus carabineros y agruparlos entre chistidos y señas de alerta. El Indio Olivares fue llamado para que se uniera a la improvisada conferencia. Piar comenzó a recelar lo peor y se violentó, haciendo gala de su carácter explosivo y cerril:
–¡Bueno, Manuel Cedeño, ¿qué es tanto secreteo, ah?!
El llanero, con semblante agrio, regresó junto a él, seguido de los otros, y le eliminó el tuteo confianzudo:
–Ya me estoy cansando de esto, general Piar. No quiero problemas entre nosotros.
–¿Y si no querías problemas para qué trajiste tropa, ah?
–Porque todo el mundo conoce que usté tiene un carácter muy difícil, mi general, sin ofender – asentó, y luego volvió a arengar a los soldados–: ¡Soldados, casi todos ustedes me conocen!... Yo soy un hombre serio…
–¡Déjame quieta mi gente, Cedeño! –tronó Piar, más descompuesto.
–...Juntos hemos combatido al enemigo muchas veces, pero aquí no hay enemigos; todos somos republicanos. Yo he venido a escoltar al general Piar para que cumpla la orden de presentarse ante el Jefe Supremo, pero sin violencia. ¿O es que ustedes serían capaces de combatir contra sus propios hermanos?
Piar, cenizo, desenvainó la espada y miró a Teolindo Olivares:
–Indio, tú me conoces bien; yo no soy ningún güevón y esta vaina parece una celada –se volvió hacia sus hombres–. ¡Al primero de ustedes que se mueva sin una orden mía, lo decapito!
–¡No temáis, soldados! ¡Usaré mi espada para defenderos, si es preciso! –gritó Cedeño, y a Piar–: ¡No empeore su situación, general Piar! ¡Acompáñeme por las buenas hasta Maturín, desde donde mis oficiales lo escoltarán hasta el Cuartel General de Su Excelencia el Libertador Simón Bolívar, Jefe Supremo de la República y Capitán general de sus Ejércitos!
Piar avanzó a grandes pasos hasta donde el comandante Carmona, indeciso, aguardaba los acontecimientos:
–¡Comandante Carmona, póngase al frente de sus hombres y combata a esta gente!
Las manos de todos los soldados, sobre las armas, sudaban de excitación. Carmona dudaba. Cedeño le hizo un gesto negativo con la cabeza; el coronel Sánchez le susurró al oído: “No seas bolsa, Carmona; quédate quieto”.
Piar se le fue encima a Sánchez, enceguecido:
–¡Sánchez, quítate de un lado, gran carajo!
Y le zumbó un sablazo, pero enseguida entre Cedeño, el Indio Olivares y Sánchez lo desarmaron y lo inmovilizaron. Piar miró al comandante de su infantería con ojos homicidas y ordenó a voz en cuello:
–¡Carmona, abra fuego, carajo! ¡Fuegoooo!
Se apuntaron ambos bandos, esperando las órdenes. José María Aguilera, con una mano en el hombro herido, gritó:
–¿No oyen a su general? ¡Hagan fuego, soldados!
Pero en ese preciso momento el comandante Carmona decidió seguir el consejo de Sánchez y con voz tronante ordenó:
–¡Soldados, flanco derecho!
Piar, incapaz de contenerse, escupió:
–¡Gran carajo, nunca me imaginé que fueras un traidor!

–¿Y usted sabía que iban a apresar al general Piar para ajusticiarlo, Indio? –pregunta el periodista Rodrigo San Jorge dejando el vaso de ron sobre la mesa de la taberna.
El rugoso rostro del viejo combatiente no se altera ante la intempestiva y atrevida consulta del español. Con toda calma termina el trago y sin soltar el vaso, con la voz espesa de añoranza, pronuncia:
–Mire, blanco, si yo hubiera sabido que al general más arrecho que tuvo la patria lo iban a sacrificar así dizque para acabar con la anarquía, no le fuera aconsejao que se entregara.
San Jorge calla, impresionado por el tono de su huésped. Hace una seña a la cantinera de que sirva dos tragos más y enciende un cigarro. Después, clava su mirada inquisitiva en el apergaminado rostro del ciego:
–Indio, ¿y usted qué opina de esa conseja que corre tanto aquí como en España y Curazao y el Caribe y que afirma que el general Piar no era curazoleño hijo de una negra y un canario sino un descendiente de la realeza portuguesa, de la Casa de los Braganza, hijo bastardo del Príncipe José Francisco de Braganza en una encumbrada mantuana caraqueña?
Contrariamente a lo que esperaba San Jorge, el Indio Olivares sonríe abiertamente, como celebrando la pregunta, pero nada dice. El periodista lo mira como si el otro le pudiera calar la intención y entonces regala él también una sonrisa pícara al indio y dice, con tono de astucia y revancha:
–Está bien, Indio. Convengo en que todo no se puede contar... Hay asuntos que es mejor callarse… Dígame una cosa: ¿usted conoció a José Palacios?
–¿El Mayordomo de su Eselencia el Libertador? ¡Guá, claro, don Jorge! ¡Era un bachaco muy catire, grandote y fino, muy educao él!
–Pues yo lo entrevisté hace poco en Cartagena de Indias y me contó algunas cosas –murmura el periodista, con acento de conspiración.
El Indio Olivares reacciona con viveza:
–¿Todavía está en este mundo?… Aquí en Caracas se corrió el decir que el aguardiente se lo había llevao.
–¿Usted conoce el cuento del lujoso reloj que el general Piar le mandó al Libertador en el momento de su fusilamiento? –sondea el español.
Un brillo de recelo alumbra un instante la arrugada faz del viejo ciego. Una sonrisa sardónica entreabre sus labios.
–Dando y dando, mi blanco. Le toca a usté ahora contarme a mí ese pasaje que le echó José Palacios.



EL MAYORDOMO


–Buenas tardes, bella dama –dijo dicon acento castizo y arrolladora simpatía el hombre alto de piel tostada por el sol mirando con descaro a la buenamoza Zaida Albarrán, la dueña del Cabaré-Grill El Palacio de las Emociones, en la heroica Cartagena de Indias, y se quedó al pendiente de sus labios.

Zaida Albarrán parpadeó dos veces y terminó de espabilarse de encima la modorra vespertina; calculó (sin proponérselo) cuánto tardaría aquel magnífico ejemplar de macho en tener su primer orgasmo cuando ella le aplicara su beso marroquí, una rara especialidad entre las de su clase, pero muy apreciada por los hombres que habían merecido el esfuerzo de su tenaz empecinamiento. Deslumbrada, exhibiendo su más subyugadora sonrisa y su mirada más cálida y con el tono de los deseos no cumplidos, le respondió:
–¡Buenas tardes no, mi amor: más bien buenísimas tardes... o como le provoquen las tardes a su mercé, que para eso ha entrado al Palacio de las Emociones!
El extranjero se dejó llevar:
–¿Cómo va todo, linda? –silabeó, detallándola.
Zaida Albarrán era lo que en Nueva Granada, Cuba y Venezuela se conocía como todo un hembrón: cuerpo de guitarra, cuello de sirena, rostro de virgen, cabello azabache, mirada de diabla concupiscente y voz cantarina. Preguntó, sin disimular para nada el impacto que el recién llegado habíale causado:
–¿Usted es de la península, no es verdad?
–De Madrid, guapa. Mi nombre es Rodrigo San Jorge.
–¿Y en qué será que le podemos colaborar, mi san Jorgito bello?
El periodista no pudo evitar una pequeña carcajada ante la fogosa desvergüenza de la costeña. Señaló una botella de aguardiente blanco y ella se puso a servirle. Él aprovechó para dar un vistazo al local. De palacio no tenía sino el nombre. Era una taberna penumbrosa, casi triste. Poseía esa atmósfera ambigua y turbia, ese olor a otro tiempo, esa pátina inaprensible que los años acumulan sobre las cosas que no los combaten.
“Aquí anidan –pensó, quizá redactando mentalmente la introducción de su próximo reportaje– seres desprovistos de genuina alegría en la sonrisa y de fulgor en las pupilas, como si de siempre supiesen que el precio por la embriaguez de los sentidos es el marchitamiento de sus sueños de vida, la desesperanza de sus almas. Seres que son como sombras de sí mismos, como espectros de lo que no pudieron ser.”
Las gruesas velas de sebo de algunas mesas chisporroteaban como con rabia, agotadas, agónicas, cansadas de perfilar los mismos rostros. Había una docena de clientes de heterogénea catadura. Cinco mujeres, casi todas entradas en años y en carnes, los atendían con el desgano sin malicia que la rutina diaria cultiva.
Zaida Albarrán (que estaba en los veinte abriles plenos cuando su padre le heredó la taberna doce años atrás, en 1830) terminó de llenar la copa del ángel vestido todo de blanco con sombrero cordobés del mismo color y volvió a la carga, dispuesta a no dejar escapar la coyuntura de un goce que presentía efímero pero legítimo:
–Ajá –pronunció, arrastrando las vocales, ya mucho más allá de la insinuación–... ¿Será que le informaron que Zaida Albarrán la marroquí acaba de quedarse solterita-solterita, mi querubín?
Rodrigo San Jorge sonrió y la tuteó:
–No lo sabía, pero agradezco la información, porque supongo que tú eres Zaida, preciosa.
–Supones muy bien, Rodriguito…
–¿Y después que me des otro aguardiente me podrías decir si es cierto que Don José Palacios frecuenta este palacio, Zaidita?
–¿Frecuenta? –ironizó ella, tras una sabrosa carcajada–… Yo más bien diría que se amanece y se anochece aquí, mi arcángel.
–Ya veo… ¿Y estará en este momento por ahí?
–Pues claro que estará, mi rey –susurró ella, y acarició una de las manos nervudas del hombre.
–¿Dónde? –interrogó, dando otro vistazo al palacio, ,pero como ella le miraba con cara de esperar más aclaraciones, se las dio–. Verás, es que… soy un periodista, ¿sabes?, y necesito conversar con Don José Palacios porque estoy escribiendo unas crónicas sobre la Guerra de Independencia Suramericana.
La sensual hembra que era Zaida Albarrán hizo un gesto de indiferencia; volteó y señaló una mesa situada al fondo del local, en el rincón más oscuro:
–Está por allá…
–¿Y lo viene a ver mucha gente para saber de su Excelencia el Libertador Simón Bolívar, Zaidita?
Ella se encogió de hombros:
–Pues… ya no. Antes sí, pero él es muy berraco con ese asunto.
–¿Cómo es eso?
–Pues que lo emberraca que le hablen de Bolívar, dizque porque siempre es para burla o para joderlo. Eso se pone como una fiera, vea, Rodriguito.
–Comprendo… Entonces, con tu permiso, princesa, voy a ver qué consigo con él.
–Ve, pues, mijo, pero será mejor que lleves contigo algún santo-y-seña –aconsejó, poniendo sobre el mostrador un litro de aguardiente blanco anisado–, aunque no te prometo que ni así te conteste, mi ángel.
El cronista compuso otra mueca de extrañeza. Zaida Albarrán le explicó:
–¿No te estoy diciendo que tiene añales que no conversa sino con la caneca?..., y eso cuando se acuerda de su señor general Bolívar, porque ya hasta la memoria esta perdiendo.
–¿Está muy mayor?
–Pues no sé, mi ángel; creo que tiene más de sesenta, pero se ve mucho más viejo, un ancianito muy desmejorado porque no puede vivir sin el licor. ¿No te digo que es con el único con el que habla, por más que digan que antes, cuando era el mayordomo de Bolívar, no probaba ni agua?
Rodrigo San Jorge asintió y bebió su copa de un solo golpe. Sonrió de nuevo a la cartagenera, le mostró una carterita de vidrio llena de un líquido oscuro que sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta de dril, se calzó bien el sombrero, cogió dos vasos cortos de una bandeja que estaba en el mostrador y dirigió sus pasos hacia donde Zaida Albarrán le indicaba.
Tendido en un pringoso diván en aquel rincón apartado y lóbrego estaba una estrafalaria figura masculina. Rodrigo San Jorge sintió que un tufo a alcohol barato y a cosa vieja, a vida encajonada y mohosa lastimaba su olfato.
–Buenas tardes –saludó, amable pero cauteloso.
La figura que vivía en el sofá ni siquiera volteó a mirarle. San Jorge no se amilanó.
–¿Me permite…? –dijo, con aire resuelto, y alcanzó un taburete cercano y se sentó frente a la pequeña mesa sobre la cual una garrafa casi vacía era testigo y testimonio de la borrachera del huésped del rincón.
Fue cuando escuchó el gorgoteo del licor al caer en el cristal que José Palacios, el Mayordomo, Secretario Privado, valet, enfermero, criado de confianza, confidente y quizá el más fiel amigo de toda la vida del Libertador Simón Bolívar volteó a hurtadillas a mirar al intruso. Éste le sonrió con afabilidad. José Palacios hurtó el rugoso y manchado rostro con gesto adusto.

Era ya para entonces José Palacios (tres años antes de su muerte por Delirium Tremens en 1845) un individuo de aire ausente, fantasmal. Aparentaba casi ochenta años pero tenía 65 pues había nacido siete antes que su señor general Bolívar (es decir, en 1777) y era hijo de un pelirrojo español en una negra africana propiedad de la familia Bolívar-Palacios. Desde que era muy joven estuvo al servicio del menor de los varones del matrimonio de los ricos mantuanos caraqueños.
José Palacios tenía los ojos de un raro y desvaído color zarco y de una fijeza inquietante, como si estuvieran acostumbrados a mirar más hacia adentro que a las cosas físicas.
Vestía ahora gastadas botas de militar con los cordones muy deshilachados, raídos pantalones marrones de muselina, camisa que alguna vez fue blanca con vivos rojos en puños y cuello, corbata de lazo de color irreconocible, chaleco magenta-escandaloso, levita de paño negro muy lustrosa por el uso y sombrero de copa mugriento y carcomido por toda clase de bichos rastreros debajo del cual se percibían trozos de cabello color zanahoria, gruesos como púas de puerco espín.
Destacaban en el rostro moreno las incontables arrugas, la nariz anchísima y varias pecas enormes, y aunque estaba encogido en el asiento, se adivinaba que era un individuo de talla formidable y constitución fuerte todavía, a pesar de la ruinosa vida que ejercía. Como notara que el desconocido había traído dos vasos pero servido solamente en uno, José Palacios, con expresión cada vez más hosca, rescató su botellón (al cual le restaba apenas un dedo de licor) y se lo empinó.
Rodrigo San Jorge, campechano y cordial, le imitó con su vaso y luego, botella en mano, ofreció con tono desprovisto de zalamería: ‒¿¿Me deja que lo invite, Don José Palacios?
Se quedó observándole, quieto, con el pico del envase sobre el jarro pero sin verter nada aún. Destilaba confianza y afabilidad por todos los poros. José Palacios no descomponía su expresión agria. Zaida Albarrán, desde el mostrador, vigilaba, curiosa y atenta, las reacciones de ambos hombres. Cuando José Palacios volteó a mirarla, indeciso y perturbado, ella le animó con una sonrisa. El ex valet de Simón Bolívar examinó con aire contrito su garrafa vacía. Entonces, en un susurro casi ininteligible y sin mirar al extraño, preguntó, con una voz que semejaba a un cigarrón revoloteando dentro de una caja:
–¿Qué es?
–Ron venezolano. De oriente. Muy bueno, como usted sabe mejor que yo. ¿Le sirvo?
Tras otra mortificada mirada a la exuberante Zaida Albarrán, José Palacios se encogió de hombros. Rodrigo San Jorge sirvió ruidosamente en los dos recipientes. Sin perder su aire desconfiado, el Mayordomo Perpetuo del Libertador Simón Bolívar se fue incorporando hasta quedar completamente sentado. Su inquietante mirada no se apartaba de los vasos.
–Sírvase, Don José, haga el favor –invitó el periodista.
José Palacios, después de otro vistazo fugaz al agraciado rostro del desconocido, cogió con mano temblorosa el envase y bebió el contenido. Su visitante hizo otro tanto y repitió la dosis. Dijo, con marcado énfasis y sin mirarlo:
–Me llamo Rodrigo San Jorge. Conozco su tierra, ¿sabe?, la propia Caracas.
El hombretón le miró un instante y soltó, con cierta insolencia:
–Yo no soy caraqueño, caballero. Debería informarse mejor. Nací en una hacienda barloventeña, cerca de Capaya, y a mucha honra.
San Jorge sonrió al comprobar que lo que le habían comentado en sus consultas previas acerca de los exquisitos y a veces chocantes modales de José Palacios y de su todavía viva inteligencia era cierto. Aprovechó la coyuntura para hacer la primera pregunta.
–A propósito, Don José, ¿es cierto eso que se comenta de que su Excelencia el Libertador no nació en Caracas sino en la provincia? ¿En su hacienda de San Mateo?
José Palacios, con gesto de sultán ofendido, puso el vaso sobre la mesa y exigió:
–¡Váyase! ¡Déjeme quieto!
–¡No, no, perdóneme! –se excusó el escritor–. No he querido…
–¿Usted cree que con un trago de ron y esa cara de yonofuí va a conseguir confidencias sobre la vida del hombre más grande que ha venido a este mundo después de Nuestro Señor Jesús el Cristo? ¡Está muy equivocado, Rodrigo yo-no-sé-qué!
La altivez de José Palacios era auténtica. Desde la semipenumbra del mostrador Zaida Albarrán abogó, con señas, por el hombre que tanto le atraía. Tras una corta indecisión, Rodrigo San Jorge optó por agarrar el toro por los cuernos al notar que la rigidez del rostro del Mayordomo se apaciguaba luego de mirar hacia la barra. Preguntó, con acento humilde:
–¿Cómo sabe que he venido a eso?
La respuesta fue inmediata y contundente:
–¡Todos vienen a eso! ¡Son como buitres velando carroña, como alimañas hambrientas!
–Yo no –replicó con serenidad–. Soy periodista, y tengo ascendencia venezolana; lejana, pero ascendencia al fin.
Una mueca de amargura y desprecio animó la faz del Mayordomo. Miró de frente al hombre vestido de blanco:
–¡Dígame eso! ¡La flor que le faltaba al ramo, pues! ¡Periodista! ¿No digo yo que Dios los cría y el diablo los junta? –espetó, y se volvió a mirar a Zaida con gesto de reproche.
–Está muy bien, Don José –se defendió Rodrigo San Jorge con toda la persuasión que era capaz de desplegar en tanto volvía a llenar los vasos–; pero recuerde usted que quien no sirve para un fregado sirve para un barrido.
–Ese dicho no tiene nada de venezolano –volvió a espetar José Palacios.
El peninsular señaló la bebida:
–Pero el ron sí –y rogó con humildad–: Le suplico que me regale dos minutos para echarle el cuento de por qué estoy aquí, Don José.
José Palacios le clavó los ojos azulclaro-inquietante de hito en hito. Luego miró el licor y lo bebió en un tris. A continuación metió la mano izquierda en un bolsillo del chaleco y extrajo un fino reloj de leontina, lo abrió y susurró roncamente, en tanto miraba hacia la barra:
–Están corriendo los dos minutos, su merced.
Pero el español respondió con tanto desparpajo que desarmó al Mayordomo:
–¿Ese reloj tan elegante era de su Excelencia el Libertador?
A José Palacios se le coló la respuesta casi sin querer:
–A mi señor General Bolívar no le gustaba estar pendiente de horas. Ese era uno de mis trabajos –dijo, y suspiró, cerrando los ojos–… Esta joya era del señor general en jefe Manuel Carlos Piar.
–¿Ese reloj era del general Manuel Piar? –La sorpresa de la revelación hizo que Rodrigo San Jorge se atragantara con la bebida –. ¿Y usted lo conserva, Don José? ¿Precisamente usted, el amigo más fiel que tenía Don Simón Bolívar, aparte del Mariscal Sucre? ¿Cómo es eso posible? ¡Cuénteme, sea tan gentil!
José Palacios fue perdiendo su aire adusto. Señaló el vaso vacío. Cuando el escritor lo volvió a llenar, soltó la confidencia con aliviado acento:
–Ya sé que parece una incongruencia, o una deslealtad, pero no hay tal. Ese reloj me lo dio mi señor General Bolívar.
Los ojos de Rodrigo San Jorge se abrieron sin mesura. Su mente barajaba la posible trascendencia histórica de aquella inesperada revelación que la suerte, su persistencia y la mujer de la barra le estaban regalando. Abrió los brazos y mostró los dientes perfectos en una enorme y contundente sonrisa:
–Ah no, Don José: va a tener que barajármela más despacito… Si ese fino reloj perteneció al hombre que Don Simón Bolívar tuvo que fusilar, ¿cómo llegó a las manos suyas, y por qué, y cuándo? ¿Usted conoció bien al general Manuel Piar...?
José Palacios sonrió sin malicia y sin segundas intenciones… ¡Hacía años que no hablaba del pasado sino consigo mismo!... Estaba tan harto de soliloquear, extrañaba tanto una mirada repleta de respetuosa curiosidad como la que exhibía aquel recién llegado que dijera llamarse San Jorge no-sé-cuánto, que repentinamente sintió unos incontenibles deseos de contar parte de aquello que le quemaba como un licor lavagallo, como una brasa inextinguible dentro del pecho:
–¡Cómo se ve que usted no tiene ni idea de con quien está tratando! –gruñó, ampuloso–‒¡Óigame bien, caballero San Jorge: este mulato que usted está viendo aquí, sin haber jamás estudiado nadita de nada ni saber leer ni escribir conoció y trató a casi todas las personas que en este mundo se cruzaron en el sagrado camino del Libertador de un mundo, Don Simón José Antonio Bolívar y Palacios, para que lo sepa y lo escriba! ¡Desde que era un muchachito no me le desaparté de un lado, ni en las buenas ni en las malas ni en las peores!
Rodrigo San Jorge, con la mirada encendida de excitación, siguió aprovechando el momento:
–¿Y cómo era el general en jefe Manuel Piar, Don José?
–¿Cómo era? –remedó el exmayordomo, y compuso una mueca de altiva repulsa–. ¿Cómo iba a ser? ¡Un gran carajo, pues, así es como era Manuel Piar!
Desconcertado por la viveza que ahora podía ver en los ojos claros de José Palacios, el cronista se lanzó afondo:
–No me refería a su genio sino a su físico… ¿Es cierto que no era zambo sino un catire, como dicen en Venezuela? ¿Era caucásico?
–Yo no sé si era caucásico, caballero San Jorge… pero sí sé que era un loco de los caminos, un hombre arrogante, violento, colérico, que parecía tenerle arrechera al género humano, y más a los que mandaban o estaban por encima de él. Ahora, si usted por caucásico quiere preguntar si era de piel blanca, pues sí. Aunque decía ser hijo de la mulata María Gómez, era de rasgos nobles, pelo amarillo y liso y piel blanca, muy quemada por el sol, eso sí, y se aprovechaba de esa circunstancia para manipular a todo el mundo, dicho sea con el respeto debido a su memoria.
–¿Y usted estaba en Angostura el día que lo fusilaron?
–Desde luego. Y me acuerdo clarito…
El madrileño no pudo evitar pensar que, contrariamente a lo que le había dicho la exuberante Zaida Albarrán minutos antes acerca de la desmemoria del valet de Simón Bolívar, a él le informaron antes fuentes confiables que en realidad era un hombre analfabeta pero de memoria portentosa.
Tras el silencio que anidó en el rincón mientras José Palacios parecía retrotraer sus recuerdos al día que ajusticiaron al general rebelde a la autoridad de Simón Bolívar, Rodrigo San Jorge, sin esconder su emoción, sirvió lo que quedaba de la petaca de ron que trajera desde Venezuela.
La voz del Mayordomo, ya aguardentosa por doce largos años de diarios trasnochos y libaciones despechadas, tenía ahora un raro acento triste al recordar el último día de Manuel Carlos Piar en este mundo:
–...Era un domingo… El domingo 16 de octubre del año de 1817, a las cinco en punto de la tarde, cómo no –murmura el mulato, con la mirada extraviada y el pensamiento enfocado en la plaza mayor de Santo Tomás de la Nueva Guayana de la Angostura del Orinoco, que era como se llamaba la capital de Guayana en ese año, rebautizada como Ciudad Bolívar cuatro años después–... El renegado salió del aposento donde lo tenían custodiado muy elegante rumbo al paredón, con su uniforme de general en jefe, su esclavina y su morrión…
–El paredón era enfrente, ¿no?, en una de las paredes laterales de la iglesia…
–Ajá… En el camino, su confesor, un cura viejo que se llamaba Remigio Pérez Hurtado, le mostró un crucifijo y él lo beso con solemnidad y devoción, y recuerdo que a mí me extrañó mucho.
–¿Le extrañó a usted? ¿Por qué?
–Guá, porque yo pensaba que Manuel Piar era medio ateo, como mi señor General Bolívar.
–¿Dónde estaba usted exactamente, Don José?
–Mi señor General Bolívar, sus edecanes y yo estábamos en la casa de gobierno, enfrente, en el piso alto, y la pared de la ejecución nos quedaba a la vista a través de las celosías…
Calló un momento José Palacios. De pronto soltó, acongojado:
–Manuel Piar era un obstinado de la vida.
–Pero era muy buen militar –replicó el hispano.
–Era buen militar pero muy mal político –dijo, rotundo, José Palacios.
–He oído que era “inderrotable”.
–¿De dónde saca usted eso? –murmuró el mayordomo, con aire dubitativo–… No es cierto. Que yo recuerde, perdió en el combate de el Salado y en el de Yaguaraparo… pero ganó muchas batallas, eso sí es verdad.

“¡Viva la Patria!” –grita con rabia el general en jefe Manuel Carlos Piar, besando la bandera que un oficial sostiene con aire solemne. Luego saca de su bolsillo un elegante reloj y se lo da al abanderado–: “Haga el favor, teniente. Adonde voy ya no lo necesitaré más.”
El teniente, sacudido por la emoción de la cercanía de la irremediable muerte de quien hasta hace poco fuera su jefe máximo, no acierta a pronunciar palabra. Manuel Piar todavía agrega, mirando hacia donde sabe que sus verdugos le observan: “Déselo al Jefe Supremo y dígale que ahí le manda el general Piar”…, y luego le susurra algo al oído.
–Don José, ¿y es cierto eso de que el general Bolívar dijo algo así como “he derramado mi propia sangre” al momento de la muerte del general Piar?
Rodrigo San Jorge sintió un escalofrío: José Palacios lo estaba mirando por segunda vez fijo a los ojos con aquellos suyos que podían intimidar tanto.
–Es cierto –dijo el bachaco.
El periodista se desorbitó:
–¿Me está usted diciendo que es verdad que el general Bolívar y el general Manuel Piar eran parientes carnales?
–Eso sí no sé yo, caballero San Jorge, pero si usted me pregunta a qué se refería mi señor General Bolívar con esas palabras, yo le contestaría que tal vez estaba hablando de la hermandad masónica que había entre ellos.
–Ah caramba... ¿Entonces el general Piar también era masón?
–El general Piar… y casi todos los oficiales del ejército patriota, y muchos de los realistas, comenzando por el Conde de Cartagena, Teniente General Pablo Morillo. ¿No lo sabía usted, caballero? –preguntó, sarcástico, José Palacios.

Desde el campanario de la vetusta iglesia de la plaza comienza a oírse el repique de las cinco de la tarde. La voz del oficial al mando del pelotón, aunque es recia y autoritaria, tiene un extraño acento, como doloroso, como rogativo. Vocea, ante los rostros largos de pueblo y soldados presentes en la plaza de Angostura y por sobre el extraño silencio de cementerio solo matizado por los redobles de tambor y las campanadas:
“General Manuel Piar: ha sido encontrado culpable por el Concejo de Guerra de Oficiales Generales de los atroces crímenes de insubordinación, deserción, sedición y conspiración, por los cuales se le condena a la pena de fusilamiento.”
Manuel Carlos Piar, General en Jefe de los Ejércitos Libertadores por mérito propio, permanece arrodillado y con la cabeza gacha, pálido de incredulidad y cólera rezagada.
“¡Preparen!”

–¡Por caridad, cuénteme lo del reloj, Don José!
José Palacios pareció retornar de donde estaba. Parpadeó varias veces y se sacudió con refinado gesto la nariz, como tantas veces viera hacer a su señor General Bolívar. Miró como niño con hambre la botella vacía de ron. Rodrigo San Jorge hizo una seña a Zaida Albarrán, quien se apresuró a traer un litro de aguardiente anisado.
–Dígame la verdad, Don José: ¿por qué murió realmente el general Piar?
–Por pendejo, caballero San Jorge –enfatizó José Palacios, pero como viera la incredulidad en la faz del otro y tras echarse al coleto otro guamazo de aguardiente, redundó, con los ojos como brasas y el acento de los recordatorios definitivos–: ¡El general Manuel Piar murió porque no supo ver la grandeza de alma de mi señor General Bolívar y él entonces tuvo que apartar ese estorbo de su camino, lo mismo que sucedió con el señor general Don Francisco de Miranda, con el otro general insubordinado, Santiago Mariño, con el muy avispado general José de San Martín, con el general don Pablo Morillo, con el maula general Francisco de Paula Santander y con tantos otros que se interponían en la consolidación de sus sueños de libertad para los pueblos de la América del Sur!

“¡Apunten!”

–Don José, me va a perdonar, pero tengo que preguntarle esto: ¿Don Simón Bolívar tenía algún vestigio de sangre mulata en sus venas, como afirman muchos historiadores?
Para sorpresa de Rodrigo San Jorge, el hombre que más conoció al Libertador Simón Bolívar en ropa y en cueros, en vida y en muerte, se carcajeó con sabrosura, largamente. Después respondió, con la voz que usaba antaño para decirle las cosas en la cara a su patrón cuando disentían:
–¡Mire, caballero San Jorge: mi señor General Bolívar somos todos en este continente, porque él tenía un pedacito de cada quien, fuera del color que fuera; él era como un mar muy grande al que se le iban a juntar las aguas de todos los ríos!

“¡Fuegooooo!”

–Échese otro palito, como dicen ustedes, Don José.
–Pues será únicamente para complacerlo, caballero Rodrigo.
–Sí..., bueno, es que no terminó todavía de contarme cómo llegó ese reloj del general Manuel Piar a sus manos.
–¿Pero ya no le dije, pues?
–No, perdone, Don José, pero no... Ni tampoco qué fue lo que le dijo el general Piar al oído al oficial a quien se lo entregó.
–Ah, pues yo creía que sí –… El habla del Mayordomo eterno de Simón Bolívar era ya tartajeante, casi ininteligible–: Mi señor General Bolívar aceptó el reloj y de inmediato me lo entregó con el encargo de que una vez por la cuaresma yhasta el final de esta vida le recordara que todo asunto difícil tiene su remedio a tiempo.
Presintiendo la revelación final y la terminación del raro privilegio de las confidencias del Mayordomo, el periodista volteó y le obsequió a Zaida Albarrán un cálido gesto de recompensa y agradecimiento. José Palacios, tras solicitar otra ración de aguardiente y tomársela, concluyó, con evidente esfuerzo mental y matiz de tardío arrepentimiento:
–...Y lo que le mandó a decir el general Manuel Carlos Piar a mi señor General Bolívar con el abanderado, junto con el reloj, fue esto: “Déselo al Jefe Supremo…, y dígale que ahí le manda el general Piar… para que nunca olvide esta mala hora.”



ANTES DE LA BATALLA

–Muy bueno su cuento, don, cómo no, muy bueno –‒exclama el Indio Olivares, y se empina el vaso que no ha soltado y que la posadera ha vuelto a escanciar.
Rodrigo San Jorge enciende uno de sus pitillos negros y pide otra ronda.
El Indio Olivares suspira con fuerza y comenta, quizá más para sí que para el otro:
–Yo no sabía de ese pasaje del reloj de mi general Piar, pero debe de ser verdá, porque yo le vi uno así varias veces.
Rodrigo San Jorge, que ha estado contemplando los ojos vacíos del excapitán patriota, carraspea un poco y se atreve:
–Indio, allá en “el Rincón del Edén” algunos compañeros suyos me comentaron lo de su… desgracia en Carabobo, y yo quería preguntarle si…
El ciego compone una mueca semisarcástica al tiempo que hace con una mano un gesto de displicencia.
–No fue una desgracia, mi amigo, sino una herida de guerra, y a mucha honra… Un tiro de fusil me rasponeó el cráneo y me dejó ciego porque tocó yo no sé qué nervio… Mire…
Y levanta su espesa mata de cabellos grises cerca de la sien derecha y muestra un surco igual que si le hubiesen propinado un sablazo.
San Jorge asiente como si el otro pudiera verlo y luego, apagando el cigarro que fumaba, pide:
–¿Podría hablarme un poco de la batalla de Carabobo, Indio?
–Guá, cómo no, pero ya casi no hay detalles de esa cuestión que no se sepan…
–Sí, claro, pero yo me refiero a algunos pormenores antes del combate, Indio.
–¿Cómo así, don Jorge?
–Por ejemplo, ¿desde qué horas se encontraban las tropas patriotas en el sitio; cómo estaba el ánimo de los oficiales?... Y sobretodo, ¿es cierto que si no es por un campesino del lugar no se hubiese ganado la batalla…?
El Indio Olivares agachó la cabeza y bebió de su ron, como para conjurar la memoria...


EL BAQUEANO

El sol reverbera contra la sabana de Carabobo y le arranca humeantes vapores.

Es el domingo 24 de Junio de 1821. Son casi las ocho de la mañana.

Rato hace que, encaramado en el techo de un ranchito situado en el cerrito Buenavista, el Libertador Simón Bolívar observa con su catalejo las tropas de Fernando VII al mando del Mariscal de Campo Miguel de La Torre y del Brigadier Francisco Tomás Morales.
Finalmente, cuando se cansa de otear al enemigo, baja y consulta las opiniones de su Estado Mayor.
–Señores Oficiales, tal como suponíamos, La Torre ha tomado los puntos estratégicos de los accesos a la llanura... Déjenme saber sus opiniones, caballeros.
Están bajo un enorme camoruco reverdecido por las lluvias de junio. El general José Antonio Páez llega cabalgando un brioso corcel negro; a su lado, montando una hermosa yegua alazana, se encuentra, siempre imperturbable, el capitán Teolindo Olivares, uno de los poquísimos indígenas que ha logrado escalar hasta la oficialidad patriota. El centauro, con su tono de lechuza, confirma que el enemigo es inaccesible por el frente y por su flanco izquierdo, y que las pésimas condiciones del terreno hacen casi imposible el ataque por el derecho.
–Umjú – acuerda, impaciente, Ambrosio Plaza, recién ascendido a general–... Debe ser por eso que los godos no han puesto casi tropa ahí.
–Sería un suicidio atacar frontalmente, Libertador –acota Santiago Mariño, meditabundo.
–Pero si no hay otra forma, habrá que jugársela –opina con falso entusiasmo el aragüeño Manuel Cedeño.

Las opiniones se embarullan. Bolívar nota que un hombre flaco, pequeño y de tez morena, vestido de paisano y descalzo, les observa con semblante atento y luego se acerca al oficial que todos apodan el Indio Olivares y le dice algo en secreto. Es uno de los prácticos que han acompañado al Libertador desde Tinaquillo el día anterior. Como el hombrecillo no le aparta el ojo de encima, el Comandante en Jefe le hace una seña al capitán patriota, hombre de confianza del general Páez.
–¡A la orden, Su Eselencia!
Simón Bolívar pregunta al Indio por la confidencia del civil, y éste le explica. Bolívar llama a aquel con un gesto y el vaquiano se acerca con aire tímido. El Jefe Supremo le señala las posiciones realistas y le pregunta por la trocha que ha mencionado al Indio. El hombre lo mira otra vez directamente a los ojos.
–Guá, pua’llá po aquel lao hay un barranquito que uno mienta la Pica é la Mona que va a dá a una sequia por onde se le pue salí por detrás a esa gente –responde el llanero, señalando el flanco derecho del ejército realista. A Bolívar le centellean las pupilas:
–¿Y podrá pasar por ahí la caballería, mi amigo?
–Guá, claro –dice Rivas, sonriente–, pero eso sí: de uno en uno.
Presa de una de sus súbitas arrancadas, el Libertador grita:
–¡Señores oficiales, exploremos esa vereda! ¡A lo mejor es una vía por la cual podríamos llegar al enemigo para envolverlo por la retaguardia! ¡Guíenos, Rivas!
Simón Bolívar pica espuelas detrás del baqueano, seguido por José Antonio Páez, el Indio Olivares, Manuel Cedeño, Ambrosio Plaza, Santiago Mariño, el británico Tomás Farriar, Bartolomé Salom, Pedro Briceño Méndez, Diego Ibarra y Daniel Florencio O’Leary.
Al llegar a la entrada de la Pica de la Mona, el caraqueño estudia el terreno:
–La faena parece difícil, porque el camino es muy desigual y angosto... pero se puede intentar… ¿no les parece, compañeros?
–Ajá –confirma Cedeño–; sobretodo porque nunca esperarían que los atacáramos por estos zanjones, mi general.
–¿Qué dice usted, general Páez?
–¡Que si su Excelencia lo ordena, no dejaremos un español con vida!
–Pues entonces ¡adelante, general, hágase cargo, y que el dios de la victoria los bendiga!
–¡Amén, mi general, y a la orden!

–El combate comenzó como a las once ‘e la mañana –apunta el Indio Olivares, apurando otro trago–, y como a las doce ya se había sellao la Independencia de Venezuela con la segunda batalla de Carabobo, y quién sabe qué resultao habría tenío esa lucha de no haber sido por ese humilde llanero, don Jorge, uno de los tantos héroes desconocidos de nuestras guerras… Ponga eso en su periódico, para que la gente de todo el mundo lo sepa, mi amigo, y ponga también que los godos, sus paisanos, pelearon como fieras, porque los dos bandos sabíamos que estábamos echando el resto.
–Cuente con ello, Indio… ¿Rivas se llamaba el práctico…?
–Yo no sabría decirle bien, don Jorge, porque unos dicen que se llamaba Manuel Rivas y otros que Pedro Febres…
–Ah; ¿no era amigo suyo?
–No. Conocido de vista.
–Comprendo.
–Oiga, don Jorge –dice el indígena, con un dejo sardónico –usté es medio pícaro para echar los cuentos.
–¿Por qué lo dice, amigo Indio?
–Guá, porque se dejó en las brasas la mejor parte de la ternera.
–¿A qué se refiere? –replica San Jorge frunciendo el ceño, pero casi adivinando la puya del otro. La risa fresca y cálida del Indio Olivares le confirma su sospecha:
–¡Ah, qué blanco pa vivo! ¡Usté sabe que se le quedó en la olla el final del cuento de la buenamoza del palacio ese de Cartagena!
–¡Ese final se lo cuento otro día! –estalla en una carcajada cómplice el periodista español, y el Indio, cambiando el tono y la intención:
–Muy bueno, cómo no… ¡Entonces yo también le echo otro día el pasaje de cuando mi general Páez iba a ensartá a su Eselencia el Libertador en la punta de su lanza!






ANAKAHÁN

(La fabulosa historia del guerrero que descubrió la secreta senda que nos conduce al miedo)

                                                                                   (Cuento para mis nietos)

Hubo una vez, en remotos tiempos (mucho antes de que el viento fuese enrarecido por el viciado aliento de los hombres), un juvenil guerrero, tan fiero, inhumano, invencible y sanguinario, y sin embargo tan humilde y callado, tan misterioso y retraído, que por esas dispares condiciones, por esas rarezas, digo, mereció el temeroso (y disimulado) desdén de lo suyos.

Pensaban todos que Anakahán (este era su nombre) se comportaba con demasiada honradez; es decir, amaba la sangre por instinto, pero no le provocaba éxtasis verterla; estaba desprovisto del ansia asesina, del placer de matar, cualidad ésta que te hace merecer el obligado honor de figurar entre los que deciden la suerte de la aldea (y te hace llegar a gobernar. Hoy lo acusaríamos de falta de ambición, pero no sería acertado).

Llegaron así muchas nevadas. Las derritió el Padre Sol incontables veces.
Y Anakahán (que en el lenguaje de las primeras lenguas significa “Incomprendido Errante”) creció y abandonó la edad de las indecisiones; culminó los Ritos Lunares y le llegó la hora y el tan anhelado (y temido) momento de convertirse en un “Inwuaí” (éste es un sonido amerindio, muy antiguo, que pregona que el así nombrado es digno de propagar la Verdad del Cielo, si la suerte y la sabiduría están de su parte).
Pero he aquí que Anakahán no pudo cumplir con el rito,... ¡porque descubrió que esa era la senda secreta que conducía al miedo! Entonces, en el último tramo de la Pirámide de su Iniciación, cayó, se derrumbó (muchos dijeron que adrede).
Lo incomprensible (para los No Iniciados) ¡es que no quiso levantarse!... Dijo (afirmó) que no merecía la pena prolongar una raza (la suya, la de los suyos) que basaba sus razones y verdades de pervivencia en la fuerza y en la sangre, y no en la razón y la clemencia. Se atrevió a opinar que la Piedad podría ser más fuerte que el Odio y el Olor de la sangre ofensora.
¡Desequilibrado! ‒gritó el pueblo‒. ¡Cobarde! ¡Al Destierro con él!
Y le desterraron. Ignominiosamente.
Y a pesar de todo, algunos (calladamente) le auparon, pero Anakahán, desdeñosamente, les ignoró.
En la mente de muchos de los suyos persistió siempre la duda: ¿acaso en el fondo, a pesar de su probada temeridad, era Anakahán un guerrero de corazón temeroso...?

Pasaron los inviernos. La comida se agotó, y los cielos se abrieron.
La civilización de Anakahán pereció por entero.
Como tantas, como todas las obras del hombre, fue tragada por el Padre Tiempo.

Empero, él, Anakahán, ¡está vivo!
Justo ahora que te cuento esto lo estoy escuchando respirar en mi hombro. Me habla. Me dice (me confiesa) que el único secreto que los hombres debemos preservar consiste en no apagar jamás la lámpara. ¿Comprendes? Jamás. Como hizo él.
¡Porque Somos Luz!
La Oscuridad nos debe su existencia. Sin nosotros, si no alumbráramos, ninguna de las cosas sabría de ella, ni siquiera la presentirían. ¿Entiendes, Nieto mío?
¡Anakahán eres tú!
Nuestra misión es alumbrar. Somos Luz. Polvo de Estrellas somos. Esencia Divina. No podemos perecer, ni desaparecer, ni extinguirnos, ni ir al cielo, o al infierno; únicamente vamos adonde nos corresponde, según lo que hayamos estudiado y merecido (aprendido). Depende de nosotros, siempre. De nadie más. Y no estamos solos, hijo. Somos la maravillosa composición (la mezcla) de la cual están hechas todas las cosas inteligenciales.
Nunca temas. No hay razón. La Muerte es sólo un boleto para cambiar de tren. ¡Pero la vida es éste viaje! ¡Disfrútalo! ¡Sácale provecho haciendo el Bien!
Dios (cualquiera sea la manera como le concibas) te alumbrará siempre. Ése es su trabajo, y su dicha, y su amor.

Soy tu abuelo. Y te amo. Y como te debía estas verdades, te las vislumbro.
                                                                                                   Firma: Tu abuelo.


(P. D. No te preocupes demasiado. Nada importa que no entiendas ahora ni la mitad de las cosas que aquí te revelo. Piensa que es sólo un cuento cálido. Tenlo siempre cerca de tu corazón. Y léelo más de una vez al menos. Cuando vayas descubriendo tus propias sendas, entenderás.)







YAHVÉ, EL CELOSO

Usted puede ver las cosas y dice: “¿Por qué?”,
pero yo veo cosas que nunca han sido y digo:
“¿Por qué no?”
(George Bernard Shaw)


“En el mes tercero de la salida de los hijos de Israel de la tierra de Egipto, en el mismo día llegaron al desierto de Sinaí.” (Éxodo, 19.1.)

El desierto es un gigantesco lago de cristal. El viento aborta oscuros rayos de arena. Arriba, la lumbrera mayor escupe su lluvia de implacable fulgor arrebatando a la estéril laguna destellos cegadores.
Al pie del imponente coloso montañoso, el pueblo escogido reposa de la fatigosa huida. Los más ancianos conversan entre sí, con gestos y ademanes que señalan hacia el monte.
Sudoroso, incansable, enérgico, el Salvado de las Aguas devora el sendero que conduce a la cumbre.
Al llegar, se detiene, resoplando. Poco a poco, como si no fuese un tirano de su cuerpo, su mirada temerosa se va posando sobre la gigantesca forma ovalada que semeja una paquidérmica araña adormilada apoyada sobre sus seis delgadas patas. Una especie de anillo nebuloso la rodea, vigilante.
Descalzando sus polvorientas sandalias, el hebreo avanza unos pasos y se arrodilla a prudente distancia, con el rostro pegado a la tierra sagrada.
Una enorme interrogación parte del brillante artefacto y se enrosca en la mente del israelita, quien se apresura a responder la exigencia.
“Sí, todos han consentido, pero algunos dudan...”
“Entonces Jehová dijo a Moisés: He aquí, yo vengo en una nube espesa, para que el pueblo oiga mientras yo hablo contigo, y también para que te crean para siempre...” (Éx. 19. 9.)
Desandar el camino apresurada, infatigablemente. Otra vez la consulta a los ancianos y al pueblo.
Retornar a presencia del tripulante del disco plateado. Percibir su atronadora (y sin embargo armónica, cálida) voz.

“Y Jehová dijo a Moisés: Ve al pueblo y santifícalos hoy y mañana; y laven sus vestidos, y estén preparados para el día tercero, porque al tercer día Jehová descenderá a ojos de todo el pueblo sobre el monte de Sinaí. Y señalarás término al pueblo en derredor, diciendo: Guardaos, no subáis al monte ni toquéis sus límites; cualquiera que tocase el monte, de seguro morirá. No lo tocará mano, porque será apedreado o asaeteado; sea animal o sea hombre, no vivirá. Cuando suene largamente la bocina, subirán al monte.”
(Éx. 19. 10-13.)

Es el segundo día del plazo. La lumbrera menor, impasible, platina los temores de los hombres. El Templo de metal dormita, vigilante. Abajo, al pie del Sinaí, un creciente rumor de adoración embota los sentidos.
Olfateando el sendero que corona la cima, una fiera salvaje busca alimento. De pronto, una pupila roja parpadea en la penumbra. Jehová emite una silenciosa orden y al momento una lanza de fuego brota de una de las patas del santuario y la fiera cae fulminada, con el cuerpo rodeado de una suave fosforescencia.
Hasta el campamento llega un sonido agudo, electrizante, sobrecogedor, única manifestación del alerta de Dios.

Es el día tercero de la promesa. La madrugada agoniza entre místicas urgencias.
Yahvé, El Que Es, majestuoso y sereno en el aro que es su morada errante, selecciona en el brillante tablero varios dientes de colores. ¡Un atronador zumbido libera su potencia; la tierra se estremece con súbitos espasmos; nubes de polvo y humo revolotean furiosas; el disco chilla su rebeldía y comienza a danzar, entre remolinos de energía liberada que estremecen el aire!

“Aconteció que al tercer día, cuando vino la mañana, vinieron truenos y relámpagos, y espesa nube sobre el monte, y sonido de bocina muy fuerte, y se estremeció todo el pueblo que estaba en el campamento... Y habló Dios todas estas palabras, diciendo: Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre...”

Todo el pueblo observaba el estruendo y los relámpagos, y el sonido de la bocina, y el monte que humeaba; y viéndolo el pueblo, temblaron, y se pusieron de lejos. Y dijeron a Moisés:
“Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos.” (Éx. 19-20.16-19-1-19)

...Y recibió Moisés los mandamientos principales grabados con luz coherente sobre dos tablas de piedra, y la fosforescencia que ya conocemos le afiebraba el rostro.

“Y aconteció que descendiendo Moisés del monte Sinaí con las dos tablas del testimonio en su mano, al descender del monte, no sabía Moisés que la piel de su rostro resplandecía, después que hubo hablado con Dios.” (Éx. 34.29)

Una vez que ha entregado a los israelitas la tierra prometida, Yahvé el Celoso, el Programador, se aleja...
Mientras la nave devora las profundidades espaciales, en su interior, pensativo, Dios medita sobre su próxima misión... sobre su próxima escogencia.









FÁBULA DEL RUISEÑOR Y EL COLIBRÍ

(Para Lizzandra Chávez Bello)

Había una vez un Ruiseñor que perfumaba con su canto todas las mañanas de la vida de una bella Princesa llamada Liz.
Liz, al levantarse, se asomaba a la ventana de su alcoba y allí, encima de un rosal, invariablemente, el Ruiseñor cantaba para ella y le hermoseaba el día.
Por supuesto, en aquel edénico jardín había más pája­ros, canoros y no canoros, pero Liz veía y escuchaba con preferencia al Ruiseñor.
Uno de los más desesperados era el Colibrí, que vivía alborotando el aire para tratar de llamar la atención de la Princesa (pues de ella estaba enamorado), y gastaba dia­riamente sus energías en aquel vano afán (no se atrevía a emitir sonidos por vergüenza ante el melodioso trinar del Ruiseñor).
Entre el presuntuoso Ruiseñor (¡claro, como tenía con qué!) y el abatido Colibrí se daba, con cierta frecuencia, un diálogo parecido a este después de que la Princesa Liz se retiraba, satisfecha y feliz, de la ventana:
‒¿Otra vez gastando pólvora en zamuro, mi inquieto amigo? ‒se burlaba, risueño, el pájaro cantor‒. ¿Cuán­do te convencerás de que ella no tiene ojos ni oídos sino para mí, para el mejor artista de su jardín?
‒Tú no la amas ‒respondía, sereno, el más pequeño‒; únicamente te interesa la fama que su atención te pro­porciona, pero tu corazón es veleidoso. Un verdadero ar­tista debería despreciar el arte cuyo principal soporte es la vanidad.
‒¡Bah!... Tú no existes para ella, Colibrí. Renuncia. Su corazón es mío.
‒El verdadero amor no sabe de renuncias, Ruiseñor. Un día lo entenderás ‒filosofaba el Colibrí, e íbase a chupar el polen de un encendido clavel que reverberaba bajo el sol.

Una mañana (una triste mañana) el esplendoroso rostro de la Princesa Liz no se asomó a la ventana que daba al jardín. En el palacio se oían gritos y llantos.
Un cuervo informó que la Princesa Liz no había abierto los ojos esa mañana porque había amanecido muerta.
El Ruiseñor, consternado, lloró un rato y luego anun­ció:
‒En su honor y memoria, hoy no cantaré..., pero ma­ñana tendré que buscar otra persona a quien alegrar con mis trinos.

‒¡NOOOOOO! ‒resonó conmovedoramente el grito de dolor e incredulidad del Colibrí al enterarse.
Presa del frenesí que en su pequeño corazón producía la ausencia de su amada Princesa Liz, comenzó a revolo­tear como un huracán diminuto, y a estrellarse contra ra­mas y flores, hasta que, tras un largo suspiro de reposo, re­cordó que la suya era la única especie de aves en el mundo que tenía la capacidad de volar hacia atrás...
Se acordó de su abuelo: “Nieto mío, tenemos una locomoción tan especial que si un día un montón de nosotros se pusiera a retroceder al mismo tiempo, seríamos capaces de lograr que el tiempo desanduviera (se echara para atrás, pues)”, habíale dicho en una ocasión, y entonces el Colibrí de mi fábula se comunicó con otros colibríes vecinos de jardines cercanos y se dieron a la tarea de volar hacia atrás todos a la vez para ver si lograban que el tiempo retrocediera hasta cuando la princesa estaba viva..., pero rapidito se fastidiaron (porque volar de esa manera requiere de mucha energía, concluyeron).
Todos se cansaron, excepto el Colibrí que amaba a la fallecida princesa Liz... Él siguió reculando en su vuelo hasta que su enamorado y sufrido corazoncito no soportó aquel titánico esfuerzo y dejó de latir, exhausto.

El vanidoso Ruiseñor, testigo del inútil esfuerzo del enamorado, comentó:
‒¡Bah! ¡Tampoco así!... Siempre fue un tonto. ¿De qué le sirvió ese ataque de amor? ¿Acaso que si la hubiera resucitado ella se iba a fijar en él? ¡Claro que no!

(Hay algunos seres que no entienden el sacrificio que significa no renunciar a amar jamás, hasta más allá de la muerte física.)

Y colorín colorao...








LA MONTAÑA VOLADORA

(cuento infantil para mi hijo menor)

Había una vez una montaña que no aguantaba las ganas de volar. Claro, decían otras montañas a las cuales la envidia tenía petrificadas, no puede oír un vientecito porque quiere pegársele atrás.
Eso se llama complejo de pájaro, refunfuñó el árbol más añoso.
Montaña es montaña manque la ayude tornado, dijo la voz sentenciosa del pantano.
Pero la montaña rebelde los oía como a regaño de extraño. O sea, ella lo que quería, cuésteme lo que me cueste, era volar, volaaar, voooolaaarrr... Y entonces, un día maravilloso, un día azulito, ocurrió el milagro: nuestra montaña inconforme, distinta, soñadora, pecadora... ¡voló!
Pero no fue que dio un brinquito, no. ¡Voló!... Voló, como se vuela, pues. Como vuelan las garzas o un papagayo o un cohete o Supermán; o sea, voló de verdad. ¿Cómo lo consiguió, qué hizo, qué pasó, cómo fue la cosa?... Bueno, muy fácil, hijo: dejó de ser pesada (razón que no deja volar a las otras montañas) y practicó cabalmente aquel sabio adagio que reza: “Si Mahoma no va la montaña...” (¿o es al revés?)

Y colorín colorao…









UNA PIZCA DE AJO

(Cuento para divorciados)

(Para Winston Starlyn Briceño Durán)


‒Ven a almorzar. Ya está servido ‒dijo con acento áspero Concha, su esposa.
Saturnino escribía un artículo en el ordenador portátil de la habitación que disponía como despacho de trabajo en su casa.
Sin interrumpir el tecleo, con cierto fastidio reprimido, murmuró:
‒Ya voy, ya voy...
‒¡Nada de ya voy, chico, que yo no soy ninguna escla­va para estar calentando comida! ‒regañó ella con acri­tud‒. ¿O vas a hacer lo mismo de ayer, que la dejaste ín­tegra?
Con un elocuente gesto de resignación (como niño lle­vado ajuro a misa) dejó la máquina, echó atrás la silla y caminó sin ganas hasta el comedor.
Se sentó, observó la comida y tomó los cubiertos, flan­queado por Concha.
‒¿Tú no sabes dónde está Simón? ‒interrogó, agria.
‒No, chica, no sé.
‒Pero bueno, ¿cómo que no sabes, chico?
‒Pues no sé, Concha. Dijo que iba por ahí, a casa de no se quién; que venía en un ratico.
‒¿Y tú no le preguntaste? ‒y puso los brazos en ja­rras‒. ¡Es que francamente, vale, tú eres un caso serio! ¿Quiere decir que tú vas a dejar que ese muchacho te do­mine, que haga lo que le dé la gana es, piazo ‘e zoquete?
Él soltó ruidosamente los cubiertos con los cuales había cortado y trinchado un trozo de carne y miró a su esposa. Concha era una mujer de mediana edad, muy delgada y pálida, de ademanes malcriados, insinceros, y rostro que alguna vez fue atractivo pero que ahora lucía envejecido y resentido.
El periodista, tras tomar aire profundamente para con­trolarse y no iniciar una de las frecuentes discusiones a las que su mujer parecía tan adicta, volvió a asir el tenedor y probó la comida.
Concha, que le observaba atentamente, apoyada en una de las sillas que circundaban la mesa, volvió a la carga:
‒Contéstame pues, Saturnino: ¿Tú vas a dejar que tu hijo te gobierne?
‒Concha, ¿qué es esto? ¿Qué le echaste a la carne? ‒rezongó, paladeando el bistec.
‒Nada, ¿qué le voy a echar? Tomate y sal...
Saturnino masticó un poco más el bocado y luego lo es­cupió ruidosamente en el plato:
‒Concha, ¡esta carne tiene ajo!
‒¡Adiós, coroto! ¿Quién dijo, quién dijo?
‒¡Yo digo! ¡Yo digo! ¿Acaso no la estoy probando? ‒se enfureció, tras volver a arrojar el cubierto contra la losa‒. Contesta: ¿le echaste ajo?
‒Chico, que no.
‒¡No me digas que no, Concha! ¡Tú no me vas a ma­mar el gallo a mí; respétame, ah!
‒¡Ah no, mijito! ¿Vas a armar este tremendo zapero­co por una migajita de ajo que a lo mejor se me coló en la carne?
Obstinado, sabiendo que ella lo que quería era mortifi­carlo, Saturnino rodó con violencia la silla hacia atrás, se puso de pie y la encaró, pero no con la cólera ciega del hombre humillado o escarnecido por su mujer, sino con la furia impotente y tácita que la buena educación y los sos­tenidos años de matrimonio le habían sembrado en el alma:
‒¡Concha, por tu madre! ¡Casi 16 años de casados ya, sabes que no me gusta el ajo, sabes que no lo puedo ver ni pintado y todavía insistes en engañarme, en hacér­melo comer sin que yo me dé cuenta! ¡Francamente, chi­ca...!
Y ella, defendiéndose, con aquel aire culpable pero triunfal de quien consiguió su propósito:
‒Pero chico, si lo que le puse fue una migajita..., ¡y además se lo eché rallao!
‒¡Si oh! ‒todavía espetó él, reprimiendo el insulto, aunque no la intención.
Con aire hosco, impenetrable, regresó al estudio a tra­bajar. Inútilmente. No pudo (no podía) seguir escribiendo. Una resolución fugazmente entrevista aunque rápidamente desechada en situaciones extremas o en momentos cobardes de sus muchos años de rigor marital le comenzó a atormentar la existencia.
‒¡Malhaya sea! ‒gritó, magenta la faz por la ira y golpeando ruinmente la laptop, cómplice de tantos arreba­tos literarios y tubazos periodísticos.
No aguantó más. Con la nube de la adversidad aposentada en las pupilas (como él mismo hubiese escrito si de un párrafo lacrimoso se tratara) abandonó la casa...

Al anochecer, como perro arrepentido de aquel delirio irrazonable y asustadizo en medio del cual había contem­plado con vergonzosa seriedad abandonar su hogar, re­gresó,… con la cara larga, eso sí.
Cuando intentó reanudar el artículo malogrado al me­diodía tropezó con el hambriento desquite y el rencor fresquecito de Concha, su mujer.
Desde luego, ella lo había escuchado volver con el rabo entre las piernas (nada nuevo, la verdad sea dicha), y lo adivinó confiado y derrumbado. Implacable, entró como un vendaval en su estudio y mirándolo con ojos puyudos como puñales le gritó a voz en cuello:
‒¡Escúchame bien, Saturnino Simón: yo no voy a per­mitir que ese muchacho me trate como a un trapo, a mí, que lo parí!
Él cerró la portátil y los ojos y suspiró profundo.
Concha aguzó la expresión descompuesta; con las ma­nos en las caderas y la mirada más encendida a cada ins­tante, parecía dispuesta a una aclaración definitiva.
Saturnino invocó en silencio a los espíritus de la cordu­ra.
‒Concha, ¿se te olvida que tengo que terminar el re­portaje de fin de semana?
‒¡A mí me importa un carrizo tu reportaje, chico! ¡Yo lo que quiero saber es si algún día podré contar contigo como el hombre que debería llevar los pantalones en esta casa, no juegue!
El articulista entrecerró los párpados hasta volverlos una delgada línea, se incorporó de la silla, cruzó los brazos sobre el pecho amplio y panzudo y la miró, tratando de que no se le notara el desamor, el desaliento, la irrefrena­ble decepción.
‒Qué es lo que sucede con Simoncito, Concha, dime.
‒En primer lugar, ya no es ningún “Simoncito”, sino un mastodonte más alto que tú...
‒Más a mi favor, Concha: nuestro hijo es un hombre ya, pero tú no quieres darte cuenta de eso.
‒¿Un hombre, con apenas 14 años? ‒se burló ella‒. ¡Y aunque así sea! ¿Por eso vas a dejar que se gobierne solo? ¿Sabes tú lo que está haciendo a esta hora, con quién anda, en casa de quién está, ah...?
Un trueno ensordecedor estalló hacia el este de la ciu­dad, aviso de la reanudación del aguacero vespertino. Saturnino, como si el desahogo de la Naturaleza le hubiese motivado, explotó también, y al tiempo que tomaba su chaqueta de cuero del respaldo de la silla y se dirigía a la puerta de la calle, le vociferó a la sorprendida mujer:
‒¡Si tanto te interesa, averígualo tú misma! ¡Qué bro­ma contigo, vale...! ¡Qué necia te pones, Concha...!
El portazo coincidió con otro estentóreo trueno y ella, atontada, sólo acertó a murmurar, primero, y luego a gri­tar:
‒¿Cómo me dijiste, Saturnino?... ¡Saturnino, ven acá...! ¡Saturniiinoooo!
Concha escuchó su propio eco. Miró la computadora y se desahogó:
‒¡Francamente!... ¡Es que ya no se le puede hablar...! ¿Tú has visto? ¡Se enfurece por nada!

Saturnino sacó sus llaves y entró lo más silenciosa­mente que pudo. Miró el reloj de la sala y se dio cuenta de que era pasada la medianoche. Llevaba visibles en su ropa y persona las huellas del licor que había mitigado un poco su inmensa amargura, su humillante frustración.
Oyó el saludo susurrado, cauto:
‒Bendición, papá... ¿Todo bien?
‒Dios te bendiga, Simón ‒contestó, un poco avergon­zado‒. ¿Qué haces despierto?
‒¿Todo bien? ‒insistió el adolescente en voz baja mirando por detrás de su hombro hacia la puerta del cuarto de la madre.
‒Sí, sí, todo bien, hijo. Estaba... Bueno, me tomé unos palitos por ahí en un bar.
Abrió con suavidad la puerta y entró en su despacho. Encendió la luz y buscó una botella de escocés. El joven le siguió.
Casi en seguida unos pasos rápidos trajeron una figura seca y severa, que tenía el cabello enroscado entre cilin­dros de papel sanitario, la cara embadurnada de un men­jurje marrón, el flaco cuerpo embutido en una fea y vieja bata morada y los pies dentro de unos chanclos de reso­nante madera.
‒¡Mírame eso! ¡Apareció el perdido! ¿Y se puede sa­ber dónde estabas tú, Saturnino, ah?
El periodista, sin fuerzas ni ganas para lidiar con ella, se sirvió licor y se derrumbó en su sillón, con aire ausente y desprovisto de agresividad.
Ella insistió, amenazadora:
‒¡Contéstame, Saturnino Simón!
‒Estaba... por ahí, en la vía.
‒¿Por ahí dónde, chico, en qué vía? ¿Y por qué estás como un espantapájaros, ah?
‒Concha, ¿me harías la enorme caridad de dejarme tranquilo, por Dios? No tengo ganas de discutir ‒pidió, lanzando un profundo suspiro de apaciguamiento.
Pero ella no estaba dispuesta a desaprovechar la oca­sión:
‒Mira, mijito, por mí puedes tirártele al metro si quieres, pero el que me preocupa es este hijo tuyo. ¿Sabes qué hora es, Saturnino?
‒Son más de las doce, Concha, ¿por qué? ¿Qué suce­de ahora con Simón?
‒¿Sabes a qué hora llegó...?
‒No, Concha, no sé a qué hora llegó.
‒¡Hace cinco minutos llegó, hazme tú el favor, ¿ah?! ¡Y no hay forma ni manera de que me diga dónde andaba, ni con quién!
Saturnino se quitó las manos de la cabeza y volteó a mirar a Simón que, recostado de la pared, con los brazos cruzados y una mueca irreverente, solo les miraba discutir.
‒Simón, hijo, ¿dónde estabas?
‒Por ahí, papá, con unos amigos ‒replicó, fastidiado.
El hijo de Concha y Saturnino era alto y corpulento para sus 14 años, con el cabello al rape e incipiente bigote que aún no había probado una hoja de afeitar.
‒¿También te vas a poner como mamá, que no quiere darse cuenta que ya soy un hombre hecho y derecho? ‒preguntó, aspaventoso.
‒¿Ves, ves? ¿No tengo razón? ¡Fíjate cómo le contes­ta a uno, manotiando y demás!
‒Ya va, chica, deja, yo hablo con él.
‒¡Pues no, señor! ‒saltó, colérica‒. ¡De cuándo acá! Yo también voy a participar en esto. Yo lo parí, ¿no es así?
‒Claro, claro ‒admitió Saturnino, vencido‒. Simón, mira, quiero explicarte una...
‒¿Qué me vas a explicar, papá? ‒interrogó, retador, el hijo.
Saturnino abandonó su aire indolente y se acercó al muchacho:
‒Simón, escúchame bien: no importa qué edad tengas, tú vives en esta casa y nos debes respeto y obediencia, a ambos. No puedes coger la calle y perderte y llegar a la hora que quieras, porque esto no es un hotel, Simón; esto es un hogar y tu deber...
‒¿Esto es un hogar, papá? ‒rio mordaz el zagalón‒. ¿Estás seguro?
‒¿Qué quieres decir con eso, falta ‘e respeto? ‒gritó Concha, agresiva, yéndosele encima, pero Saturnino se interpuso, rápido:
‒Espérate, Concha; te dije que me dejaras llevar esto a mí.
Concha fingió que se calmaba.
‒A ver, Simón, ¿quieres aclarar eso? ¿Para ti éste no es tu hogar, entonces?
‒Tú sabes lo que quise decir, papá; tú no eres bruto.
‒¡Pues a lo mejor yo sí! ‒volvió a saltar ella, hecha una fiera‒. ¡Habla más claro, Simón Saturnino!
‒Mamá, ¿en serio usted cree que esto es un hogar?... Esta casa más bien parece un ring de boxeo donde cada uno está buscando humillar y fregar al otro como sea.
‒¿Pero tú estás oyendo a este hijo tuyo, Saturnino?
‒Espérate te dije, Concha, por Dios ‒se impacientó‒. Mira, Simón, no te niego que tu madre y yo discutimos alguna que otra vez, pero eso es muy normal entre pare­jas...
‒¿Alguna que otra vez, papá? ‒ironizó de nuevo el muchacho‒. ¡No me hagas reír! ¿Ustedes saben por qué me voy por ahí cuando llego de clases? ¡Para no verlos pelear, para no oírlos intercambiar insultos como si en lugar de ser marido y mujer fueran dos personas que se odian!
‒¡Ya está bueno ya, Simón Saturnino! ¡Cállese la boca!
‒Fino, mamá. Me callo ‒aceptó el hijo, con los ojos brillosos de rabia.
‒¡Coño, haz el favor de dejarme hablar con el caraji­to a mí solo, por Dios Santo, Concha! ‒reventó al cabo el esposo.
‒¡Ya te dije que yo también tengo derecho a interve­nir en esto! ‒se rebeló, furiosa, y él se volvió y la encaró por primera vez en su perra vida:
‒¡Carajo! ¿Estás sorda? ¿Sales, o prefieres que te sa­que yo?
Concha lo miró con ojos de sorpresa y rabia. Luego aceptó, a regañadientes:
‒Bueno; me voy... ¡Pero después tenemos que hablar tú y yo, Saturnino, no creas que voy a dejar que esto pase por debajo de la mesa!
‒Claro que sí; ya lo creo que tenemos que hablar ‒la remiró Saturnino, avieso‒. Ahora sal, has el favor...
Tras una última mirada a ambos recordándoles que aquello no había acabado, Concha salió, cerrando la puer­ta.
Saturnino suspiró profundamente y cerró los ojos, tra­tando de que el hijo no notara el profundo naufragio inte­rior que estaba atravesando. Se sirvió otro medio vaso de güisqui, se le acercó y le habló en tono pausado, afectuoso y respetuoso:
‒Simón, hijo, óyeme bien: Sé que tienes razón; que éste no es lo que, en el más estricto sentido del vocablo, pudiéramos llamar un hogar, pero es el único que tienes y quiero que lo respetes, ¿está bien?
El joven se quedó mirando los ojos de su padre. Luego asintió, ya sin agresividad:
‒Sí, papá. Comprendo. Al menos contigo se puede hablar, pero mamá es... muy intransigente.
‒Aunque así sea, es tu madre, Simón Saturnino ‒y casi volvió al tono regañón, pero enseguida le guiñó un ojo‒. Acuérdate que nadie es perfecto.
Bebió un gran sorbo y entonces se atrevió a expresar oralmente lo que su mente había venido decidiendo una y otra vez desde horas antes, cuando atroces pensamientos le envenenaban el alma.
‒Hijo, creo que de ahora en adelante tendrás que ocuparte solito de tu mamá.
‒¿Cómo es eso, papá? ¿Por qué?
‒Porque... yo me voy, Simón.
‒¿Cómo es eso? ‒repitió el muchacho, pasmado‒. ¿Te vas...? ¿Para dónde, papá?
‒No sé todavía, pero voy a pedirle el divorcio a tu madre, hijo.
Se miraron, serios los rostros. El padre esperaba ver re­chazo, quizá desprecio en la expresión del hijo, pero nada de eso reflejó su semblante.
Con gran templanza, sin desviar la mirada, el chico pronunció:
‒Divorciarse ‒y tosió, como sopesando las implica­ciones del término‒. Comprendo.
‒¿Lo comprendes? ‒se asombró, se admiró el comu­nicador‒. ¿De veras lo comprendes, Simón? ¿No vas a censurarme?
‒No, papá. Tal vez no justifique tu decisión, pero soy capaz de entenderla.
Con un nudo en la garganta, el padre lo abrazó con fuerza. Después, con mirada pícara, poniendo un dedo so­bre sus labios y señalando la puerta, le ofreció un poco de licor, como realizando una secreta ceremonia masculina de iniciación. El muchacho rió, orgulloso y confundido, y bebió un gran trago. Tosió y se le llenaron los ojos de lá­grimas; sonrieron ambos y volvieron a abrazarse, como cómplices de un pacto que sólo ellos conocían.
Después, inevitablemente, el hijo preguntó:
‒¿Ya le hablaste a mamá de esto?
‒No, hijo. Voy a hacerlo ahora mismo, y que sea lo que Dios quiera.
‒¿Pero qué es lo que pasa, papá? ‒interrogó, como con pena ajena‒. ¿Ya no estás enamorado de mi mamá?
Al escritor se le hizo un nudo en la garganta y una som­bra le habitó fugazmente la mirada:
‒¿Quieres que te sea sincero, Simón Saturnino? No vayas a reírte, pero…, la verdad es que no lo sé.
Luego, tras abrazarlo con un conato de arrepentimiento, lo mandó a acostarse.
Con las mandíbulas apretadas, metió la laptop y algu­nos efectos personales en un bolso y se marchó sin despe­dirse.
Le había mentido al hijo acerca de que hablaría con Concha para participarle su decisión. Saturnino jamás re­gresó al hogar, y Concha no sospechó nunca que el deto­nante que hizo a su marido tomar la decisión inquebranta­ble de abandonarla para siempre fue aquel adarme de ajo que en un gesto de pueril revancha le pusiera a la carne ese día.











17 DÍAS DE ETERNIDAD

(IN MEMORIAM PABLO IGNACIO DURÁN)


Un agresivo frío que viene del mar pone la piel de gallina. El ocaso pinta el horizonte con encendidos trazos magenta este miércoles primero de diciembre de 1830. La brisa arrastra el acre olor de las cloacas y la fetidez de la carroña de pescado que las famélicas gaviotas devoran entre chillidos de rivalidad.

El Libertador Simón Bolívar, muy enfermo, llega a la bahía de Santa Marta, en la Nueva Granada, a bordo del bergantín privado Manuel, escoltado desde el portezuelo de Sabanilla por la fragata Grampus, de bandera norteamericana.
Le acompañan quienes estarán con él hasta su fin, ya cercano: los generales Mariano Montilla, José María Carreño y Laurencio Silva; el doctor Manuel Pérez Recuero, auditor de guerra; el coronel José de La Cruz Paredes; los edecanes Andrés Ibarra y Belford Wilson; el comandante Juan Glen; el capitán de su guardia personal, Lucas Meléndez; el teniente José María Molina y el teniente Fernando Bolívar, su sobrino carnal.
Cuando el ligero buque atraca, el general Montilla trata de reanimar el decaído ánimo del Expresidente de Colombia:
–Mi general, ya verá usted que este sabroso clima de mar y montaña de aquí en poco tiempo lo pondrá otra vez muy saludable.
Una nube ensombrece fugazmente los ojos del gran hombre.
–Veremos, general..., veremos –murmura, hurtando la mirada, entre un acceso de tos.
Al desembarcarlo, anocheciendo ya, en silla de manos debido a su debilidad, Bolívar repara en unas sombras que parecen aguardarle en el embarcadero.
–¿Quiénes son aquellas gentes de allí?
–Son mi amigo y vuestro anfitrión, el señor Mier Benítez, y unos médicos, Excelencia.
En efecto, ha sido gracias a la amistad del general Mariano Montilla con el acaudalado empresario español Joaquín Mier Benítez que éste ha aceptado de buen grado alojar en su casa de campo al Libertador-Presidente de la basta república colombiana y le ha enviado a buscar al puerto de Sabanilla en el barco anclado en la rada.
El médico francés Alejandro Próspero Rèvèrend (13 años más joven que el Libertador) de inmediato se hace cargo del insigne paciente, cuando le trasladan a la vieja casona de la aduana de Santa Marta, de trescientos años de antigüedad y recientemente restaurada.
Entre fiebres delirantes, ataques de hipo y tos que lo dejan sin resuello y le envilecen el humor pasa el guerrero americano cuatro días, hasta que el domingo 5 y en vista de que su agotada salud empeora, el general Mariano Montilla llama a capítulo al médico normando:
–Doctor Rèvèrend –dícele, con el gesto y la mirada de las causas difíciles–, tengo el mayor interés en saber de usted sin ninguna clase de reservas cuál es su concepto sobre la enfermedad del Libertador –y como el galeno le contempla con aire contrito (que el general confunde con pusilanimidad), exige–: ¡Dígame la verdad francamente y sin rodeos!
Rèvèrend desvía los ojos y contempla un instante los brillantes colores de las alas de una enorme mariposa posada sobre unas orquídeas moradas en los materos colgados en el corredor de la casona; después, tras un prolongado suspiro, regresa la mirada al rostro del militar:
–Señor general, con el más profundo sentimiento debo participar a vuestra señoría que la enfermedad de su Excelencia el Libertador no tiene remedio.
Una palidez de cera desencaja las viriles facciones de Mariano Montilla. Con un resto de voz logra balbucir:
–¿Cómo... dice usted?
–Oui –reitera el médico en su francés natal con voz plomiza–. En mi concepto, como facultativo, la considero como tisis pulmonar llegada a su último grado, y ésta no perdona.
–Pero el doctor Night y otros médicos afirman que puede ser paludismo o…
–Señor general –ataja el doctor Rèvèrend con cierta sequedad–, usted pidió mi diagnóstico y acabo de dárselo –y luego, suavizando el tono–. Lo lamento mucho, mon ami.
–¡Dios Santo! –murmura Montilla, quebrado, dándose cabal cuenta del significado definitivo de lo dicho por Rèvèrend. Después, con los párpados húmedos, requiere, tratando de fingir serenidad–: Doctor Rèvèrend, acuérdese usted que tenemos también que finiquitar el asunto de sus honorarios.
La respuesta es tajante e inmediata:
–¡Nada de eso, mon ami general! ¡Bastante privilegio es ya ser el médico de cabecera del libertador de un mundo como para exigir algún emolumento por ello! ¡Lo que sí lamento es que mi encuentro con don Simón Bolívar se produzca a estas alturas irremediables de su gloriosa existencia!

Al día siguiente, lunes 6 de diciembre, Simón Bolívar es trasladado en un calesín tirado por dos caballos a la quinta San Pedro Alejandrino, propiedad del mismo Joaquín de Mier y Benítez, a corta distancia de la ciudad, con la esperanza de prolongar en cuanto sea posible la existencia del paladín que llevaba veinte largos años combatiendo el colonialismo español.

Al pasar frente a su residencia en Santa Marta, el señor Mier Benítez se baja un momento para despedirse de su esposa, la neogranadina Isabel Rovira. Ella, mirando hacia el coche donde viaja el gran hombre, pide al marido:
–Joaquín, ¿por qué no traes un momento a su Excelencia para que conversemos un ratito con él?
–¡Imposible, Isabel! ¿No ves su estado?
Simón Bolívar, cuyo fino oído alcanza a oír desde el carruaje la petición de la dama, alza el tono:
–¡Señora, aún me quedan alientos para ir a besar a usted las manos!
–¡Excelencia, qué galante! –dice la mujer, aproximándose al vehículo, la cara encarnada de emoción–. Por favor, Excelencia, quédese tranquilo y permita que yo le acompañe también, para atenderle como vuestra señoría merece.
–Es usted tan gentil como hermosa, señora mía –responde el general, con una mueca de sonrisa.

Al llegar a la quinta de La Florida de San Pedro Alejandrino, el Libertador curiosea en la pequeña biblioteca que ve en la sala…
–¿Qué obras tiene usted aquí, señor de Mier?
–¡Oh! –se avergüenza el hispano–... Mi biblioteca es muy pobre, Excelencia.
–¡Cómo! ¡Pero si aquí tiene usted la historia de la humanidad!... ¡Aquí está Gil Blas, el hombre tal cual es, y aquí tiene usted el Quijote, el hombre como debiera ser!

Sopla una refrescante brisa que baja de la Sierra Nevada y el dulce perfume de las amapolas, lo mismo que el canto de los pájaros embriaga los sentidos… Es el jueves nueve de diciembre... En compañía de sus fieles edecanes y de varios amigos civiles que han ido a saludarle, jinete sobre su hamaca bajo la sombra fresca de los dos frondosos tamarindos que le sobrevivirán hasta hoy, el forjador de tantas naciones siente sobre su corazón el peso de su propia epopeya y la amargura de la ingratitud humana, y pronuncia roncamente, quién sabe bajo qué terrible evocación:
–¡Jesucristo, Don Quijote y yo hemos sido los más insignes majaderos de este mundo!

Al siguiente día, viernes diez de diciembre, y a pesar de los titánicos y desesperados esfuerzos de Alejandro Próspero Rèvèrend, el Padre Libertador empeora hora a hora. Cuando el médico comunica al general Mariano Montilla la irreversible cercanía del fin, el afligido y fiel militar aconseja:
–Si su excelencia está tan grave, doctor, es menester que usted le advierta de ello para que arregle sus cosas espirituales y temporales.
–Sírvase dispensarme, señor general; si yo hiciera tal cosa, no me quedaría aquí ni un momento más; eso no es asunto de médico, sino de sacerdote.
–¿Qué haremos, pues?
–Creo que lo mejor, para salir del apuro, será llamar al señor Obispo de Santa Marta, el doctor Estévez, para que pregunte a su Excelencia si desea recibir los sacramentos.
–Le mandaré recado de inmediato.
Una vez que el Obispo Estévez se apersona en la casa y habla un rato a solas con el enfermo, sale del aposento en silencio y abandona la casa con la mirada baja y el ceño fruncido, sin mirar ni hablarle a nadie. Rèvèrend entra inmediatamente y el enfermo, con mirada extraviada, inquiere en un murmullo:
–¿Qué es esto? ¿Estaré tan malo para que se me hable de testamento y de confesarme?
El francés no puede evitar conmoverse hasta las lágrimas y trata de quitarle importancia al hecho:
–No hay tal cosa, señor general, tranquilícese. Varias veces he visto enfermos graves practicar estas diligencias y después ponerse buenos…
¡Pero ya el ilustre enfermo no escucha al galeno! Una interrogación sin respuesta posible atormenta su espíritu, y la suprema, postrera y humana angustia existencial le envenena el alma:
–¡Qué buena vaina! ¿Cómo saldré yo de este laberinto?

Ya en la noche del mismo viernes 10, el cura de la vecina aldea de Mamatoco, Hermenegildo Barranco, administra los últimos sacramentos al Libertador, luego de que éste concluye de dictar su testamento y lo que será la proclama final a todos sus conciudadanos. Catalino Noguera, el notario llamado al efecto, profundamente conmovido, comienza a leer el mensaje, a fin de que el enfermo lo apruebe y los numerosos testigos presentes lo conozcan:

“Colombianos: habéis presenciado mis esfuerzos para plantar la libertad donde reinaba antes la tiranía. He trabajado con desinterés... abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad...”

Pero, ya a la mitad de la enervante lectura, la sacralidad del momento hace que la voz del funcionario se quiebre de emoción: “...He sido víctima de mis perseguidores, que me han conducido a las puertas del sepulcro… Yo los perdono...”
Un desgarrador sollozo le interrumpe la lectura. El doctor Recuero, auditor de guerra del general, toma el papel y prosigue: “...Al desaparecer de en medio de vosotros, mi cariño me dice que debo hacer la manifestación de mis últimos deseos. No aspiro a otra gloria que a la consolidación de Colombia. Todos debéis trabajar por el bien inestimable de la unión: los pueblos, obedeciendo al actual gobierno para libertarse de la anarquía; los ministros del santuario dirigiendo sus oraciones al cielo, y los militares empleando su espada en defender las garantías sociales. Colombianos: mis últimos votos son por la felicidad de la Patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro.”

Un acceso de tos espasmódica, aguda y silbante ahoga al moribundo, hasta que, ayudado por José Palacios, su mayordomo de toda la vida, finalmente logra articular, entre esputos verdes:
–Sí, al sepulcro... Es lo que me han proporcionado mis conciudadanos... pero les perdono. Ojalá yo pudiera llevar conmigo el consuelo de que permanezcan unidos.

El viernes 17 de diciembre de 1830, un poco antes de la una de la tarde, el doctor Rèvèrend sale de la alcoba del enfermo y con grave ceremonia y voz sombría anuncia a los numerosos civiles y militares pendientes de la salud de Simón Bolívar:
–Señores…, si queréis presenciar los últimos momentos y el postrer aliento del Libertador..., ¡ya es tiempo!

A la una y siete minutos de esa tarde, la vida física del Genio de la Gran Colombia se eclipsa y se transforma en el Sol de América.











LOS IMPEDIDOS

(Para José Gregorio Cardona Durán)


Como todos los emisarios habían fracasado, los de la Aldea Verde enviaron (con el fin de impedir la guerra de exterminio mutuo que parecía inevitable) a su más precla­ro vecino, Astarik.

El grande hombre no podía emitir sonidos (carecía de lengua) pero ello no menguaba su poder de comunicación ni su seductora sonrisa.

Astarik marchó a conferenciar con su homólogo, Milox. Éste padecía de sordera pero era, asimismo, el más lúcido poblador de la Aldea Roja.

Se encontraron las dos canoas en la mitad del río que dividía las villas. Ambos sabían que quien convenciera al otro ganaría, para su gente, el derecho a transitar y pescar primero por las aguas en el horario de ebullición de los peces, requisito vital para subsistir.
La aldea perdedora debería conformarse con las sobras, con las horas menguadas.

Ambos comprendieron, al mirarse, que su Destino era inevitable.
Se abrazaron y se lanzaron a la corriente, entrelazados.
Y se ahogaron.
Y evitaron la guerra.









UN SÓLO CAMINO

(Para Jhon Caryl Durán González)


En el principio fue el Verbo. Es decir, el Sonido. Y el Color. La Vibración.
Entre billones de ellas, una pequeña bola de gases incandescentes comenzó a enfriarse en las profundas soledades intersiderales... y fue el planeta blan­co: un mundo de hielo. Después, parte del hielo se derri­tió... y fue entonces el planeta azul o de agua, al que lla­maron sus posteriores habitantes humanos (un tanto ab­surdamente) La Tierra.

Y he aquí que en el Ciclo Conveniente, los Planifi­cadores avistaron el mundo gélido, el planeta muerto, y decidieron plantar en él un Proceso, y así lo hicieron.

Cuando estuvo cumplida la etapa primaria de vida mineral, vegetal y animal del ciclo, los plantadores de vida universal retornaron al planeta azul (que ya no era helado) y en vista de que el propósito inicial se había cumplido tal como lo habían previsto, decidieron seguir con la siguiente fase del Plan Evolutivo, que incluía vida un poco menos burda que la ya desarrollada.
Escogieron entonces siete parejas de la inteligencia celular animal más evolucionada y las regenetizaron, y las adiestraron, y les enseñaron algunos de los grandes secretos, y les entregaron un gigantesco cubo piramidal de lava blanca petrificada como recordatorio de sus lecciones, y se marcharon.

Así, aquel Proceso por ellos plantado siguió su curso natural; sin embargo, fieles a su código ético, los sembradores perpetuos dejaron plena libertad creativa inteligencial a la parte de sí mismos que habían adeeneizado en las siete parejas, para que de este modo la obra tuviese validez y méritos propios y evolucionara a voluntad.

En el momento propicio se hicieron presentes una vez más para dar cumplimiento a la tercera y última parte del Plan: aquella que igualaría a sus creaciones con ellos mis­mos, ocupando así su propio lugar en el Todo..., en caso de que valiera la pena.

Ahora bien, durante el desarrollo de la segunda etapa evolutiva, las criaturas elegidas por los incansables viajeros realizaron notables progresos multinucleónicos y estuvieron a punto de descubrir el secreto básico de toda energía..., pero, por desgracia, olvidaron su propio origen sideral, desconocieron el monumento de piedra blanca y atentaron contra el Principio Elemental.

Los sembradores se fueron sin haber puesto en marcha la última parte del Plan. No tenía caso. Los resultados no eran los esperados. La obra había desconocido a su creador y torcido la espiral ascendente. Sólo cabía dejar que los habitantes del minúsculo planeta de agua se entendieran con el Destino que ellos mismos se habían fraguado.

Los Planificadores se marcharon del planeta azul desde el lugar donde habían comprobado que la estupidez de los terrestres era Involutiva.

El lugar en cuestión se llamaba Hiroshima.

Ahora únicamente quedaba una salida para las necias criaturas humanas del planeta que empezaba a ser destruido por sus moradores.

Un sólo camino.








LA FIESTA

(Para María Inés Durán)


El temporal que amenazaba desde temprano se desató cual si no hubiese llovido en siglos.
El viento batía ramas y ventanas como llamando la atención de los fiesteros.
Las ricas viandas de delicatessen, mariscos, platillos españoles y franceses y bebidas exquisitas se hallaban a cubierto en una carpa aparte especialmente implementada al efecto.

–A propósito, Mistral, ¿qué se hizo tu esposa, vale? –preguntó el viejo vestido como para una ceremonia hollywodense.
En su rostro arañado por incontables surcos de arrugas grasientas y azuladas, sus ojillos de búho parecían buscar su próxima presa entre las asistentes a la lujosa fiesta.
Mistral, el anfitrión, lo miró con ojos de desconcierto nuevo.
–¿Mi mujer? ¿María de los Ángeles?
La pregunta había tomado desprevenido al adulante y ya borracho alcahuete.
–Claro, ¿cuál más? –asintió Buitrago–. ¿Dónde está ella?
–Pues... No sé, colega... Por ahí andará... ¿Por qué pregunta?
–Porque es muy buena moza tu mujer, chico, pero eso lo sabes tú mejor que yo, gran carrizo, ¿no?
–Bueno, sí... Sí, eso dicen todos...
–Pues por algo será, chico –dijo el viejo, y volvió a clavarle la mirada de buitre–. ¿Por qué no la buscas, Mistral?... A lo mejor con ella sí me animo a bailar un bolerito de esos bien pegaditos que estás poniendo.
Mistral parpadeó con aire inocente. No quería entender las explícitas insinuaciones de su invitado especial. Preguntó con gesto de extrañeza lo que en el fondo sabía era verdadero:
–¿Usted quiere bailar con mi esposa María de los Ángeles, doctor Buitrago?
–¿Por qué no la buscas, vale? –y como para que no quedara rescoldo de duda de la naturaleza de sus deseos, puntualizó–: ¿O tal vez ya no estás interesado en ese contrato de obras del ministerio del cual me hablaste?
Con la mirada auscultando el piso de granito el alcahuete Mistral atravesó la sala repleta de parejas bailantes y se dirigió a su habitación.

En la alcoba, María de los Ángeles, su esposa, trataba de descansar. Nunca participaba en las escandalosas rumbas que su marido organizaba, a pesar de la insistencia del frívolo sujeto.
Mistral entró y propuso sin tapujos a la mujer lo que su invitado de lujo deseaba. Ella se negó en redondo con los ojos inflamados de cólera. Mistral le explicó la conveniencia de aceptar so pena de desatar su ira, le dio diez minutos para que se arreglara y salió cerrando la puerta con amenazadora suavidad.
María de los Ángeles dudó. Sabía que los ataques de cólera de Mistral eran temibles. En oportunidades anteriores había llegado al extremo (siempre drogado) de golpearla, amarrarla y encerrarla en el sótano por negarse a participar en sus bochinches.
Esta vez ella estaba al borde de cometer una locura. Más temprano, al asomarse y ver y escuchar el alboroto, adivinando lo que le esperaba, había acariciado (con perturbador consuelo) el cañón del revólver que su marido escondía en el interior de la chaqueta de piel de búfalo, y luego, atemorizada, lo había devuelto a su lugar. Pero ya no quería fingir ni degradarse más. Volvió a tomar el arma. Revisó el tambor con los cinco proyectiles.

–¿Qué hago, Dios mío? –musitó–. ¿Me mato o lo mato a él? ¿O a ambos?

Sabía que tenía poco tiempo. En unos minutos Mistral volvería a entrar y las cosas no quedarían sólo en palabras, sobretodo si él seguía drogándose, como ella había advertido que ya estaba.
Volvió el rostro hacia la ventana. La lluvia parecía enviarle un húmedo mensaje. Se decidió…

Al rato, cuando Mistral retornó, bastante más volado, encontró sobre las rojas sábanas del lecho una blanca hoja de papel con un mensaje escrito.
Sobre la nota, su revólver, con el tambor afuera y sólo una bala en él. Aunque vio la ventana abierta y batida por el viento, no quiso creerlo. Presa de un ataque de furor, la buscó en la sala de baño, en el clóset y debajo de la cama...
Solo entonces aceptó que María de los Ángeles se había ido. Con una tonta expresión de incredulidad en el transpirado rostro, se sentó en la cama y contempló el arma. Finalmente, se atrevió a examinar la nota.
En el encabezado tenía dibujado, con lápiz labial escarlata, un corazón partido en dos por un hacha. Debajo, en tinta negra, estas palabras, escritas con trazos firmes:

“Hasta nunca. Esta bala es para que entiendas que lo único que quiero saber en adelante de ti es que la usaste para suicidarte. Si te atreves a buscarme, denunciaré tus chanchullos y tu narcotráfico y compraré un arma para los proyectiles que me llevo. Me conoces y sabes que los usaré todos. Hasta nunca.”

–¡Coño de su madre! –no pudo evitar exclamar, sacando del bolsillo el frasquito con cocaína–. ¿Y ahora qué le digo al viejo de mierda éste? ¡Coñísimo de la madre! –repitió, todavía incrédulo–. ¡Y tanto que gasté en esta fiesta de mierda!










DE PIEDRA

(Para Yanko José Durán González)

El hombre supo que todo había comenzado con la canción del río, con su sonido, con su murmullo primigenio.
Recordó las aguas. Su poder, su arrogancia.
Y tembló.
¿Qué abominables, qué inmisericordes Dioses decretan corrientes de tal brío?
Fallaron sus fuerzas. No se resistió. Sabía que la debilidad (como en otras ocasiones) vendría, impía, a reducirlo, a someterlo, a envilecerlo, a demostrarle que podía ser capaz de hacer que su cuerpo se retorciera con espasmos de serpiente...
Pero esta vez… una codicia nueva, no-cíclica, le mandaba rendirse.
Y lo hizo.
Se transformó en secuencia y en consecuencia del río.

Se volvió de piedra.











EL GENERAL Y EL CONDE



–Y bien, señor coronel, concretamente, ¿qué es lo que propone el general Morillo?

Corre el mes de octubre de 1820 en el Cuartel General de las tropas patriotas en Angostura. Dos oficiales del ejército español, emisarios del jefe realista don Pablo Morillo, han pedido entrevistarse con el Libertador Simón Bolívar, Jefe Supremo de las tropas republicanas, para sondear una negociación que conduzca a una tregua en la sangrienta y larga guerra que enfrenta a los venezolanos contra la dominación peninsular desde hace ya diez años.
Bolívar los recibe en la casa de gobierno, pero de entrada no le agrada el aire perdonavidas de los ibéricos.
–Señor General Bolívar –dice uno de los emisarios, con tono altanero y dejo andaluz–, el señor Teniente General Morillo está en disposición de negociar con vuestra señoría, pero…
Al notar la indecisión del otro, Bolívar atropella, cortante:
–¿Pero qué?
–El señor Teniente General hablaría con usted de un posible armisticio pero... usted debe retirarse con sus hombres a Cúcuta para...
Un relámpago repentino relumbra en las pupilas negrísimas del militar caraqueño:
–¡Diga usted al señor Teniente General Morillo que él se retirará a sus posiciones de Cádiz antes que yo a Cúcuta, y que hacerme semejante proposición es un insulto que yo devuelvo con desprecio!

Ante la categórica respuesta del Jefe Supremo de los Ejércitos Venezolanos, Pablo Morillo cambia de estrategia: desautoriza a sus delegados militares, acepta negociar en otros términos y comisiona a Juan Rodríguez del Toro, alcalde primero de Caracas, al brigadier Ramón Correa, jefe superior político de Venezuela y a Francisco González de Linares como sus legítimos representantes. Simón Bolívar escoge como negociadores de la república de Colombia al joven general Antonio José de Sucre, al coronel Pedro Briceño Méndez y al teniente coronel José Gabriel Pérez, y los seis embajadores se reúnen casi a diario, incansablemente, entre Barquisimeto, Carache y Trujillo para satisfacer las disposiciones de sus respectivos gobiernos. También entre los dos jefes militares se hace más frecuente, fluido y caballeroso el intercambio de correspondencia.

En realidad el Jefe Supremo de los Ejércitos del Rey lleva meses buscando un acuerdo de paz conforme a instrucciones recibidas desde la Península, auspiciadas por la revolución liberal vivida por España, que ha hecho a Fernando VII cambiar su política hacia las colonias de ultramar. En efecto, el rey felón (de carácter absolutista, acostumbrado a ejecutar su santa voluntad), en marzo de ese año 20 es obligado a jurar la Constitución Española de 1812 y a establecer un gobierno de carácter liberal que equilibre el poder entre las Cortes y el Monarca, según lo previsto en dicha Constitución; más claramente: ya don Fernando VII no podrá hacer lo que le dé su real gana y el poder ejecutivo español debe sumisión al legislativo.

La siguiente es un extracto de la minuta que los integrantes de la comisión del rey mostraron a los representantes del Libertador días antes de la negociación final:

“En el cuartel general de Carache á 19 de Noviembre, reunidos el Excmo. Don Pablo Morillo, conde de Cartagena y general en jefe del ejercito expedicionario de Costafirme; el mariscal de campo D. Miguel de la Torre, jefe del estado mayor general; los Sres. Brigadier D. Ramón Correa, jefe superior y político de estas provincias; D. Juan Rodríguez Toro, alcalde primero constitucional de Caracas, y D. Francisco González de Linares, comisionados para pasar al cuartel general del Excmo. Sr. D. Simón Bolívar, con el objeto de acordar las bases del armisticio que debe establecer con el gobierno disidente á consecuencia de la Real orden comunicada por el ministerio de la Gobernación de Ultramar en 11 de Abril de 1.820, y el capitán D. Josef Caparros, nombrado secretario: han acordado poner por bases generales del armisticio los artículos siguientes:

Art. 1. ---- La buena fe debe ser el primer fundamento de esta negociación de conformidad de los principios de rectitud que han adoptado por el gobierno benéfico de la Nación.

Art. 2.---- El armisticio deberá ser por un año contado desde su ratificación.

Art. 3. ---- Las tropas de ambos ejércitos permanecerán en el terreno que ocupen en el acto de la ratificación, y desde el mismo momento se librarán órdenes por sus respectivos jefes para la cesación de hostilidades, a cuyo efecto se nombrarán oficiales que pasen de una y otra parte á hacer las comunicaciones convenientes á los jefes de las divisiones.

Art. 6. ---- Podrán restituirse a sus hogares los emigrados, y sus bienes les serán devueltos del mismo modo que lo ha hecho el Gobierno español, sin que, por ningún pretexto se les haga cargos por sus opiniones políticas.

Así las cosas, el sábado 25 de noviembre de este año de 20, a las diez de la noche, los emisarios españoles, encabezados por el brigadier Ramón Correa, y los patriotas, presididos por Antonio José de Sucre, establecen el Armisticio que suspende las hostilidades durante seis meses y al día siguiente se firma el tratado de regularización de la guerra, tarea que el Libertador ha encomendado al brillante y noble general Sucre, de apenas 25 años, quien trata de humanizar en lo posible los efectos de esta sanguinaria Guerra a Muerte entre godos y patriotas, vigente desde el año 13.
El futuro Gran Mariscal de Ayacucho propone, entre otras cosas, que: “…Todo militar tomado en el campo de batalla se guardará como prisionero de guerra y será respetado, hasta lograr su canje... El canje de prisioneros será obligatorio... Los cadáveres, en los campos de batalla, recibirán los últimos honores de la sepultura...”

La firma de esta tregua entre independentistas y realistas representa para aquellos varias ventajas, porque si el acuerdo de paz culmina con éxito, el Imperio Español se verá obligado a reconocer la soberanía del enorme Estado creado por el Libertador y bautizado con el nombre que forjara el generalísimo Francisco de Miranda, Colombia, en justo honor al descubridor del nuevo mundo, y si esto no se logra, al menos los criollos tendrán tiempo para reorganizar el ejército y planificar la continuación de la guerra con ventaja a su favor, que es justamente lo que busca Bolívar.

Vivamente intrigado por la personalidad del jefe revolucionario venezolano y deseoso de mirarlo cara a cara, el general Pablo Morillo le había escrito al brigadier Correa el 24 de noviembre desde su cuartel general en Carache manifestándole que luego de firmado el armisticio le agradaría «...tener una entrevista con el general Bolívar para darle un abrazo y que nos tratemos como amigos...», y proponía como lugar de reunión el pueblo de Santa Ana de Trujillo, que aunque estaba en poder de los españoles, no distaba mucho del territorio controlado por los revolucionarios.

Tres días después, el lunes 27 de noviembre, se lleva a cabo el encuentro.

Es célebre la anécdota según la cual el Brigadier Pablo Morillo y su numerosa comitiva de húsares, todos de flamante uniforme de gala, esperan al Libertador en la placita del pueblo. Son casi las diez de la mañana. Simón Bolívar, vestido modestamente, lo mismo que Antonio José de Sucre, Pedro Briceño Méndez y los edecanes, avanza al encuentro del jefe peninsular, quién, impaciente, pregunta a un ayudante al verlos venir:
–Coronel, ¿cuál es el general Bolívar?
–El que viene adelante, mi comandante.
Pablo Morillo pide el anteojo y, tras observar, presa de la más viva sorpresa, expresa:
–¡Cómo! ¿Aquel hombre pequeño, de levita azul y gorra de campaña y que viene en una mula, es el general Bolívar?
El subordinado asiente con un rictus despectivo, sin apartar los ojos de la comitiva que se acerca:
–El mismo. Qué poco garbo tiene el criollito, ¿eh, mi general? Buena falta le hace un poco de la prestancia de su Excelencia, que…
Pablo Morillo, con mirada y tono fulminante, acalla al necio edecán:
–¡Silencio, coronel, no diga sandeces!

Don Pablo Morillo, Conde de Cartagena y Marqués de La puerta, es un eminente brigadier llegado cinco años antes a América desde España enviado por el Rey Fernando VII para someter a los rebeldes. El Conde es un veterano guerrero que ha combatido contra Napoleón Bonaparte y de quien el propio Duque de Wellington pregona sus virtudes como militar. Pablo Morillo es astuto, indomable, sagaz y valiente. A comienzos de 1815 llegó a la isla de Margarita con diez mil quinientos bravos soldados realistas en 42 barcos y con el título de “Capitán General de las Provincias de Venezuela y General en jefe del Ejército Expedicionario”.

Ahora, impresionado, avergonzado quizá, el a sí mismo nombrado “Pacificador” ordena que el escuadrón de húsares se retire con discreción y luego echa pie a tierra y abraza al militar venezolano, ante el regocijo de los oficiales y curiosos de ambos bandos, exceptuando, claro, al fatuo coronel edecán del jefe español.
–¡Señor general don Simón Bolívar, por fin puedo conocerle personalmente a usted, y créame que deseaba estrecharle entre mis brazos!
–¡Señor brigadier don Pablo Morillo, no sabe usted el regocijo que representa para los míos y para mí el privilegio de abrazar a vuestra ilustre persona!

Pablo Morillo es un hombre alto, fuerte, de nariz firme y ojos grandes, casi crueles. Tiene en este penúltimo mes del año veinte 42 de su edad, sólo cinco más que su rival americano. Ante su altivez, su experiencia y su don natural de mando, todos los jefes españoles anteriores como Monteverde, Cagigal, Morales y el mismo Boves lucen disminuidos, incompletos. Este hombre, representante supremo de Fernando VII en América, que nunca ha conocido a Bolívar sino por referencias, ahora, al estrecharlo en los brazos desde su mayor estatura y medirle la bravura y la astucia en los negros ojos, comprende de inmediato que éste no es un caudillo más ni un “generalito de bazar”, como le informaran; después de conocerlo hoy se impondrá de que es un adversario formidable, culto, noble como el que más, y un convencido de la razón de su lucha.

–Por favor, señor general Bolívar, acompáñeme adentro.
–Después de usted, señor brigadier Morillo.
Bolívar, por su lado, con el genio y la gracia diplomática que le hicieran famoso en los mejores salones de París, agasaja y aplaude las salidas del español durante la comida que éste le ofrece, regada por el mejor vino peninsular. Con una nobleza y romanticismo propios de la época y ocasión, los dos adalides acuerdan levantar un monumento en el sitio en que se han abrazado, y el entusiasmo y la admiración de parte y parte les hace colocar la primera piedra del mismo, entre los vivas de los presentes.

Por la noche, ambos caudillos aceptan descansar en una misma habitación, como demostración de mutua confianza y buena voluntad.
–Señor brigadier Morillo, ¿un brindis de buenas noches como culminación de los favorables resultados que, para ambas naciones, augura este encuentro?
–¡Hombre, señor general Bolívar, qué cosas tiene usted! ¿Favorables resultados para ambas naciones? –y el astuto militar y marino suelta una risa obsequiosa–... ¡Por Dios vivo, señor mío, que es usted audaz!
Bolívar, con dos copas en mano, le mira astutamente, también sonriente. Pablo Morillo acepta el vino y mira a su rival con una mueca sardónica:
–¿Cómo podría haber “favorables resultados”, señor general, para los protagonistas de una guerra como la nuestra? –y amplía la sonrisa respetuosa y cordial–. Es como pretender que en una lucha de dos hombres por una hembra, el que la pierda quede tan gozoso como el que la gane, situación algo extraña, Excelencia, si nos atenemos a la humana naturaleza, ¿no os parece?
–Tiene razón su Excelencia –contesta el venezolano, con sonrisa más incisiva –, si analizamos el asunto desde esa muy humana perspectiva,... pero si ponemos a esos dos hombres de su ejemplo como padre e hijo, un padre poderoso y algo despótico, y un hijo crecido sin la atención debida, y si vemos ahora que luchan, no por una dama, como en el símil de su Excelencia, sino por su derecho cada cual…
–¿Su derecho cada cual? –corta Morillo, y Bolívar, sin darle tregua:
–...El derecho natural que tiene cada hijo, cuando ha crecido, de vivir la vida a su modo, y el no menos natural que tiene el padre de no perder los favores del hijo colonial –una corta carcajada del español celebra la diplomacia del caraqueño, que remata–: ...Si lo vemos bajo este cristal, Excelencia, concordará conmigo en que es una gran cosa que el padre intransigente se avenga, al fin, a razonar con el hijo rebelde...
Pablo Morillo ríe a sus anchas, celebrando sin ambages la viveza del Libertador:
–¡Ah, señor General Bolívar, cómo me engañaron mis espías al informarme que, si bien era usted un excelente jinete y un estupendo danzarín, era así mismo un pésimo militar y un peor estratega!
–No se si sus espías lo engañaron, señor general..., ¡pero convénzase usted de que cada soldado del este vasto territorio que conforma la gran Colombia preferiría morir antes que renunciar a su derecho a ser libre!
Brillan de convencimiento los ojos del militar americano al sincerar la razón de su lucha ante el adversario hispano. Están solos los dos grandes hombres en la amplia estancia, con la única compañía de sus criados, lejos de la adulación, la genuflexión y el respeto de sus respectivos oficiales y edecanes. Don Pablo Morillo, con la sabiduría que proporcionan la experiencia y el análisis de las propias vivencias, comprende, repentinamente, que este hombre pequeño y vivaz le está regalando una verdad histórica: ¡sólo el exterminio total, absoluto, inclemente de todos estos hombres con profundos sentimientos independentistas podrá inclinar la balanza a favor de la Patria Madre!; en consecuencia, esta lucha está perdida: los patriotas jamás se rendirán, y este hombre que tiene delante con la copa de vino en alto esperando su brindis se ha encargado, con su genio, de sembrarles ese sentimiento. Por ello, avizorando su destino, el astuto conde de Cartagena se inclina, alza su copa y pronuncia, solemne, sin apartar sus ojos de los del caribeño:
–¡Excelencia, brindo por los padres comprensivos y por los hijos rebeldes, pero generosos!
–¡Brindo por su brindis, Excelencia! ¡Por España y sus hijas,… pero libres!

A la mañana siguiente, al despedirse, satisfechos, el europeo y el americano vuelven a abrazarse…
–¡General Bolívar, viva usted muchos años!
–¡General Morillo, su generosidad excede su bravura!

Casi ninguno de los oficiales de Bolívar, exceptuando quizá a Antonio José de Sucre, mide el alcance del triunfo diplomático que esta entrevista con Morillo significa para la causa republicana. ¡Por primera vez, en diez años de cruenta guerra, España, al través de su vocero militar y político más autorizado en el nuevo mundo, acepta tratar, de igual a igual, de jefe a jefe, de nación a nación, con una de sus colonias y con su mayor caudillo!

De regreso en su campamento, el Libertador no oculta su euforia delante de su entorno íntimo:

–¡Ganamos, carajo, ganamos, ganamos! –grita, riendo–… ¡Por fin somos capaces de tratar de República a República con España! ¡Por fin reconocen que la libertad es un derecho que se puede conquistar por medio de la justicia, además de con las armas! ¡Bravo, carajo, bravo, bravo!

Al informar a su rey sobre la entrevista, Don Pablo Morillo escribe acerca de Bolívar: “Nada es comparable a la incansable actividad de este caudillo. Su arrojo y su talento son sus títulos para mantenerse a la cabeza de la revolución y de la guerra; pero es cierto que tiene de su noble estirpe española rasgos y cualidades que le hacen muy superior a cuantos le rodean. Él es la revolución.”

Ocho años después de aquel célebre primer y único encuentro con el más aguerrido y astuto jefe que España enviara a combatir las colonias rebeldes, Simón Bolívar confesará a Luis Perú de Lacroix sus impresiones sobre el mismo:

“¡Qué mal han comprendido y juzgado algunas personas aquella célebre entrevista! Unos no han visto por mi parte ninguna mira política, ningún medio diplomático; sólo la negligencia y la vanidad de un necio; otros sólo la han atribuido a mi amor propio, al orgullo y a la intención de hacer la paz a cualquier precio y condiciones que impusiera España. ¡Qué tontos o qué malvados son todos ellos! Jamás, al contrario, durante todo el curso de mi vida pública, he desplegado más política, más ardid diplomático que en aquella importante ocasión, y en esto –puedo decirlo sin vanidad– creo que ganaba también al general Morillo, así como lo había ya vencido en casi todas mis operaciones militares. Fui a aquella entrevista con una superioridad en todo sobre el general español; fui, además, armado de cabeza a pies; con mi política y mi diplomacia, bien encubierta con una grande apariencia de franqueza, de buena fe, de confianza y de amistad.”

Quince días después de la entrevista en Santa Ana, Pablo Morillo deja encargado del ejército realista a su segundo, Don Miguel de la Torre, y regresa a España, convencido como está de que la causa realista no triunfará, al menos mientras Simón Bolívar esté con vida.
Con el regreso del Brigadier Pablo Morillo a su tierra natal, el curso de los acontecimientos en la Gran Colombia va a cambiar notablemente. Bolívar, alborozado por el triunfo diplomático y militar que ha significado el Armisticio y la renuncia de Morillo, parte hacia Cúcuta y luego a Bogotá, dispuesto a proseguir personalmente la Campaña del Sur, que ha de liberar a las hermanas provincias de Perú, Ecuador, Chile, la Plata..., el Paraguay tal vez…

En el ejército español, las cosas no andan bien... La partida del sagaz militar que es Pablo Morillo desalienta un tanto al numeroso ejército realista diseminado en todo el territorio venezolano. El nombramiento del general Miguel de La Torre como Comandante Supremo de las fuerzas del rey Fernando VII despierta envidias y resentimientos entre otros jefes que se creen con igual o más mérito para ocupar dicho cargo, entre quienes se cuenta el sanguinario Tomás Morales, aquel canario que fuera compañero y cómplice de las crueldades de José Tomás Bóves.
Sin embargo, La Torre, militar diestro y buen estratega, se propone lograr firmemente lo que Morillo no pudo: la pacificación, o la rendición total de las provincias venezolanas, las más rebeldes de toda la colonia.

Bolívar, que, como apuntamos, pensaba ir a dirigir la Campaña del Sur en persona, cambia bruscamente sus planes, pues un golpe de intuición le advierte de la necesidad de liberar primero a Venezuela, punta de lanza del ejército español. Bajo esa perspectiva, escribe al general José de San Martín, quien desde Chile ha desembarcado en El Callao rumbo a Lima para desalojar de allí a los españoles, felicitándole por la iniciativa y anunciándole, ¡con 18 meses de anticipación!, la entrevista que ambos libertadores habrán de sostener en Guayaquil:
“Bien pronto la Divina Providencia, que ha protegido hasta ahora los estandartes de la Ley y de la Libertad, nos reunirá en algún ángulo del Perú, después de haber pasado por sobre los trofeos de los tiranos del mundo americano.”

En abril de este año de 1821 expira el plazo del Armisticio pactado en Santa Ana. Bolívar comprende que debe aprovechar el tiempo que le queda para reorganizar su ejército y presentar el combate decisivo.

Repentinamente, la provincia de Maracaibo, que está en poder de España, se alza en armas, liderada por José Rafael de Los Heras, con el apoyo del general Rafael Urdaneta. Maracaibo pide su incorporación a Colombia, suceso que inmediatamente rompe la tregua lograda en Trujillo. El general La Torre reclama la pronta reintegración del territorio marabino a sus banderas; Bolívar, hábilmente, se niega, pero con exquisita diplomacia, pues todavía necesita tiempo para organizar sus tropas y no le interesa reanudar las hostilidades aún. El 2 de febrero sale de Bogotá hacia Venezuela, tras haber confiado al general Antonio José de Sucre el mando de la campaña del Sur. Desde San José de Cúcuta, escribe al jefe realista:
“Si ha sido para nosotros un objeto de deseo la ciudad de Maracaibo, ahora lo es de dolor por el compromiso en que nos ha puesto. Sin duda, debe usted hacerme la justicia de creer que yo no he tenido parte alguna en la presente insurrección de esta anhelada ciudad. Jamás me habría colocado voluntariamente en un caso que, bajo todos los respectos, es extremo. ¿Cómo comprometer a un amigo respetable como usted a tomar medidas en todo contrarias a sus sentimientos, y cómo abandonar a un pueblo, ya amparado por nuestras armas y protegido por la Ley fundamental de Colombia?... Para mí, uno y otro son motivos de mucho sentimiento, sin añadir el más cruel de todos: la sospecha de nuestra buena fe.”

Simón Bolívar, presintiendo el advenimiento del combate definitivo, medita en su cuartel general de Boconó:
“La Torre quiere reiniciar la guerra el 28 de abril. Bueno…, no tengo más remedio que aceptar. Sus fuerzas son muy superiores a las nuestras, pero están dispersas; sólo impidiendo que se reagrupen podemos ganar. Esta vez nuestro ejército debe actuar como un solo hombre; Bermúdez está en Oriente, con sus tropas... Pues bien, él y el general Soublette, entrando por los Valles de Barlovento, invadirán la provincia de Caracas; Zaraza y Monagas, con las caballerías del Alto llano, combatirán en Calabozo y Orituco; Urdaneta, desde Maracaibo, acometerá Coro; Carrillo deberá apoderarse de Barquisimeto y del Tocuyo, y el general Páez se reunirá conmigo en el punto más conveniente para la reorganización de nuestras fuerzas. ¡Ésta tiene que ser la batalla que expulse al español definitivamente de Venezuela!”

Sabiendo que su mejor aliado es el tiempo, Bolívar vuela a Barinas a inspeccionar el acantonamiento de sus tropas. Pero no todos tienen el entusiasmo delirante ni la confianza y seguridad del Libertador; abundan las enfermedades, lo mismo que las deserciones por falta de dinero para pagar a los soldados.

Entretanto, La Torre, atento siempre a los movimientos de su enemigo, ha fijado su cuartel general en San Carlos. Parte del ejército realista está en Cumaná; el brigadier Morales, con cinco mil efectivos, ocupa Calabozo y sus alrededores; las otras divisiones españolas resguardan Araure, Caracas y el propio San Carlos. El jefe español, impaciente, decide tomar la ofensiva y en los primeros días del mes de mayo de este año de 1821 sale de su cuartel general a la cabeza de dos mil hombres; ordena a Morales controlar a Páez en las riberas del Apure, llega a Araure e incorpora a sus tropas la Quinta División y se dispone a combatir a Bolívar..., ¡pero se llevará una desagradable sorpresa: el Libertador ha despachado un correo militar urgente al cuartel de Cumaná del general José Francisco Bermúdez, el irascible pero corajudo militar oriental, quien, al recibir la comunicación de manos de su edecán de confianza, la abre, impaciente, y al leerla, estalla en una carcajada soez:
–¡Ajajajaja, capitán Arias, por fin la movilización! –y celebra la noticia con otro hilarante carcajeo–. ¡Escuche, capitán, lo que ordena el Jefe Supremo, en dos platos: “Ocupar Caracas de inmediato y a como dé lugar.”
–¿Ocupar Caracas, mi general? –riposta el subordinado con su dejo margariteño–. ¡’Chacho! Eso no creo que sea sencillo, y me perdona la opinión, mi general…
–¡Las órdenes del Libertador nunca son sencillas, capitán Arias, y si él considera que tomar a Caracas es vital para la salvación de la República, pues así se hará! ¡Movilice la gente, que marchamos de inmediato sobre la capital!
Cuando se queda solo, Bermúdez relee la orden y una sonrisa de admiración le alumbra el rostro tosco:
–Ná menos que ocupar Caracas quiere el hombre, ¿qué tal le parece?

Sin embargo, pese a la movilización de todas sus tropas, Bolívar no ceja en su empeño de prolongar el armisticio, para seguir ganando tiempo, y escribe repetidamente al cada vez más desconcertado Miguel de La Torre: “Tengo la mayor repugnancia en combatir contra mis nuevos amigos, y estoy pronto a hacer nuevos sacrificios por no llamarme enemigo del general La Torre.”

–No comprendo a este hombre. ¿Qué se propone? ¿Creerá acaso que soy un imbécil? ¿Pensará que realmente voy a creer todo estos argumentos de novela barata?... A ver... Aquí más abajo me dice: “Yo probaré a usted que si no tomamos mejores posiciones vamos a perecer de peste y de miseria; y además mostraré a usted documentos los más convincentes de la necesidad de romper las hostilidades. Las condiciones para un nuevo armisticio son las siguientes...”
Con el ceño fruncido, el Jefe Supremo de las tropas hispanas arroja el habano que fumaba:
–¡Vive Dios! ¡Y encima se permite fijar condiciones para el cese de la guerra! ¿Pero qué clase de militar es este? ¡Este tío está loco de atar!... Sigamos leyendo… “Las condiciones para un nuevo armisticio son las siguientes: La primera, una disminución igual de tropas; segunda, la ocupación por nuestras armas de Coro, Carora, El Tocuyo, Quíbor y Guanare, con toda la ribera izquierda de la Portuguesa; tercera, la evacuación de Cumaná por las tropas españolas. De resto, daremos todas las seguridades necesarias para que durante el armisticio ustedes gocen de un pleno reposo.”
Una sonrisa despectiva ilumina la faz del militar sustituto de Pablo Morillo. Al notar que el habano que arrojara al piso está a medio consumir, lo recoge.
–¡Definitivamente este general Bolívar es osado!: “...Quizá usted me responderá que la victoria será la que decida de la verdad de este aserto, pero yo responderé que si la victoria es el juez de esta contienda, entonces nuestras recíprocas pretensiones serán diferentes, y que, cuando la paz puede arreglarlo todo, no es prudencia aventurar la suerte de un pueblo que ambos llamamos nuestro.”

Bolívar, mientras dispone la reorganización de su ejército, hace gala de su comprobada capacidad para realizar varias tareas al mismo tiempo: dicta órdenes, organiza bastimento y provisiones, se ocupa de la correspondencia nacional e internacional, procura ayuda a las viudas e hijos de los soldados caídos en combate, designa al general granadino Luis Eduardo Azuola para desempeñar la Presidencia del Congreso ante la agonía del ilustre Juan Germán Roscio. En marzo, se reúne con el general Páez en Achaguas y espera noticias de sus otros generales.

En las adyacencias de Caracas, la guerra se ha reiniciado con su acostumbrada fiereza. ¡Nada es capaz de detener a José Francisco Bermúdez en su avance hacia la capital: el indómito general oriental es un huracán que barre con todo lo que se cruza en su camino! En Tacarigua fuerza los atrincheramientos de los realistas y los persigue encarnizadamente, los derrota en el sitio del Guapo, y a paso de vencedor se apodera de Caracas, abandonada por el brigadier Correa, y sin darse aliento, persigue al enemigo, que se repliega hacia Aragua; en Las Lagunetas choca contra una avanzada realista y también la vence, apresurándose a llegar hasta El Consejo, donde cae por sorpresa sobre el grueso de las tropas de Correa, a quien inflige una derrota total. ¡Las tropas españolas, huyendo de tan tenaz persecución, se dispersan, aterrorizadas, y el valiente cumanés logra llegar hasta el histórico campo de San Mateo!

Mientras, el general Rafael Urdaneta, que ha ocupado ya la ciudad de Coro, al ser informado de la toma de Caracas por Bermúdez, marcha sobre Barquisimeto, mas cae enfermo de paludismo y encomienda el mando al coronel Rangel; al mismo tiempo, el Libertador, combinando sus fuerzas con las de Ambrosio Plaza, va camino de Guanare, pero las dificultades del terreno así como el continuo movimiento de las tropas impiden que el servicio de postas sea eficiente, por lo que Bolívar se impacienta. En Guanare, le entregan una posta realista que iba de Araure hacia Barquisimeto, capturada por el coronel Torelas, y así se entera que Caracas está en poder de Bermúdez; que el general La Torre marcha apresuradamente hacia allá y que la Quinta División del ejército español abandona Barquisimeto para replegarse en Valencia.

El general Don Miguel de La Torre, desconcertado y furioso por la victoria de Bermúdez sobre el brigadier Correa acude en su auxilio y urde un nuevo plan: deja en Araure la Tercera y la Quinta Divisiones para cubrir sus movimientos y mantener a raya al Libertador y retrocede hasta Valencia para apoyar las operaciones que ha ordenado practicar sobre la capital; Francisco Tomás Morales, por su parte, a la cabeza de 2.500 efectivos, marcha a atacar la división republicana acantonada en La Victoria.

Así, en rápido contrataque, el ejército realista se apodera nuevamente de Caracas mientras José Antonio Páez avanza desde Achaguas a reunirse con Simón Bolívar en San Carlos. La batalla decisiva, definitiva, parece muy próxima; sólo falta definir el escenario que ambos generales juzguen ventajoso para su causa.

La estrategia del Libertador pronto rinde sus frutos: los realistas han dejado el campo libre en el occidente, el centro y el sur, por lo que el avance del ejército patriota continúa sin obstáculos visibles. A Bolívar no le interesa militarmente Caracas, ya que su plan de reunir todos sus efectivos en un punto estratégico para presentar el combate final está dando los resultados esperados. El general La Torre parece haber caído en la celada tendida por el caraqueño. Desorientado, burlado por las tretas del Libertador y queriendo averiguar si las fuerzas de Páez ya se han unido a las de éste, envía al campamento patriota una nueva propuesta de armisticio: “...Hasta tanto se conozcan los resultados de las negociaciones de paz que se discuten en España entre los ministros de ambas naciones”...

Bolívar, por cortesía, recibe los pliegos, pero sigue con su plan. Para continuar engañando a su adversario, usa espías que esparcen el rumor de que el grueso del ejército republicano está al norte, hacia Caracas, al mando de Urdaneta.

¡Todo presagia ya la mortal e irreversible confrontación, pues La Torre se ha aposentado en la llanura de Carabobo y Bolívar, muy cerca, aguarda su momento!

El día 23 de junio de este año 21, en Taguanes, cerca de Tinaquillo, Ambrosio Plaza, recién ascendido a general, convida al General en Jefe del Ejército Libertador y Presidente de la enorme república llamada Colombia que desde 1819 conforman Quito, la Nueva Granada y Venezuela, a dar el visto bueno a la tropa:
–¡Permiso para invitarlo a pasar revista al ejército republicano, general Bolívar!
–Concedido, señor general. ¡Vamos, señores oficiales; vamos todos!
El Comandante en Jefe, con sus oficiales, pasa revista a sus combatientes. ¡En esta ocasión, acaso por vez primera, el ejército patriota viste de gala para enfrentar al enemigo!
Seis mil cuatrocientas gargantas, al unísono, repiten el título más preciado para Simón Bolívar: ¡Libertador!

Por fin despunta el sol de este domingo 24 de junio de 1821; las fuerzas republicanas se ponen en movimiento... Sobre la altura del cerrito de Buenavista, Simón Bolívar, Manuel Cedeño, Ambrosio Plaza, Daniel Florencio O'Leary y otros oficiales observan a los realistas...Desde el amanecer, éstos han tomado los puntos estratégicos de los accesos a la llanura de Carabobo.

Las fuerzas patriotas se componen de tres Divisiones, comandadas por los generales Páez, Cedeño y Plaza; por su parte, las tropas españolas están conformadas por cinco mil doscientos hombres al mando del general Miguel de La Torre y del brigadier Francisco Tomás Morales.
–Señores Oficiales –llama Bolívar, nervioso–, tal como suponíamos, La Torre y Morales han tomado los puntos estratégicos de los accesos a la llanura... Déjenme saber sus opiniones, caballeros.
Están bajo un enorme camoruco reverdecido por las lluvias de junio. El general José Antonio Páez llega de una inspección cabalgando un brioso corcel negro. El centauro, con su tono de lechuza, confirma que el enemigo es inaccesible por el frente y por su flanco izquierdo, y que las pésimas condiciones del terreno hacen casi imposible el ataque por el derecho.
–Umjú – acuerda, impaciente, Ambrosio Plaza–... Debe ser por eso que los godos no han puesto casi tropa ahí.
–Sería un suicidio atacar frontalmente, Libertador –acota Santiago Mariño, Jefe de Estado Mayor, meditabundo.
–Pero si no hay otra forma, habrá que jugársela –opina con falso entusiasmo el aragüeño Manuel Cedeño.
Las opiniones se embarullan. Bolívar nota que un hombre flaco, pequeño y de tez morena, vestido de paisano y descalzo, les observa con semblante atento. Es uno de los prácticos que han acompañado al Libertador desde Tinaquillo el día anterior. Como el hombrecillo no le aparta el ojo de encima, el Comandante en Jefe le hace una seña y el baquiano se acerca con aire tímido. El Libertador le señala las posiciones realistas y le pregunta si conoce alguna trocha.
El hombre lo mira a los ojos:
–Guá, puallá po aquel lao hay un barranquito llamao la Pica ‘e la Mona que va a dá a una sequia por onde se le pue salí por detrás a esa gente —responde el llanero, señalando el flanco derecho del ejército realista.
A Bolívar le centellean las pupilas.
–¿Y podrá pasar por ahí la caballería?
–Guá, claro –dice Rivas, sonriente (según algunas fuentes, el práctico se llamaba Manuel Rivas; según otras, Pedro Febres)–, pero eso sí: de uno en uno.
Presa de una de sus súbitas arrancadas, el Libertador grita:
–¡Señores Oficiales, exploremos esa vereda; es la única vía por la cual podríamos llegar al enemigo para envolverlo por la retaguardia! ¡Guíenos, Rivas!

Simón Bolívar pica espuelas detrás del baquiano, seguido por José Antonio Páez, Manuel Cedeño, Ambrosio Plaza, Santiago Mariño, el británico Tomás Farriar, Bartolomé Salom, Pedro Briceño Méndez, Diego Ibarra y Daniel Florencio O’Leary.

Al llegar a la entrada de la Pica de la Mona, el caraqueño estudia el terreno:
–La operación parece difícil, porque el camino es muy desigual y angosto, pero se puede intentar…
–Ajá –confirma Cedeño–. Sobretodo porque nunca esperarían que los atacáramos por estos zanjones, Libertador.
–¿Qué dice usted, general Páez?
–¡Que si su Excelencia lo ordena, no dejaremos un español con vida!
Tras hacer venir a su División, el héroe de Mucuritas y las Queseras del Medio se interna en la trocha, avanzando con creciente dificultad... El sol de Carabobo, apartando los nubarrones, arranca cegadores destellos de la lanza del centauro de Curpa, tantas veces alabada por el mismo Libertador... La artillería realista abre fuego sobre los indomables llaneros que, impávidos, siguen su avance, sordos a los estampidos enemigos y a la carga del batallón realista “Burgos”... Al confirmar que el ataque de Páez va en serio, La Torre moviliza dos batallones más en auxilio del “Burgos”, para contener tan fiera acometida.

Frente a las otras tropas realistas, Cedeño y Plaza aguardan impacientes el momento de entrar a la lucha... Bolívar, erguido sobre la silla de su albo caballo, anteojo en mano, sigue los movimientos de la gente de Páez… Finalmente, a costa de muchas vidas y con un heroísmo digno de la causa que se defiende, el batallón “Bravos de Apure” consigue penetrar a la Sabana de Carabobo, pero los batallones españoles y la artillería le acribillan a mansalva... Torres, el segundo de Páez, se esfuerza en evitar la derrota, que parece irremisible... Los heroicos llaneros se defienden desesperadamente de la carga del “Burgos”, del “Hostalrich”,del “Barbastro”, y cuando ya todo parece perdido ¡surge el coronel Tomás Farriar al frente de la Legión Británica y a tambor batiente avanza entre el endemoniado fuego, impertérrito ante los cañonazos, y ordena a sus valientes:
–!Soldados, rodilla en tierra y fuego a discreción!
Las balas y la metralla diezman a la intrépida Legión Británica; su bravo comandante, con el valor de los de su raza, repite por milésima vez la misma orden:
–¡Firmes, soldados... firmes!
De súbito, el temerario inglés cae herido de muerte, pero enseguida su ayudante toma el mando, y al ser aniquilado éste, otro oficial ocupa su lugar, con ese legendario heroísmo de los descendientes de Ricardo Corazón de León… De esta manera, gracias a la intrepidez de la Legión Británica, José Antonio Páez consigue reorganizar sus fuerzas y ordena:
–¡A la bayoneta, infantería! ¡Cargar a la bayoneta!
Bolívar, impaciente, se acerca al galope a Manuel Cedeño, que arde en deseos de combatir:
–¡General Cedeño, a la sabana, y manténgase a la derecha del general Páez! ¡Tiradores, en línea con el Apure y los Británicos!
La Torre lanza quinientos soldados sobre el flanco izquierdo, buscando la aniquilación total de Páez y los británicos, pero el osado taita llanero, el hombre hecho centauro por la sabana misma, enardecido, ciego, epiléptico, insigne, carga con bríos suicidas sobre los últimos y desconcertados enemigos:
–¡Carguen, soldados, a la victoria, a la victoria, soldados de la patria, a la victoria! ¡Muerte al español! ¡Viva el general Bolívar! ¡Viva la Patria! ¡Carguen, ca...nejo, carguen...!
Carga, también, Manuel Cedeño contra los españoles que aún resisten; carga Rondón... Ambrosio Plaza, sediento de gloria, ataca frontalmente a los aterrados realistas... Entonces, la escasa moral del enemigo se hace añicos. Morales y sus destrozados batallones huyen en desbandada... Ya del aguerrido, altivo y poderoso ejército del rey Fernando VII no quedan sino retazos, pequeños grupos que empavorecidos buscan el cobijo de los cercanos bosques y caminos, ante la implacable persecución de los venezolanos. Es la derrota definitiva y total de los peninsulares... ¡Ni siquiera es mediodía todavía y ya el sol de la Sabana de Carabobo es libre para siempre!..., pero el precio ha sido alto: el corajudo Manuel Cedeño ha muerto entre las balas del batallón realista “Valencey”; Ambrosio Plaza trató de rendir al aguerrido batallón “Infante” y lo consiguió, pero a costa de su valerosa sangre… Bolívar, viendo a Plaza moribundo, acude a arrodillarse junto a él, y el gallardo militar, al sentir la mano del Comandante en Jefe, consigue esbozar una sonrisa:
–Libertador..., muero con gusto en este campo de victoria y en el punto más avanzado, ¡adónde no llegó Páez!
Al filo de las doce, todo ha terminado para los españoles. La batalla en la Sabana de Carabobo dura menos de una hora, según reportará posteriormente el propio Simón Bolívar. Las armas de la república conquistan, a costa de las vidas de Cedeño, Plaza, Camejo, Farriar y tantos otros bravos, la independencia venezolana...

Así se realizó la última batalla importante librada en tierra venezolana. Once años de encarnizada lucha han sido necesarios para hacer realidad la semilla sembrada el 19 de abril de 1810, y aunque aún quedan focos de resistencia española en Puerto Cabello, Coro y Maracaibo, terca resistencia que se prolongará hasta 1823, el triunfo de Carabobo acaba con la dominación realista en Venezuela.
Entre tantos héroes que tiene Carabobo, el principal es el general Páez, a quien Bolívar condecora y asciende a General en Jefe en el propio campo de batalla:
–¡General Páez, en nombre del Congreso de la República, le ruego aceptar el empleo de General en Jefe, para que siga defendiendo la libertad de la patria! ¡Viva el General en Jefe José Antonio Páez! 

 

                                                                   FIN









                                                         EL AUTOR 

 




Yanko Durán (Urbano Antonio Durán, Boconó, Trujillo, Venezuela, 1950) es un experimentado escritor de Radio y Televisión desde 1975. Ha sido Productor, Director y Guionista en los más importantes canales de televisión venezolanos.

Es autor de “Alucard, Príncipe de la Noche”, “Testigo de Cargo” y “¿Quién está dentro de Alicia?”, entre otras muchas obras para TV, además de las exitosas series radiales: ¡Spectrum!, Raza Bravía, Tambores de Sangre, La Ladrona, Únicamente Tú, Desesperado, Cimarrón, Ciclo Terror, Su Novela de Misterio, La Historia de una Canción, La Vida de las Canciones, y un largo etcétera.

Fue Productor Ejecutivo y General de: ¿Cuánto Vale el Show?, Fantástico Internacional, Crecer con Papá, El Show de Fantástico y Juventud Fantástica, y Gerente de Producción de la firma Sono-Star.

Además del Meridiano de Oro , Musa de Oro, Mara de Oro y Tiuna de Oro como profesional de radio y televisión, Yanko Durán ganó el Primer Lugar como Compositor en el V Festival de Música Criolla Ignacio “Indio” Figueredo (Caracas, 1975).

Ha escrito las novelas “Nous, el Hombre de Humo”; “Los Fantasmas de Paita” (Reconstrucción Histórica que obtuvo Mención Especial en el II Certamen de Novela corta Giralda, en Sevilla, España); “El Comisario Infante y el Caso de la Occisa del Bar la Gladiola”; “El Salón de los Relatos”, “El Asesino de la Posada del Pirata” y “Eres Mala y Traicionera” (Noches de Ronda, relato ficcional de la llamada Revolución de Octubre venezolana); los libros de cuentos “Atavismos”, “El Mayordomo y otros Cuentos”, y “Cuentario”; los Poemarios “Alas al Viento” y “Desandando”, y los dramas teatrales “La Coronela”, “Sume y Siga”, “La Habitación del Crímen” y “Juegos de Teatro”.

Yanko Durán ha escrito cuentos y poemas para revistas y periódicos diversas y tiene inéditos dos guiones de cine. Figura en varias antologías modernas como Poeta y Cuentista.

Correo: (yankopadre@.gmail.com)

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