¿Qué sucedió entre Manuela Sáenz y Simón Rodríguez en su rencuentro en el puerto ballenero de Paita, Perú, 13 años después de la muerte del Libertador Simón Bolívar...?
No hay documentos confiables al respecto.
Quizá la clave para aproximarnos al hecho histórico desde el corazón humano... sea la ficción.
YANKO DURÁN
LOS FANTASMAS DE PAITA
(Esta novela consiguió MENCIÓN ESPECIAL
en el II Certamen Internacional de Novela Corta
GIRALDA, en Sevilla, España, en junio de 2012)
A manera de Prólogo:
No vuela un pájaro con una sola ala. Tampoco hay fábula sin moraleja (Esopo dixit).
Así, la Historia (ese instrumento tan diabólicamente versátil) no debe circunscribirse a la mera anécdota, pero tampoco prescindir de ella.
Sobre “La Coronela” Manuela Sáenz no se ha escrito ni analizado ni estudiado lo suficiente, lo merecido. Pocas personas conocen que a principios de 1822 (meses antes de conocer a Bolívar) Manuela Sáenz y su grande amiga Rosita Campuzano fueron condecoradas con la medalla “Caballeresas de la Orden del Sol” por el Protector del Perú, general José de San Martín, gracias a la desinteresada contribución a la liberación y creación de aquella nación de las dos bellas mujeres.
Ciertamente, se ha pretendido opacar (por diversas motivaciones, cada una más peregrina que la otra) la figura bravía de la defensora de la libertad individual y colectiva de mujeres y hombres en su Quito natal. Se ha querido disminuir su estatura inmensa como soldado temerario, amante fogosa, compañera íntegra, centinela sagaz, patriota apasionada, enamorada perspicacísima y guardiana tenaz de la gloria de su venerado general Bolívar.
Manuela Sáenz tuvo la suerte de conocer al hombre de su vida (luego de haber sido víctima de un matrimonio por conveniencia arreglado por su padre con el viejo médico y comerciante inglés James Thorne (le llevaba 26 años), al parecer para salvar el honor de la inquieta muchacha, que se había escapado con un joven amante del convento donde el padre severo la tenía recluida), y tuvo asimismo el coraje (extraordinario en su época y circunstancia cardinal) de atesorar ese descubrimiento y defender su amor contra toda corriente, y poseyó también (hay que decirlo) la falta de escrúpulos necesaria para quererse más a sí misma que a la mojigatería de su tiempo.
Sin embargo, no es éste un estudio sobre la vida de Manuela Sáenz. Es un relato ficcional (aunque verosímil) sobre el hecho verídico de la visita que realizara Simón Rodríguez a la ecuatoriana tenaz y vertical, en una fecha no bien determinada, pero que parece ser el año de 1843 (concretamente, el 1 de febrero, según unos “Diarios Perdidos” de Manuela Sáenz publicados por Carlos Álvarez Saá en el Ecuador en 1995).
¿De qué hablaron “la forastera” y “el loco” (como apodaban a una en Bogotá y al otro en Chuquisaca) trece años después de la muerte del Libertador-Presidente de la Gran Colombia?
No hay documentos históricos confiables al respecto. Nosotros quisimos tomar la visita de Róbinson a su amiga para, desde la insobornable nostalgia-memoria de Manuela Sáenz, revivir la terrible jornada de la noche septembrina, episodio cimero en el ciclo vital de la “amable loca”, como gustaba nombrarla su amado.
Así, la Historia (ese instrumento tan diabólicamente versátil) no debe circunscribirse a la mera anécdota, pero tampoco prescindir de ella.
Sobre “La Coronela” Manuela Sáenz no se ha escrito ni analizado ni estudiado lo suficiente, lo merecido. Pocas personas conocen que a principios de 1822 (meses antes de conocer a Bolívar) Manuela Sáenz y su grande amiga Rosita Campuzano fueron condecoradas con la medalla “Caballeresas de la Orden del Sol” por el Protector del Perú, general José de San Martín, gracias a la desinteresada contribución a la liberación y creación de aquella nación de las dos bellas mujeres.
Ciertamente, se ha pretendido opacar (por diversas motivaciones, cada una más peregrina que la otra) la figura bravía de la defensora de la libertad individual y colectiva de mujeres y hombres en su Quito natal. Se ha querido disminuir su estatura inmensa como soldado temerario, amante fogosa, compañera íntegra, centinela sagaz, patriota apasionada, enamorada perspicacísima y guardiana tenaz de la gloria de su venerado general Bolívar.
Manuela Sáenz tuvo la suerte de conocer al hombre de su vida (luego de haber sido víctima de un matrimonio por conveniencia arreglado por su padre con el viejo médico y comerciante inglés James Thorne (le llevaba 26 años), al parecer para salvar el honor de la inquieta muchacha, que se había escapado con un joven amante del convento donde el padre severo la tenía recluida), y tuvo asimismo el coraje (extraordinario en su época y circunstancia cardinal) de atesorar ese descubrimiento y defender su amor contra toda corriente, y poseyó también (hay que decirlo) la falta de escrúpulos necesaria para quererse más a sí misma que a la mojigatería de su tiempo.
Sin embargo, no es éste un estudio sobre la vida de Manuela Sáenz. Es un relato ficcional (aunque verosímil) sobre el hecho verídico de la visita que realizara Simón Rodríguez a la ecuatoriana tenaz y vertical, en una fecha no bien determinada, pero que parece ser el año de 1843 (concretamente, el 1 de febrero, según unos “Diarios Perdidos” de Manuela Sáenz publicados por Carlos Álvarez Saá en el Ecuador en 1995).
¿De qué hablaron “la forastera” y “el loco” (como apodaban a una en Bogotá y al otro en Chuquisaca) trece años después de la muerte del Libertador-Presidente de la Gran Colombia?
No hay documentos históricos confiables al respecto. Nosotros quisimos tomar la visita de Róbinson a su amiga para, desde la insobornable nostalgia-memoria de Manuela Sáenz, revivir la terrible jornada de la noche septembrina, episodio cimero en el ciclo vital de la “amable loca”, como gustaba nombrarla su amado.
LOS FANTASMAS DE PAITA
“Yo amé al Libertador; muerto, lo venero,
y por esto estoy desterrada por Santander.”
(Manuela Sáenz, en carta dirigida al
Presidente del Ecuador, general Juan
José Flores, desde Kingston, Jamaica,
en 1834, antes de ir a refugiarse en Paita
por recomendación de un médico amigo
que le prescribió baños de arena de mar.)
y por esto estoy desterrada por Santander.”
(Manuela Sáenz, en carta dirigida al
Presidente del Ecuador, general Juan
José Flores, desde Kingston, Jamaica,
en 1834, antes de ir a refugiarse en Paita
por recomendación de un médico amigo
que le prescribió baños de arena de mar.)
I: EL RENCUENTRO
Las naves que viajaban de Panamá al Callao por el Pacífico solían descargar en el puerto peruano de Paita, en Piura, las mercancías perecederas, las cuales irían luego por tierra a Lima.
“La villa de Paita era una calle larga con ranchos de caña a uno y otro lado habitados mayormente por indios y mestizos”, coincidían las antiguas crónicas.
Como el portezuelo le debía su incuria, se vengaba con los olores de todos los mares que se le juntaban en los anocheceres borrascosos. Siguiendo un ciclo irregular (pero rencoroso), una brisa áspera, acuchillante, soplaba obstinadamente desde las olas y arrastraba el acre olor a fétido matadero que habitaba el aire de la bahía y que nacía en los barcos balleneros adormilados sobre las aguas, entre el desafinado chillar de la nube de gaviotas, sucias de espuma.
Una niebla oscura, arisca, sopló desde el peñascoso sendero que iniciaba la entrada al villorrio esa fría tarde de comienzos de febrero de 1843 como zahiriendo a un hombre algo obeso y medio patizambo que se dirigió con agilidad hacia una de las chozas, luego de detenerse un momento a indagar algo en una que hacía esquina en la frontera entre pueblo y mar.
Vestía gastada levita color lava y capa de paño negro; usaba un roído sombrero de cogollo (por debajo del cual se veía su largo cabello cenizo) y encima de éste unos espejuelos gruesos. Traía en bandolera un viejo saco de viaje hecho de cocuiza. Andaría en los setenta y pico de años, pero se le percibía vital y entero, a pesar de que se ayudaba en su andar con un bastón de puño de nácar.
Se detuvo delante de la ulcerada puerta de latón de una vivienda de exterior miserable y golpeó tres veces.
Adentro se oyeron ladridos y gruñidos y rumor de toses humanas y casi enseguida una negra vieja y gorda abrió la hoja de metal y le interrogó con los ojos y él detalló (por hábito de vida) la pobre vestimenta, el pañuelo floreado anudado en la cabeza, las manos huérfanas de joyas.
–¿Quién es...? –retumbó desde el interior una voz de mujer. El alboroto de los muchos canes era ensordecedor.
La criada, al reconocerlo, abrió mucho las enormes pupilas avellana y puso sobre sus labios el dedo índice mientras la perezosa voz reclamó otra vez desde allá:
–Jonathás, ¿quién es...?
–Un señor, patronita –alzó el tono, chillón, la sierva, y agregó, con pícaro acento–, un conocido suyo.
–Pues hazle pasar, mujer. Y acalla a esos muérganos –ordenó la voz, con amabilidad.
“La villa de Paita era una calle larga con ranchos de caña a uno y otro lado habitados mayormente por indios y mestizos”, coincidían las antiguas crónicas.
Como el portezuelo le debía su incuria, se vengaba con los olores de todos los mares que se le juntaban en los anocheceres borrascosos. Siguiendo un ciclo irregular (pero rencoroso), una brisa áspera, acuchillante, soplaba obstinadamente desde las olas y arrastraba el acre olor a fétido matadero que habitaba el aire de la bahía y que nacía en los barcos balleneros adormilados sobre las aguas, entre el desafinado chillar de la nube de gaviotas, sucias de espuma.
Una niebla oscura, arisca, sopló desde el peñascoso sendero que iniciaba la entrada al villorrio esa fría tarde de comienzos de febrero de 1843 como zahiriendo a un hombre algo obeso y medio patizambo que se dirigió con agilidad hacia una de las chozas, luego de detenerse un momento a indagar algo en una que hacía esquina en la frontera entre pueblo y mar.
Vestía gastada levita color lava y capa de paño negro; usaba un roído sombrero de cogollo (por debajo del cual se veía su largo cabello cenizo) y encima de éste unos espejuelos gruesos. Traía en bandolera un viejo saco de viaje hecho de cocuiza. Andaría en los setenta y pico de años, pero se le percibía vital y entero, a pesar de que se ayudaba en su andar con un bastón de puño de nácar.
Se detuvo delante de la ulcerada puerta de latón de una vivienda de exterior miserable y golpeó tres veces.
Adentro se oyeron ladridos y gruñidos y rumor de toses humanas y casi enseguida una negra vieja y gorda abrió la hoja de metal y le interrogó con los ojos y él detalló (por hábito de vida) la pobre vestimenta, el pañuelo floreado anudado en la cabeza, las manos huérfanas de joyas.
–¿Quién es...? –retumbó desde el interior una voz de mujer. El alboroto de los muchos canes era ensordecedor.
La criada, al reconocerlo, abrió mucho las enormes pupilas avellana y puso sobre sus labios el dedo índice mientras la perezosa voz reclamó otra vez desde allá:
–Jonathás, ¿quién es...?
–Un señor, patronita –alzó el tono, chillón, la sierva, y agregó, con pícaro acento–, un conocido suyo.
–Pues hazle pasar, mujer. Y acalla a esos muérganos –ordenó la voz, con amabilidad.
La nombrada Jonathás guiñó el ojo otra vez al visitante y él asintió, sonriente. Mientras seguía a la rolliza mulata (que hacía esfuerzos por aplacar a los perros con severos chistidos) se quitó el sombrero, sujetando los lentes contra la frente.
La vivienda era de un solo piso. Un corto y estrecho corredor de tierra provisto de sencilla baranda de madera daba acceso a la sala.
De un vistazo el viejo inspeccionó la estancia: tres puertas desvencijadas daban una al retrete y las otras a los dormitorios cuyas escasas dimensiones podían adivinarse al través de las raídas cortinas que pretendían ocultarlas; una enorme ventana desencajada miraba hacia el mar. El mobiliario era escaso y gastado: un banco de roble con cojines forrados en lienzo; una mesa (reclinada contra una pared) cuajada de libros, papeles, plumas, tinteros, ollas, bote-llas... Algunas silletas de estera, muy deterioradas, dormían recostadas contra otra pared; al fondo, un tosco armario de madera con platos y útiles de comedor y colgada en un rincón una colorida hamaca tropical.
De las paredes pendían cuatro dibujos a crayón (enmarcados burdamente) de otros tantos perros falderos de distintas razas, todos ellos famélicos e innobles, retratos fieles de los vivos (que no acallaban su algazara aún).
En la pared frontal a la puerta se veía una vieja pintura de Simón Bolívar en uniforme de General-Presidente.
Al fin, como una visión de aquellas que provocaban los sopores de los viajes por las tierras de la América sureña, el andarín contempló, sentada en una ancha silla de cuero con ruedas, a una mujer enfrascada en las piruetas monocordes del bordado, con aire adormilado y un grueso tabaco apagado en la boca. Vestía una sencilla falda clara (cuyo ruedo mordisqueaba el piso semiterroso), una blusa gris y un abrigo viejo y negro para el frío paitense.
La cabeza estaba bastante encanecida; toda la figura era muy abundante de carnes, pero cuando levantó el rostro mofletudo, el hombre notó que los ojos eran aún fulgurantes, negrísimos.
Jonathás chistó otra vez, enérgica, y la bullanga de los canes se aquietó.
Entonces Manuela Sáenz (pues ella era) alzó el todavía interesante rostro hacia el visitante.
Se produjo un instante de expectación.
El caminante, que en todos sus ya extensos calendarios en raras ocasiones había titubeado, inseguro esta vez de su siguiente acción (a pesar de haber tratado con Príncipes y Ministros en numerosas oportunidades), sin saber qué tratamiento darle a la que sabía dueña de casa, colocó el sombrero, la capa, el bastón y los lentes sobre la mesa y esperó, acariciándose el mentón.
Ella lo miró. Se miraron.
Manuela Sáenz no lo reconoció en el primer momento pero con previsora sensatez fue dejando muy lentamente la labor a un lado, aguzando la vista.
El gutural saludo de su visitante la sobresaltó:
–Buenas tardes.
Lo escrutó, sintiendo venir los recuerdos, y muy turbada acertó a contestar:
–Buenas tardes, don…
Un gozoso y repentino grito de ahogada emoción la desbordó y la hizo incorporarse, aunque con dificultad:
–¡Por San Jorge y los Dragones, esto no puede ser verdad!
Él sonrió, cáustico:
–¡Desgraciadamente sí, buena señora!
–¡Don Samuel, dichosos los ojos! ¡Qué sorpresa más buena! –se carcajeó ella– ¡Don Samuel Róbinson en persona, carajo, viva la vida!
–¡Permítame darle un abrazo, mi siempre bella señora Manuela Sáenz, la mujer más titánica de todas las Américas, pésele a quien le pese!
Y se abrazaron con sincera emoción, como dos solitarios que al final de la vida reconocen cada uno la persistencia y la tenacidad del otro ante la adversidad.
Ella señaló a la negra:
–¿Se acuerda de Jonathás?
–¿Cómo no? –sonrió–; ¡es mi actriz-imitadora favorita!
Y la abrazó fuerte, asintiendo con la cabeza. Rieron los tres, contentos del rencuentro.
Jonathás, que en verdad era muy buena remedando los gestos de personajes importantes y hablando como ellos, circuló hacia el rincón que formaba la cocina, hecha una pascua e imitando en homenaje al viejo el señorial caminar de su señora antes de que quedara lisiada.
Las dos leyendas vivas de la epopeya Sudamericana por la Independencia (por ser las dos personas que más cerca estuvieron del corazón del héroe que conjugó coraje y sacrificio en un solo verbo nuevo para la América Hispana) siguieron riendo, alborozados, conversando, como sabedores de ser dueños de una verdad que les atañía únicamente a ellos dos por derecho secreto, por sacrificio de entrega.
El viejo (Simón Narciso de Jesús Carreño Rodríguez, caraqueño y niño expósito), desde su participación en la conjura de Manuel Gual y José María España para acabar con los groseros e injustos privilegios de clase que imponían los venidos de la Península en contra de los criollos, allá por 1797 (ocasión cuando tuvo que salir huyendo de Caracas con la premura que el caso imponía), usó indistintamente los nombres de Simón Carreño, Simón Rodríguez y Samuel Róbinson a lo ancho y largo de su extensa y azarosa vida y hubo de desempeñar oficios tan disímiles como los de químico, pulpero, naturalista, politólogo, agrimensor, mineralogista, fabricante de velas y jabones..., y, desde luego, su afición más querida, su vocación más visceral: Maestro de Escuela.
Sin quitarle la mirada de encima a la mujer que jamás dejó de admirar por su templan-za y autenticidad, se sentó frente a ella y siguió contándole chistes colorados. La negra Jonathás trajo una bandeja sobre la cual humeaba una jarra con chocolate escoltada por dos tazas. La colocó en la mesa y luego, con una discreta inclinación, se retiró hacia su pieza.
Manuela Sáenz estaba incontenible y carcajeante, luminosa.
–¡Usted siempre con sus locuras y sarcasmos, Don Samuel, no cambia! –siguió riendo, mirándolo con los ojos llorosos–: ¿Y qué fue del francés de marras, ah...? ¡Termine el cuento, hombre, por Dios!
–¡Espere, que me acabo de acordar de otro, para que goce barato! Atienda, Manuelita: En el jardín de un convento hay un naranjo muy viejo; el Abad manda que lo corten, que hagan un crucifijo y que lo coloquen en la capilla. A los días, una de las monjas le confiesa que le es difícil rezar ante aquella imagen. “¿Y eso por qué?”, pregunta el anciano, y la monja, llorando, replica: “Padre..., ¿pero qué devoción quiere usted que me inspire, si lo conocí naranjo?” –remató el extravagante andarín soltando otra estruendosa carcajada.
–¡Ay, muy bueno, Don Samuel...! –le acompañó ella con otra, cómplice y sana.
En eso se oyó un amenazador gruñido de perro, cerca, y Rodríguez sin perder su hilaridad se volvió a mirar al animal, pero ella lo espantó de una palmada.
El viejo se incorporó y se puso a inspeccionar la pintura que representaba a su egregio alumno. Manuela le observaba con reprimida emoción. Él se quitó el abultado morral que aún llevaba terciado y miró a la amiga largamente en tanto juntaba las manos a la altura del pecho com
–¡Schiiissst, Santander! ¡Basta de bulla, o no hay cena! –clamó Manuela, con fingida amenaza. De inmediato cesaron los gruñidos y la bestia salió de su escondite en el rincón y fue a echarse a los pies de su ama.
Rodríguez, con una sonrisa, señaló los retratos de los animales:
–¿Cuál es Santander?
Ella indicó el dibujo de más fiero aspecto, al tiempo que encendía, con una caja grande de cerillas de madera que agarró de la mesita cercana, el grueso tabaco que no se había sacado de la boca todavía.
–Ése, el más artero, es Santander.
Se escuchó otro rezongo del animal y Manuela le hizo un imperioso gesto; el feo can miró al intruso con rabia y luego, cojitranco, fue a reunirse con sus semejantes en el zaguán.
El tabaco de Manuela Sáenz siguió señalando al bicho:
–Es el más viejo. Santander. Está así, cojo, porque le pasó una carreta por encima por estar de callejero.
Lanzó un escupitajo leve, provocado por la amargura del tabaco y de los recuerdos. Tras varias chupadas, entornó los párpados, rencorosa, y fue señalando los demás dibujos con el cigarro. Abarcó con un amplio gesto el zaguán donde acechaban los brutos:
–Bautizándolos con el nombre de mis enemigos por lo menos puedo obligarlos a obedecer, y hasta castigarlos, si me place. Bueno, usted recordará que siempre me ha encantado tener animales, ¿no es eso?
El viejo asintió, complacido. Ella señaló los retratos:
–Vea... Ese de ahí es Páez... Aquel, Córdoba... El otro, La Mar...
Una sabrosa carcajada de él volvió a aguarle los ojos:
–No, y me falta el de Juan José Flores, el Dictador del Ecuador, que de amigo que fue se volvió un ingrato... Es aquel bicho que se ve allá al fondo, el puro hueso. Ah, pero ya lo mandé a hacer, ¿sabe?; me lo traerán en cualquier momento.
El viejo no pudo evitar otra explosión de sabrosas tosiduras:
–¡Ah, qué Manuela ésta; siempre tan ocurrente!
La risa le hizo atorarse y ponerse morado otra vez.
–¡Pero casi todos los nombrados están muertos ya! ¿Tiene usted todavía tantos enemigos, señora mía?
–¡Todos son o fueron envidiosos de la gloria del General Bolívar, y no quiero olvidar a ninguno, Don Samuel!
Él, con las manos a la espalda, regresó junto al sillón con ruedas, pero se quedó de pie. El humo del apestoso cigarro de ella le causó otro ataque de tos.
–¿Quiere que lo apague, Don Samuel? –dijo, solícita–. Huele tan particular porque es hechura propia, pero si le molesta...
–¡Al contrario! –saltó él–. ¡Fume, fume, que me da gusto verla, igual que en la Quinta La Magdalena, en Lima, ¿se acuerda?, cuando era usted la reina indiscutida de la apoteosis bolivariana!
–¡Ay, Don Samuel, qué tiempos esos! –dijo, súbitamente enternecida.
–Me recuerdan su valentía, su independencia –halagó el viejo. Luego, con astuta mirada, señaló los retratos y a sus pares del zaguán:
–Pero me hablaba usted de sus... canes...
–¡No sea tramposo! –rió Manuela Sáenz–. Usted me contaba que un viajero francés allá en Azángaro lo visitó por casualidad una vez, y se desorbitó cuando...
–¡Ah, sí, cierto...! –cortó él casi sin notarlo, y se palmeó la frente amplísima–. ¿Y cómo no se iba a desorbitar, si le hablé refinadamente y en su idioma? –otra carcajada volvió a estremecerlo.
–¿En francés culto?
–¡Claro!... ¡Ah, Manuela; tenía que haber visto usted su cara de perplejidad!
Y ella, riendo con aprobación:
–¡Ya lo creo: en un pueblo como Azángaro, que es un peladero de chivos en la frontera entre el Perú y Bolivia, encontrar, de noche, una pulpería que acepte darte posada, ya es mucho, pero además que el pulpero salga hablándote en francés culto es demasiado para cualquiera, Don Samuel!
–Sí, debo admitirlo –aprobó el viejo, satisfecho.
Luego de un momento en el que ambos parecieron quedar sumidos en sus recuerdos, Simón Rodríguez dio unos pasos hacia una de las ventanas y se quedó contemplando el horizonte marino. Con tono nostálgico, exclamó, en un hondo suspiro:
–¡Aaahh, Doña Manuela Sáenz, ya son muchos los años y los viajes que llevo a cuestas en la mochila de la existencia! –Una sombra de tristeza (o quizá de amargura) le cruzó la arrugada faz–. Me hago anciano por fin, mi amiga. Con decirle que ya no me acuerdo de cuál era el nombre de ese simpático aventurero venido de la Francia..., pero sí que luego de que mi mujer le obsequió un potaje y un café casero, charlamos frente al fogón y fue entonces cuando me preguntó, con los ojos como dos pepas de mamón, si yo tam-bién era ciudadano francés. Le contesté con cierta impertinencia: “lo mismo que inglés, alemán, italiano o portugués, que todas esas lenguas hablo, sin olvidar el español”.
–¡Ay, que cosa terrible de buena! ¡Me imagino que conversarían toda la noche!
–Hasta el amanecer, en efecto –dijo el políglota.
Meditabundo, vino a sentarse frente a ella y pareció que iba a contarle otro pasaje gracioso, mas de pronto alzó el tono, animoso, como encendido de súbita energía:
–¡Pero eso es pasado, mi amiga! ¡Viva la muerte súbita! ¡Ahora estoy aquí, en Paita, visitando a mi grande y magnifica camarada Manuela Sáenz, carajo! ¡Manuela Sáenz, nada más, pero tampoco nada menos, la inmortal defensora de la Libertad, con mayúscula, y la Libertadora del Libertador, a pesar del egoísmo y la cursilería de la Puta Historia!
Y ella, admirada y sonriente, volvió a ver, sin subterfugios y por segunda ocasión (maravillada hasta la incredulidad), al genial loco aquel que atrapó y modeló el genio rebelde de los dioses nuestros sin que jamás Simón, el otro, el Padre a un tiempo
homérico y prometeico de 5 naciones, pudiera sospechar que su epopeya estaba cincelada ya por la voluntad que aquel trota caminos había presentido en él.
No pudo resistir el redescubrimiento. Se ahogó en el humo alcahuete:
–¡Ay, Don Samuel, qué gentil, qué buen amigo es usted!
–Dígame una cosa, mi gallarda Coronela –dijo, maliciosamente sorpresivo, implacable y empleando el apelativo militar que sabía que despertaba en ella nostalgias hondas–: ¿es cierto eso que leí en un diario de Lima?
–No –rió Manuela –. Seguramente es falso. ¿A ver...?
–¿De modo que no escribió usted una famosa carta a su marido, el doctor Thorne, en la cual le dice de todo menos bonito...?
–¡Ay, qué mal amigo es usted, Don Simón!
Y estalló en una corta carcajada de reproche y reprobación, e hizo un gesto vago con la mano del cigarro y le quitó importancia al tema y al marido.
–Deje, deje usted quieto al buenazo de míster Thorne...
Róbinson lanzó otro melancólico suspiro y metió las manos, grandes y deformes como casi todo él, en las anchas buchacas de la levita, y por momentos dio la impresión de un niño tímido y perdido entre las luces del escenario de un teatro atestado de gente ávida de prodigios.
Ella le contempló con ternura cierta.
–¿Qué me le pasa, Don Samuel?
El viejo se volvió y la vio con reconcentrado afecto.
–¡Don Samuel! –repitió, tristón–. Ah, querida Manuela, si supiera usted que ya nadie me llama así.
–¿Pues, cómo? ¿Ya no es usted Don Samuel Róbinson?
–¡Ah carajo, amiga mía, no me haga caso! Como ya pasé de los setenta octubres chocheo a veces.
–¡No diga eso, caramba! ¡Usted jamás será viejo! –le dijo con ternura, acariciándole la mejilla–. ¿Cómo debo llamarlo entonces, mi amigo?
Como usted quiera –soltó él con un dejo de amarga ironía–. Desde hace mucho he vuelto a ser el maestro Simón Rodríguez, y sigo fabricando velas para ir encendiendo luces.
Otra vez calló Róbinson, víctima de su melancolía... Manuela Sáenz fumaba, en silencio, sobre la silleta de ruedas, observándole. Él se puso a mirar de nuevo el retrato de Simón Bolívar, como si ambos hubiesen agotado ya los argumentos del encuentro. Brus-camente, una risa gozosa y desparpajada fue naciendo del pecho de “La Coronela” (como le gustaba a la tropa libertadora llamarla, ya que por sugerencia del Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, le fue conferido ese grado militar luego de su valiente participación en la referida Batalla).
El anciano la observó, curioso:
–¿De qué picardía se estará acordando usted, ah, querida...?
–Pues de los cuentos aquellos de cuando usted era Director Nacional de Educación Pública de la recién fundada República Bolívar y –pero la risa no la dejó seguir sino hasta un rato luego–... y daba clases de anatomía a los hijos de los ricos “chinito en pelotas”, como decía, escandalizado, Sucre...
Simón Rodríguez pareció divertido con la remembranza:
–Es que todos los padres en esta América nuestra, Manuelita, querían y quieren que sus hijitos sean militares, abogados o políticos, y yo lo primero que les enseñaba eran las artes de la albañilería, la herrería, la construcción, la agricultura, y por último las leyes y las ciencias, porque como siempre digo, es mejor pasar de albañil a abogado y no de abogado a ladrón.
–Claro –asintió Manuela, entre carcajeos–, y sus rancias familias veían a los pobres muchachos como futuros obreros.
–¡Que es lo primero que deberíamos todos aprender!
La quiteña se quedó mirando la brasa de su habano un instante y pareció enseriarse con las reminiscencias:
–Recuerdo como si fuera ayer, aunque deben hacer unos 18 años ya, cuando abrió usted una escuela pública gratuita en Chuquisaca y enseñaba a las más humildes cholitas y cholitos realengos, ¿sí se acuerda usted?
–¡Claro! ¿Cómo no, mi amiga?... Decían en la calle al verme pasar: “ahí va el loco”...
–Sí... Lo acusaron de... a ver... deje ver si me acuerdo –y La Coronela entornó los párpados para ayudar a la memoria–... ¡Ah, sí!...; de “agotar el tesoro nacional para mantener putas y ladrones, en lugar de ocuparse del lustre de la gente decente”.
–En efecto; ¡y les respondí que esas putas y esos ladrones eran los hijos de los dueños del país, es decir, el pueblo, los infelices niños que rodaban en las calles y a quienes nadie daba oportunidad de llegar a ser “decentes”!
Manuela aprobó con la cabeza y dio, con dificultad, cuatro pasos hasta donde estaban las tazas que trajera minutos antes la negra Jonathás. Ofreció una a su huésped, quien se apresuró a ayudarle a servir, pero sin atreverse a preguntar qué le ocurría en las piernas.
–Tome, beba, Don Simón, que no importa el nombre, sino el hombre, como tantas veces le oí decir a usted tiempo ha –dijo, cambiándole el Samuel.
Luego se sentó, tras poner frente a él la taza, pero entonces, como si con estas palabras ella hubiese tocado una fibra íntima y dolorosa de su ser, de súbito el viejo maestro tomó uno de los tantos libros que por allí había y golpeando con energía su carátula, exclamó, arrebatado:
–¡Cierto, Manuela Sáenz!, verísimo, pero el hombre nuevo, el hombre “americano de América”, el hombre enseñado a ser como su tierra: original, distinto, que es una cosa que todavía no hemos logrado! ¿Cuántas veces me oyó usted decir que nuestro error más grande fue haber fabricado repúblicas sin tener republicanos?
Manuela Sáenz sonrió y asintió:
–Muchas, Don Simón..., pero tómese el chocolatico, que se le enfría.
Él obedeció y bebió dos sorbos, pero otra vez sus ojos fulguraron como si la luz que ella había pulsado estuviera intermitente y ahora volviera a encenderse. Dejando la taza, señaló con un dedo el cuadro del Libertador de la América del Sur:
–El único que realmente lo entendía era Simón, nuestro Simón, Manuela; Sucre, a pesar de su nobleza, no captó esta verdad tan simple –y volvió a mover las manos como si estuviese moldeando con aire lo que sus labios decían–: ¡la única manera de “fabricar” nuevos ciudadanos es en la escuela, con los niños! ¡Debemos enseñar a pensar de nuevo, porque no se aprende por la memoria sino por el entendimiento! ¡Debemos aprender “a aprender”, y tenemos que enseñar a enseñar!…
Se notaba que el viejo maestro había repetido aquella salmodia un millón de veces. Sus pupilas semejaban dos brasas en noche oscura:
–¡Tenemos que buscar la manera que haga posible comprender a nuestra gente, mi querida Manuelita, es la única solución, créame! ¡Hay que entender a nuestros paisanos en lugar de copiar métodos y teorías de afuera, como ese tal método de Lancaster de “enseñanza mutua”! ¡Eso es un disparate!... Esa pendejada la inventó ese señor para hacer aprender la Biblia de memoria, como si la gente fueran loros, y Bolívar se equivocó al aplicarla en nuestros países, amiga mía, porque así lo que único que estamos fabricando en nuestras escuelas es un montón de charlatanes de por vida...
Sudaba de vehemencia el anciano frente a la ventana a pesar de que por allí se colaban soplos silbantes de brisa salada y fría.
Volvióse hacia Manuela de súbito con un brillo nuevo en la mirada gris:
–¡Usted sabe, mía carissima, que nunca soporté las afectadas maneras ni el enrevesado pensamiento del chupatintas de Santander, pero he de reconocer que en su gestión como Presidente de la Nueva Granada, después que murió Simón, pareció atender los reclamos que le formulé cuando era vicepresidente de Colombia!
Manuela Sáenz entornó los ojos y una mueca de rabia y despecho le ensombreció el semblante.
La voz le retembló de rencor:
–¿A qué se refiere usted, mi amigo? ¿Ahora es santanderista usted?
Róbinson le clavó una mirada de halcón:
–No soy hombre al que se pueda etiquetar, Manuela, no se le olvide. No podemos tapar el sol con un dedo, por más que no me gusten los refranes por embrutecedores, pero tengo entendido que Santander fue un gran promotor de la educación universitaria en Colombia y fundó muchas escuelas secundarias y universidades y eso, mía cara, hay que aplaudirlo.
–¡Yo de ese traidor ingrato y malasangroso lo único que he aplaudido es su muerte, para que usted lo sepa, don Samuel!
El aire pareció congelarse repentinamente en la pequeña sala. Un silencio hosco aguzó los rostros de los dos viejos, cual si fuesen a saltar uno sobre el otro.
Ella fue la primera en lanzar un fuerte resuello al rato. Murmuró, amarga:
–¡Ese cabrón coño de su madre hasta muerto sigue echando vainas!
Róbinson no respondió. Resolló largo también y al cabo dijo, con dejo casi avergonzado:
La vivienda era de un solo piso. Un corto y estrecho corredor de tierra provisto de sencilla baranda de madera daba acceso a la sala.
De un vistazo el viejo inspeccionó la estancia: tres puertas desvencijadas daban una al retrete y las otras a los dormitorios cuyas escasas dimensiones podían adivinarse al través de las raídas cortinas que pretendían ocultarlas; una enorme ventana desencajada miraba hacia el mar. El mobiliario era escaso y gastado: un banco de roble con cojines forrados en lienzo; una mesa (reclinada contra una pared) cuajada de libros, papeles, plumas, tinteros, ollas, bote-llas... Algunas silletas de estera, muy deterioradas, dormían recostadas contra otra pared; al fondo, un tosco armario de madera con platos y útiles de comedor y colgada en un rincón una colorida hamaca tropical.
De las paredes pendían cuatro dibujos a crayón (enmarcados burdamente) de otros tantos perros falderos de distintas razas, todos ellos famélicos e innobles, retratos fieles de los vivos (que no acallaban su algazara aún).
En la pared frontal a la puerta se veía una vieja pintura de Simón Bolívar en uniforme de General-Presidente.
Al fin, como una visión de aquellas que provocaban los sopores de los viajes por las tierras de la América sureña, el andarín contempló, sentada en una ancha silla de cuero con ruedas, a una mujer enfrascada en las piruetas monocordes del bordado, con aire adormilado y un grueso tabaco apagado en la boca. Vestía una sencilla falda clara (cuyo ruedo mordisqueaba el piso semiterroso), una blusa gris y un abrigo viejo y negro para el frío paitense.
La cabeza estaba bastante encanecida; toda la figura era muy abundante de carnes, pero cuando levantó el rostro mofletudo, el hombre notó que los ojos eran aún fulgurantes, negrísimos.
Jonathás chistó otra vez, enérgica, y la bullanga de los canes se aquietó.
Entonces Manuela Sáenz (pues ella era) alzó el todavía interesante rostro hacia el visitante.
Se produjo un instante de expectación.
El caminante, que en todos sus ya extensos calendarios en raras ocasiones había titubeado, inseguro esta vez de su siguiente acción (a pesar de haber tratado con Príncipes y Ministros en numerosas oportunidades), sin saber qué tratamiento darle a la que sabía dueña de casa, colocó el sombrero, la capa, el bastón y los lentes sobre la mesa y esperó, acariciándose el mentón.
Ella lo miró. Se miraron.
Manuela Sáenz no lo reconoció en el primer momento pero con previsora sensatez fue dejando muy lentamente la labor a un lado, aguzando la vista.
El gutural saludo de su visitante la sobresaltó:
–Buenas tardes.
Lo escrutó, sintiendo venir los recuerdos, y muy turbada acertó a contestar:
–Buenas tardes, don…
Un gozoso y repentino grito de ahogada emoción la desbordó y la hizo incorporarse, aunque con dificultad:
–¡Por San Jorge y los Dragones, esto no puede ser verdad!
Él sonrió, cáustico:
–¡Desgraciadamente sí, buena señora!
–¡Don Samuel, dichosos los ojos! ¡Qué sorpresa más buena! –se carcajeó ella– ¡Don Samuel Róbinson en persona, carajo, viva la vida!
–¡Permítame darle un abrazo, mi siempre bella señora Manuela Sáenz, la mujer más titánica de todas las Américas, pésele a quien le pese!
Y se abrazaron con sincera emoción, como dos solitarios que al final de la vida reconocen cada uno la persistencia y la tenacidad del otro ante la adversidad.
Ella señaló a la negra:
–¿Se acuerda de Jonathás?
–¿Cómo no? –sonrió–; ¡es mi actriz-imitadora favorita!
Y la abrazó fuerte, asintiendo con la cabeza. Rieron los tres, contentos del rencuentro.
Jonathás, que en verdad era muy buena remedando los gestos de personajes importantes y hablando como ellos, circuló hacia el rincón que formaba la cocina, hecha una pascua e imitando en homenaje al viejo el señorial caminar de su señora antes de que quedara lisiada.
Las dos leyendas vivas de la epopeya Sudamericana por la Independencia (por ser las dos personas que más cerca estuvieron del corazón del héroe que conjugó coraje y sacrificio en un solo verbo nuevo para la América Hispana) siguieron riendo, alborozados, conversando, como sabedores de ser dueños de una verdad que les atañía únicamente a ellos dos por derecho secreto, por sacrificio de entrega.
El viejo (Simón Narciso de Jesús Carreño Rodríguez, caraqueño y niño expósito), desde su participación en la conjura de Manuel Gual y José María España para acabar con los groseros e injustos privilegios de clase que imponían los venidos de la Península en contra de los criollos, allá por 1797 (ocasión cuando tuvo que salir huyendo de Caracas con la premura que el caso imponía), usó indistintamente los nombres de Simón Carreño, Simón Rodríguez y Samuel Róbinson a lo ancho y largo de su extensa y azarosa vida y hubo de desempeñar oficios tan disímiles como los de químico, pulpero, naturalista, politólogo, agrimensor, mineralogista, fabricante de velas y jabones..., y, desde luego, su afición más querida, su vocación más visceral: Maestro de Escuela.
Sin quitarle la mirada de encima a la mujer que jamás dejó de admirar por su templan-za y autenticidad, se sentó frente a ella y siguió contándole chistes colorados. La negra Jonathás trajo una bandeja sobre la cual humeaba una jarra con chocolate escoltada por dos tazas. La colocó en la mesa y luego, con una discreta inclinación, se retiró hacia su pieza.
Manuela Sáenz estaba incontenible y carcajeante, luminosa.
–¡Usted siempre con sus locuras y sarcasmos, Don Samuel, no cambia! –siguió riendo, mirándolo con los ojos llorosos–: ¿Y qué fue del francés de marras, ah...? ¡Termine el cuento, hombre, por Dios!
–¡Espere, que me acabo de acordar de otro, para que goce barato! Atienda, Manuelita: En el jardín de un convento hay un naranjo muy viejo; el Abad manda que lo corten, que hagan un crucifijo y que lo coloquen en la capilla. A los días, una de las monjas le confiesa que le es difícil rezar ante aquella imagen. “¿Y eso por qué?”, pregunta el anciano, y la monja, llorando, replica: “Padre..., ¿pero qué devoción quiere usted que me inspire, si lo conocí naranjo?” –remató el extravagante andarín soltando otra estruendosa carcajada.
–¡Ay, muy bueno, Don Samuel...! –le acompañó ella con otra, cómplice y sana.
En eso se oyó un amenazador gruñido de perro, cerca, y Rodríguez sin perder su hilaridad se volvió a mirar al animal, pero ella lo espantó de una palmada.
El viejo se incorporó y se puso a inspeccionar la pintura que representaba a su egregio alumno. Manuela le observaba con reprimida emoción. Él se quitó el abultado morral que aún llevaba terciado y miró a la amiga largamente en tanto juntaba las manos a la altura del pecho com
“Guayaquil, 26 de noviembre de 1853. Señor General don José Trinidad Moran.
Amigo: Cuántos años hace que no nos vemos?
Un francés me saca de aquí para llevarme a Lambayeque. Mañana salgo embarcado como Noé en una balsa. Escríbame a Lambayeque, y si puede mándeme un socorro, por que estoy como las putas en cuaresma, con capital y sin réditos. Preguntando por usted unos me dicen que está en Lima, y otros en Chile. El dador de ésta es el señor Landarou, persona de mí confianza.
Adiós amigo!
Deseo a usted como para mí salud para que no sienta que vive,
distracción para que no piense en lo que es
y muerte repentina para que no tenga el dolor
de despedirse de lo que ama, y de sí mismo para siempre.
Amigo: Cuántos años hace que no nos vemos?
Un francés me saca de aquí para llevarme a Lambayeque. Mañana salgo embarcado como Noé en una balsa. Escríbame a Lambayeque, y si puede mándeme un socorro, por que estoy como las putas en cuaresma, con capital y sin réditos. Preguntando por usted unos me dicen que está en Lima, y otros en Chile. El dador de ésta es el señor Landarou, persona de mí confianza.
Adiós amigo!
Deseo a usted como para mí salud para que no sienta que vive,
distracción para que no piense en lo que es
y muerte repentina para que no tenga el dolor
de despedirse de lo que ama, y de sí mismo para siempre.
SIMÓN RODRÍGUEZ.)
o felicitándola por el cuadro, visiblemente conmovido. Después se desplazó hacia los dibujos de los canes, curioso, y el gruñido avieso de uno de ellos volvió a hacerle sonreír.–¡Schiiissst, Santander! ¡Basta de bulla, o no hay cena! –clamó Manuela, con fingida amenaza. De inmediato cesaron los gruñidos y la bestia salió de su escondite en el rincón y fue a echarse a los pies de su ama.
Rodríguez, con una sonrisa, señaló los retratos de los animales:
–¿Cuál es Santander?
Ella indicó el dibujo de más fiero aspecto, al tiempo que encendía, con una caja grande de cerillas de madera que agarró de la mesita cercana, el grueso tabaco que no se había sacado de la boca todavía.
–Ése, el más artero, es Santander.
Se escuchó otro rezongo del animal y Manuela le hizo un imperioso gesto; el feo can miró al intruso con rabia y luego, cojitranco, fue a reunirse con sus semejantes en el zaguán.
El tabaco de Manuela Sáenz siguió señalando al bicho:
–Es el más viejo. Santander. Está así, cojo, porque le pasó una carreta por encima por estar de callejero.
Lanzó un escupitajo leve, provocado por la amargura del tabaco y de los recuerdos. Tras varias chupadas, entornó los párpados, rencorosa, y fue señalando los demás dibujos con el cigarro. Abarcó con un amplio gesto el zaguán donde acechaban los brutos:
–Bautizándolos con el nombre de mis enemigos por lo menos puedo obligarlos a obedecer, y hasta castigarlos, si me place. Bueno, usted recordará que siempre me ha encantado tener animales, ¿no es eso?
El viejo asintió, complacido. Ella señaló los retratos:
–Vea... Ese de ahí es Páez... Aquel, Córdoba... El otro, La Mar...
Una sabrosa carcajada de él volvió a aguarle los ojos:
–No, y me falta el de Juan José Flores, el Dictador del Ecuador, que de amigo que fue se volvió un ingrato... Es aquel bicho que se ve allá al fondo, el puro hueso. Ah, pero ya lo mandé a hacer, ¿sabe?; me lo traerán en cualquier momento.
El viejo no pudo evitar otra explosión de sabrosas tosiduras:
–¡Ah, qué Manuela ésta; siempre tan ocurrente!
La risa le hizo atorarse y ponerse morado otra vez.
–¡Pero casi todos los nombrados están muertos ya! ¿Tiene usted todavía tantos enemigos, señora mía?
–¡Todos son o fueron envidiosos de la gloria del General Bolívar, y no quiero olvidar a ninguno, Don Samuel!
Él, con las manos a la espalda, regresó junto al sillón con ruedas, pero se quedó de pie. El humo del apestoso cigarro de ella le causó otro ataque de tos.
–¿Quiere que lo apague, Don Samuel? –dijo, solícita–. Huele tan particular porque es hechura propia, pero si le molesta...
–¡Al contrario! –saltó él–. ¡Fume, fume, que me da gusto verla, igual que en la Quinta La Magdalena, en Lima, ¿se acuerda?, cuando era usted la reina indiscutida de la apoteosis bolivariana!
–¡Ay, Don Samuel, qué tiempos esos! –dijo, súbitamente enternecida.
–Me recuerdan su valentía, su independencia –halagó el viejo. Luego, con astuta mirada, señaló los retratos y a sus pares del zaguán:
–Pero me hablaba usted de sus... canes...
–¡No sea tramposo! –rió Manuela Sáenz–. Usted me contaba que un viajero francés allá en Azángaro lo visitó por casualidad una vez, y se desorbitó cuando...
–¡Ah, sí, cierto...! –cortó él casi sin notarlo, y se palmeó la frente amplísima–. ¿Y cómo no se iba a desorbitar, si le hablé refinadamente y en su idioma? –otra carcajada volvió a estremecerlo.
–¿En francés culto?
–¡Claro!... ¡Ah, Manuela; tenía que haber visto usted su cara de perplejidad!
Y ella, riendo con aprobación:
–¡Ya lo creo: en un pueblo como Azángaro, que es un peladero de chivos en la frontera entre el Perú y Bolivia, encontrar, de noche, una pulpería que acepte darte posada, ya es mucho, pero además que el pulpero salga hablándote en francés culto es demasiado para cualquiera, Don Samuel!
–Sí, debo admitirlo –aprobó el viejo, satisfecho.
Luego de un momento en el que ambos parecieron quedar sumidos en sus recuerdos, Simón Rodríguez dio unos pasos hacia una de las ventanas y se quedó contemplando el horizonte marino. Con tono nostálgico, exclamó, en un hondo suspiro:
–¡Aaahh, Doña Manuela Sáenz, ya son muchos los años y los viajes que llevo a cuestas en la mochila de la existencia! –Una sombra de tristeza (o quizá de amargura) le cruzó la arrugada faz–. Me hago anciano por fin, mi amiga. Con decirle que ya no me acuerdo de cuál era el nombre de ese simpático aventurero venido de la Francia..., pero sí que luego de que mi mujer le obsequió un potaje y un café casero, charlamos frente al fogón y fue entonces cuando me preguntó, con los ojos como dos pepas de mamón, si yo tam-bién era ciudadano francés. Le contesté con cierta impertinencia: “lo mismo que inglés, alemán, italiano o portugués, que todas esas lenguas hablo, sin olvidar el español”.
–¡Ay, que cosa terrible de buena! ¡Me imagino que conversarían toda la noche!
–Hasta el amanecer, en efecto –dijo el políglota.
Meditabundo, vino a sentarse frente a ella y pareció que iba a contarle otro pasaje gracioso, mas de pronto alzó el tono, animoso, como encendido de súbita energía:
–¡Pero eso es pasado, mi amiga! ¡Viva la muerte súbita! ¡Ahora estoy aquí, en Paita, visitando a mi grande y magnifica camarada Manuela Sáenz, carajo! ¡Manuela Sáenz, nada más, pero tampoco nada menos, la inmortal defensora de la Libertad, con mayúscula, y la Libertadora del Libertador, a pesar del egoísmo y la cursilería de la Puta Historia!
Y ella, admirada y sonriente, volvió a ver, sin subterfugios y por segunda ocasión (maravillada hasta la incredulidad), al genial loco aquel que atrapó y modeló el genio rebelde de los dioses nuestros sin que jamás Simón, el otro, el Padre a un tiempo
homérico y prometeico de 5 naciones, pudiera sospechar que su epopeya estaba cincelada ya por la voluntad que aquel trota caminos había presentido en él.
No pudo resistir el redescubrimiento. Se ahogó en el humo alcahuete:
–¡Ay, Don Samuel, qué gentil, qué buen amigo es usted!
–Dígame una cosa, mi gallarda Coronela –dijo, maliciosamente sorpresivo, implacable y empleando el apelativo militar que sabía que despertaba en ella nostalgias hondas–: ¿es cierto eso que leí en un diario de Lima?
–No –rió Manuela –. Seguramente es falso. ¿A ver...?
–¿De modo que no escribió usted una famosa carta a su marido, el doctor Thorne, en la cual le dice de todo menos bonito...?
–¡Ay, qué mal amigo es usted, Don Simón!
Y estalló en una corta carcajada de reproche y reprobación, e hizo un gesto vago con la mano del cigarro y le quitó importancia al tema y al marido.
–Deje, deje usted quieto al buenazo de míster Thorne...
Róbinson lanzó otro melancólico suspiro y metió las manos, grandes y deformes como casi todo él, en las anchas buchacas de la levita, y por momentos dio la impresión de un niño tímido y perdido entre las luces del escenario de un teatro atestado de gente ávida de prodigios.
Ella le contempló con ternura cierta.
–¿Qué me le pasa, Don Samuel?
El viejo se volvió y la vio con reconcentrado afecto.
–¡Don Samuel! –repitió, tristón–. Ah, querida Manuela, si supiera usted que ya nadie me llama así.
–¿Pues, cómo? ¿Ya no es usted Don Samuel Róbinson?
–¡Ah carajo, amiga mía, no me haga caso! Como ya pasé de los setenta octubres chocheo a veces.
–¡No diga eso, caramba! ¡Usted jamás será viejo! –le dijo con ternura, acariciándole la mejilla–. ¿Cómo debo llamarlo entonces, mi amigo?
Como usted quiera –soltó él con un dejo de amarga ironía–. Desde hace mucho he vuelto a ser el maestro Simón Rodríguez, y sigo fabricando velas para ir encendiendo luces.
Otra vez calló Róbinson, víctima de su melancolía... Manuela Sáenz fumaba, en silencio, sobre la silleta de ruedas, observándole. Él se puso a mirar de nuevo el retrato de Simón Bolívar, como si ambos hubiesen agotado ya los argumentos del encuentro. Brus-camente, una risa gozosa y desparpajada fue naciendo del pecho de “La Coronela” (como le gustaba a la tropa libertadora llamarla, ya que por sugerencia del Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, le fue conferido ese grado militar luego de su valiente participación en la referida Batalla).
El anciano la observó, curioso:
–¿De qué picardía se estará acordando usted, ah, querida...?
–Pues de los cuentos aquellos de cuando usted era Director Nacional de Educación Pública de la recién fundada República Bolívar y –pero la risa no la dejó seguir sino hasta un rato luego–... y daba clases de anatomía a los hijos de los ricos “chinito en pelotas”, como decía, escandalizado, Sucre...
Simón Rodríguez pareció divertido con la remembranza:
–Es que todos los padres en esta América nuestra, Manuelita, querían y quieren que sus hijitos sean militares, abogados o políticos, y yo lo primero que les enseñaba eran las artes de la albañilería, la herrería, la construcción, la agricultura, y por último las leyes y las ciencias, porque como siempre digo, es mejor pasar de albañil a abogado y no de abogado a ladrón.
–Claro –asintió Manuela, entre carcajeos–, y sus rancias familias veían a los pobres muchachos como futuros obreros.
–¡Que es lo primero que deberíamos todos aprender!
La quiteña se quedó mirando la brasa de su habano un instante y pareció enseriarse con las reminiscencias:
–Recuerdo como si fuera ayer, aunque deben hacer unos 18 años ya, cuando abrió usted una escuela pública gratuita en Chuquisaca y enseñaba a las más humildes cholitas y cholitos realengos, ¿sí se acuerda usted?
–¡Claro! ¿Cómo no, mi amiga?... Decían en la calle al verme pasar: “ahí va el loco”...
–Sí... Lo acusaron de... a ver... deje ver si me acuerdo –y La Coronela entornó los párpados para ayudar a la memoria–... ¡Ah, sí!...; de “agotar el tesoro nacional para mantener putas y ladrones, en lugar de ocuparse del lustre de la gente decente”.
–En efecto; ¡y les respondí que esas putas y esos ladrones eran los hijos de los dueños del país, es decir, el pueblo, los infelices niños que rodaban en las calles y a quienes nadie daba oportunidad de llegar a ser “decentes”!
Manuela aprobó con la cabeza y dio, con dificultad, cuatro pasos hasta donde estaban las tazas que trajera minutos antes la negra Jonathás. Ofreció una a su huésped, quien se apresuró a ayudarle a servir, pero sin atreverse a preguntar qué le ocurría en las piernas.
–Tome, beba, Don Simón, que no importa el nombre, sino el hombre, como tantas veces le oí decir a usted tiempo ha –dijo, cambiándole el Samuel.
Luego se sentó, tras poner frente a él la taza, pero entonces, como si con estas palabras ella hubiese tocado una fibra íntima y dolorosa de su ser, de súbito el viejo maestro tomó uno de los tantos libros que por allí había y golpeando con energía su carátula, exclamó, arrebatado:
–¡Cierto, Manuela Sáenz!, verísimo, pero el hombre nuevo, el hombre “americano de América”, el hombre enseñado a ser como su tierra: original, distinto, que es una cosa que todavía no hemos logrado! ¿Cuántas veces me oyó usted decir que nuestro error más grande fue haber fabricado repúblicas sin tener republicanos?
Manuela Sáenz sonrió y asintió:
–Muchas, Don Simón..., pero tómese el chocolatico, que se le enfría.
Él obedeció y bebió dos sorbos, pero otra vez sus ojos fulguraron como si la luz que ella había pulsado estuviera intermitente y ahora volviera a encenderse. Dejando la taza, señaló con un dedo el cuadro del Libertador de la América del Sur:
–El único que realmente lo entendía era Simón, nuestro Simón, Manuela; Sucre, a pesar de su nobleza, no captó esta verdad tan simple –y volvió a mover las manos como si estuviese moldeando con aire lo que sus labios decían–: ¡la única manera de “fabricar” nuevos ciudadanos es en la escuela, con los niños! ¡Debemos enseñar a pensar de nuevo, porque no se aprende por la memoria sino por el entendimiento! ¡Debemos aprender “a aprender”, y tenemos que enseñar a enseñar!…
Se notaba que el viejo maestro había repetido aquella salmodia un millón de veces. Sus pupilas semejaban dos brasas en noche oscura:
–¡Tenemos que buscar la manera que haga posible comprender a nuestra gente, mi querida Manuelita, es la única solución, créame! ¡Hay que entender a nuestros paisanos en lugar de copiar métodos y teorías de afuera, como ese tal método de Lancaster de “enseñanza mutua”! ¡Eso es un disparate!... Esa pendejada la inventó ese señor para hacer aprender la Biblia de memoria, como si la gente fueran loros, y Bolívar se equivocó al aplicarla en nuestros países, amiga mía, porque así lo que único que estamos fabricando en nuestras escuelas es un montón de charlatanes de por vida...
Sudaba de vehemencia el anciano frente a la ventana a pesar de que por allí se colaban soplos silbantes de brisa salada y fría.
Volvióse hacia Manuela de súbito con un brillo nuevo en la mirada gris:
–¡Usted sabe, mía carissima, que nunca soporté las afectadas maneras ni el enrevesado pensamiento del chupatintas de Santander, pero he de reconocer que en su gestión como Presidente de la Nueva Granada, después que murió Simón, pareció atender los reclamos que le formulé cuando era vicepresidente de Colombia!
Manuela Sáenz entornó los ojos y una mueca de rabia y despecho le ensombreció el semblante.
La voz le retembló de rencor:
–¿A qué se refiere usted, mi amigo? ¿Ahora es santanderista usted?
Róbinson le clavó una mirada de halcón:
–No soy hombre al que se pueda etiquetar, Manuela, no se le olvide. No podemos tapar el sol con un dedo, por más que no me gusten los refranes por embrutecedores, pero tengo entendido que Santander fue un gran promotor de la educación universitaria en Colombia y fundó muchas escuelas secundarias y universidades y eso, mía cara, hay que aplaudirlo.
–¡Yo de ese traidor ingrato y malasangroso lo único que he aplaudido es su muerte, para que usted lo sepa, don Samuel!
El aire pareció congelarse repentinamente en la pequeña sala. Un silencio hosco aguzó los rostros de los dos viejos, cual si fuesen a saltar uno sobre el otro.
Ella fue la primera en lanzar un fuerte resuello al rato. Murmuró, amarga:
–¡Ese cabrón coño de su madre hasta muerto sigue echando vainas!
Róbinson no respondió. Resolló largo también y al cabo dijo, con dejo casi avergonzado:
–Sí; usted tiene razón. En realidad era un gran carajo –suspiró largamente–. En fin… de todas maneras falta mucho por corregir en materia educativa en nuestros pobres pueblos, mi amiga, pero me temo que se nos acaba el tiempo.
El semblante del anciano se había puesto pálido, huidizo. Manuela Sáenz le miró, fugaz, y tras una larga bocanada dijo con devastadora sinceridad:
–¡Dígamelo a mí, Don Simón! Míreme. Estoy acabada, próxima a cumplir los 46 años, casi tullida por una caída en la que me lesioné la cadera, y para medio desplazarme debo usar este artilugio; estoy fofa, gorda, enferma de reumatismo artrítico, olvidada de todos, mal viviendo de lo que me enseñaron cuando jovencita las monjas en Quito, es decir, bordar y hacer dulces; aprendiendo a torcer tabacos apestosos para los marineros y los indios, a traducir documentos al inglés y del inglés…
De pronto, como a él, la voz se le asordó:
–Pero eso sí, Don Simón: ¡con el rencor vivito para los enemigos del nombre y de la gloria del General Bolívar!
–“La gloria, esa pequeña desvergonzada”, como dijo ya no recuerdo quién –mas-culló con abrumadora amargura el viejo maestro.
Se pasó la mano callosa de deberes y haberes desiguales por la inmensa calva brillante de su cráneo deforme y entrecerró las pupilas, cual si estuviese escribiendo una queja mental. Después respiró largamente. Manuela le contempló, respetuosa. Róbinson tornó a beber su infusión y entonces hizo una inclinación aspaventosa y sonrió con todos los dientes falsos:
–En fin, buena amiga..., ¿qué le parece si mientras yo disfruto su cacao, usted me habla de nuestro Simón?
Ella tosió, atorada entre la bebida, el tabaco, la frase de él y su mirada escrutadora, y detrás rió, sensual, casi desfachatada, con una mueca de sorpresa ensayada, tocando (ex profeso y sin piedad) los resortes sentimentales del corazón del viejo, como solía hacer cuando buscaba explicaciones sin palabras con el difícil y definitivo carácter de Bolívar, el hombre de varias de sus vidas, si varias tuviera, como le confesó alguna vez.
Dijo, afectando el despiste:
–¿Pero qué dice usted, mi querido Don Simón? ¿Usted quiere que yo...? ¿Usted, en cuyas alabanzas se agotan los verbos de varias lenguas, pretende que yo, Manuela Sáenz, una simple Coronela del Ejército Libertador, le hable de Simón Bolívar?
Soltó otra carcajada, más sonora, más cautivadora, manejando el momento:
–¿A usted, su maestro más querido, su Sócrates americano...? ¡Dios de los viejos!
Él la miró con ojos de jaguar nocturno. Bebió un trago de su brebaje, señaló la pintura de su pupilo y dijo, con extraño acento:
–Manuelita, voy a hacerle una confidencia.
Ella se envaró: conocía bien al estrafalario maestro y él no usaba aquella entonación en balde.
–¿Sabe qué me dijo Simón de usted una noche en La Paz, en 1825...?
–No. ¿Qué le dijo?
–¡Que si no hubiera jurado por el Dios de su corazón no volverse a casar, lo habría hecho de nuevo con usted!
Manuela Sáenz se conmovió hasta el llanto por lo que supuso una invención del viejo maestro para halagarla. Con tierna solicitud colocó la palma sobre la rodilla de él y pidió:
–Está bien, Don Simón... ¿Qué quiere usted que le cuente del General Bolívar? Dígame.
El impenitente trashumante la miró largo...
II: EL SEÑOR CÓNSUL
Cuando el viejo iba a responder, se oyeron golpes ahogados en el zinc de la puerta de la calle y los gruñidos y ladridos de los dos más flacos vigilantes.
–¡Silencio, Páez! ¡Schiisst, Santander! Con perdón, Don Simón –dijo ella, y levantó la voz–: Jonathás, mujer, que tocan…
–Voy, “patronita”, voy –respondió Jonathás desde su cuarto.
Después de un momento salió y se perdió hacia el fondo, escoltada por los retratados canes. Manuela se quedó contemplando su salida y movió la cabeza en tanto una risa ligera le ruborizaba el rostro.
–¡Esa Jonathás...! Desde niña me dice así, “patronita”. No hay manera de que me llame por mi nombre.
–Ya veo... Pero había otra sirvienta suya, muy vivaracha también, si mal no recuerdo…
–Sí; Nathán; está en el pueblo haciendo unas diligencias. No debe tardar.
Tras unos segundos de expectativa, acallados los canes por sus briosos chistidos, entró Jonathás seguida de un catire simpático y larguirucho que no pasaría de los cuarenta años. Vestía camisa y pantalón claros, calzaba sandalias y usaba un estrafalario sombrero alón de pana.
–Es el señor Cónsul de los Estados Unidos, patronita.
–¡Oh!... ¡Excuse-me, doña Manuela!; no sabía que estuviera ocupada –dijo el hombre en aceptable español aunque con acento agringado, claramente apenado.
–¡Excelencia, no tenga cuidado! ¡Por favor, termine usted de pasar, mi amigo! –sonrió, campechana, Manuela–. ¿Cómo están las cosas?
El musiú traía un fino maletín de cuero en una mano y en la otra una pipa apagada que parecía ser apéndice de aquella. Róbinson se puso en pie de inmediato y sonrió al recién llegado, quien le devolvió una mirada jovial.
–Muy bien, muy amable al preguntar–dijo el Cónsul con franca sonrisa.
Se inclinó ante Manuela y besó su mano, y acto continuo hizo una reverencia al viejo.
–Buenas tardes, mister.
–Buenas tardes, señor –contestó Róbinson, afable.
–Señor Cónsul, tengo el gusto de presentarle a un gran amigo; el muy distinguido maestro Don Samuel Róbinson –titubeó Manuela Sáenz–... O Don Simón Rodríguez, que por ambos apelativos es conocido. Don Simón, él es el Cónsul de los Estados Unidos de Norteamérica en Paita, mister Alexander Rúden.
El señor Cónsul de Paita soltó sobre la mesa la cartera que traía e hizo una más profunda y respetuosa reverencia:
–¡Oh! ¡El famoso maestro del Libertador Simón Bolívar! ¡Qué inesperado placer!
–Es un gusto, mister Rúden –dijo Róbinson, inclinándose también.
Era tan simpático y llano el diplomático, que a los pocos minutos estaban los tres sentados charlando como viejos conocidos, ora en inglés, ora en español, en tanto la paciente negra Jonathás traía chocolate, té y granjerías. Al rato, Mister Rúden encendió su pipa, cuyo oloroso y perfumado tabaco contrastaba con la peste que esparcía el de Manuela, y el pobre Róbinson luchaba por librarse de ambas nubes, pero lo hacía con disimulo para no incomodarles.
Mister Rúden señaló su maletín:
–Por cierto, doña Manuela, le traje unos papeles para que me ayude a traducir varios expedientes, si es tan gentil.
–Con sumo gusto, mister Rúden. Démelos.
El gringo abrió la valija y puso sobre la mesa un grueso fajo de papeles. Rodríguez le miró, cordial y un poco burlón. Señaló los documentos:
–¿Negocios...?
–No... Bueno, sí; cosas de rutina –dijo el gringo.
–Espero que no sean asuntos de gravedad, mister, o de política, aunque, claro, no estamos en territorios en disputa, por ahora –remató, zumbón, el caraqueño.
El Cónsul le miró con curiosidad y ojillos relampagueantes:
–¿A qué se refiere usted exactamente, mister Rodríguez?
–Perdóneme usted; le aseguro que no fue mi intención incomodarle, pero no puedo dejar de pensar en lo que he leído últimamente acerca de la situación entre su país y México, señor Cónsul. ¿Es cierto que puede haber guerra?
El Señor cónsul hizo un gesto evasivo con la mano-pipa:
–No estoy muy al tanto del asunto, míster Rodríguez, pero en todo caso no creo que el negocio empeore.
Manuela Sáenz sonrió al instante, sarcástica:
–¿Empeore para quién, míster Rúden...? No se ofenda, pero si le piensan quitar a los mexicanos el territorio de Texas y quizá Alta California, ¿qué puede ser peor?
Y Róbinson, rápido y con marcada agrura:
–¡Que los descendientes de Moctezuma se nacionalicen norteamericanos, mi buena amiga!
Enseguida, apenado del mal chiste y de la peor descortesía, se disculpó con el Cónsul con una viva reverencia, y dijo, en inglés:
–¡Excuse me, sir! –y a ella, con gesto de resignación–: El pez grande se come al chico siempre, Manuelita.
Pero Rúden no iba a dejar aquello así:
–Recuerden, amigos queridos, que Texas fue provincia mexicana hasta hace 7 años, cuando sus pobladores, en su mayoría emigrados de Estados Unidos, postularon la “República de Texas” y su deseo de pasar a formar parte de la Unión de mi país. Eso está en discusión todavía, pero siempre se respetará la decisión del pueblo.
–¡Oh, por favor, míster Rúden; parece usted un Cónsul romano y no uno estadounidense! –dijo, sardónico, Rodríguez–. ¿Negará usted que desde hace años su país quiere anexionarse Texas, California y Nuevo México?
–No, maestro, pero insisto en que es el pueblo de esos lugares quien no quiere seguir siendo mexicano, por el acérrimo centralismo del gobierno azteca.
–Y porque su gobierno de usted teme que se metan allí los franceses o los británicos…
–¡Naturalmente! –respondió el Cónsul, mirando fijamente a Rodríguez–. Preferimos protegerles nosotros.
El viejo se encogió de hombros y miró a Manuela.
–Ese es el destino de nuestros pueblos mientras no nos organicemos y nos hagamos ciudadanos conscientes, mi amiga: la anexión y la dominación por parte del más fuerte.
Pero el ladino norteamericano volvió a reaccionar, aunque cordial, señalando el cuadro del Libertador:
–Es verdad... ¿Bolívar mismo no le quitó Guayaquil al general San Martín y la agregó a Colombia?
Y Manuela, rápida:
–Porque San Martín quería sumarla al Perú –y sonrió luego, coqueta–. ¿Le apetece un té de hierbas, míster Rúden?
–No. Almorcé hace poco, muchas gracias.
–Bien, con su permiso, nosotros tomaremos uno, ¿verdad, Don Simón?
–Naturalmente, mi querida amiga. Déjeme usted ayudarla.
–Míster Rodríguez, tengo una curiosidad –siguió Rúden, fumoso, y el trotamundos le miró con expresión socarrona–... ¿Puedo preguntar en qué consiste su... sistema o teoría de la nueva educación para la América toda?
–¿Dónde supo de ella? –repreguntó, serio.
–Aquí y allá –el Señor Cónsul movió ligeramente los hombros–. En periódicos, conversaciones, cartas. Su nombre es bastante conocido en el continente, mi amigo.
Róbinson, ocupado en servir té, no contestó inmediatamente, pero miró a su interlocutor con ojos chispeantes. Manuela y el gringo estaban pendientes de sus palabras. Él lo sabía, y cuando consideró que ya había creado el suspense necesario, habló, taza en mano:
–¿Conoce usted el cuento del “mata cochinos”, míster Rúden?
–Me parece que no –contestó el otro, desconcertado.
–Este era un hombre de un país de la América del Sur que se ganaba la vida matando cochinos y haciendo morcillas a domicilio –y adoptó postura, maneras y tono de maestro de escuela, mirando a ambos alternativamente–; pero cierta vez que lo llamaron desde la casa de un rico de esta manera: “Hey, dice mi patrón que venga acá... Sí, usted, mata-cochinos”, contestó, muy ofendido: “Dígale a su patrón que ya voy, y que yo no soy mata-cochinos sino beneficiador de cerdillos”.
El viejo pensador tenía sus ojillos de halcón clavados en el rostro del otro, lo mis-mo que Manuela. El Cónsul sonrió con indulgencia.
–Es un cuento muy ingenioso, pero me temo que no entiendo cuál es el punto, mi querido míster Rodríguez.
–No es complicado, señor: significa que a los americanos del sur nos da vergüenza ser lo que somos, en lugar de hacerlo destacar con legítimo orgullo.
Se produjo un espeso silencio. Samuel Róbinson miró con simpatía al diplomático y se rascó la barbilla, buscando la frase apropiada:
–La esencia de mi pensamiento la podríamos resumir en la filosofía-del-no-hay.
Manuela, que a pesar de estimar a Róbinson sinceramente siempre le había creído un tanto culpable de sembrar en la mente del Libertador tanta magnanimidad para amigos y enemigos y le consideraba (íntimamente) “el creador de sus desgracias”, aprovechó para meter baza:
–De seguro otra quijotada de las suyas –dijo, con acento semisatírico, y luego preguntó, ya francamente cáustica–: ¿Qué filosofía es esa, Don Simón...?
–La del-no-hay, pues: si no hay amos, no hay esclavos; si no hay quien los haga bailar, no hay títeres; si no hay a quien arrear al matadero, no hay guerras... así de simple.
–Humm –hizo el Cónsul con expresión franca–; parece bastante utópica esa filosofía.
–Como todo lo de este continente, mi amigo –remató el viejo, y bebió largamente.
El catire le miró con franca admiración e interés, envuelto en su aromática humareda:
–¿Y es cierto lo que se señala acerca de que usted no ha querido regresar nunca a su patria natal, Caracas, porque se considera hijo de toda la tierra?
–Pues yo, mi amigo, soy un andariego impenitente, un visitador de poblados y ciudades de toda índole y geografía, porque es la única manera de conocer, de verdad-verdad la esencia de la especie humana. Por otra parte, ciertamente creo que mi patria es el lugar donde me encuentre y mis compatriotas quienes me rodeen y puedo vivir en cualquiera región sin ataduras ni lazos porque, perdóneme Excelencia, no soy vaca para tener comedero.
–Original manera de pensar en verdad, míster Rodríguez.
–Pero estará de acuerdo conmigo en que es valedero cuanto digo, ¿no es eso?
El diplomático asintió con cabeza y manos y Róbinson cruzó los brazos sobre su volu-minoso abdomen:
–¿Puedo preguntarle algo yo ahora, míster Rúden?
–Desde luego, dear…
–¿Qué cosa tan tremenda fue la que hizo usted, mi amigo, para que lo castigaran de esta manera...? –dijo Rodríguez, intencionado y mordaz, y Manuela Sáenz, que lo conocía bien, sonrió.
–¿Castigarme? –se asombró el otro–. ¡Oh! Seguramente se refiere usted a la razón por la cual me enviaron a este lugar…
–¡Ya lo creo! –hizo un ademán, sarcástico–. Paita no es precisamente Veracruz o Guayaquil, lugares donde su cargo sería indicio de riqueza pronta, sin ofender.
–Desde luego que no, pero no lo considero un castigo; a mi familia a mí nos gustan estas aguas, sus tonos de verde, sus gaviotas, y Paita tiene su importancia como puerto de avituallamiento para los barcos balleneros que salen a pescar al Pacífico y pasan meses enteros en el mar. Además, tenga usted en cuenta que aquí tuve la inmensa suerte de conocer a doña Manuela Sáenz, que no es poco privilegio, como usted sabe.
–Esa sola circunstancia vale el puesto, míster Rúden –aprobó cortésmente el viejo.
–¡Ay, gracias a ambos, caballeros, por tanta gentileza! –dijo ella, coqueta.
El Cónsul volvió a mirar la pintura de Bolívar con expresión risueña:
–Humm... Alguna vez oí decir que el maestro de Bolívar era un viajero incurable, igual que lo fue su compatriota Miranda.
Róbinson se levantó de su silla como si ésta se hubiese repentinamente calentado:
–¡Comparación que me honra, señor Cónsul! ¡Francisco de Miranda fue el primer hispanoamericano universal, un verdadero cosmopolita, como decían los griegos! –pun-tualizó con encendido acento.
Tras una corta pausa, regresó a su asiento y agregó, trocando la vehemencia en amargura:
–Yo, en cambio... Algunos me han llamado “el Rousseau tropical”, pero no soy más que un peregrino sin suerte, un viejo caminante cansado de soñar un destino mejor para sus hermanos continentales.
–¡Oh, vamos, Don Simón, deje ese tono tétrico y anímese! –dijo Manuela Sáenz–. Todavía puede usted hacer posible su sueño.
–No, mi amiga, ya estoy muy viejo –respondió con voz ahogada. Miró al estadounidense–. ¿Sabe usted cuál es el drama de la América del Sur, señor Cónsul?
–Presiento que está usted a punto de decírmelo.
–¡Que no queremos regresar a la monarquía pero tampoco terminamos de llegar a la república, that is the question, excellence!
–Muy acertado, Maestro –asintió.
Róbinson siguió:
–Fíjese usted: dicen que no se puede hablar bien el castellano sin entender el latín: eso es falso; nada tiene que ver la hija con la madre. El idioma de usted, el inglés, se compone de diecinueve lenguas, y nadie las estudia para hablarlo bien, ¿cierto?
El señor Cónsul asintió, curioso.
–El latín murió con las lenguas romances y por más que hagan los latinistas no lo resucitarán. ¿Es posible que nosotros, los americanos del Sur, vivamos con los indios sin entenderlos? Ellos hablan bien su lengua, pero nosotros ni la de ellos ni la nuestra.
Otro silencio pleno de meditaciones. Por la ventana se metió el ulular irrespetuoso de la brisa del puerto. Rúden se acordó de pronto:
–¡Oh, doña Manuela, casi lo olvido! Hay un amigo mutuo que le solicita, por mi intermedio, una gracia enorme.
–¿Qué amigo es ese? –quiso saber ella.
–¿Recuerda usted a aquel joven poeta que vino en la tripulación del ballenero “Acushnet” y que hablaba sin parar del gran cetáceo, de la temible e infernal bestia blanca, y de su afán de cazar una?
–¡Oh, sí, claro que lo recuerdo! Herman Melville se llamaba; por ahí debo tener un poema que me dedicó con gran gentileza.
–Pues bien, mi querida señora; parece que el incansable marino piensa publicar, aunque no sabe cuándo, un libro narrando sus aventuras en busca de la tal ballena banca y le manda decir que le enviará un ejemplar autografiado si, a cambio, usted le remite conmigo cierta... narración que le interesa sobremanera.
La mención del nombre del escritor y aventurero neoyorquino tuvo la virtud de borrar del ánimo del anciano Róbinson la hiel provocada por sus últimas reflexiones y excitar su curiosidad, lo mismo que la de la dueña de casa.
–¿A qué narración se refiere, míster Rúden? –preguntó ella, vivamente interesada.
–Pues... verá usted –el señor Cónsul se veía un tanto incómodo ahora–... Se trata de... de un... un texto de su... puño y letra... con los pormenores que usted recuerde sobre lo ocurrido en... Santa Fe de Bogotá el 25 de septiembre de 1828 –soltó por fin.
La sorpresa de La Coronela fue auténtica:
–¿La noche del atentado al General Bolívar? ¡Pero si eso es más conocido hoy en día que la llegada de los españoles con Colón!
–Sí, lo sé, pero le digo lo que el poeta me pidió decirle, tal cual.
Samuel Róbinson creyó oportuno intervenir:
–Conocí hace algún tiempo al joven Melville en el puerto de Guayaquil y me habló de su obsesión por el cetáceo blanco, y también de su pasión por nuestra Guerra de Independencia y sus hacedores. Le interesaba sobremanera la vida de Simón...; es decir, del General Bolívar.
El señor Cónsul tomó las manos de Manuela Sáenz y se arrodilló graciosamente con una pícara sonrisa y una súplica franca en los ojos:
–¿Tal vez doña Manuela nos haría la gracia infinita de narrarnos los acontecimientos de esa terrible fecha tal como los vivió, aunque sé bien que no le agrada resucitar el pasado?
Ella pareció desconcertarse un poco:
–¡Oh! Verá, señor Cónsul –vaciló, sin saber qué contestar…
Iba a negarse, claro, como hacía de costumbre cuando algún periodista o un viajero curioso o impertinente recalaba en Paita con el afán de averiguar intimidades entre el Libertador de Colombia y la mujer del general, como también la conocían en el villorrio, pero pareció pensarlo mejor y miró con calidez a ambos hombres. Una sonrisa encanta-dora y tierna le alumbró la faz:
–Hoy es un día muy especial para mí por la visita de mi distinguido amigo Don Samuel Róbinson, o Don Simón Rodríguez, como usted prefiera..., y también por la siempre grata presencia de usted, naturalmente, Excelencia.
–Muy gentil, doña Manuela.
–Lo mismo digo, querida amiga –dijo Róbinson–. ¡Pero mire usted qué casualidad!
–¿Cuál?
–Pues que era acerca del atentado de septiembre que yo le iba a pedir que me hablara para unos apuntes que estoy preparando…
De súbito el anciano se golpeó la calva sonoramente con la palma de la mano:
–¡Oh, caramba, qué memoria la mía!... Uno de los objetivos de mi visita, amén de preocuparme por su salud, querida amiga, era presentarle uno de mis libros, uno que publiqué hace ya mucho tiempo pero que no sé si por estos lugares se conoce, en el cual les salí al paso a los censores de Simón. Permítanme, amigos…
Se movilizó hasta la bolsa de viaje que trajera consigo y se bajó hasta los ojos las gruesas lentillas; sacó dos libros de rústica edición y regresó con ellos a su lugar:
–Aquí está. Uno para usted, Manuela, y uno para usted, Excelencia.
–Muy honrado, señor Róbinson.
Manuela, emocionada, leyó la carátula en voz alta:
–“El Libertador del Mediodía de América y sus compañeros de armas defendidos por un amigo de la causa social”.
Samuel Róbinson rió con una carcajadita seca y odiosa:
–Ya sé que el título es un poco largo, pero por eso mismo llama la atención, que es el primer deber de cualquier libro que quiera ganar adictos. Tómense la molestia de leerlo y ya tendrán la bondad de darme su opinión después –y recaló la mirada en ella, tras subirse hasta la frente los lentes otra vez–. Pero volvamos al pedimento del joven Melville, que es el mío también…
–...Y el mío –sonrió su Excelencia.
–Y también el del general O’Leary –dijo maquinalmente Manuela Sáenz, y como Róbinson la mirara vivamente extrañado, explicó–: A petición de este buen general y amigo, le escribí hace como dos meses a Bogotá prometiéndole reseñar esos mismos acontecimientos de septiembre, aunque no sé cuándo tendré ánimo para ello…
Y agregó, con acento de complicidad y clavando los ojos en su viejo camarada:
–Me parece que O’Leary quiere cumplir con uno de los últimos encargos del general Bolívar.
–¿Una Crónica de la Guerra de Independencia Sudamericana? –interrogó el viejo con viveza.
–Algo así; y créame que no conozco mejor persona para misión tan compleja –sus bellos ojos brillaban al rememorar al militar fiel a ella y a su amado–. ¿Sabían ustedes, amigos, que dos de los hijos del general Daniel Florencio O’Leary se llaman Simón Bolívar y Bolivia Teresa, y que desde que llegó de Irlanda como voluntario, en 1818, con quince años de edad, ha estado recabando datos y documentos acerca del General Bolívar y su lucha contra el imperio español?
–¡25 años! ¡Admirable constancia en verdad!
–Es un irlandés perseverante e interesante el general O'leary, como lo era igualmente el francés Luis Perú de Lacroix, ambos fanáticos del Libertador –comentó Róbinson, y después rogó, con entusiasmo–: Manuela querida, háblenos de cómo comenzó todo aquel descalabro, cómo nació ese irracional y espantoso tropezón histórico de Santander y los suyos.
–¿Cómo comenzó todo...? –suspiró La Coronela, estremeciéndose involuntariamente–. ¿Cómo comenzó? –repitió, y se llevó las manos al rostro dolorosamente, y cerró los párpados.
Los dos hombres la contemplaron con profundo respeto, con obsecuente admiración. Manuela Sáenz, torturada por los recuerdos, abandonó la silla con visible esfuerzo y se desplazó hasta quedar frente a una de las ventanas, la cual le regalaba el verdiazulado reflejo del mar. Su mirada se prendó de una ola inmensa y rebelde, y luego se hundió y se disgregó con ella. Un brillo de lágrima asomado sin permiso al rostro rechoncho de la heroína de antaño oscureció la intención del Cónsul estadounidense y del trotamundos caraqueño, pero tuvieron la valentía de callar.
Ella manoteó el signo de debilidad de su mejilla y murmuró, ronca de pasado:
–Todo ese... tropezón histórico, como dice usted, Don Simón... esa incalificable y monumental traición comenzó a mediados de 1828, después de la Convención de Ocaña, durante la cual se dividieron abiertamente las fuerzas políticas del país colombiano en bolivaristas, santanderistas y abstencionistas.
Su tono era rencorosamente apasionado. Se subió las mangas del abrigo, acalorada por los recuerdos.
–¡Ah, pero yo sabía que el traidor de Santander venía preparando su felonía desde mucho antes!
De inmediato se escuchó el gruñido del can, acallado prestamente por Jonathás que, asomada detrás de la cortina de la habitación, seguía el diálogo con encontrados sentimientos.
Manuela Sáenz prosiguió, perdida en el pasado, escapada de la bahía paitense:
–Era tan evidente el desapego del maula cucuteño, que el propio General Bolívar, el año anterior, en 1827, cuando estaba en Caracas tratando de que el otro traidor, Páez, no destruyera a Colombia, le dijo a su primo, el general Soublette, en una carta, lo siguiente…
Cerró los ojos Manuela Sáenz, y los dos hombres imaginaron claramente la silueta de un hombre pequeño sentado frente a un escritorio vistiendo uniforme de general, con la guerrera sin abotonar, y oyeron el rasgueo de la punta de la plumilla sobre el papel...
III: SOMBRAS
Cuando terminó de escribir una primera carta, la releyó en voz alta:
“ ...Ya no pudiendo soportar más la pérfida ingratitud de Santander, le he escrito hoy que no me escriba más, porque no quiero responderle ni darle el título de amigo. Sepa usted esto, general Soublette, para que lo diga a quien corresponda.”
Simón Bolívar firmó la misiva, la dobló, y agarró otra hoja y escribió:
“Mi querido general Urdaneta, ya no queda duda acerca de lo que tanto hemos dudado con respecto a Santander. Y está visto que Venezuela y yo somos su blanco; mis amigos son tenidos por enemigos de la patria y de la libertad; se me presenta como un tirano y ambicioso porque procuro los intereses del pueblo; se me insulta y aborrece porque he evitado la guerra civil en Venezuela.”
–Yo estaba en Santa Fe de Bogotá esperando la llegada del General Bolívar, y cuando me enteré de las maniobras del Vicepresidente de la República –Manuela Sáenz, revitalizada ahora por las vivísimas evocaciones que ha conjurado a petición de los dos amigos, se carcajeó, ampulosa, y se volvió a mirarlos–... ¡pues hice fusilar y quemar en público una imagen suya, un muñeco de trapo!
Róbinson se carcajeó también, celebrante, y comentó, casi para su capote:
–¡Ah, qué Manuelita para diáfana!
El Cónsul asomó una vaga sonrisa de aprobación y preguntó, interesado:
–¿Cómo estuvo eso, doña Manuela?
Ella rió sabroso, divertida, al tiempo que extrajo de un bolsillo las cerillas para encender de nuevo el tabaco, que se le había apagado. Lo hizo y tosió, sin soltar la risa.
–El fusilamiento fue en la “Quinta Bolívar”, durante un festejo. Mandé a hacer un muñeco de trapo con un letrero colgado que ponía: “Francisco de Paula Santander muere por traidor”, y unos soldados del batallón “Granaderos” que estaban en la fiesta ajusticiaron simbólicamente y por orden mía al mal bicho en medio de los aplausos de todos.
Róbinson, que había olvidado el cuento tan celebrado en su momento, rió y aplaudió:
–¡Pues muy bien hecho, Manuela! ¡También yo aplaudo; bien por usted, sí señor! ¡No en efigie sino en persona merecía ese desagradecido que lo fusilaran!
–El general Córdoba, que asistió a la fiesta, muy disgustado conmigo, enteró por carta a Bucaramanga al General Bolívar, pero él sólo contestó algo así como “¿Qué quiere usted que haga con mi amable loca?”.
Emocionada con la recordación, se le escapó un sollozo.
–Así me llamaba él a veces, sobretodo cuando se me ocurría alguna trastada: “mi amable loca”.
–Ciertamente –reafirmó Róbinson, evocador. Manuela trocóse rencorosa de nuevo:
–Las cosas estaban muy revueltas entonces... Conspiraba Páez en Venezuela; en Bogotá y Cartagena Santander con Padilla y otros; en Quito Juan José Flores. Yo le había escrito al General Bolívar, desde mi casa en Santa Fe de Bogotá, por esos mismos días, en estos términos: “Dios quiera que mueran todos estos malvados que se llaman Paula, Padilla, Páez, pues de éste último siempre espero algo. Sería el gran día de Colombia el día que estos viles muriesen.”
–¡Y vaya si tenía usted razón! –exclamó Róbinson–: ¡Meses después, en septiembre, intentaron asesinar al Presidente esos descastados!
–Y no fue sólo esa vez, Don Simón. La Conjura, la Conspiración, con mayúscula, estaba en marcha, y hasta se hablaba abiertamente de ella en las calles de la capital –calló de momento al ver que Jonathás se acercaba a recoger tazas y bandejas discretamente y luego se retiraba en silencio.
Con el tabaco la señaló:
–Mis negras Jonathás y Nathán recogían toda clase de chismes y rumores en las calles de Bogotá y por eso muchos adictos al General Bolívar sabíamos que planeaban derrocar-lo y matarlo.
–¿Y qué hizo El Libertador cuando usted le advirtió, doña Manuela? –preguntó el Señor Cónsul, francamente curioso.
Ella hizo un gesto con la mano del cigarro:
–¡Ja! ¿Qué hizo? ¡Reírse! ¿Qué más? ¡Inútil todo aviso con él, mister Rúden! ¡No oía ningún tipo de consejo acerca de su seguridad personal! ¡El General Bolívar tenía demasiado coraje como para regalar una cobardía así a sus enemigos!
–Cierto –corroboró Róbinson–. Siempre fue muy temerario. Despreciaba la traición y era confiado en grado sumo.
–Lo era en grado imprudente dirá usted, Don Simón –dijo, rememorativa de nuevo, y la voz se le iba diluyendo, como si, al compás de las volutas que su mente fabricaba y su anhelo recreaba, retrocediera en el tiempo con la magia insondable de las añoranzas desprovistas de culpas e incompletas de justificaciones–... A principios del mes de agosto –siguió, oscura– aconteció un suceso, esta vez en el Teatro Coliseo, que fue como un preámbulo del drama que aquellos falsos patriotas planeaban tras su fracaso en la Convención de Ocaña.
El Cónsul, temeroso de romper el encantamiento que cada vez le interesaba más, preguntó en voz baja:
–¿Qué ocurrió realmente en ese famoso Congreso, por qué se disolvió tan repentinamente?
Ella hizo una mueca de desprecio:
–¿Y por qué iba a ser? ¡Porque no hubo forma de que los Diputados lograran ponerse de acuerdo en ningún punto! ¡Hijos de puta madre todos! –se desahogó, y botó el humo abundante, hediondo, y tosió–. Disculpen, por favor, pero es que es el cuento de nunca acabar, Excelencia, ¿no es verdad, Don Simón...? ¡Los americanos del Sur somos como el escorpión de la fábula de Esopo, que no sabía sino emponzoñar: nuestra naturaleza es disentir, disentir, y disentir!
–¡Ya lo había dicho Miranda en el año 12: no sabemos sino hacer Bochinche! – reiteró, amargo, Róbinson. Luego la instó, con suavidad, a proseguir –Pero hablaba usted de un suceso en el Teatro Coliseo...
–Sí –susurró.
–¡Dígamelo a mí, Don Simón! Míreme. Estoy acabada, próxima a cumplir los 46 años, casi tullida por una caída en la que me lesioné la cadera, y para medio desplazarme debo usar este artilugio; estoy fofa, gorda, enferma de reumatismo artrítico, olvidada de todos, mal viviendo de lo que me enseñaron cuando jovencita las monjas en Quito, es decir, bordar y hacer dulces; aprendiendo a torcer tabacos apestosos para los marineros y los indios, a traducir documentos al inglés y del inglés…
De pronto, como a él, la voz se le asordó:
–Pero eso sí, Don Simón: ¡con el rencor vivito para los enemigos del nombre y de la gloria del General Bolívar!
–“La gloria, esa pequeña desvergonzada”, como dijo ya no recuerdo quién –mas-culló con abrumadora amargura el viejo maestro.
Se pasó la mano callosa de deberes y haberes desiguales por la inmensa calva brillante de su cráneo deforme y entrecerró las pupilas, cual si estuviese escribiendo una queja mental. Después respiró largamente. Manuela le contempló, respetuosa. Róbinson tornó a beber su infusión y entonces hizo una inclinación aspaventosa y sonrió con todos los dientes falsos:
–En fin, buena amiga..., ¿qué le parece si mientras yo disfruto su cacao, usted me habla de nuestro Simón?
Ella tosió, atorada entre la bebida, el tabaco, la frase de él y su mirada escrutadora, y detrás rió, sensual, casi desfachatada, con una mueca de sorpresa ensayada, tocando (ex profeso y sin piedad) los resortes sentimentales del corazón del viejo, como solía hacer cuando buscaba explicaciones sin palabras con el difícil y definitivo carácter de Bolívar, el hombre de varias de sus vidas, si varias tuviera, como le confesó alguna vez.
Dijo, afectando el despiste:
–¿Pero qué dice usted, mi querido Don Simón? ¿Usted quiere que yo...? ¿Usted, en cuyas alabanzas se agotan los verbos de varias lenguas, pretende que yo, Manuela Sáenz, una simple Coronela del Ejército Libertador, le hable de Simón Bolívar?
Soltó otra carcajada, más sonora, más cautivadora, manejando el momento:
–¿A usted, su maestro más querido, su Sócrates americano...? ¡Dios de los viejos!
Él la miró con ojos de jaguar nocturno. Bebió un trago de su brebaje, señaló la pintura de su pupilo y dijo, con extraño acento:
–Manuelita, voy a hacerle una confidencia.
Ella se envaró: conocía bien al estrafalario maestro y él no usaba aquella entonación en balde.
–¿Sabe qué me dijo Simón de usted una noche en La Paz, en 1825...?
–No. ¿Qué le dijo?
–¡Que si no hubiera jurado por el Dios de su corazón no volverse a casar, lo habría hecho de nuevo con usted!
Manuela Sáenz se conmovió hasta el llanto por lo que supuso una invención del viejo maestro para halagarla. Con tierna solicitud colocó la palma sobre la rodilla de él y pidió:
–Está bien, Don Simón... ¿Qué quiere usted que le cuente del General Bolívar? Dígame.
El impenitente trashumante la miró largo...
II: EL SEÑOR CÓNSUL
Cuando el viejo iba a responder, se oyeron golpes ahogados en el zinc de la puerta de la calle y los gruñidos y ladridos de los dos más flacos vigilantes.
–¡Silencio, Páez! ¡Schiisst, Santander! Con perdón, Don Simón –dijo ella, y levantó la voz–: Jonathás, mujer, que tocan…
–Voy, “patronita”, voy –respondió Jonathás desde su cuarto.
Después de un momento salió y se perdió hacia el fondo, escoltada por los retratados canes. Manuela se quedó contemplando su salida y movió la cabeza en tanto una risa ligera le ruborizaba el rostro.
–¡Esa Jonathás...! Desde niña me dice así, “patronita”. No hay manera de que me llame por mi nombre.
–Ya veo... Pero había otra sirvienta suya, muy vivaracha también, si mal no recuerdo…
–Sí; Nathán; está en el pueblo haciendo unas diligencias. No debe tardar.
Tras unos segundos de expectativa, acallados los canes por sus briosos chistidos, entró Jonathás seguida de un catire simpático y larguirucho que no pasaría de los cuarenta años. Vestía camisa y pantalón claros, calzaba sandalias y usaba un estrafalario sombrero alón de pana.
–Es el señor Cónsul de los Estados Unidos, patronita.
–¡Oh!... ¡Excuse-me, doña Manuela!; no sabía que estuviera ocupada –dijo el hombre en aceptable español aunque con acento agringado, claramente apenado.
–¡Excelencia, no tenga cuidado! ¡Por favor, termine usted de pasar, mi amigo! –sonrió, campechana, Manuela–. ¿Cómo están las cosas?
El musiú traía un fino maletín de cuero en una mano y en la otra una pipa apagada que parecía ser apéndice de aquella. Róbinson se puso en pie de inmediato y sonrió al recién llegado, quien le devolvió una mirada jovial.
–Muy bien, muy amable al preguntar–dijo el Cónsul con franca sonrisa.
Se inclinó ante Manuela y besó su mano, y acto continuo hizo una reverencia al viejo.
–Buenas tardes, mister.
–Buenas tardes, señor –contestó Róbinson, afable.
–Señor Cónsul, tengo el gusto de presentarle a un gran amigo; el muy distinguido maestro Don Samuel Róbinson –titubeó Manuela Sáenz–... O Don Simón Rodríguez, que por ambos apelativos es conocido. Don Simón, él es el Cónsul de los Estados Unidos de Norteamérica en Paita, mister Alexander Rúden.
El señor Cónsul de Paita soltó sobre la mesa la cartera que traía e hizo una más profunda y respetuosa reverencia:
–¡Oh! ¡El famoso maestro del Libertador Simón Bolívar! ¡Qué inesperado placer!
–Es un gusto, mister Rúden –dijo Róbinson, inclinándose también.
Era tan simpático y llano el diplomático, que a los pocos minutos estaban los tres sentados charlando como viejos conocidos, ora en inglés, ora en español, en tanto la paciente negra Jonathás traía chocolate, té y granjerías. Al rato, Mister Rúden encendió su pipa, cuyo oloroso y perfumado tabaco contrastaba con la peste que esparcía el de Manuela, y el pobre Róbinson luchaba por librarse de ambas nubes, pero lo hacía con disimulo para no incomodarles.
Mister Rúden señaló su maletín:
–Por cierto, doña Manuela, le traje unos papeles para que me ayude a traducir varios expedientes, si es tan gentil.
–Con sumo gusto, mister Rúden. Démelos.
El gringo abrió la valija y puso sobre la mesa un grueso fajo de papeles. Rodríguez le miró, cordial y un poco burlón. Señaló los documentos:
–¿Negocios...?
–No... Bueno, sí; cosas de rutina –dijo el gringo.
–Espero que no sean asuntos de gravedad, mister, o de política, aunque, claro, no estamos en territorios en disputa, por ahora –remató, zumbón, el caraqueño.
El Cónsul le miró con curiosidad y ojillos relampagueantes:
–¿A qué se refiere usted exactamente, mister Rodríguez?
–Perdóneme usted; le aseguro que no fue mi intención incomodarle, pero no puedo dejar de pensar en lo que he leído últimamente acerca de la situación entre su país y México, señor Cónsul. ¿Es cierto que puede haber guerra?
El Señor cónsul hizo un gesto evasivo con la mano-pipa:
–No estoy muy al tanto del asunto, míster Rodríguez, pero en todo caso no creo que el negocio empeore.
Manuela Sáenz sonrió al instante, sarcástica:
–¿Empeore para quién, míster Rúden...? No se ofenda, pero si le piensan quitar a los mexicanos el territorio de Texas y quizá Alta California, ¿qué puede ser peor?
Y Róbinson, rápido y con marcada agrura:
–¡Que los descendientes de Moctezuma se nacionalicen norteamericanos, mi buena amiga!
Enseguida, apenado del mal chiste y de la peor descortesía, se disculpó con el Cónsul con una viva reverencia, y dijo, en inglés:
–¡Excuse me, sir! –y a ella, con gesto de resignación–: El pez grande se come al chico siempre, Manuelita.
Pero Rúden no iba a dejar aquello así:
–Recuerden, amigos queridos, que Texas fue provincia mexicana hasta hace 7 años, cuando sus pobladores, en su mayoría emigrados de Estados Unidos, postularon la “República de Texas” y su deseo de pasar a formar parte de la Unión de mi país. Eso está en discusión todavía, pero siempre se respetará la decisión del pueblo.
–¡Oh, por favor, míster Rúden; parece usted un Cónsul romano y no uno estadounidense! –dijo, sardónico, Rodríguez–. ¿Negará usted que desde hace años su país quiere anexionarse Texas, California y Nuevo México?
–No, maestro, pero insisto en que es el pueblo de esos lugares quien no quiere seguir siendo mexicano, por el acérrimo centralismo del gobierno azteca.
–Y porque su gobierno de usted teme que se metan allí los franceses o los británicos…
–¡Naturalmente! –respondió el Cónsul, mirando fijamente a Rodríguez–. Preferimos protegerles nosotros.
El viejo se encogió de hombros y miró a Manuela.
–Ese es el destino de nuestros pueblos mientras no nos organicemos y nos hagamos ciudadanos conscientes, mi amiga: la anexión y la dominación por parte del más fuerte.
Pero el ladino norteamericano volvió a reaccionar, aunque cordial, señalando el cuadro del Libertador:
–Es verdad... ¿Bolívar mismo no le quitó Guayaquil al general San Martín y la agregó a Colombia?
Y Manuela, rápida:
–Porque San Martín quería sumarla al Perú –y sonrió luego, coqueta–. ¿Le apetece un té de hierbas, míster Rúden?
–No. Almorcé hace poco, muchas gracias.
–Bien, con su permiso, nosotros tomaremos uno, ¿verdad, Don Simón?
–Naturalmente, mi querida amiga. Déjeme usted ayudarla.
–Míster Rodríguez, tengo una curiosidad –siguió Rúden, fumoso, y el trotamundos le miró con expresión socarrona–... ¿Puedo preguntar en qué consiste su... sistema o teoría de la nueva educación para la América toda?
–¿Dónde supo de ella? –repreguntó, serio.
–Aquí y allá –el Señor Cónsul movió ligeramente los hombros–. En periódicos, conversaciones, cartas. Su nombre es bastante conocido en el continente, mi amigo.
Róbinson, ocupado en servir té, no contestó inmediatamente, pero miró a su interlocutor con ojos chispeantes. Manuela y el gringo estaban pendientes de sus palabras. Él lo sabía, y cuando consideró que ya había creado el suspense necesario, habló, taza en mano:
–¿Conoce usted el cuento del “mata cochinos”, míster Rúden?
–Me parece que no –contestó el otro, desconcertado.
–Este era un hombre de un país de la América del Sur que se ganaba la vida matando cochinos y haciendo morcillas a domicilio –y adoptó postura, maneras y tono de maestro de escuela, mirando a ambos alternativamente–; pero cierta vez que lo llamaron desde la casa de un rico de esta manera: “Hey, dice mi patrón que venga acá... Sí, usted, mata-cochinos”, contestó, muy ofendido: “Dígale a su patrón que ya voy, y que yo no soy mata-cochinos sino beneficiador de cerdillos”.
El viejo pensador tenía sus ojillos de halcón clavados en el rostro del otro, lo mis-mo que Manuela. El Cónsul sonrió con indulgencia.
–Es un cuento muy ingenioso, pero me temo que no entiendo cuál es el punto, mi querido míster Rodríguez.
–No es complicado, señor: significa que a los americanos del sur nos da vergüenza ser lo que somos, en lugar de hacerlo destacar con legítimo orgullo.
Se produjo un espeso silencio. Samuel Róbinson miró con simpatía al diplomático y se rascó la barbilla, buscando la frase apropiada:
–La esencia de mi pensamiento la podríamos resumir en la filosofía-del-no-hay.
Manuela, que a pesar de estimar a Róbinson sinceramente siempre le había creído un tanto culpable de sembrar en la mente del Libertador tanta magnanimidad para amigos y enemigos y le consideraba (íntimamente) “el creador de sus desgracias”, aprovechó para meter baza:
–De seguro otra quijotada de las suyas –dijo, con acento semisatírico, y luego preguntó, ya francamente cáustica–: ¿Qué filosofía es esa, Don Simón...?
–La del-no-hay, pues: si no hay amos, no hay esclavos; si no hay quien los haga bailar, no hay títeres; si no hay a quien arrear al matadero, no hay guerras... así de simple.
–Humm –hizo el Cónsul con expresión franca–; parece bastante utópica esa filosofía.
–Como todo lo de este continente, mi amigo –remató el viejo, y bebió largamente.
El catire le miró con franca admiración e interés, envuelto en su aromática humareda:
–¿Y es cierto lo que se señala acerca de que usted no ha querido regresar nunca a su patria natal, Caracas, porque se considera hijo de toda la tierra?
–Pues yo, mi amigo, soy un andariego impenitente, un visitador de poblados y ciudades de toda índole y geografía, porque es la única manera de conocer, de verdad-verdad la esencia de la especie humana. Por otra parte, ciertamente creo que mi patria es el lugar donde me encuentre y mis compatriotas quienes me rodeen y puedo vivir en cualquiera región sin ataduras ni lazos porque, perdóneme Excelencia, no soy vaca para tener comedero.
–Original manera de pensar en verdad, míster Rodríguez.
–Pero estará de acuerdo conmigo en que es valedero cuanto digo, ¿no es eso?
El diplomático asintió con cabeza y manos y Róbinson cruzó los brazos sobre su volu-minoso abdomen:
–¿Puedo preguntarle algo yo ahora, míster Rúden?
–Desde luego, dear…
–¿Qué cosa tan tremenda fue la que hizo usted, mi amigo, para que lo castigaran de esta manera...? –dijo Rodríguez, intencionado y mordaz, y Manuela Sáenz, que lo conocía bien, sonrió.
–¿Castigarme? –se asombró el otro–. ¡Oh! Seguramente se refiere usted a la razón por la cual me enviaron a este lugar…
–¡Ya lo creo! –hizo un ademán, sarcástico–. Paita no es precisamente Veracruz o Guayaquil, lugares donde su cargo sería indicio de riqueza pronta, sin ofender.
–Desde luego que no, pero no lo considero un castigo; a mi familia a mí nos gustan estas aguas, sus tonos de verde, sus gaviotas, y Paita tiene su importancia como puerto de avituallamiento para los barcos balleneros que salen a pescar al Pacífico y pasan meses enteros en el mar. Además, tenga usted en cuenta que aquí tuve la inmensa suerte de conocer a doña Manuela Sáenz, que no es poco privilegio, como usted sabe.
–Esa sola circunstancia vale el puesto, míster Rúden –aprobó cortésmente el viejo.
–¡Ay, gracias a ambos, caballeros, por tanta gentileza! –dijo ella, coqueta.
El Cónsul volvió a mirar la pintura de Bolívar con expresión risueña:
–Humm... Alguna vez oí decir que el maestro de Bolívar era un viajero incurable, igual que lo fue su compatriota Miranda.
Róbinson se levantó de su silla como si ésta se hubiese repentinamente calentado:
–¡Comparación que me honra, señor Cónsul! ¡Francisco de Miranda fue el primer hispanoamericano universal, un verdadero cosmopolita, como decían los griegos! –pun-tualizó con encendido acento.
Tras una corta pausa, regresó a su asiento y agregó, trocando la vehemencia en amargura:
–Yo, en cambio... Algunos me han llamado “el Rousseau tropical”, pero no soy más que un peregrino sin suerte, un viejo caminante cansado de soñar un destino mejor para sus hermanos continentales.
–¡Oh, vamos, Don Simón, deje ese tono tétrico y anímese! –dijo Manuela Sáenz–. Todavía puede usted hacer posible su sueño.
–No, mi amiga, ya estoy muy viejo –respondió con voz ahogada. Miró al estadounidense–. ¿Sabe usted cuál es el drama de la América del Sur, señor Cónsul?
–Presiento que está usted a punto de decírmelo.
–¡Que no queremos regresar a la monarquía pero tampoco terminamos de llegar a la república, that is the question, excellence!
–Muy acertado, Maestro –asintió.
Róbinson siguió:
–Fíjese usted: dicen que no se puede hablar bien el castellano sin entender el latín: eso es falso; nada tiene que ver la hija con la madre. El idioma de usted, el inglés, se compone de diecinueve lenguas, y nadie las estudia para hablarlo bien, ¿cierto?
El señor Cónsul asintió, curioso.
–El latín murió con las lenguas romances y por más que hagan los latinistas no lo resucitarán. ¿Es posible que nosotros, los americanos del Sur, vivamos con los indios sin entenderlos? Ellos hablan bien su lengua, pero nosotros ni la de ellos ni la nuestra.
Otro silencio pleno de meditaciones. Por la ventana se metió el ulular irrespetuoso de la brisa del puerto. Rúden se acordó de pronto:
–¡Oh, doña Manuela, casi lo olvido! Hay un amigo mutuo que le solicita, por mi intermedio, una gracia enorme.
–¿Qué amigo es ese? –quiso saber ella.
–¿Recuerda usted a aquel joven poeta que vino en la tripulación del ballenero “Acushnet” y que hablaba sin parar del gran cetáceo, de la temible e infernal bestia blanca, y de su afán de cazar una?
–¡Oh, sí, claro que lo recuerdo! Herman Melville se llamaba; por ahí debo tener un poema que me dedicó con gran gentileza.
–Pues bien, mi querida señora; parece que el incansable marino piensa publicar, aunque no sabe cuándo, un libro narrando sus aventuras en busca de la tal ballena banca y le manda decir que le enviará un ejemplar autografiado si, a cambio, usted le remite conmigo cierta... narración que le interesa sobremanera.
La mención del nombre del escritor y aventurero neoyorquino tuvo la virtud de borrar del ánimo del anciano Róbinson la hiel provocada por sus últimas reflexiones y excitar su curiosidad, lo mismo que la de la dueña de casa.
–¿A qué narración se refiere, míster Rúden? –preguntó ella, vivamente interesada.
–Pues... verá usted –el señor Cónsul se veía un tanto incómodo ahora–... Se trata de... de un... un texto de su... puño y letra... con los pormenores que usted recuerde sobre lo ocurrido en... Santa Fe de Bogotá el 25 de septiembre de 1828 –soltó por fin.
La sorpresa de La Coronela fue auténtica:
–¿La noche del atentado al General Bolívar? ¡Pero si eso es más conocido hoy en día que la llegada de los españoles con Colón!
–Sí, lo sé, pero le digo lo que el poeta me pidió decirle, tal cual.
Samuel Róbinson creyó oportuno intervenir:
–Conocí hace algún tiempo al joven Melville en el puerto de Guayaquil y me habló de su obsesión por el cetáceo blanco, y también de su pasión por nuestra Guerra de Independencia y sus hacedores. Le interesaba sobremanera la vida de Simón...; es decir, del General Bolívar.
El señor Cónsul tomó las manos de Manuela Sáenz y se arrodilló graciosamente con una pícara sonrisa y una súplica franca en los ojos:
–¿Tal vez doña Manuela nos haría la gracia infinita de narrarnos los acontecimientos de esa terrible fecha tal como los vivió, aunque sé bien que no le agrada resucitar el pasado?
Ella pareció desconcertarse un poco:
–¡Oh! Verá, señor Cónsul –vaciló, sin saber qué contestar…
Iba a negarse, claro, como hacía de costumbre cuando algún periodista o un viajero curioso o impertinente recalaba en Paita con el afán de averiguar intimidades entre el Libertador de Colombia y la mujer del general, como también la conocían en el villorrio, pero pareció pensarlo mejor y miró con calidez a ambos hombres. Una sonrisa encanta-dora y tierna le alumbró la faz:
–Hoy es un día muy especial para mí por la visita de mi distinguido amigo Don Samuel Róbinson, o Don Simón Rodríguez, como usted prefiera..., y también por la siempre grata presencia de usted, naturalmente, Excelencia.
–Muy gentil, doña Manuela.
–Lo mismo digo, querida amiga –dijo Róbinson–. ¡Pero mire usted qué casualidad!
–¿Cuál?
–Pues que era acerca del atentado de septiembre que yo le iba a pedir que me hablara para unos apuntes que estoy preparando…
De súbito el anciano se golpeó la calva sonoramente con la palma de la mano:
–¡Oh, caramba, qué memoria la mía!... Uno de los objetivos de mi visita, amén de preocuparme por su salud, querida amiga, era presentarle uno de mis libros, uno que publiqué hace ya mucho tiempo pero que no sé si por estos lugares se conoce, en el cual les salí al paso a los censores de Simón. Permítanme, amigos…
Se movilizó hasta la bolsa de viaje que trajera consigo y se bajó hasta los ojos las gruesas lentillas; sacó dos libros de rústica edición y regresó con ellos a su lugar:
–Aquí está. Uno para usted, Manuela, y uno para usted, Excelencia.
–Muy honrado, señor Róbinson.
Manuela, emocionada, leyó la carátula en voz alta:
–“El Libertador del Mediodía de América y sus compañeros de armas defendidos por un amigo de la causa social”.
Samuel Róbinson rió con una carcajadita seca y odiosa:
–Ya sé que el título es un poco largo, pero por eso mismo llama la atención, que es el primer deber de cualquier libro que quiera ganar adictos. Tómense la molestia de leerlo y ya tendrán la bondad de darme su opinión después –y recaló la mirada en ella, tras subirse hasta la frente los lentes otra vez–. Pero volvamos al pedimento del joven Melville, que es el mío también…
–...Y el mío –sonrió su Excelencia.
–Y también el del general O’Leary –dijo maquinalmente Manuela Sáenz, y como Róbinson la mirara vivamente extrañado, explicó–: A petición de este buen general y amigo, le escribí hace como dos meses a Bogotá prometiéndole reseñar esos mismos acontecimientos de septiembre, aunque no sé cuándo tendré ánimo para ello…
Y agregó, con acento de complicidad y clavando los ojos en su viejo camarada:
–Me parece que O’Leary quiere cumplir con uno de los últimos encargos del general Bolívar.
–¿Una Crónica de la Guerra de Independencia Sudamericana? –interrogó el viejo con viveza.
–Algo así; y créame que no conozco mejor persona para misión tan compleja –sus bellos ojos brillaban al rememorar al militar fiel a ella y a su amado–. ¿Sabían ustedes, amigos, que dos de los hijos del general Daniel Florencio O’Leary se llaman Simón Bolívar y Bolivia Teresa, y que desde que llegó de Irlanda como voluntario, en 1818, con quince años de edad, ha estado recabando datos y documentos acerca del General Bolívar y su lucha contra el imperio español?
–¡25 años! ¡Admirable constancia en verdad!
–Es un irlandés perseverante e interesante el general O'leary, como lo era igualmente el francés Luis Perú de Lacroix, ambos fanáticos del Libertador –comentó Róbinson, y después rogó, con entusiasmo–: Manuela querida, háblenos de cómo comenzó todo aquel descalabro, cómo nació ese irracional y espantoso tropezón histórico de Santander y los suyos.
–¿Cómo comenzó todo...? –suspiró La Coronela, estremeciéndose involuntariamente–. ¿Cómo comenzó? –repitió, y se llevó las manos al rostro dolorosamente, y cerró los párpados.
Los dos hombres la contemplaron con profundo respeto, con obsecuente admiración. Manuela Sáenz, torturada por los recuerdos, abandonó la silla con visible esfuerzo y se desplazó hasta quedar frente a una de las ventanas, la cual le regalaba el verdiazulado reflejo del mar. Su mirada se prendó de una ola inmensa y rebelde, y luego se hundió y se disgregó con ella. Un brillo de lágrima asomado sin permiso al rostro rechoncho de la heroína de antaño oscureció la intención del Cónsul estadounidense y del trotamundos caraqueño, pero tuvieron la valentía de callar.
Ella manoteó el signo de debilidad de su mejilla y murmuró, ronca de pasado:
–Todo ese... tropezón histórico, como dice usted, Don Simón... esa incalificable y monumental traición comenzó a mediados de 1828, después de la Convención de Ocaña, durante la cual se dividieron abiertamente las fuerzas políticas del país colombiano en bolivaristas, santanderistas y abstencionistas.
Su tono era rencorosamente apasionado. Se subió las mangas del abrigo, acalorada por los recuerdos.
–¡Ah, pero yo sabía que el traidor de Santander venía preparando su felonía desde mucho antes!
De inmediato se escuchó el gruñido del can, acallado prestamente por Jonathás que, asomada detrás de la cortina de la habitación, seguía el diálogo con encontrados sentimientos.
Manuela Sáenz prosiguió, perdida en el pasado, escapada de la bahía paitense:
–Era tan evidente el desapego del maula cucuteño, que el propio General Bolívar, el año anterior, en 1827, cuando estaba en Caracas tratando de que el otro traidor, Páez, no destruyera a Colombia, le dijo a su primo, el general Soublette, en una carta, lo siguiente…
Cerró los ojos Manuela Sáenz, y los dos hombres imaginaron claramente la silueta de un hombre pequeño sentado frente a un escritorio vistiendo uniforme de general, con la guerrera sin abotonar, y oyeron el rasgueo de la punta de la plumilla sobre el papel...
III: SOMBRAS
Cuando terminó de escribir una primera carta, la releyó en voz alta:
“ ...Ya no pudiendo soportar más la pérfida ingratitud de Santander, le he escrito hoy que no me escriba más, porque no quiero responderle ni darle el título de amigo. Sepa usted esto, general Soublette, para que lo diga a quien corresponda.”
Simón Bolívar firmó la misiva, la dobló, y agarró otra hoja y escribió:
“Mi querido general Urdaneta, ya no queda duda acerca de lo que tanto hemos dudado con respecto a Santander. Y está visto que Venezuela y yo somos su blanco; mis amigos son tenidos por enemigos de la patria y de la libertad; se me presenta como un tirano y ambicioso porque procuro los intereses del pueblo; se me insulta y aborrece porque he evitado la guerra civil en Venezuela.”
–Yo estaba en Santa Fe de Bogotá esperando la llegada del General Bolívar, y cuando me enteré de las maniobras del Vicepresidente de la República –Manuela Sáenz, revitalizada ahora por las vivísimas evocaciones que ha conjurado a petición de los dos amigos, se carcajeó, ampulosa, y se volvió a mirarlos–... ¡pues hice fusilar y quemar en público una imagen suya, un muñeco de trapo!
Róbinson se carcajeó también, celebrante, y comentó, casi para su capote:
–¡Ah, qué Manuelita para diáfana!
El Cónsul asomó una vaga sonrisa de aprobación y preguntó, interesado:
–¿Cómo estuvo eso, doña Manuela?
Ella rió sabroso, divertida, al tiempo que extrajo de un bolsillo las cerillas para encender de nuevo el tabaco, que se le había apagado. Lo hizo y tosió, sin soltar la risa.
–El fusilamiento fue en la “Quinta Bolívar”, durante un festejo. Mandé a hacer un muñeco de trapo con un letrero colgado que ponía: “Francisco de Paula Santander muere por traidor”, y unos soldados del batallón “Granaderos” que estaban en la fiesta ajusticiaron simbólicamente y por orden mía al mal bicho en medio de los aplausos de todos.
Róbinson, que había olvidado el cuento tan celebrado en su momento, rió y aplaudió:
–¡Pues muy bien hecho, Manuela! ¡También yo aplaudo; bien por usted, sí señor! ¡No en efigie sino en persona merecía ese desagradecido que lo fusilaran!
–El general Córdoba, que asistió a la fiesta, muy disgustado conmigo, enteró por carta a Bucaramanga al General Bolívar, pero él sólo contestó algo así como “¿Qué quiere usted que haga con mi amable loca?”.
Emocionada con la recordación, se le escapó un sollozo.
–Así me llamaba él a veces, sobretodo cuando se me ocurría alguna trastada: “mi amable loca”.
–Ciertamente –reafirmó Róbinson, evocador. Manuela trocóse rencorosa de nuevo:
–Las cosas estaban muy revueltas entonces... Conspiraba Páez en Venezuela; en Bogotá y Cartagena Santander con Padilla y otros; en Quito Juan José Flores. Yo le había escrito al General Bolívar, desde mi casa en Santa Fe de Bogotá, por esos mismos días, en estos términos: “Dios quiera que mueran todos estos malvados que se llaman Paula, Padilla, Páez, pues de éste último siempre espero algo. Sería el gran día de Colombia el día que estos viles muriesen.”
–¡Y vaya si tenía usted razón! –exclamó Róbinson–: ¡Meses después, en septiembre, intentaron asesinar al Presidente esos descastados!
–Y no fue sólo esa vez, Don Simón. La Conjura, la Conspiración, con mayúscula, estaba en marcha, y hasta se hablaba abiertamente de ella en las calles de la capital –calló de momento al ver que Jonathás se acercaba a recoger tazas y bandejas discretamente y luego se retiraba en silencio.
Con el tabaco la señaló:
–Mis negras Jonathás y Nathán recogían toda clase de chismes y rumores en las calles de Bogotá y por eso muchos adictos al General Bolívar sabíamos que planeaban derrocar-lo y matarlo.
–¿Y qué hizo El Libertador cuando usted le advirtió, doña Manuela? –preguntó el Señor Cónsul, francamente curioso.
Ella hizo un gesto con la mano del cigarro:
–¡Ja! ¿Qué hizo? ¡Reírse! ¿Qué más? ¡Inútil todo aviso con él, mister Rúden! ¡No oía ningún tipo de consejo acerca de su seguridad personal! ¡El General Bolívar tenía demasiado coraje como para regalar una cobardía así a sus enemigos!
–Cierto –corroboró Róbinson–. Siempre fue muy temerario. Despreciaba la traición y era confiado en grado sumo.
–Lo era en grado imprudente dirá usted, Don Simón –dijo, rememorativa de nuevo, y la voz se le iba diluyendo, como si, al compás de las volutas que su mente fabricaba y su anhelo recreaba, retrocediera en el tiempo con la magia insondable de las añoranzas desprovistas de culpas e incompletas de justificaciones–... A principios del mes de agosto –siguió, oscura– aconteció un suceso, esta vez en el Teatro Coliseo, que fue como un preámbulo del drama que aquellos falsos patriotas planeaban tras su fracaso en la Convención de Ocaña.
El Cónsul, temeroso de romper el encantamiento que cada vez le interesaba más, preguntó en voz baja:
–¿Qué ocurrió realmente en ese famoso Congreso, por qué se disolvió tan repentinamente?
Ella hizo una mueca de desprecio:
–¿Y por qué iba a ser? ¡Porque no hubo forma de que los Diputados lograran ponerse de acuerdo en ningún punto! ¡Hijos de puta madre todos! –se desahogó, y botó el humo abundante, hediondo, y tosió–. Disculpen, por favor, pero es que es el cuento de nunca acabar, Excelencia, ¿no es verdad, Don Simón...? ¡Los americanos del Sur somos como el escorpión de la fábula de Esopo, que no sabía sino emponzoñar: nuestra naturaleza es disentir, disentir, y disentir!
–¡Ya lo había dicho Miranda en el año 12: no sabemos sino hacer Bochinche! – reiteró, amargo, Róbinson. Luego la instó, con suavidad, a proseguir –Pero hablaba usted de un suceso en el Teatro Coliseo...
–Sí –susurró.
Con una mueca de dolor y un quejido sordo se desplazó hacia el cuadro de Bolívar y lo contempló con abierta adoración.
–Al no poder dársele a la República una nueva Constitución en Ocaña, el Libertador-Presidente retornó a Bogotá y se convocó al pueblo en junio de aquel año 28 para preguntarle si deseaba que Simón Bolívar siguiera en el poder, ahora con facultades de Dicta-dor, única vía para conservar la unión y acabar con la anarquía que los oligarcas enemigos de la patria habían sembrado por doquier –miró con ternura a Róbinson–. El pueblo y las autoridades regionales dieron su aprobación y el 24 de junio de ese año 28 su exdiscípulo se reinstaló en el Palacio de San Carlos de Bogotá con plenos poderes.
Simón Rodríguez-Róbinson pareció contagiarse de la vivacidad del recuerdo de ella:
–¡Entonces, justo entonces, nuestro Emilio tropical ha debido usar esos plenos poderes para eliminar a los enemigos de la república, como hizo el año 17 con el levantisco Manuel Piar! –miró al Cónsul–. Un rebelde de nacimiento que quería soliviantar las clases para repetir en Venezuela la matanza de blancos de Haití.
–¡Precisamente eso mismo le dije yo, Don Simón! –replicó Manuelita vivamente, y señaló los cuadros de los canes–. ¡Pero me hizo el mismo caso que ellos!
–¿Fue cuando se proclamó Dictador que intentaron asesinarlo...? –indagó Rúden.
–¡Es que tuvo que hacerlo, Excelencia! Ahora verá... Los traidores, que estaban en todas partes como las malas hierbas, prepararon festejos en Santa Fe dizque para honrarlo, y determinaron realizar un deslumbrante baile de disfraces para la noche del 10 de agosto, que era el noveno aniversario de la entrada de Bolívar y sus libertadores en Bogotá después del triunfo en el puente de Boyacá... Yo desconfíe de inmediato de esa obsequiosidad y recorrí las calles de la capital a caballo con mis negras recogiendo testimonios y pruebas del magnicidio que se preparaba para esa noche en el baile de máscaras, pero el General se puso muy bravo conmigo porque se lo volví a recordar en la tarde, cuando lo visité en el palacio de Gobierno...
«««»»»
–¡No-señor! ¡No-señor, te digo! –rebatió con energía el hombre uniformado de general pero con sombrero de cogollo, con las manos a la espalda.
El tintinear de su espada, al chocar con las rocas del piso del pasillo en el jardín de la Casa Presidencial se mezcló con los distintos trinos de los pájaros que poblaban los árboles y matas del patio, y con el ruido apacible del agua de la fuente del centro.
Manuela Sáenz, quince años más joven, el cabello recogido en oscuro moño, vestía su uniforme militar de Coronela del Ejército Libertador. De uno de sus brazos pendía una pequeña cesta cubierta con un paño. Simón Bolívar, por sus enérgicos gestos y la rigidez del rostro, debía estar incómodo, irritado.
Ella intentó aplacarlo, siguiendo con dificultad su paso:
–Pero al menos deje usted que le acompañe a ese dichoso baile con unos cuantos soldados de confianza –rogó.
Él, firme y agrio, repitió:
–¡No-señor! ¿Estás sorda o qué? ¡De ninguna manera! ¡Todos mis soldados son “de confianza”!... ¡Jodido estaría si a estas alturas de mi vida fuera a necesitar que tú me cuidaras!
Ella se enfureció de súbito y sacó a relucir su genio venático y audaz:
–¡Usted sabe que soy tan capaz de cuidarlo como el mejor de sus edecanes!
–Eso lo sé. Pero también sé que éste es un país que se alimenta de murmuraciones.
–¿Y desde cuándo come usted con salsa de murmuraciones, Excelencia? –preguntó con acento mordaz.
El Libertador-Presidente pareció enfurecerse más por las impertinentes maneras de su amada:
–¡No me llames Excelencia te tengo dicho, carajo!
Y ella, aflojando el acorralamiento:
–Bueno, pero le digo a usted que sé de muy buen origen que hay oficiales suyos involucrados en el plan –hizo una pausa dramática y estudiada, y añadió, vacilante–: Dicen que hasta el mismo general Córdova.
Él se tornó morado de indignación y su caminar se hizo casi histérico:
–¡Córdova es de los mejores oficiales de la república, Manuela! ¡Eso es una infamia!
–¡Infamia también era ponerse contra usted en Ocaña, y los santanderistas demagogos lo hicieron con cínico descaro, “Excelencia”!
Simón Bolívar observó un instante a su amante y optó por aquietarse, pero no sonrió, aunque sí detuvo el nervioso caminar. La miró desde una actitud distante, fría.
–Es distinto. Aquello fue un asunto político.
–Todo lo que se refiera a usted en Colombia es “político”, señor General –dijo Manuela sin amilanarse, y después suplicó–: ¡Por el dios de las miserias, como dice usted, no acuda a esa trampa, se lo suplico! ¡Me lo van a matar, Excelencia!
Él se enfureció de veras:
–¡No hables en esos términos, Manuela, que ya sabes que me desencaja mucho!
–¡Entonces hágame caso! ¡No vaya a esa mascarada! ¡Jonathás escuchó que a las doce de la noche los conjurados, bajo el vil amparo de los disfraces, ejecutarán al tirano!
–¡No hay quien se atreva en Colombia a tal empresa! –replicó él con desdén. Ella se exasperó sin falsos dramatismos:
–¡Pero qué espíritu tan necio lo posee a usted hoy, caramba! –soltó, desesperada.
Por toda respuesta, él le dio la espalda con desaire.
–¡Al menos déjeme acompañarlo, hombre de Dios!
–¡No-señor! No quiero que portes por allí, Manuelita. ¡A ti y a esas criadas tuyas todo les parece una conspiración! –se volvió a mirarla con frialdad y señaló la cesta que pendía de su brazo–. Te agradezco mucho por las galletas, pero no me apetecen. Llévate-las.
Y con mal reprimida cólera, el Presidente dio media vuelta y le dejó por explicación (y por expiación) el desgaire y la arrogancia de su paso. Manuela Sáenz, furiosa de impotencia y desesperación comprensibles, arrojó la cesta con las galletas recién horneadas hacia la fuente cristalina e inocente.
IV: LA MASCARADA
Era la noche del 10 de agosto de 1828.
Enclavado en la calle 10 de Santa Fe de Bogotá, capital de la extensa Colombia, nación hecha realidad jurídica y contestataria por el genio visionario de Simón Bolívar el 17 de diciembre de 1819 e integrada por los territorios de las antiguas provincias de Venezuela, Nueva Granada, Quito y Guayaquil, estaba el Teatro del Coliseo Ramírez, un edificio feo y vetusto, casi ruinoso...
Ante el enorme y único portón de acceso, dos soldados uniformados y armados montaban guardia, desenvainados los largos sables y graves las patibularias caras a la luz penumbrosa de los candiles de aceite. Desde el salón habilitado para la danza llegaban las notas de un minué dulzón y melancólico y el murmureo intermitente de las risas y conversaciones de las mujeres y los hombres que celebraban el festival de máscaras en honor del Libertador-Presidente Simón Bolívar, quien todavía se encontraba en el palacio de gobierno atendiendo sus asuntos, pero pendiente de asistir al agasajo.
La Autoridad Civil de la ciudad, el Alcalde don Ventura Ahumada (quien era uno de los conspirados), vigilaba atentamente que no se colara nadie que interfiriera con los planes homicidas, pues él en persona había dado el permiso para el baile de máscaras a condición de que ningún invitado llevara disfraz que no correspondiera a su sexo, para lo cual exigía a todos cuantos iban llegando se quitaran un instante el antifaz y mostraran su rostro.
Tal como averiguaron ese día Manuela Sáenz y sus negras Jonathás y Nathán, los conjurados, con distintos disfraces y caretas, planeaban, en cuanto las campanas de la vieja iglesia colonial marcaran la medianoche, apagar las velas de sebo del palco que le tenían reservado al Presidente, apuñalarlo (como Bruto y los suyos a César) y luego escapar, en medio de la confusión.
Cuando eran pasadas las diez de la noche, Ventura Ahumada vio venir una figura trajeada con uniforme de húsar del ejército libertador. Como le pareció sospechoso y conocido el caminar impertinente del militar enmascarado, hizo una seña a los centine-las para que cruzaran los aceros e impidieran su paso, al tiempo que saludaba, alerta:
–Buenas noches...
–¡Buenas noches! –contestó, altanera, la mujer vestida de militar, y sin quitarse el antifaz, susurró en el oído del Alcalde–: Soy Manuela Sáenz. Déjeme pasar.
Ventura Ahumada sonrió, socarrón, y se puso delante de los guardias, cerrándole aún más el paso. Ella miró al funcionario con pupilas llameantes, arrojó al piso la máscara y ordenó con voz recia:
–¡Abran paso, carajo! ¡Soy Manuela Sáenz!
–¡Así sea Santa Manuela! ¡No va a entrar aquí vestida de hombre!
–¿Y acaso no es un baile de disfraces, pues? –replicó, irónica.
–¡Dije que no entrará y punto, señora! –espetó el Alcalde.
Manuela Sáenz llevó la mano al sable y por un momento pareció evaluar las consecuencias del acto de desenvainarlo, pero luego dio media vuelta y se fue con rabioso paso.
Casi a las once de aquella fresca noche se presentó el Libertador-Presidente en el Teatro, con uniforme de gala y sin escolta (como acostumbraba en esos años), acompa- ñado únicamente de su edecán inglés, el coronel Guillermo Fergusson, y del general neogranadino José María Córdova (de quien Manuela decía que estaba comprometido en el proyecto magnicida).
Rato después, cuando en el reloj de la catedral sonaron las once y media, el nervio-sismo de Ventura Ahumada y sus cómplices iba en aumento porque no veían la hora de asestar el golpe al “tirano”.
El Libertador-Presidente (el tirano), en un palco adornado con bambalinas y pocas luces, charlaba con Fergusson y otros oficiales, y de tanto en tanto alzaba su copa y saludaba a alguna o alguno que por allí pasaba y se le inclinaba con respetuosa reverencia.
De súbito, se oyeron voces destempladas en la puerta de entrada, dadas por Ventura Ahumada y una mujer. Simón Bolívar y su ayudante se asomaron y vislumbraron, a la cenicienta luz de las farolas, las anchas espaldas del Alcalde y sus violentos gestos de manos, respondidos también con pasión por una figura vestida con un camisón marrón andrajoso y harapiento y cubiertos los largos cabellos con un pañuelo de colores en la cabeza. Hablaba a gritos y reía, tartajeante, evidentemente ebria, señalando hacia donde estaba el Libertador.
Era Manuela Sáenz, la quiteña heroica, que haciendo su teatro de mujer beoda y medio loca, quería advertir y salvar a su amante. Ya había ido, más temprano, a quejarse ante él de que no la habían dejado entrar al baile vestida de húsar, y Bolívar habíala regañado de nuevo por sus extravagancias, muy molesto.
El escándalo consiguió el objetivo por ella buscado: se amontonó la gente en la puerta, se oyeron risas y voces de curiosidad y burla, y Bolívar, primero intrigado y luego incómodo al creer haber reconocido a la loca, ordenó a Fergusson ir a investigar qué sucedía.
Cuando regresó, el coronel inglés traía cara de pena ajena.
–¡Hable, Fergusson! –exhortó el General, sin poder disimular su molestia– ¿Esa... supuesta loca es quien yo creo que es?
Desde la puerta, dando risotadas y sin dejar de burlarse de Ventura Ahumada y de señalar hacia el palco donde estaba el Presidente, la mujer desgreñada y sucia comenzó a alejarse, retadora. El coronel Fergusson, sin mirar a su jefe, murmuró:
–Sí, mi General... Es la señora Manuela, medio disfrazada... Pero ya se marcha.
Simón Bolívar agarró una de sus clásicas calenteras.
–¡Qué insufrible es, carajo! ¡Ya verá esa... loca del...! ¡Esto es un bochorno! ¡Vamos tras ella, Fergusson...!
El edecán salió detrás del Presidente, sin esperar siquiera sus capotes, tal era la indignación que arrebataba al Libertador, y más atrás, apurado, el general Córdova.
Ventura Ahumada los vio pasar y se inclinó, impotente y rabioso, y luego murmuró para sí, sordamente:
–¡Maldita sea! ¡Se ha escapado el tirano! ¡Y todo por esa... forastera desvergonzada, la muy hijue’puta!
«««»»»
Los compases de la música de la danza francesa y los ruidos de la fiesta se transformaron, en los oídos de Samuel Róbinson, del Cónsul Rúden y en la memoriosa añoranza de Manuela Sáenz, en pitidos de barco, batir de oleaje y graznidos de gaviotas hambrientas, todo traído por la brisa de la bahía de Paita.
La quiteña, durante el devenir de sus recuerdos, acabó sentada en la hamaca, flanquea-da por sus escuchas. Mientras encendía, entre alegres carcajadas, otro grueso cigarro, el viejo maestro de Bolívar recibió una nueva taza de chocolate caliente de manos de la negra Jonathás. El Cónsul le dio fuego a su pipa con un mechero de chispa. Ambos reían con Manuela celebrando la anécdota de la fiesta en el Teatro Coliseo Ramírez.
En un respiro, Jonathás susurró algo al oído del Cónsul y éste asintió, serio; lue-go, la sierva abandonó la sala sin ser notada por su ama, que se desternillaba con más ganas cada vez, envuelta en volutas de apestoso humo.
–¡Ajajajajá...! ¡Fue lo único que se me ocurrió para obligar al General Bolívar a salir de aquella encerrona, cará! ¡Cómo les parece!
–¡Muy ingenioso, doña Manuela! –dijo Rúden.
–Brillante, en efecto, como todas sus cosas, amiga mía –confirmó el viejo.
El Señor Cónsul esperó que ella se calmara un poco de su hilaridad y luego, con la seriedad del caso, insistió:
–¿Y dice usted que eso sucedió un poco antes de los sucesos de septiembre?
–Exactamente mes y medio antes, Excelencia. Razón tenía el General cuando suprimió la Vicepresidencia de Colombia y dejó cesante a ese traidor de Santander quince días después. ¡Ah, pero claro, como no hubo más represalias, lo siguieron intentando, y más tarde se atrevieron a todo!
–¿Cómo está eso, Manuelita? –se extrañó Róbinson–. ¿Hubo más atentados, aparte del de la terrible noche septembrina...?
–¡Ja! –hizo ella, entre risueña y rabiosa–. ¡Usted de esa misa no ha oído ni la mitad, Don Simón! –y al Cónsul–: Ni mucha gente tampoco, no se crean –y señaló por enésima vez el cuadro de su amante muerto–: El mismo General Bolívar impedía que se difundiera la verdad, por pena ajena y vergüenza de colombiano, pero el descaro de los santanderistas no tenía límites. En plena calle se referían abiertamente a él como “el tirano” y “el dictador”...
En este punto del relato, un dejo de llanto opacó la bella voz de la heroína:
–El propio pueblo, azuzado por los apátridas y adicto como es a dar apodos a sus líderes, comenzó a llamar al Libertador-Presidente con el sobrenombre de un pobre loco bogotano que pedía limosna en las calles cargado de medallas de bisutería.
–“Longaniza” –dijo en un murmullo de recuerdo Róbinson, asintiendo con la cabeza.
–“Longaniza”, sí, le decían en voz baja los muy hijos de puta santanderistas –confirmó ella, y fumó–. Claro que no era sólo al General Bolívar a quien le tenían apodos, no... Al ingrato de Santander lo llamaban “Trabuco”, y a mí, “La Forastera”.
Una profunda arruga surcó el ceño de Manuela Sáenz:
–¡Ustedes no lo van a creer, Señor Cónsul, Don Simón, pero hasta la guardia del propio Palacio de Gobierno San Carlos conspiraba contra el Presidente de la nación!
Tras la feroz revelación, La Coronela quedó en meditabundo silencio, y como antes, los dos hombres callaron, respetando el dolor que el pasado renovaba en ella.
Luego, Rodríguez preguntó, sutil:
–Manuela, ¿a qué se refería usted cuando mencionó hace un momento que antes del 25 de septiembre hubo otros intentos de arrebatar la vida a Simón?
Ella asintió, cerrando los ojos.
–Sí... Bueno, eso se supo después en Bogotá, y fue porque, amén de lo que salió a la luz en las interrogaciones de los rebeldes después del 25, uno de los involucrados, un abogado llamado Florentino González(*), que estaba casado con una de las Ibañez, echó todo el cuento...
(*) ==(Ver notas en las págs. finales)
V: LA CONJURA
–Ahora verán cómo fue el asunto –susurró Manuela Sáenz.
Samuel Róbinson se sentó en el piso como un niño que se dispone a oír un cuento interesante. El Cónsul, un poco desconcertado, aproximó su silla lo más cerca que pudo, tratando de imitar al viejo en la atención que prestaba. Ella volvió a entrecerrar los ojos:
–Este abogado, Florentino González, confesó que el domingo 21 de septiembre de aquel año de 28, cuando el General Bolívar fue a dar un paseo por Soacha, que era una aldea que quedaba como a dos leguas y media de la capital, y como era su costumbre, sin temer por su persona y con su imprudencia de siempre, salió únicamente en compañía de un gran amigo, el general José Ignacio Paris, y un ayudante de campo, quien no tenía otra arma que su espada. El Teniente Coronel Pedro Carujo(**) –los aún bellos ojos de la quiteña relampaguearon de rabia– que era Ayudante de Estado Mayor, enemigo declarado del Presidente de Colombia, al enterarse del viaje habló con cuatro de los miserables involucrados en la gigantesca conjura para que lo acompañaran a Soacha bien montados y armados para ir a sacrificar al dictador. Cuando los caballos estaban ensilla-dos y los traidores listos con sus armas, Carujo, como todos los cobardes que se saben sin apoyo de la razón para sus hechos, vaciló en echar sobre su espalda la carga de un crimen tan grave y dio aviso a Santander, “quien lo disuadió de semejante designio”, según declaró el traidor González después.
–¿Pero cómo? –clamó el Cónsul, rojo de indignación–. ¿Lo disuadió? ¿Sólo eso hizo? ¡Ha debido denunciarlo al menos! ¡Hacerlo arrestar!
–¡Qué iba a denunciar ni a arrestar a nadie, si él, Santander, era el jefe máximo de esa generación de alimañas, señor Cónsul! ¡Él, en persona!
–¡Traidores! ¡Traidores mal agradecidos! –escupió Róbinson.
–¡A pesar de que nunca pudo comprobarse –siguió, indignada–, en todas partes, en los distintos corrillos de Santa Fe, se murmuraba que el pérfido ex vicepresidente era quien dirigía los hilos de la conjura desde la sombra!
–Cuando el río suena, piedras trae –dijo el diplomático.
–¡Ah, Pero no vayan a creer ustedes que era el pueblo llano el que conspiraba, no señor! –siguió Manuela, con la rabia renovada por las reminiscencias–. Quienes querían el caos y la anarquía eran los enemigos políticos del General Bolívar, la insidiosa oligarquía bogotana, porque luego se supo que había militares y civiles entre los complotados, ¡incluyendo al Ayudante General del Estado Mayor de Cundinamarca, que era este malvado Teniente Coronel venezolano Pedro Carujo, y al Jefe de Estado Mayor del Presidente, Coronel Ramón Guerra, imagínense ustedes!
Manuela Sáenz detuvo bruscamente el suave rechinar de la hamaca y cuando quedó inmóvil y envuelta en una densa capa de humo, su voz, asediada por los recuerdos, tornóse un creciente murmullo...
–Recuerdo que ese jueves 25 de septiembre cayó una fuerte llovizna sobre Santa Fe de Bogotá... Yo no estuve temprano en Palacio porque ese día amanecimos peleados el General y yo debido a su terquedad, pero según me contó él después, varios militares y civiles amigos le visitaron luego del mediodía para advertirle veladamente que las gentes estaban inusitadamente inquietas, que se oían rumores confusos, que había desusado movimiento de tropas en algunos cuarteles y que, en fin, los nervios de los bogotanos estaban a flor de piel sin que hubiese motivo aparente para ello. Aunque detestaba los chismes y hablillas, el General no pudo evitar contagiarse al fin del desasosiego de sus visitantes y mandó a llamar al Jefe de Estado Mayor.
–¡A la orden, mi general! –dijo nerviosamente y tras un carraspeo un hombre obeso, de apretado uniforme de coronel, parado firme delante del escritorio donde el Presidente de la Gran Colombia, trajeado de paisano, releía un informe con el ceño fruncido.
Era el coronel Ramón Guerra, Jefe de Estado Mayor de la capital colombiana y uno de los primeros conspirados para derrocar y asesinar al Libertador-Presidente.
Gruesas gotas de sudor comenzaron a perlar repentinamente su frente al notar que su superior, cada vez más adusto, seguía en lo suyo sin prestarle ninguna atención.
Finalmente, tras lo que al perjuro le pareció una eternidad, Bolívar fingió darse cuenta de pronto de su presencia.
–Coronel Guerra, ¿hay algún suceso? –inquirió secamente.
–¿De qué, mi general? –repreguntó, trémulo, y sonrió culpablemente al notar la dureza de los negros ojos del guerrero, y su perturbador silencio–. No, mi general, ninguno.
La irritación en la voz y en el rostro de su Excelencia no dejaba lugar a dudas: o sospechaba algo, o bien estaba plenamente enterado de la confabulación. El coronel tembló al pensar en el rigor del general ante la traición, demostrado en más de una ocasión en su larga carrera militar y política. Sin atreverse a mirarle a la cara, insistió:
–¿Por qué pregunta, mi general Bolívar?
–¡Dígamelo usted! –saltó el Presidente, y lo miró fijo sin poder disimular su mal humor. Se levantó y atisbó por la ventana–. Hay mucha agitación, mucho comentario en la calle, según me informan. Todos hablan y que de una revolución. Por eso lo llamé. ¿No ha oído usted nada? ¿Qué revolución es esa?
La sonrisa hipócrita y pávida del Jefe del Estado Mayor se acentuó:
–No sé qué revolución será esa, mi general, pero no tenga usted cuidado; yo respondo por la seguridad de todos en palacio y por la tranquilidad pública en la ciudad – sonrió más, para disimular su pánico–. No hay que hacer mucho caso de esos chismes y bolas, Excelencia.
–Esos chismes y bolas, como usted dice, siempre tienen su fondo de autenticidad, sobretodo cuando son tan numerosos como parecen serlo en esta ocasión, coronel Guerra.
–¡Sí, mi general! –contestó, prudente. Simón Bolívar lo miró hondo.
–Pues bien, señor coronel –acentuó, acerado–, si usted me responde por la tranquilidad del pueblo, puede usted retirarse.
Un taconazo de alivio resonó en la estancia:
–¡A la orden, mi general Bolívar!
«««»»»
–¿Y su Excelencia no sospechó de la actitud tan pasiva de su jefe de Estado Mayor, doña Manuela? –se asombró el Señor Cónsul.
–¡Ajá, pues! ¿No le digo a usted que era el hombre más confiado del mundo?
–Ciertamente –confirmó el maestro–. Mire usted, mister Rúden, si uno se pone a analizarlo, es inexplicable que ni siquiera en batalla sufriera jamás la menor herida, y eso que participó en primera línea en muchas de ellas.
–Sin duda, un hado misterioso le cuidaba los pasos, maestro, porque no hay otra explicación –señaló La Coronela.
–Un “hado” misterioso y bello llamado Manuela Sáenz –sonrió el viejo, cálido, y solicitó–: Continúe, buena amiga, sea tan amable.
–Claro, pero, ¿no les provocan unos dulcitos, unos jugos de frutas...? –y sin esperar respuesta llamó–: ¡Jonathás...!
El Cónsul se apresuró a informarle:
–Doña Manuela, su fiel mulata Jonathás fue al puerto a vender granjerías, pero me suplicó que no dijera nada a usted.
–Esa Jonathás. Siempre tan discreta –dijo, dando un largo suspiro–. Bueno, serviré yo misma las...
–¡No, por favor, mi amiga, estamos bien así! ¡Siga el cuento! –rogó Róbinson.
Ante las miradas expectantes de los dos hombres, volvió a hilvanar recuerdos:
–Bueno... Ese día, ya al anochecer, el Libertador me mandó llamar. Contesté al ordenanza que estaba con dolor en la cara. Me envió al término de la distancia otro recado diciéndome que mi enfermedad era menos grave que la suya, que fuese a verlo. Como la calle estaba mojada porque había llovido mucho, mucho, me puse sobre mis zapatillas sin tacón unas botas de piel y me fui al Palacio de Gobierno, que quedaba muy cerca, todavía brava con el General porque no quería prestar atención a los cada vez más crecientes rumores sobre derrocarlo.
«««»»»
Alrededor de esa misma hora, ese jueves 25 de septiembre de 1828, la Junta Directiva de la Revolución en ciernes, alarmada, se congregaba en la residencia del joven y apasionado poeta bogotano Luis Vargas Tejada, ubicada en la esquina de Santa Bárbara.
Este talentoso escritor y hombre de teatro es el mismo que, en cierta ocasión, tiempo atrás, cuando estaban reunidos políticos e intelectuales discutiendo acerca de la suerte de la república colombiana, pronunció una estrofa que rápidamente se hizo célebre entre los enemigos del Libertador–Presidente:
“Si de Bolívar la letra con que empieza
y aquélla con la que acaba le quitamos,
«oliva», de la paz símbolo, hallamos.
Esto quiere decir que la cabeza
al tirano y los pies cortar debemos
si es que una paz durable apetecemos.”
Además de los cabecillas de la “Junta Directiva de los Defensores de la República” (como se hacían llamar entre sí los intrigantes), todos vestidos de civil y embozados y armados, asistían cuatro militares de bajo rango. El dueño de casa, Vargas Tejada, repartía en persona sorbos de aguardiente en una copita a los ateridos visitantes. Todos tenían ademanes y miradas interrogantes y temerosas.
Estaban, entre otros, Pedro Carujo, Agustín Horment (o Hormet, de 29 años, nariz de garfio y francés de nación), Florentino González, Pedro Celestino Azuero, Juan Miguel Acevedo, Wenceslao Zuláibar y Luis Vargas Tejada, el anfitrión.
De pronto entró, de la calle, el coronel Ramón Guerra, de uniforme y capa.
El murmulleo cesó y los dirigentes se le aproximaron, adustos. Miradas de puñales acribillaron al militar. El poeta y comediógrafo Vargas Tejada (de 25 años, delgadísimo) fue el primero en hablar, sin poder (ni querer) ocultar su curiosidad y su mal genio:
–¿Y bien...? –Guerra le miró, incómodo, mudo–. ¿A qué se debe el desespero, señor coronel Guerra?
Nuevo silencio del uniformado; el callado rumor de adustez pareció cobrar forma física y enroscarse en el cuello del desventurado. El anfitrión, rojo de ira, estalló por fin:
–¡Son peligrosas estas reuniones no planificadas, coronel, carajo, y supongo que usted está consciente de ello!
–El Diputado Vargas Tejada tiene razón, coronel Guerra –intervino el teniente coronel Pedro Carujo–. ¿Qué pasa? ¿Cuál es el apuro en vernos antes de lo previsto...?
–¡Hay problemas, Comandante! –confesó, estremecido.
Se miraron los conspiradores con un brillo de temor en los rostros. Carujo, impávido, preguntó:
–¿De qué habla usted, coronel?
–¡El tirano sospecha algo!
Un silencio de tumba se produjo en el salón. Guerra agregó, aflautado:
–Le... le llegan rumores, aunque confusos...
–¿Qué clase de rumores, hombre? –precisó Florentino González sordamente.
–¡Todo tipo de rumores, González! ¡Advertencias, más bien!
Otra vez el mutismo y la crispación de todos. Se miraron, indecisos. El coronel arrebató el trago que las manos de Vargas Tejada sostenían para sí, y luego de beberlo, agregó:
–Para más ñapa, el pendejo del capitán Triana ha sido hecho preso.
–¿Cómo así? –se alarmó Vargas Tejada–. ¿Por qué?
–Pues porque se emborrachó y amenazó a unos oficiales del Batallón Vargas con “darles su merecido dentro de unos días”... Déme otra copita... Entonces algunos oficiales sospecharon algo raro, me pasaron la novedad y tuve que detenerlo para interrogarlo; no podía hacer otra cosa.
–¿Y ha dicho algo? –quiso saber Agustín Horment.
–¡Desde luego que no, monsieur Horment, o no estaríamos todos aquí! –espetó Guerra, impaciente, y trató de tomar otro trago, pero Vargas Tejada le hurtó la botella. Con un suspiro de resignación, entregó la copa–. En fin, camaradas, no creo que sea buena idea seguir con esto.
–¿Qué está diciendo, coronel? –gritó Carujo. Y Vargas Tejada, inflamado:
–¡Por supuesto que seguiremos, coronel Guerra! ¡Faltaría más!
–¡Pero es que ya el golpe dejó de ser secreto, caballeros! ¡Muchos bogotanos nos han visto entrar y salir de aquí de su casa, armados!
–¡Por lo mismo: Ya no podemos retroceder! –dijo Vargas, vehemente–. ¡Mañana todos estaremos arrestados, de modo que lo haremos esta misma noche!
Pero el coronel Guerra, acobardado, gritó:
–¡No; yo me salgo de esta berraquera, señores!
–¿Cómo que se sale? –gritó el francés Horment– ¡No puede hacerlo, monsieur! ¡Usted es el Jefe de Estado Mayor del Dictador y el que mejor conoce la disposición interior del Palacio de Gobierno!
Guerra los miró a todos con la mano en la empuñadura del sable; algunos desenfun-daron sus pistolas, pero Guerra, recuperando algo de firmeza, le restó importancia a lo dicho por Horment, y los tranquilizó:
–Eso no será mayor obstáculo, monsieur Horment. Les juro que no los delataré, caballeros, pero no sigo. No puedo. Comandante Carujo, aquí tiene el santo y seña de esta noche para que puedan penetrar por sorpresa los cuarteles. Veré qué más puedo hacer por la causa, pero no intervendré directamente. Tengo mis razones. En verdad lo lamento mucho.
El dramatismo de la situación, tras la confesión del coronel, se podía palpar como a una telaraña. Vargas Tejada respiró fuerte y apartó los ojos del uniformado para posarlos en el papel que éste le había entregado. Después miró a cada uno de sus cómplices:
–¿Qué hacemos entonces, caballeros? ¿Desistimos? El abogado Florentino González saltó, fiero:
–¡Sólo desisten los cobardes, Diputado Tejada, y aquí no los hay...! –su mirada encendida se posó sobre el coronel–. Respeto su decisión, Coronel Guerra, pero esta empresa patriótica no tiene vuelta atrás, o la nación que tanto nos ha costado forjar perecerá en manos de ese monstruo ambicioso. ¡El Comandante Carujo tiene razón, camaradas; ya no podemos retroceder! ¡Hay que hacerlo, y hacerlo hoy, esta noche!
–¿Y si al coronel Guerra le asalta la tentación de delatarnos, González? –dijo Zuláibar, pero Carujo se adelantó y posó una amenazante mirada en su superior jerárquico:
–¡No lo hará, señor Zuláibar!... Lo conozco bien; puede que sea cobarde, pero no delator –y alzó el tono, arengador–: ¡Escuchen todos: el batallón de artillería está advertido y armado, esperando nuestras órdenes...! ¡Alea jacta est: la suerte está echada, caballeros, como dijo Julio César!
Un coro de exaltados gritos apoyó la prédica de Pedro Carujo, circunstancia que aprovechó el coronel Ramón Guerra para desaparecer discretamente de la insensata celebración. Los ánimos patrioteros se enardecieron más y más. Se comenzaron a oír voces de “¡Muerte al Tirano!”, “¡Muera Bolívar!”, que Vargas Tejada nada hizo por acallar, en la ebriedad del fanatismo por la causa en la que creían. Enardecido, invitó:
–¡Compatriotas, la gloria de la patria aguarda por nosotros! ¡Tomemos esta noche por la fuerza el cuartel del Batallón Vargas!
–¡Y también el de Granaderos! –apoyó el joven francés, copa en mano.
–¡Y la casa de gobierno! –dijo otra voz.
Carujo, satisfecho de la efervescencia provocada por su verbo, llamó, sin embar-go, a la moderación:
–¡Calma, señores! ¡Silencio, compañeros...! ¡Les ruego un momento de silencio!... Gracias... Escuchen: ¡Tengo veinticinco soldados listos para entrar a sangre y fuego al Palacio San Carlos a arrestar al tirano vivo o muerto!
–¡Yo iré con mis criados! –dijo uno; y otro–: ¡Yo también!
–¡Bien... está bien, está bien, amigos...! ¡Schiiiisstt...! –volvió a imponerse Carujo–. Ahora, por seguridad, dispersémonos lentamente. Nos veremos al punto de la medianoche en el Puente del Carmen de la quebrada San Agustín, cuando los bogotanos no nos estorben la maniobra... ¡Dios bendiga nuestra causa, caballeros!
«««»»»
Afortunadamente han quedado registros minuciosos de aquellas jornadas, por descontado que con la óptica y el sentimiento de quien las vivió y miró (una vivencia y una mirada siempre serán mejores que un chisme, aun cuando el mirón sea un chismoso).
Un testigo de cuerpo presente (el ya citado Florentino González, quien era esposo de la bella Bernardina Ibáñez, dama requebrada por el Libertador) publicó así su versión:
“El secreto no se había guardado religiosamente entre todos
los comprometidos, y puede decirse que en aquellos días lo que
se pensaba hacer no era ya el secreto de los conjurados, sino el
secreto de la población de la ciudad de Bogotá. Mas en la tarde
del 25 de septiembre, el capitán Benedicto Triana, a quien el
capitán Rafael Mendoza había dicho que estuviese preparado
para un trance en que su cooperación se necesitaba en
aquellos días, acalorado con el licor, se trabó de palabras
con unos oficiales del Batallón Vargas y como aquéllos lo
injuriasen, los amenazó diciéndoles que dentro de pocos
días todos ellos tendrían el castigo merecido. Denunciaron
éstos a la autoridad militar lo que había pasado y Triana
fue reducido inmediatamente a prisión y sometido a una
especie de tortura para inducirlo a que declarase lo que
supiera acerca del plan del movimiento revolucionario que
se suponía estar preparándose, supuesto que con tanta
confianza había proferido sus amenazas. Triana guardó
silencio con heroica firmeza y nada pudieron los halagos
ni los crueles tratamientos a que se le sometió
alternativamente para hacerle declarar lo que supiese.
El coronel Guerra, que como Jefe de Estado mayor tenía
conocimiento de lo que sucedía, dio parte, al anochecer,
a los miembros de la Junta Directiva y les manifestó la
necesidad de hacerlo todo aquella misma noche. Reunióse
inmediatamente la mayoría de los miembros de la Junta
Directiva, entre quienes estaban los señores Agustín Horment
y el teniente coronel Carujo, quienes habían reemplazado a
dos de los primitivos miembros que habían hecho dimisión
del cargo, y se resolvió dar el golpe aquella misma
noche, apoderándose de Bolívar en su palacio y de los
ministros en sus casas, después de ocupar los cuarteles
y los puestos militares de la manera que desde el principio
se había acordado. Prevínose al teniente coronel Carujo,
que era Ayudante General del Estado mayor, que redactase
las órdenes necesarias para entregar todas las guardias a los
oficiales que se le indicó, y que, firmadas que fueren por
el coronel Guerra, las llevase a ejecución unido a dos adjuntos
al Estado mayor que estaban comprometidos a obrar.
Extendieron las órdenes en la oficina misma del Estado
Mayor y Carujo y sus dos adjuntos fueron a casa del Jefe
para que las firmase. Mas el coronel Guerra, que tan adelante
había ido ya, flaqueó en su resolución y no tuvo el valor
necesario para perseverar hasta el fin.”
(Florentino González, Memorias)
VI: EL ASALTO
La puerta principal de la habitación del Libertador-Presidente en el Palacio de Gobierno de San Carlos, en Santa Fe de Bogotá, se veía entreabierta. Al fondo, hacia la calle, la única ventana estaba cerrada. En una mesita, una farola derramaba una media luz amarillenta. Del lado izquierdo, hacia el cuarto de las banderas, un cirio expiraba entre estertores de esperma. En el otro extremo, en el cuarto de servicio sanitario, otro, de sebo, recién encendido, difuminaba las espesas penumbras.
Sobre el amplio lecho del dormitorio estaba el pantalón militar azul, la camisa de franela, un libro grande y la espada y las pistolas de Simón Bolívar, quien tomaba, semidesnudo, un baño de pies, sentado en el borde de la cama, luego de haberse duchado con esponja en la bañera que estaba en un rincón de la otra estancia. Una larga toalla rosa colgaba de su cuello.
Al sentir pasos, volteó y vio entrar a Manuela Sáenz, muy abrigada y con ojos febriles, calzada con botines. Un rictus de disgusto se dibujaba en sus carnosos labios. Bolívar bajó rápido la mirada, presintiendo la tormenta. Se quedó mudo para que ella pasara y hablara primero, pero Manuela se cruzó de brazos y se recostó del marco de la puerta. Por su gestualidad reprimida, él supo de qué color venía su ánimo.
Bezuda, la amante preguntó desde la puerta:
–¿Está enfermo?
–Siempre estoy enfermo si tú no estás –dijo, mirándose aún los pies, pero luego alzó la cara–. ¿Qué tienes tú, que tiemblas?
–Un dolor fuerte en la cara. Y fiebre.
Y avanzó, mirando en derredor, buscando, con una luz de alerta en los ojos y los nervios en tensión:
–¿Dónde están sus edecanes? ¿Dónde está José Palacios, su mayordomo? ¿Por qué está usted solo aquí?
Él hizo un gesto de displicencia:
–Porque hoy todo el mundo amaneció enfermo, me parece. Fergusson fue a curarse la garganta en casa de no sé quién, Ibarra está en cama, muy malo, y José, y Fernando, mi sobrino, lo mismo. Por eso te mandé llamar.
Manuela se le acercó y él tosió varias veces, presa de un pequeño acceso. Ella se puso a friccionarle enérgicamente la amplia frente y el cabello con el paño. Cuando terminó, él comentó:
–Dicen que va a haber una revolución.
–¡Ja! ¡Enhorabuena! –soltó, sarcástica, pero inquieta–. ¡Que haya diez revoluciones! ¡Con la buena acogida que da usted a los avisos!
–No te enojes –sonrió el General, y luego añadió, ya de buen humor–: El coronel Guerra me ha asegurado que todo está sin suceso... Además, he permitido que José trajera de la quinta los mastines para que avisen cualquier cosa –y le besó las manos, convincente–. Y te traje a ti, ¿qué más quieres?
Ella, que a cada minuto que pasaba le asaltaban nuevos temores, trataba, empero, de ocultar su creciente desasosiego, pero aún así arguyó:
–Por lo menos prevengamos a la guardia de entrada a palacio.
–¿Para qué, si aquí están mi espada y mis pistolas?
Cuando él sacó los pies de la jofaina, Manuela se los secó con rapidez y minuciosidad; el General tomó el libro, arrimó las armas hacia los pies de la cama, se tendió y miró a su amante con dulzura, tranquilizándola:
–¿Me leerás un rato?
Manuela lo observó, como dubitativa, y finalmente sonrió y recibió el libro.
Citemos a un historiador paisano de Manuela (Alfonzo Rumazo González en su obra “Bolívar”), para conocer su versión acerca de un aspecto de lo ocurrido la noche del 25 de septiembre de 1828 en Santa Fe de Bogotá:
“A las doce en punto, la brigada de artillería atacó al batallón
“Vargas” y libertó al general Padilla. Repuesto el “Vargas” de la
sorpresa, abrió fuego enérgicamente y se trabó el combate, que
duró casi una hora. Los disparos alarmaron a la población, y a
la una de la madrugada las calles estaban ya llenas de curiosos
que, aterrorizados, veían cómo los artilleros derrotados retrocedían
y huían disparando al par que corrían. El golpe militar había
fracasado.”)
Al punto de la medianoche, efectivamente, también el Palacio San Carlos fue atacado en silencio, pero con saña. Adentro, en la habitación principal del Presidente, dormían sobre el lecho éste y Manuela Sáenz. La lámpara de carburo, regulada al mínimo, apenas entorpecía la penumbra que señoreaba el lugar. Manuela tenía un sueño inquieto; Bolívar lucía más relajado.
De pronto se oyeron ladridos furiosos afuera, que acallaron casi inmediatamente.
Manuela despertó con destemplanza. Miró al Libertador-Presidente a su lado y se tranquilizó un poco, pero se envaró cuando escuchó ruidos de sables, pasos, rumores y chistidos alejados.
En las gradas del Palacio San Carlos, doce civiles, armados con pistolas, dagas y puñales, capitaneados por el francés Agustín Horment y el neogranadino Florentino González junto con veinticinco soldados al mando de Pedro Carujo habían contenido, a cuchillo limpio, a los furiosos canes guardianes y luego a los centinelas de la puerta. Los civiles se encaminaron a las habitaciones privadas del Presidente en tanto Carujo y los suyos sometían a los demás militares de guardia y rodeaban la residencia oficial para que nadie obstaculizara la revolución.
Manuela Sáenz, completamente despejada ya, prestó oídos un momento y comprendió, supo. Llamó a Bolívar suave pero enérgicamente, sin mostrar sino una pasmosa serenidad:
Simón Rodríguez-Róbinson pareció contagiarse de la vivacidad del recuerdo de ella:
–¡Entonces, justo entonces, nuestro Emilio tropical ha debido usar esos plenos poderes para eliminar a los enemigos de la república, como hizo el año 17 con el levantisco Manuel Piar! –miró al Cónsul–. Un rebelde de nacimiento que quería soliviantar las clases para repetir en Venezuela la matanza de blancos de Haití.
–¡Precisamente eso mismo le dije yo, Don Simón! –replicó Manuelita vivamente, y señaló los cuadros de los canes–. ¡Pero me hizo el mismo caso que ellos!
–¿Fue cuando se proclamó Dictador que intentaron asesinarlo...? –indagó Rúden.
–¡Es que tuvo que hacerlo, Excelencia! Ahora verá... Los traidores, que estaban en todas partes como las malas hierbas, prepararon festejos en Santa Fe dizque para honrarlo, y determinaron realizar un deslumbrante baile de disfraces para la noche del 10 de agosto, que era el noveno aniversario de la entrada de Bolívar y sus libertadores en Bogotá después del triunfo en el puente de Boyacá... Yo desconfíe de inmediato de esa obsequiosidad y recorrí las calles de la capital a caballo con mis negras recogiendo testimonios y pruebas del magnicidio que se preparaba para esa noche en el baile de máscaras, pero el General se puso muy bravo conmigo porque se lo volví a recordar en la tarde, cuando lo visité en el palacio de Gobierno...
«««»»»
–¡No-señor! ¡No-señor, te digo! –rebatió con energía el hombre uniformado de general pero con sombrero de cogollo, con las manos a la espalda.
El tintinear de su espada, al chocar con las rocas del piso del pasillo en el jardín de la Casa Presidencial se mezcló con los distintos trinos de los pájaros que poblaban los árboles y matas del patio, y con el ruido apacible del agua de la fuente del centro.
Manuela Sáenz, quince años más joven, el cabello recogido en oscuro moño, vestía su uniforme militar de Coronela del Ejército Libertador. De uno de sus brazos pendía una pequeña cesta cubierta con un paño. Simón Bolívar, por sus enérgicos gestos y la rigidez del rostro, debía estar incómodo, irritado.
Ella intentó aplacarlo, siguiendo con dificultad su paso:
–Pero al menos deje usted que le acompañe a ese dichoso baile con unos cuantos soldados de confianza –rogó.
Él, firme y agrio, repitió:
–¡No-señor! ¿Estás sorda o qué? ¡De ninguna manera! ¡Todos mis soldados son “de confianza”!... ¡Jodido estaría si a estas alturas de mi vida fuera a necesitar que tú me cuidaras!
Ella se enfureció de súbito y sacó a relucir su genio venático y audaz:
–¡Usted sabe que soy tan capaz de cuidarlo como el mejor de sus edecanes!
–Eso lo sé. Pero también sé que éste es un país que se alimenta de murmuraciones.
–¿Y desde cuándo come usted con salsa de murmuraciones, Excelencia? –preguntó con acento mordaz.
El Libertador-Presidente pareció enfurecerse más por las impertinentes maneras de su amada:
–¡No me llames Excelencia te tengo dicho, carajo!
Y ella, aflojando el acorralamiento:
–Bueno, pero le digo a usted que sé de muy buen origen que hay oficiales suyos involucrados en el plan –hizo una pausa dramática y estudiada, y añadió, vacilante–: Dicen que hasta el mismo general Córdova.
Él se tornó morado de indignación y su caminar se hizo casi histérico:
–¡Córdova es de los mejores oficiales de la república, Manuela! ¡Eso es una infamia!
–¡Infamia también era ponerse contra usted en Ocaña, y los santanderistas demagogos lo hicieron con cínico descaro, “Excelencia”!
Simón Bolívar observó un instante a su amante y optó por aquietarse, pero no sonrió, aunque sí detuvo el nervioso caminar. La miró desde una actitud distante, fría.
–Es distinto. Aquello fue un asunto político.
–Todo lo que se refiera a usted en Colombia es “político”, señor General –dijo Manuela sin amilanarse, y después suplicó–: ¡Por el dios de las miserias, como dice usted, no acuda a esa trampa, se lo suplico! ¡Me lo van a matar, Excelencia!
Él se enfureció de veras:
–¡No hables en esos términos, Manuela, que ya sabes que me desencaja mucho!
–¡Entonces hágame caso! ¡No vaya a esa mascarada! ¡Jonathás escuchó que a las doce de la noche los conjurados, bajo el vil amparo de los disfraces, ejecutarán al tirano!
–¡No hay quien se atreva en Colombia a tal empresa! –replicó él con desdén. Ella se exasperó sin falsos dramatismos:
–¡Pero qué espíritu tan necio lo posee a usted hoy, caramba! –soltó, desesperada.
Por toda respuesta, él le dio la espalda con desaire.
–¡Al menos déjeme acompañarlo, hombre de Dios!
–¡No-señor! No quiero que portes por allí, Manuelita. ¡A ti y a esas criadas tuyas todo les parece una conspiración! –se volvió a mirarla con frialdad y señaló la cesta que pendía de su brazo–. Te agradezco mucho por las galletas, pero no me apetecen. Llévate-las.
Y con mal reprimida cólera, el Presidente dio media vuelta y le dejó por explicación (y por expiación) el desgaire y la arrogancia de su paso. Manuela Sáenz, furiosa de impotencia y desesperación comprensibles, arrojó la cesta con las galletas recién horneadas hacia la fuente cristalina e inocente.
IV: LA MASCARADA
Era la noche del 10 de agosto de 1828.
Enclavado en la calle 10 de Santa Fe de Bogotá, capital de la extensa Colombia, nación hecha realidad jurídica y contestataria por el genio visionario de Simón Bolívar el 17 de diciembre de 1819 e integrada por los territorios de las antiguas provincias de Venezuela, Nueva Granada, Quito y Guayaquil, estaba el Teatro del Coliseo Ramírez, un edificio feo y vetusto, casi ruinoso...
Ante el enorme y único portón de acceso, dos soldados uniformados y armados montaban guardia, desenvainados los largos sables y graves las patibularias caras a la luz penumbrosa de los candiles de aceite. Desde el salón habilitado para la danza llegaban las notas de un minué dulzón y melancólico y el murmureo intermitente de las risas y conversaciones de las mujeres y los hombres que celebraban el festival de máscaras en honor del Libertador-Presidente Simón Bolívar, quien todavía se encontraba en el palacio de gobierno atendiendo sus asuntos, pero pendiente de asistir al agasajo.
La Autoridad Civil de la ciudad, el Alcalde don Ventura Ahumada (quien era uno de los conspirados), vigilaba atentamente que no se colara nadie que interfiriera con los planes homicidas, pues él en persona había dado el permiso para el baile de máscaras a condición de que ningún invitado llevara disfraz que no correspondiera a su sexo, para lo cual exigía a todos cuantos iban llegando se quitaran un instante el antifaz y mostraran su rostro.
Tal como averiguaron ese día Manuela Sáenz y sus negras Jonathás y Nathán, los conjurados, con distintos disfraces y caretas, planeaban, en cuanto las campanas de la vieja iglesia colonial marcaran la medianoche, apagar las velas de sebo del palco que le tenían reservado al Presidente, apuñalarlo (como Bruto y los suyos a César) y luego escapar, en medio de la confusión.
Cuando eran pasadas las diez de la noche, Ventura Ahumada vio venir una figura trajeada con uniforme de húsar del ejército libertador. Como le pareció sospechoso y conocido el caminar impertinente del militar enmascarado, hizo una seña a los centine-las para que cruzaran los aceros e impidieran su paso, al tiempo que saludaba, alerta:
–Buenas noches...
–¡Buenas noches! –contestó, altanera, la mujer vestida de militar, y sin quitarse el antifaz, susurró en el oído del Alcalde–: Soy Manuela Sáenz. Déjeme pasar.
Ventura Ahumada sonrió, socarrón, y se puso delante de los guardias, cerrándole aún más el paso. Ella miró al funcionario con pupilas llameantes, arrojó al piso la máscara y ordenó con voz recia:
–¡Abran paso, carajo! ¡Soy Manuela Sáenz!
–¡Así sea Santa Manuela! ¡No va a entrar aquí vestida de hombre!
–¿Y acaso no es un baile de disfraces, pues? –replicó, irónica.
–¡Dije que no entrará y punto, señora! –espetó el Alcalde.
Manuela Sáenz llevó la mano al sable y por un momento pareció evaluar las consecuencias del acto de desenvainarlo, pero luego dio media vuelta y se fue con rabioso paso.
Casi a las once de aquella fresca noche se presentó el Libertador-Presidente en el Teatro, con uniforme de gala y sin escolta (como acostumbraba en esos años), acompa- ñado únicamente de su edecán inglés, el coronel Guillermo Fergusson, y del general neogranadino José María Córdova (de quien Manuela decía que estaba comprometido en el proyecto magnicida).
Rato después, cuando en el reloj de la catedral sonaron las once y media, el nervio-sismo de Ventura Ahumada y sus cómplices iba en aumento porque no veían la hora de asestar el golpe al “tirano”.
El Libertador-Presidente (el tirano), en un palco adornado con bambalinas y pocas luces, charlaba con Fergusson y otros oficiales, y de tanto en tanto alzaba su copa y saludaba a alguna o alguno que por allí pasaba y se le inclinaba con respetuosa reverencia.
De súbito, se oyeron voces destempladas en la puerta de entrada, dadas por Ventura Ahumada y una mujer. Simón Bolívar y su ayudante se asomaron y vislumbraron, a la cenicienta luz de las farolas, las anchas espaldas del Alcalde y sus violentos gestos de manos, respondidos también con pasión por una figura vestida con un camisón marrón andrajoso y harapiento y cubiertos los largos cabellos con un pañuelo de colores en la cabeza. Hablaba a gritos y reía, tartajeante, evidentemente ebria, señalando hacia donde estaba el Libertador.
Era Manuela Sáenz, la quiteña heroica, que haciendo su teatro de mujer beoda y medio loca, quería advertir y salvar a su amante. Ya había ido, más temprano, a quejarse ante él de que no la habían dejado entrar al baile vestida de húsar, y Bolívar habíala regañado de nuevo por sus extravagancias, muy molesto.
El escándalo consiguió el objetivo por ella buscado: se amontonó la gente en la puerta, se oyeron risas y voces de curiosidad y burla, y Bolívar, primero intrigado y luego incómodo al creer haber reconocido a la loca, ordenó a Fergusson ir a investigar qué sucedía.
Cuando regresó, el coronel inglés traía cara de pena ajena.
–¡Hable, Fergusson! –exhortó el General, sin poder disimular su molestia– ¿Esa... supuesta loca es quien yo creo que es?
Desde la puerta, dando risotadas y sin dejar de burlarse de Ventura Ahumada y de señalar hacia el palco donde estaba el Presidente, la mujer desgreñada y sucia comenzó a alejarse, retadora. El coronel Fergusson, sin mirar a su jefe, murmuró:
–Sí, mi General... Es la señora Manuela, medio disfrazada... Pero ya se marcha.
Simón Bolívar agarró una de sus clásicas calenteras.
–¡Qué insufrible es, carajo! ¡Ya verá esa... loca del...! ¡Esto es un bochorno! ¡Vamos tras ella, Fergusson...!
El edecán salió detrás del Presidente, sin esperar siquiera sus capotes, tal era la indignación que arrebataba al Libertador, y más atrás, apurado, el general Córdova.
Ventura Ahumada los vio pasar y se inclinó, impotente y rabioso, y luego murmuró para sí, sordamente:
–¡Maldita sea! ¡Se ha escapado el tirano! ¡Y todo por esa... forastera desvergonzada, la muy hijue’puta!
«««»»»
Los compases de la música de la danza francesa y los ruidos de la fiesta se transformaron, en los oídos de Samuel Róbinson, del Cónsul Rúden y en la memoriosa añoranza de Manuela Sáenz, en pitidos de barco, batir de oleaje y graznidos de gaviotas hambrientas, todo traído por la brisa de la bahía de Paita.
La quiteña, durante el devenir de sus recuerdos, acabó sentada en la hamaca, flanquea-da por sus escuchas. Mientras encendía, entre alegres carcajadas, otro grueso cigarro, el viejo maestro de Bolívar recibió una nueva taza de chocolate caliente de manos de la negra Jonathás. El Cónsul le dio fuego a su pipa con un mechero de chispa. Ambos reían con Manuela celebrando la anécdota de la fiesta en el Teatro Coliseo Ramírez.
En un respiro, Jonathás susurró algo al oído del Cónsul y éste asintió, serio; lue-go, la sierva abandonó la sala sin ser notada por su ama, que se desternillaba con más ganas cada vez, envuelta en volutas de apestoso humo.
–¡Ajajajajá...! ¡Fue lo único que se me ocurrió para obligar al General Bolívar a salir de aquella encerrona, cará! ¡Cómo les parece!
–¡Muy ingenioso, doña Manuela! –dijo Rúden.
–Brillante, en efecto, como todas sus cosas, amiga mía –confirmó el viejo.
El Señor Cónsul esperó que ella se calmara un poco de su hilaridad y luego, con la seriedad del caso, insistió:
–¿Y dice usted que eso sucedió un poco antes de los sucesos de septiembre?
–Exactamente mes y medio antes, Excelencia. Razón tenía el General cuando suprimió la Vicepresidencia de Colombia y dejó cesante a ese traidor de Santander quince días después. ¡Ah, pero claro, como no hubo más represalias, lo siguieron intentando, y más tarde se atrevieron a todo!
–¿Cómo está eso, Manuelita? –se extrañó Róbinson–. ¿Hubo más atentados, aparte del de la terrible noche septembrina...?
–¡Ja! –hizo ella, entre risueña y rabiosa–. ¡Usted de esa misa no ha oído ni la mitad, Don Simón! –y al Cónsul–: Ni mucha gente tampoco, no se crean –y señaló por enésima vez el cuadro de su amante muerto–: El mismo General Bolívar impedía que se difundiera la verdad, por pena ajena y vergüenza de colombiano, pero el descaro de los santanderistas no tenía límites. En plena calle se referían abiertamente a él como “el tirano” y “el dictador”...
En este punto del relato, un dejo de llanto opacó la bella voz de la heroína:
–El propio pueblo, azuzado por los apátridas y adicto como es a dar apodos a sus líderes, comenzó a llamar al Libertador-Presidente con el sobrenombre de un pobre loco bogotano que pedía limosna en las calles cargado de medallas de bisutería.
–“Longaniza” –dijo en un murmullo de recuerdo Róbinson, asintiendo con la cabeza.
–“Longaniza”, sí, le decían en voz baja los muy hijos de puta santanderistas –confirmó ella, y fumó–. Claro que no era sólo al General Bolívar a quien le tenían apodos, no... Al ingrato de Santander lo llamaban “Trabuco”, y a mí, “La Forastera”.
Una profunda arruga surcó el ceño de Manuela Sáenz:
–¡Ustedes no lo van a creer, Señor Cónsul, Don Simón, pero hasta la guardia del propio Palacio de Gobierno San Carlos conspiraba contra el Presidente de la nación!
Tras la feroz revelación, La Coronela quedó en meditabundo silencio, y como antes, los dos hombres callaron, respetando el dolor que el pasado renovaba en ella.
Luego, Rodríguez preguntó, sutil:
–Manuela, ¿a qué se refería usted cuando mencionó hace un momento que antes del 25 de septiembre hubo otros intentos de arrebatar la vida a Simón?
Ella asintió, cerrando los ojos.
–Sí... Bueno, eso se supo después en Bogotá, y fue porque, amén de lo que salió a la luz en las interrogaciones de los rebeldes después del 25, uno de los involucrados, un abogado llamado Florentino González(*), que estaba casado con una de las Ibañez, echó todo el cuento...
(*) ==(Ver notas en las págs. finales)
V: LA CONJURA
–Ahora verán cómo fue el asunto –susurró Manuela Sáenz.
Samuel Róbinson se sentó en el piso como un niño que se dispone a oír un cuento interesante. El Cónsul, un poco desconcertado, aproximó su silla lo más cerca que pudo, tratando de imitar al viejo en la atención que prestaba. Ella volvió a entrecerrar los ojos:
–Este abogado, Florentino González, confesó que el domingo 21 de septiembre de aquel año de 28, cuando el General Bolívar fue a dar un paseo por Soacha, que era una aldea que quedaba como a dos leguas y media de la capital, y como era su costumbre, sin temer por su persona y con su imprudencia de siempre, salió únicamente en compañía de un gran amigo, el general José Ignacio Paris, y un ayudante de campo, quien no tenía otra arma que su espada. El Teniente Coronel Pedro Carujo(**) –los aún bellos ojos de la quiteña relampaguearon de rabia– que era Ayudante de Estado Mayor, enemigo declarado del Presidente de Colombia, al enterarse del viaje habló con cuatro de los miserables involucrados en la gigantesca conjura para que lo acompañaran a Soacha bien montados y armados para ir a sacrificar al dictador. Cuando los caballos estaban ensilla-dos y los traidores listos con sus armas, Carujo, como todos los cobardes que se saben sin apoyo de la razón para sus hechos, vaciló en echar sobre su espalda la carga de un crimen tan grave y dio aviso a Santander, “quien lo disuadió de semejante designio”, según declaró el traidor González después.
–¿Pero cómo? –clamó el Cónsul, rojo de indignación–. ¿Lo disuadió? ¿Sólo eso hizo? ¡Ha debido denunciarlo al menos! ¡Hacerlo arrestar!
–¡Qué iba a denunciar ni a arrestar a nadie, si él, Santander, era el jefe máximo de esa generación de alimañas, señor Cónsul! ¡Él, en persona!
–¡Traidores! ¡Traidores mal agradecidos! –escupió Róbinson.
–¡A pesar de que nunca pudo comprobarse –siguió, indignada–, en todas partes, en los distintos corrillos de Santa Fe, se murmuraba que el pérfido ex vicepresidente era quien dirigía los hilos de la conjura desde la sombra!
–Cuando el río suena, piedras trae –dijo el diplomático.
–¡Ah, Pero no vayan a creer ustedes que era el pueblo llano el que conspiraba, no señor! –siguió Manuela, con la rabia renovada por las reminiscencias–. Quienes querían el caos y la anarquía eran los enemigos políticos del General Bolívar, la insidiosa oligarquía bogotana, porque luego se supo que había militares y civiles entre los complotados, ¡incluyendo al Ayudante General del Estado Mayor de Cundinamarca, que era este malvado Teniente Coronel venezolano Pedro Carujo, y al Jefe de Estado Mayor del Presidente, Coronel Ramón Guerra, imagínense ustedes!
Manuela Sáenz detuvo bruscamente el suave rechinar de la hamaca y cuando quedó inmóvil y envuelta en una densa capa de humo, su voz, asediada por los recuerdos, tornóse un creciente murmullo...
–Recuerdo que ese jueves 25 de septiembre cayó una fuerte llovizna sobre Santa Fe de Bogotá... Yo no estuve temprano en Palacio porque ese día amanecimos peleados el General y yo debido a su terquedad, pero según me contó él después, varios militares y civiles amigos le visitaron luego del mediodía para advertirle veladamente que las gentes estaban inusitadamente inquietas, que se oían rumores confusos, que había desusado movimiento de tropas en algunos cuarteles y que, en fin, los nervios de los bogotanos estaban a flor de piel sin que hubiese motivo aparente para ello. Aunque detestaba los chismes y hablillas, el General no pudo evitar contagiarse al fin del desasosiego de sus visitantes y mandó a llamar al Jefe de Estado Mayor.
–¡A la orden, mi general! –dijo nerviosamente y tras un carraspeo un hombre obeso, de apretado uniforme de coronel, parado firme delante del escritorio donde el Presidente de la Gran Colombia, trajeado de paisano, releía un informe con el ceño fruncido.
Era el coronel Ramón Guerra, Jefe de Estado Mayor de la capital colombiana y uno de los primeros conspirados para derrocar y asesinar al Libertador-Presidente.
Gruesas gotas de sudor comenzaron a perlar repentinamente su frente al notar que su superior, cada vez más adusto, seguía en lo suyo sin prestarle ninguna atención.
Finalmente, tras lo que al perjuro le pareció una eternidad, Bolívar fingió darse cuenta de pronto de su presencia.
–Coronel Guerra, ¿hay algún suceso? –inquirió secamente.
–¿De qué, mi general? –repreguntó, trémulo, y sonrió culpablemente al notar la dureza de los negros ojos del guerrero, y su perturbador silencio–. No, mi general, ninguno.
La irritación en la voz y en el rostro de su Excelencia no dejaba lugar a dudas: o sospechaba algo, o bien estaba plenamente enterado de la confabulación. El coronel tembló al pensar en el rigor del general ante la traición, demostrado en más de una ocasión en su larga carrera militar y política. Sin atreverse a mirarle a la cara, insistió:
–¿Por qué pregunta, mi general Bolívar?
–¡Dígamelo usted! –saltó el Presidente, y lo miró fijo sin poder disimular su mal humor. Se levantó y atisbó por la ventana–. Hay mucha agitación, mucho comentario en la calle, según me informan. Todos hablan y que de una revolución. Por eso lo llamé. ¿No ha oído usted nada? ¿Qué revolución es esa?
La sonrisa hipócrita y pávida del Jefe del Estado Mayor se acentuó:
–No sé qué revolución será esa, mi general, pero no tenga usted cuidado; yo respondo por la seguridad de todos en palacio y por la tranquilidad pública en la ciudad – sonrió más, para disimular su pánico–. No hay que hacer mucho caso de esos chismes y bolas, Excelencia.
–Esos chismes y bolas, como usted dice, siempre tienen su fondo de autenticidad, sobretodo cuando son tan numerosos como parecen serlo en esta ocasión, coronel Guerra.
–¡Sí, mi general! –contestó, prudente. Simón Bolívar lo miró hondo.
–Pues bien, señor coronel –acentuó, acerado–, si usted me responde por la tranquilidad del pueblo, puede usted retirarse.
Un taconazo de alivio resonó en la estancia:
–¡A la orden, mi general Bolívar!
«««»»»
–¿Y su Excelencia no sospechó de la actitud tan pasiva de su jefe de Estado Mayor, doña Manuela? –se asombró el Señor Cónsul.
–¡Ajá, pues! ¿No le digo a usted que era el hombre más confiado del mundo?
–Ciertamente –confirmó el maestro–. Mire usted, mister Rúden, si uno se pone a analizarlo, es inexplicable que ni siquiera en batalla sufriera jamás la menor herida, y eso que participó en primera línea en muchas de ellas.
–Sin duda, un hado misterioso le cuidaba los pasos, maestro, porque no hay otra explicación –señaló La Coronela.
–Un “hado” misterioso y bello llamado Manuela Sáenz –sonrió el viejo, cálido, y solicitó–: Continúe, buena amiga, sea tan amable.
–Claro, pero, ¿no les provocan unos dulcitos, unos jugos de frutas...? –y sin esperar respuesta llamó–: ¡Jonathás...!
El Cónsul se apresuró a informarle:
–Doña Manuela, su fiel mulata Jonathás fue al puerto a vender granjerías, pero me suplicó que no dijera nada a usted.
–Esa Jonathás. Siempre tan discreta –dijo, dando un largo suspiro–. Bueno, serviré yo misma las...
–¡No, por favor, mi amiga, estamos bien así! ¡Siga el cuento! –rogó Róbinson.
Ante las miradas expectantes de los dos hombres, volvió a hilvanar recuerdos:
–Bueno... Ese día, ya al anochecer, el Libertador me mandó llamar. Contesté al ordenanza que estaba con dolor en la cara. Me envió al término de la distancia otro recado diciéndome que mi enfermedad era menos grave que la suya, que fuese a verlo. Como la calle estaba mojada porque había llovido mucho, mucho, me puse sobre mis zapatillas sin tacón unas botas de piel y me fui al Palacio de Gobierno, que quedaba muy cerca, todavía brava con el General porque no quería prestar atención a los cada vez más crecientes rumores sobre derrocarlo.
«««»»»
Alrededor de esa misma hora, ese jueves 25 de septiembre de 1828, la Junta Directiva de la Revolución en ciernes, alarmada, se congregaba en la residencia del joven y apasionado poeta bogotano Luis Vargas Tejada, ubicada en la esquina de Santa Bárbara.
Este talentoso escritor y hombre de teatro es el mismo que, en cierta ocasión, tiempo atrás, cuando estaban reunidos políticos e intelectuales discutiendo acerca de la suerte de la república colombiana, pronunció una estrofa que rápidamente se hizo célebre entre los enemigos del Libertador–Presidente:
“Si de Bolívar la letra con que empieza
y aquélla con la que acaba le quitamos,
«oliva», de la paz símbolo, hallamos.
Esto quiere decir que la cabeza
al tirano y los pies cortar debemos
si es que una paz durable apetecemos.”
Además de los cabecillas de la “Junta Directiva de los Defensores de la República” (como se hacían llamar entre sí los intrigantes), todos vestidos de civil y embozados y armados, asistían cuatro militares de bajo rango. El dueño de casa, Vargas Tejada, repartía en persona sorbos de aguardiente en una copita a los ateridos visitantes. Todos tenían ademanes y miradas interrogantes y temerosas.
Estaban, entre otros, Pedro Carujo, Agustín Horment (o Hormet, de 29 años, nariz de garfio y francés de nación), Florentino González, Pedro Celestino Azuero, Juan Miguel Acevedo, Wenceslao Zuláibar y Luis Vargas Tejada, el anfitrión.
De pronto entró, de la calle, el coronel Ramón Guerra, de uniforme y capa.
El murmulleo cesó y los dirigentes se le aproximaron, adustos. Miradas de puñales acribillaron al militar. El poeta y comediógrafo Vargas Tejada (de 25 años, delgadísimo) fue el primero en hablar, sin poder (ni querer) ocultar su curiosidad y su mal genio:
–¿Y bien...? –Guerra le miró, incómodo, mudo–. ¿A qué se debe el desespero, señor coronel Guerra?
Nuevo silencio del uniformado; el callado rumor de adustez pareció cobrar forma física y enroscarse en el cuello del desventurado. El anfitrión, rojo de ira, estalló por fin:
–¡Son peligrosas estas reuniones no planificadas, coronel, carajo, y supongo que usted está consciente de ello!
–El Diputado Vargas Tejada tiene razón, coronel Guerra –intervino el teniente coronel Pedro Carujo–. ¿Qué pasa? ¿Cuál es el apuro en vernos antes de lo previsto...?
–¡Hay problemas, Comandante! –confesó, estremecido.
Se miraron los conspiradores con un brillo de temor en los rostros. Carujo, impávido, preguntó:
–¿De qué habla usted, coronel?
–¡El tirano sospecha algo!
Un silencio de tumba se produjo en el salón. Guerra agregó, aflautado:
–Le... le llegan rumores, aunque confusos...
–¿Qué clase de rumores, hombre? –precisó Florentino González sordamente.
–¡Todo tipo de rumores, González! ¡Advertencias, más bien!
Otra vez el mutismo y la crispación de todos. Se miraron, indecisos. El coronel arrebató el trago que las manos de Vargas Tejada sostenían para sí, y luego de beberlo, agregó:
–Para más ñapa, el pendejo del capitán Triana ha sido hecho preso.
–¿Cómo así? –se alarmó Vargas Tejada–. ¿Por qué?
–Pues porque se emborrachó y amenazó a unos oficiales del Batallón Vargas con “darles su merecido dentro de unos días”... Déme otra copita... Entonces algunos oficiales sospecharon algo raro, me pasaron la novedad y tuve que detenerlo para interrogarlo; no podía hacer otra cosa.
–¿Y ha dicho algo? –quiso saber Agustín Horment.
–¡Desde luego que no, monsieur Horment, o no estaríamos todos aquí! –espetó Guerra, impaciente, y trató de tomar otro trago, pero Vargas Tejada le hurtó la botella. Con un suspiro de resignación, entregó la copa–. En fin, camaradas, no creo que sea buena idea seguir con esto.
–¿Qué está diciendo, coronel? –gritó Carujo. Y Vargas Tejada, inflamado:
–¡Por supuesto que seguiremos, coronel Guerra! ¡Faltaría más!
–¡Pero es que ya el golpe dejó de ser secreto, caballeros! ¡Muchos bogotanos nos han visto entrar y salir de aquí de su casa, armados!
–¡Por lo mismo: Ya no podemos retroceder! –dijo Vargas, vehemente–. ¡Mañana todos estaremos arrestados, de modo que lo haremos esta misma noche!
Pero el coronel Guerra, acobardado, gritó:
–¡No; yo me salgo de esta berraquera, señores!
–¿Cómo que se sale? –gritó el francés Horment– ¡No puede hacerlo, monsieur! ¡Usted es el Jefe de Estado Mayor del Dictador y el que mejor conoce la disposición interior del Palacio de Gobierno!
Guerra los miró a todos con la mano en la empuñadura del sable; algunos desenfun-daron sus pistolas, pero Guerra, recuperando algo de firmeza, le restó importancia a lo dicho por Horment, y los tranquilizó:
–Eso no será mayor obstáculo, monsieur Horment. Les juro que no los delataré, caballeros, pero no sigo. No puedo. Comandante Carujo, aquí tiene el santo y seña de esta noche para que puedan penetrar por sorpresa los cuarteles. Veré qué más puedo hacer por la causa, pero no intervendré directamente. Tengo mis razones. En verdad lo lamento mucho.
El dramatismo de la situación, tras la confesión del coronel, se podía palpar como a una telaraña. Vargas Tejada respiró fuerte y apartó los ojos del uniformado para posarlos en el papel que éste le había entregado. Después miró a cada uno de sus cómplices:
–¿Qué hacemos entonces, caballeros? ¿Desistimos? El abogado Florentino González saltó, fiero:
–¡Sólo desisten los cobardes, Diputado Tejada, y aquí no los hay...! –su mirada encendida se posó sobre el coronel–. Respeto su decisión, Coronel Guerra, pero esta empresa patriótica no tiene vuelta atrás, o la nación que tanto nos ha costado forjar perecerá en manos de ese monstruo ambicioso. ¡El Comandante Carujo tiene razón, camaradas; ya no podemos retroceder! ¡Hay que hacerlo, y hacerlo hoy, esta noche!
–¿Y si al coronel Guerra le asalta la tentación de delatarnos, González? –dijo Zuláibar, pero Carujo se adelantó y posó una amenazante mirada en su superior jerárquico:
–¡No lo hará, señor Zuláibar!... Lo conozco bien; puede que sea cobarde, pero no delator –y alzó el tono, arengador–: ¡Escuchen todos: el batallón de artillería está advertido y armado, esperando nuestras órdenes...! ¡Alea jacta est: la suerte está echada, caballeros, como dijo Julio César!
Un coro de exaltados gritos apoyó la prédica de Pedro Carujo, circunstancia que aprovechó el coronel Ramón Guerra para desaparecer discretamente de la insensata celebración. Los ánimos patrioteros se enardecieron más y más. Se comenzaron a oír voces de “¡Muerte al Tirano!”, “¡Muera Bolívar!”, que Vargas Tejada nada hizo por acallar, en la ebriedad del fanatismo por la causa en la que creían. Enardecido, invitó:
–¡Compatriotas, la gloria de la patria aguarda por nosotros! ¡Tomemos esta noche por la fuerza el cuartel del Batallón Vargas!
–¡Y también el de Granaderos! –apoyó el joven francés, copa en mano.
–¡Y la casa de gobierno! –dijo otra voz.
Carujo, satisfecho de la efervescencia provocada por su verbo, llamó, sin embar-go, a la moderación:
–¡Calma, señores! ¡Silencio, compañeros...! ¡Les ruego un momento de silencio!... Gracias... Escuchen: ¡Tengo veinticinco soldados listos para entrar a sangre y fuego al Palacio San Carlos a arrestar al tirano vivo o muerto!
–¡Yo iré con mis criados! –dijo uno; y otro–: ¡Yo también!
–¡Bien... está bien, está bien, amigos...! ¡Schiiiisstt...! –volvió a imponerse Carujo–. Ahora, por seguridad, dispersémonos lentamente. Nos veremos al punto de la medianoche en el Puente del Carmen de la quebrada San Agustín, cuando los bogotanos no nos estorben la maniobra... ¡Dios bendiga nuestra causa, caballeros!
«««»»»
Afortunadamente han quedado registros minuciosos de aquellas jornadas, por descontado que con la óptica y el sentimiento de quien las vivió y miró (una vivencia y una mirada siempre serán mejores que un chisme, aun cuando el mirón sea un chismoso).
Un testigo de cuerpo presente (el ya citado Florentino González, quien era esposo de la bella Bernardina Ibáñez, dama requebrada por el Libertador) publicó así su versión:
“El secreto no se había guardado religiosamente entre todos
los comprometidos, y puede decirse que en aquellos días lo que
se pensaba hacer no era ya el secreto de los conjurados, sino el
secreto de la población de la ciudad de Bogotá. Mas en la tarde
del 25 de septiembre, el capitán Benedicto Triana, a quien el
capitán Rafael Mendoza había dicho que estuviese preparado
para un trance en que su cooperación se necesitaba en
aquellos días, acalorado con el licor, se trabó de palabras
con unos oficiales del Batallón Vargas y como aquéllos lo
injuriasen, los amenazó diciéndoles que dentro de pocos
días todos ellos tendrían el castigo merecido. Denunciaron
éstos a la autoridad militar lo que había pasado y Triana
fue reducido inmediatamente a prisión y sometido a una
especie de tortura para inducirlo a que declarase lo que
supiera acerca del plan del movimiento revolucionario que
se suponía estar preparándose, supuesto que con tanta
confianza había proferido sus amenazas. Triana guardó
silencio con heroica firmeza y nada pudieron los halagos
ni los crueles tratamientos a que se le sometió
alternativamente para hacerle declarar lo que supiese.
El coronel Guerra, que como Jefe de Estado mayor tenía
conocimiento de lo que sucedía, dio parte, al anochecer,
a los miembros de la Junta Directiva y les manifestó la
necesidad de hacerlo todo aquella misma noche. Reunióse
inmediatamente la mayoría de los miembros de la Junta
Directiva, entre quienes estaban los señores Agustín Horment
y el teniente coronel Carujo, quienes habían reemplazado a
dos de los primitivos miembros que habían hecho dimisión
del cargo, y se resolvió dar el golpe aquella misma
noche, apoderándose de Bolívar en su palacio y de los
ministros en sus casas, después de ocupar los cuarteles
y los puestos militares de la manera que desde el principio
se había acordado. Prevínose al teniente coronel Carujo,
que era Ayudante General del Estado mayor, que redactase
las órdenes necesarias para entregar todas las guardias a los
oficiales que se le indicó, y que, firmadas que fueren por
el coronel Guerra, las llevase a ejecución unido a dos adjuntos
al Estado mayor que estaban comprometidos a obrar.
Extendieron las órdenes en la oficina misma del Estado
Mayor y Carujo y sus dos adjuntos fueron a casa del Jefe
para que las firmase. Mas el coronel Guerra, que tan adelante
había ido ya, flaqueó en su resolución y no tuvo el valor
necesario para perseverar hasta el fin.”
(Florentino González, Memorias)
VI: EL ASALTO
La puerta principal de la habitación del Libertador-Presidente en el Palacio de Gobierno de San Carlos, en Santa Fe de Bogotá, se veía entreabierta. Al fondo, hacia la calle, la única ventana estaba cerrada. En una mesita, una farola derramaba una media luz amarillenta. Del lado izquierdo, hacia el cuarto de las banderas, un cirio expiraba entre estertores de esperma. En el otro extremo, en el cuarto de servicio sanitario, otro, de sebo, recién encendido, difuminaba las espesas penumbras.
Sobre el amplio lecho del dormitorio estaba el pantalón militar azul, la camisa de franela, un libro grande y la espada y las pistolas de Simón Bolívar, quien tomaba, semidesnudo, un baño de pies, sentado en el borde de la cama, luego de haberse duchado con esponja en la bañera que estaba en un rincón de la otra estancia. Una larga toalla rosa colgaba de su cuello.
Al sentir pasos, volteó y vio entrar a Manuela Sáenz, muy abrigada y con ojos febriles, calzada con botines. Un rictus de disgusto se dibujaba en sus carnosos labios. Bolívar bajó rápido la mirada, presintiendo la tormenta. Se quedó mudo para que ella pasara y hablara primero, pero Manuela se cruzó de brazos y se recostó del marco de la puerta. Por su gestualidad reprimida, él supo de qué color venía su ánimo.
Bezuda, la amante preguntó desde la puerta:
–¿Está enfermo?
–Siempre estoy enfermo si tú no estás –dijo, mirándose aún los pies, pero luego alzó la cara–. ¿Qué tienes tú, que tiemblas?
–Un dolor fuerte en la cara. Y fiebre.
Y avanzó, mirando en derredor, buscando, con una luz de alerta en los ojos y los nervios en tensión:
–¿Dónde están sus edecanes? ¿Dónde está José Palacios, su mayordomo? ¿Por qué está usted solo aquí?
Él hizo un gesto de displicencia:
–Porque hoy todo el mundo amaneció enfermo, me parece. Fergusson fue a curarse la garganta en casa de no sé quién, Ibarra está en cama, muy malo, y José, y Fernando, mi sobrino, lo mismo. Por eso te mandé llamar.
Manuela se le acercó y él tosió varias veces, presa de un pequeño acceso. Ella se puso a friccionarle enérgicamente la amplia frente y el cabello con el paño. Cuando terminó, él comentó:
–Dicen que va a haber una revolución.
–¡Ja! ¡Enhorabuena! –soltó, sarcástica, pero inquieta–. ¡Que haya diez revoluciones! ¡Con la buena acogida que da usted a los avisos!
–No te enojes –sonrió el General, y luego añadió, ya de buen humor–: El coronel Guerra me ha asegurado que todo está sin suceso... Además, he permitido que José trajera de la quinta los mastines para que avisen cualquier cosa –y le besó las manos, convincente–. Y te traje a ti, ¿qué más quieres?
Ella, que a cada minuto que pasaba le asaltaban nuevos temores, trataba, empero, de ocultar su creciente desasosiego, pero aún así arguyó:
–Por lo menos prevengamos a la guardia de entrada a palacio.
–¿Para qué, si aquí están mi espada y mis pistolas?
Cuando él sacó los pies de la jofaina, Manuela se los secó con rapidez y minuciosidad; el General tomó el libro, arrimó las armas hacia los pies de la cama, se tendió y miró a su amante con dulzura, tranquilizándola:
–¿Me leerás un rato?
Manuela lo observó, como dubitativa, y finalmente sonrió y recibió el libro.
Citemos a un historiador paisano de Manuela (Alfonzo Rumazo González en su obra “Bolívar”), para conocer su versión acerca de un aspecto de lo ocurrido la noche del 25 de septiembre de 1828 en Santa Fe de Bogotá:
“A las doce en punto, la brigada de artillería atacó al batallón
“Vargas” y libertó al general Padilla. Repuesto el “Vargas” de la
sorpresa, abrió fuego enérgicamente y se trabó el combate, que
duró casi una hora. Los disparos alarmaron a la población, y a
la una de la madrugada las calles estaban ya llenas de curiosos
que, aterrorizados, veían cómo los artilleros derrotados retrocedían
y huían disparando al par que corrían. El golpe militar había
fracasado.”)
Al punto de la medianoche, efectivamente, también el Palacio San Carlos fue atacado en silencio, pero con saña. Adentro, en la habitación principal del Presidente, dormían sobre el lecho éste y Manuela Sáenz. La lámpara de carburo, regulada al mínimo, apenas entorpecía la penumbra que señoreaba el lugar. Manuela tenía un sueño inquieto; Bolívar lucía más relajado.
De pronto se oyeron ladridos furiosos afuera, que acallaron casi inmediatamente.
Manuela despertó con destemplanza. Miró al Libertador-Presidente a su lado y se tranquilizó un poco, pero se envaró cuando escuchó ruidos de sables, pasos, rumores y chistidos alejados.
En las gradas del Palacio San Carlos, doce civiles, armados con pistolas, dagas y puñales, capitaneados por el francés Agustín Horment y el neogranadino Florentino González junto con veinticinco soldados al mando de Pedro Carujo habían contenido, a cuchillo limpio, a los furiosos canes guardianes y luego a los centinelas de la puerta. Los civiles se encaminaron a las habitaciones privadas del Presidente en tanto Carujo y los suyos sometían a los demás militares de guardia y rodeaban la residencia oficial para que nadie obstaculizara la revolución.
Manuela Sáenz, completamente despejada ya, prestó oídos un momento y comprendió, supo. Llamó a Bolívar suave pero enérgicamente, sin mostrar sino una pasmosa serenidad:
–¡General...! ¡General, despierte!
Él se desperezó, alerta.
–¿Qué sucede, Manuela?
–Schiiissstt... No levante la voz. Creo que los enemigos han logrado entrar a Palacio.
Bolívar, que estaba en ropa interior, se incorporó de un salto y tomó espada y pistolas y resueltamente, con la fiereza y la serenidad del guerrero que habitaba en él, trató de correr hacia la puerta cerrada:
–¡Pues vamos a enfrentarlos!
Pero ella lo sujetó con firmeza por un brazo:
–No.
–¿Cómo que no?
–No. Vístase primero, ¡pero apúrese!
El General la miró, un poco desconcertado, fascinado más bien por su entereza y sangre fría.
–¿Tú crees?
–No hable y apúrese, General.
Él soltó las armas y comenzó a vestirse a toda prisa, pero sin gestos nerviosos.
¡Cuántas veces, a lo largo de 18 largos años de continuo batallar, se había visto envuelto en situaciones semejantes...!
En el interior del Palacio, las cercanas voces silenciadas, los forcejeos y los pasos apresurados denunciaban la conjura. Los hombres comandados por Horment y González buscaban desesperadamente las habitaciones de la primera autoridad de Colombia.
En la habitación de los edecanes, sobre uno de los catres adosados a la pared penumbrosa, dormitaba, afiebrado, enfermo, un pariente y edecán del Presidente: el teniente Andrés Ibarra, semidesnudo. Bruscamente irrumpieron Horment, González y cuatro más de los traidores al gobierno, portando dos faroles, todos armados con sables. Uno de ellos, el capitán José Ignacio López, pateó el catre con violencia.
–¿Quién será este zarandajo? –dijo, fiero, y tiró un sablazo al aire.
El joven venezolano de 21 años de edad lanzó un aullido de dolor al ser alcanzado en un brazo y eso le salvó la vida porque González, quien le conocía, lo reconoció y atajó al asesino, que se disponía a rematarlo creyendo que era Bolívar:
–¡Alto, capitán López!... Este es Ibarra, edecán y familiar del tirano.
–¿Qué sucede aquí? ¿Quiénes son ustedes, qué quieren? –clamó el teniente, sujetando su herida.
Pedro Celestino Azuero, con mirada de loco y gesto descompuesto, lo tomó por los cabellos y acercó su cara a la del muchacho:
–¡Mire, gran hijo'eputa, ¿dónde está el Dictador?! ¿Cuál es su pieza?
Ibarra, con su mano sana, dio un manotazo y se desprendió de su atacante; de un salto empuñó su espada, que estaba recostada de la pared, junto a la cabecera del catre.
–¡Primero muerto, traidores! ¡Viva Bolívar, carajo!
Pero se le echaron encima tres hombres y le desarmaron y le arrinconaron sobre el lecho y González le salvó una vez más:
–¡Dejen quieto a ese pendejo! ¡Es el tirano quien nos interesa! ¡Sigamos buscando!
En la alcoba presidencial, mientras afuera se oía el corretear descalzo de los criados, Bolívar había terminado de medio vestirse y se volvió a mirar a Manuela:
–¡Bravo!... Vaya, pues, ya estoy vestido; y ahora, ¿qué sigue? ¿Hacernos fuertes?
Y sin esperar respuesta, descalzo, pistola y espada en mano, pretendió de nuevo salir al encuentro de los alzados, pero Manuela, más ágil, lo tomó por el brazo y lo llevó hacia la ventana, abriéndola y asomándose con cautela hacia la calle, a más de dos metros de altura.
–¿No dijo usted hace poco a su amigo Pepe Paris que esta ventana era muy buena para un lance de éstos de fuga? –dijo ella, serena.
–¡Carajos! ¡Verdad es! ¡Voy a brincar!
Se oyeron forcejeos en la puerta, que Manuela había asegurado por dentro cuando él se durmiera, y luego maldiciones y gritos.
Cuando el Presidente y Libertador se disponía a saltar, ella se dio cuenta de que estaba descalzo.
–¡Espérese! ¿Dónde están sus botas?
–¡Quién sabe! Las sacaron temprano para limpiarlas.
–Tome. Póngase estos otros zapatos míos que en buena hora se me ocurrió traer por la lluvia –dijo, quitándose los botines que llevaba encima de las zapatillas–. Apúrese!... ¡Y aproveche ahora que no hay gente en la calle!
Saltó él, tras calzarse. Manuela respiró ruidosamente y adoptó aire sereno y digno para ir a abrir la puerta que los traidores amenazaban con derribar. Cuando lo hizo, luego de empuñar una espada que arrinconada por allí había, entraron en tropel.
En tanto los demás, lámparas y armas en manos buscaban afanosamente en el amplio aposento y los contiguos, Horment encaró a la mujer del Presidente con furia homicida:
–¡Suelte ese sable, madame! –ella, con parsimonia, obedeció–. ¿Dónde está el tirano?
Con temple de héroe griego, imperturbable, respondió:
–En el Consejo.
Vargas Tejada, que escudriñaba cada rincón, gritó:
–¡Nada! ¡No está aquí!
Florentino González se fijó en el postigo a medio cerrar.
–¡Miren esa ventana abierta! ¡Huyó; el tirano se ha salvado!
–No, señores, no ha huido –dijo Manuela, inalterable, sabiendo que cada segundo era valioso para que el General pudiera alejarse más y más de sus asesinos–; está en el Consejo.
–¿Qué Consejo? –dijo, rencoroso, González–. ¿Y por qué está abierta esa ventana entonces?
–Porque yo acabo de abrirla para saber qué ruido había en la calle.
–¿Y por qué esta cama está tibia? –se acercó, fiero, el poeta Vargas Tejada. Y ella, convincente:
–Yo estaba acostada ahí, esperando que terminara el Consejo para ayudar al General a darse un baño.
Horment, desconfiado, la enfrentó, sable en ristre:
–¿Dónde es ese tal Consejo, madame?
–No sé dónde será. Sé que se reúnen el general y los suyos en un salón casi todas las noches a hablar, y a eso le dicen “Consejo”, pero no sé dónde quedará. Esta casa es muy grande, señor, y como usted debe saber, yo no vivo aquí.
–¡Pues entonces vamos, acompáñenos! ¡Busquemos ese dichoso salón del tal Consejo!
«««»»»
A unas cuadras del Palacio de Gobierno, el Libertador-Presidente, gracias al tiempo concedido por la astuta y valiente acción de Manuela Sáenz había logrado llegar hasta el Puente del Carmen, a orillas del río San Agustín, y bajo su penumbra se guarecía, entumecido de amargura y de frío, mientras su repostero, quien acertaba a pasar por la calle cuando él huía, había ido a averiguar la situación de los cuarteles, sobretodo el “Vargas”, que Bolívar sabía incondicional a su persona.
Trastabillantes, Manuela Sáenz y Andrés Ibarra entraron a la habitación de la cual la sacaran poco antes a ella, brutalmente empujados por dos de los rebeldes. Horment se asomó, amenazador y frustrado:
–¡A mí no me engaña, madame! ¡Usted ayudó a Bolívar a escapar y ha estado mintiéndonos! Se salva porque somos caballeros y no vinimos a matar mujeres sino al tirano de Colombia.
Manuela, hecha una fiera, desencajada, barbulló:
–¡Ese que usted llama tirano de Colombia es el Libertador de un Continente, gran carajo, y por Dios Santo que ahorcará a todos sus enemigos, comenzando con usted, Agustín Horment, y concluyendo con su canallesco jefe Francisco de Paula Santander, eso se lo juro a usted como que me llamo Manuela Sáenz, carajo!
El furioso joven, tras contenerse con evidente dificultad para no vengar la afrentosa amenaza, ordenó a los dos hombres que habían entrado tras los prisioneros:
–¡Cierren bien la puerta por fuera y se quedan de guardia ahí!; si intentan salir –los miró e hizo un elocuente gesto de degüello. Luego gritó, saliendo–: ¡Continuemos buscando al tirano, camaradas!
Se oyeron imprecaciones y blasfemias, al tiempo que los centinelas trancaban con furia la puerta por fuera. Manuela, que tenía la blusa desgarrada, estaba descalza, despeinada, golpeada y sangraba por la frente, pero digna y corajuda como era se apresuró a acomo-dar en el lecho a Andrés Ibarra. Sin decir una palabra, rasgó una sábana para vendarle el brazo herido, enérgica y serena, tras quitarle un trapo que los agresores habíanle puesto como torniquete. El joven edecán, a consecuencia de su herida y de la fiebre que había padecido todo el día, perdió el conocimiento. Manuela lo arropó, tras comprobar que su respiración era normal.
Bruscamente se oyeron pasos fuertes y a la carrera en la calle, acercándose. Manuela volteó hacia la ventana, que estaba entornada, tal como la dejaran los conspiradores al salir. Tensa, mirando de vez en cuando hacia la puerta cerrada, se acercó a la hoja de madera y la abrió un poco más... Entonces vio pasar corriendo a Guillermo Fergusson, el edecán ingles de Bolívar, uniformado y empistolado. Lo chistó fuerte y el coronel se devolvió y se asomó a la ventana, alerta. Al reconocerla, gritó:
–¡Doña Manuela! ¿Qué sucede?
–¡Baje la voz, Fergusson! –alertó–. ¡Soy prisionera!
–¿Qué? ¿De quién...? ¿Dónde está su Excelencia el Libertador?
–No lo sé, coronel, no lo sé –dijo, volteando, ya nerviosa, hacia la puerta–. Hay centinelas en mi puerta, no puedo hablar.
–¡Voy a la entrada! –dijo el inglés, impetuoso.
–¡No, no entre usted a Palacio! ¡Lo matarán, coronel!
Pero el valiente miembro de la Legión Británica la miró con nobleza y mostró sus pistolas:
–¡Que me maten, pero yo cumplo con mi deber! –dijo, y echó a correr hacia la entrada del Palacio San Carlos.
Manuela, presa de angustia, dando rienda suelta a la emoción acumulada, se llevó las manos al rostro, aterrada, esperando lo peor para el fiel y valiente ayudante. Poco después, en efecto, escuchó un pistoletazo alejado y el ahogado grito de muerte del coronel Fergusson, quien había recibido un tiro en el pecho de manos de Pedro Carujo, y un sablazo en la frente.
He aquí la versión del ataque a la casa de gobierno narrada por el conspirador que el lector ya conoce (Florentino González):
“Doce ciudadanos, unidos a veinticinco soldados, al mando
del comandante Carujo, fuimos destinados a forzar la entrada
del palacio y coger vivo o muerto a Bolívar. Iba con nosotros
don Agustín Horment, francés de origen, quien fue el primero
que, arrojándose a la puerta del palacio, hirió mortalmente al
centinela y franqueó el paso a los que le acompañábamos.
Entramos inmediatamente, sin otra resistencia que la del cabo
de guardia, quien recibió una herida mortal, después de haber
dado un sablazo al heroico joven Pedro Celestino Azuero.
El resto de la guardia, que ascendía a unos cuarenta soldados
selectos mandados por un valiente capitán, fue rendido y
desarmado por la tropa que mandaba el comandante Carujo,
sin que hubiese necesidad de un solo tiro de fusil. Nos
hallábamos, pues, en posesión del palacio, y era preciso
penetrar hasta el dormitorio de Bolívar. Subí el primero
la escalera, y, con riesgo de mi vida, desarmé al centinela
del corredor alto, sin herirlo. Quedó libre el paso y seguimos
a forzar las puertas que conducían al cuarto de Bolívar, guiados
por el valiente joven Juan Miguel Acevedo, que había tomado
el farol de la escalera para alumbrarnos. Cuando hubimos
forzado las primeras puertas, salió a nuestro encuentro, en la
oscuridad y desvestido, el teniente Andrés Ibarra, a quien
uno de los conjurados descargó un golpe de sable en el brazo,
creyendo que era Bolívar. Iba a segundar el golpe, pero
Ibarra gritó, y yo detuve al agresor, habiendo conocido a
aquel en la voz. Zuláibar y Azuero empezaron a gritar vivas
a la libertad, y Bolívar, alarmado y sospechando lo que
sucedía, se arrojó a la calle por una ventana, y fue a ocultarse
debajo de un puente del río de San Agustín. Cuando rompimos,
pues, la puerta de su cuarto de dormir, ya Bolívar se había
salvado. Nos salió al encuentro una hermosa señora, con
una espada en la mano, y con admirable presencia de ánimo
y muy cortésmente nos preguntó qué queríamos.
Correspondimos con la misma cortesía, y tratamos de saber
de ella en dónde estaba Bolívar. Alguno de los conjurados
llegó poco después y profirió algunas amenazas contra aquella
señora, y yo me opuse a que la realizara, manifestándole que no
era aquel el objeto que nos conducía allí. Procedimos a buscar
a Bolívar, y un joven negro, que le servia, nos informó que se
había arrojado a la calle por la ventana de su cuarto de dormir.
Nos asomamos algunos a aquella ventana, que Carujo había
descuidado de guardar, y adquirimos la certidumbre de que
Bolívar se había escapado. Entretanto tronaba el cañón del
batallón de artillería contra las puertas del cuartel de Vargas,
y un fuego vivo de fusilería se había empeñado en la calle entre
los dos cuerpos. Vi que se había frustrado nuestro plan, y me
dirigí a la calle para escaparme, con Azuero, Acevedo, el doctor
Mariano Ospina y otros. Horment y Zuláibar hicieron lo mismo,
luego que hubieron vendado la herida que había recibido el
teniente Ibarra, operación que hicieron con la corbata de Zuláibar,
según se me refirió después.”)
Hacia el amanecer, Manuela Sáenz escuchó un coro de triunfales voces de multitud que daba vivas a Bolívar: “Viva el Libertador-Presidente”... “Viva la República”... “Muerte a los traidores”..., gritaban el pueblo y las tropas.
Era que en la madrugada el general Rafael Urdaneta, Ministro de la Guerra, informa-do del alzamiento, había asumido el mando y ordenado el arresto de los conspiradores.
Como a las cinco de la mañana, restablecida la normalidad en la capital gracias a la fidelidad del batallón “Vargas” y del ejército en general, cuando la valiente ecuatoriana se asomó a indagar la suerte de su amado, lo contempló, sano y salvo, jinete en un caballo ajeno y con una chamarra militar prestada, llegando a la plaza, acompañado y aclamado por los soldados y el pueblo.
Allí estaba toda la oficialidad reunida para brindarle su apoyo al Presidente, quien, ronco de frío y de emoción, agradeció a todos su lealtad.
Cuando el general Santander, jubiloso en apariencia porque el Libertador estaba con vida, quiso felicitarlo, Manuela pudo ver la gélida mirada de desdén y distanciamiento que el Presidente le dirigía a su otrora hombre de confianza.
(El testigo que ya conocemos, González, narró así el final de la rebelión:
“Cesó el combate y empezaron a oírse por las calles los vivas
de las tropas del Dictador, quien al oírlos salió de su escondite
y se reunió a los que lo buscaban. Siguió entonces la persecución
de los vencidos y la prisión de los que se sospechaba o se sabía
que eran autores del hecho... Desde luego, se redujo a prisión a
los generales Santander y Padilla con todos los artilleros que
se habían rendido. El Coronel Guerra, como Jefe del Estado
Mayor, intervenía en todo, hasta que aprehendido el comandante
del batallón de artillería, éste dijo que había obrado por orden
de aquél. Entonces se le redujo a prisión y poco después fueron
también aprehendidos Horment, Zuláibar, Pedro Celestino Azuero
y varios oficiales.”
Luego agregaba, refiriéndose al cadalso que podía verse en la plaza mayor de la capital hasta un mes después de transcurridas las ejecuciones de los traidores:
“Allí (en la horca) se hicieron sucesivamente las ejecuciones
del ilustre Padilla, de Horment, de Zuláibar, de Azuero, de Silva,
de Galindo, de Hinestrosa, de Guerra, de López y de algunos
artilleros; y allí se meditaba ejecutar a Santander, a Herrera,
a Mendoza, a Briceño, a Acevedo, a los Buitragos, a Ezequiel
Rojas y a todos cuantos fuesen aprehendidos. El teniente coronel
Carujo, que se hallaba oculto en Bogotá y había burlado las más
exquisitas pesquisas de la policía dictatorial, dirigió una
representación al Gobierno ofreciendo revelar por un término
abstracto y general (así decía) todo lo relativo a la conjuración,
si se le concedía la vida y se le permitía salir del país.
Accedióse a su solicitud, y Carujo se presentó inmediatamente
e hizo una relación de lo que sabía...”)
Al alba, radiantes ambos por haber conjurado el peligro y seguir con vida, Manuela y Bolívar se fundieron en un abrazo cuando él llegó de nuevo al Palacio. Al separarse, mirándola y aferrándola por los hombros con delicada firmeza, él le dijo, eufórico: “¡Este día tú has sido la Libertadora del Libertador!”.
VII: EL ADIÓS
El pitar de un gigantesco ballenero anclado como a legua y media del puerto cortó la vívida evocación de Manuela Sáenz y el ensimismamiento de sus dos huéspedes escuchándola.
Samuel Róbinson se incorporó del piso de tierra para estirar las piernas.
–¿Es verdad que no se pudo probar nunca que el lambiscón de Santander estaba enre-dado en el complot, o lo dirigía? –preguntó.
Ella asintió con la cabeza, con rabia. El señor Cónsul aprovechó:
–¿Y es cierto que fue el Libertador quien le perdonó la vida, a pesar de que un tribunal lo condenó a muerte?
Manuela asintió otra vez, como resignándose:
–Al pérfido de Santander y a Carujo les permitió vivir, y también a gran número de los conspirados, aunque el general Urdaneta, que era el Presidente del Tribunal Especial que se nombró para conocer del caso, quería ahorcarlos a todos, pero,... ¿qué quiere que le diga?... El General Bolívar era la magnanimidad en persona.
Se produjo un nuevo silencio y la brisa de la tarde paitense pareció llevarse en sus giros la larga evocación de la figura de Simón Bolívar, el Presidente-Libertador de seis naciones soberanas sudamericanas.
Alexander Rúden suspiró y se puso de pie con evidente intención de marcharse, tras cerciorarse de que su pipa estaba apagada.
–En fin, amigos míos, no sé cómo agradecer el honor que ambos me han hecho al compartir un momento tan especial con un extraño. Soy deudor obligado para lo que gusten mandar.
–¡Por favor, Excelencia, más bien le agradecemos don Simón y yo su benevolencia al regalarnos su amable compañía!
–Es que debo atender unos asuntos oficiales –dijo, e inclinóse de nuevo el diplomá-tico–. Doña Manuela, ¿qué respuesta debo dar a nuestro joven escritor y aventurero Melville?
–¡Ah, si, el poeta obsesionado con la blanca bestia marina! –sonrió ella–. Pues escríbale usted, por favor, que deseo mucho que encuentre su ballena, que autorizo a usted a relatarle todo lo referido a la noche septembrina que escuchó hoy aquí y que pronto yo misma le haré llegar, por su intermedio, mis apuntes al respecto.
–No esperaba menos de usted, señora mía –dijo el Cónsul con cierta solemnidad.
Volvió a inclinarse, pero antes de salir, una maliciosa sonrisa le iluminó la faz:
–¿Quizá su indulgencia podría satisfacer una última curiosidad?
Manuela abrió los brazos, interrogativa.
–¿Cómo es que una mujer como usted vino a dar a un lugar como Paita, querida amiga?
–¡Oh! –hizo ella–. Luego que el General Bolívar murió, me convertí en un problema, casi en una penitencia para todos cuantos se alimentaban de su luz, Excelencia. El señor general Juan José Flores, que era y es todavía Presidente de mi país, Ecuador, me expatrió, dizque porque yo era una amenaza para su gobierno; luego me autorizó a volver a Quito, pero yo no quise; mantuve aquí mi destierro voluntario –y ante el asombro de ambos, sonrió–. Como lo oyen... Ocho años llevo ya en Paita... Toda mi familia ha muerto, ¿a qué voy a regresar a la capital?... Sólo la gloria de haber amado al general Bolívar me mantiene viva.
Con un esfuerzo inesperado, que cogió por sorpresa a los dos hombres, se incorporó y miró al señor Cónsul con ojos de profundo convencimiento:
–Voy a regalarle una confidencia desprovista de apasionamiento, señor Rúden. Escuche: Si el Libertador hubiera nacido en Francia, habría sido más grande que Napoleón. ¡Valía más, y lo afirmo porque conozco bien la sangrienta historia del corso!
–¿Y quién más autorizada que usted para emitir tal opinión? –aprobó Rúden–. En fin, señora mía, le ruego avisarme en cuanto tenga listas las traducciones. Beso su mano y soy ahora más que nunca su ferviente admirador.
–Señor Rúden, la Providencia guarde a usted muchos años –respondió ella.
–Señor Rodríguez, estaré por siempre agradecido a mi gobierno por haberme enviado a Paita y con ello haber tenido la oportunidad de conocer a usted. ¡Fue un placer, maestro!
–Señor Cónsul, si en nuestra América hubiera más diplomáticos como usted, no harían falta tantas guerras en nombre de la paz. Le deseo larga vida y muerte repentina.
–Caballeros, ¿un brindis con carato de piña por el americano más grande que haya visto nuestro sol...? –dijo Manuela Sáenz, sirviendo sendos vasos del sabroso guarapo.
Ellos tomaron los suyos y los entrechocaron, diciendo:
“¡Por su Excelencia el Libertador Simón Bolívar! ¡Salud!”
En ese momento se sintió otro alboroto de los canes y acto continuo entró Jonathás con una enorme bandeja vacía bajo un brazo, en compañía de otra negra, delgada y un poco más joven, quien traía terciado un costal de tela ordinaria.
–¡Patronita, mire, vendí toditico...! –sonrió Jonathás, mostrando el azafate. Nathán, la otra sirvienta desde niña de Manuela Sáenz, tras una reverencia a los dos hombres, sonrió a su ama y le alargó la talega:
–Su'ama, que aquí le manda su compadre Fermín el que le faltaba, con los saludos de sus ahijados Simón y Simona.
Manuela, con una sagaz mirada a los dos hombres, abrió la bolsa y extrajo su contenido. Lo contempló un momento y lanzó una gozosa carcajada. Movió la cabeza con aprobación y después lo enseñó a Róbinson y al Señor Cónsul:
Era un retrato a crayón de un perro muy flaco y muy feo, espejo de uno de los que por allí andaban. Los dos hombres lo observaron un momento y luego volvieron la cabeza para examinar el original, que les gruñó, extrañado, y escuchó que el viejo y su ama decían a coro y entre risas destempladas:
–¡Juan José Flores!
«««»»»
Excepcionalmente, al amanecer del siguiente día, la mar Pacífica regalaba a la villa de Paita una brisa suave y tibia, olorosa a clavo y a jazmín, aroma proveniente (con toda probabilidad) de un carguero de especias surto en el puerto desde la madrugada.
Temprano, el errante Simón Rodríguez (y el delirante Samuel Róbinson con él) había reemprendido con el primer sol su peregrinar hacia ninguna parte, siempre en pos del sueño imposible de convertir la esencia en presencia, el instinto en sociabilidad, la enseñanza en aprendizaje.
Al despedirse de la vieja amiga trató de que los sentimientos no echaran a perder lo que regía al corazón. En la puerta del rancho, después de abrazar a Nathán y a Jonathás, sus brazos de oso apurruñaron largamente a su titana (como íntimamente la consideraba), y le explicó el futuro:
–Manuelita, me voy, porque dos soledades no pueden vivir juntas. Tengo que irme. ¿Se acuerda que le comenté que tengo un negocio pendiente en Guayaquil?... Bueno... Además los pies me piden camino, querida Coronela... Eso sí: en cualquier momento vuelvo, a ver si nos morimos juntos y repentinamente, quién quita, ¿oyó, briosa amiga?
Ella lo miró hondo, bien pagada, y le contestó, sin tristeza:
–Cuando le provoque, Don Simón. Ya sabe que ésta es su casa.
El viejo sonrió con profunda, resignada tristeza, emprendió camino y a los pocos pasos se detuvo, giró hacia la puerta del rancho en la cual las dos mujeres y los canes le contemplaban aun y apuntó con el bastón hacia el mar:
–Tengo intención de ir a Quito a saludar al presidente y paisano Flores. ¿Algún recado, amiga?
Ella, por toda respuesta, encendió el tabaco que mordisqueaba, le lanzó varias volutas, impenetrable el rostro, y acto seguido penetró en la casa.
El viejo movió la cabeza, se caló más el sombrero y partió definitivamente.
A manera de epílogo:
¿Leyeron Manuela Sáenz y/o Simón Rodríguez “Moby Dick”, la narración de la obsesiva persecución de la ballena blanca emprendida por el aventurero poeta y escritor neoyorquino Herman Melville? No es improbable, supuesto que el libro vio la luz por primera vez en 1851, y ambos vivirían varios años aun.
Por lo demás, fiel a su promesa, el ya muy anciano y enfermo andariego universal intentó retornar (once años después de su última visita) junto a su amiga, pero las fuerzas se le agotaron antes.
La muerte lo atajó a la entrada de un poblado llamado San Nicolás de Amotape, a pocas leguas de Paita, el 28 de febrero de 1854. Murió, al parecer, víctima de fiebres malignas y deficiencias renales, y en la más absoluta miseria, a los 83 años de su edad.
Manuela Sáenz, La Coronela, la esposa que abandonó al doctor James Thorne, su insulso marido inglés, para correr detrás del caraqueño en pos del amor verdadero y de la gloria, fallecerá dos años más tarde, presa de la difteria, a mediados de noviembre del año 56, próxima a cumplir los 59 años, y también en extrema pobreza, pero la Posteridad jamás olvidará su noche de gloria, su apoteosis histórica, cuando enfrentó, sola, a doce asesinos sedientos de sangre y hambrientos de poder, y evitó a la Gran Colombia la mancha inútil pero indeleble del asesinato del Padre Libertador.
Ambos eran ya, en el tiempo de esta narración, dos grises espectros con la mochila de la vida en las espaldas, como dijera Róbinson.
Eran fantasmas... con algo que contarnos.
–¿Qué sucede, Manuela?
–Schiiissstt... No levante la voz. Creo que los enemigos han logrado entrar a Palacio.
Bolívar, que estaba en ropa interior, se incorporó de un salto y tomó espada y pistolas y resueltamente, con la fiereza y la serenidad del guerrero que habitaba en él, trató de correr hacia la puerta cerrada:
–¡Pues vamos a enfrentarlos!
Pero ella lo sujetó con firmeza por un brazo:
–No.
–¿Cómo que no?
–No. Vístase primero, ¡pero apúrese!
El General la miró, un poco desconcertado, fascinado más bien por su entereza y sangre fría.
–¿Tú crees?
–No hable y apúrese, General.
Él soltó las armas y comenzó a vestirse a toda prisa, pero sin gestos nerviosos.
¡Cuántas veces, a lo largo de 18 largos años de continuo batallar, se había visto envuelto en situaciones semejantes...!
En el interior del Palacio, las cercanas voces silenciadas, los forcejeos y los pasos apresurados denunciaban la conjura. Los hombres comandados por Horment y González buscaban desesperadamente las habitaciones de la primera autoridad de Colombia.
En la habitación de los edecanes, sobre uno de los catres adosados a la pared penumbrosa, dormitaba, afiebrado, enfermo, un pariente y edecán del Presidente: el teniente Andrés Ibarra, semidesnudo. Bruscamente irrumpieron Horment, González y cuatro más de los traidores al gobierno, portando dos faroles, todos armados con sables. Uno de ellos, el capitán José Ignacio López, pateó el catre con violencia.
–¿Quién será este zarandajo? –dijo, fiero, y tiró un sablazo al aire.
El joven venezolano de 21 años de edad lanzó un aullido de dolor al ser alcanzado en un brazo y eso le salvó la vida porque González, quien le conocía, lo reconoció y atajó al asesino, que se disponía a rematarlo creyendo que era Bolívar:
–¡Alto, capitán López!... Este es Ibarra, edecán y familiar del tirano.
–¿Qué sucede aquí? ¿Quiénes son ustedes, qué quieren? –clamó el teniente, sujetando su herida.
Pedro Celestino Azuero, con mirada de loco y gesto descompuesto, lo tomó por los cabellos y acercó su cara a la del muchacho:
–¡Mire, gran hijo'eputa, ¿dónde está el Dictador?! ¿Cuál es su pieza?
Ibarra, con su mano sana, dio un manotazo y se desprendió de su atacante; de un salto empuñó su espada, que estaba recostada de la pared, junto a la cabecera del catre.
–¡Primero muerto, traidores! ¡Viva Bolívar, carajo!
Pero se le echaron encima tres hombres y le desarmaron y le arrinconaron sobre el lecho y González le salvó una vez más:
–¡Dejen quieto a ese pendejo! ¡Es el tirano quien nos interesa! ¡Sigamos buscando!
En la alcoba presidencial, mientras afuera se oía el corretear descalzo de los criados, Bolívar había terminado de medio vestirse y se volvió a mirar a Manuela:
–¡Bravo!... Vaya, pues, ya estoy vestido; y ahora, ¿qué sigue? ¿Hacernos fuertes?
Y sin esperar respuesta, descalzo, pistola y espada en mano, pretendió de nuevo salir al encuentro de los alzados, pero Manuela, más ágil, lo tomó por el brazo y lo llevó hacia la ventana, abriéndola y asomándose con cautela hacia la calle, a más de dos metros de altura.
–¿No dijo usted hace poco a su amigo Pepe Paris que esta ventana era muy buena para un lance de éstos de fuga? –dijo ella, serena.
–¡Carajos! ¡Verdad es! ¡Voy a brincar!
Se oyeron forcejeos en la puerta, que Manuela había asegurado por dentro cuando él se durmiera, y luego maldiciones y gritos.
Cuando el Presidente y Libertador se disponía a saltar, ella se dio cuenta de que estaba descalzo.
–¡Espérese! ¿Dónde están sus botas?
–¡Quién sabe! Las sacaron temprano para limpiarlas.
–Tome. Póngase estos otros zapatos míos que en buena hora se me ocurrió traer por la lluvia –dijo, quitándose los botines que llevaba encima de las zapatillas–. Apúrese!... ¡Y aproveche ahora que no hay gente en la calle!
Saltó él, tras calzarse. Manuela respiró ruidosamente y adoptó aire sereno y digno para ir a abrir la puerta que los traidores amenazaban con derribar. Cuando lo hizo, luego de empuñar una espada que arrinconada por allí había, entraron en tropel.
En tanto los demás, lámparas y armas en manos buscaban afanosamente en el amplio aposento y los contiguos, Horment encaró a la mujer del Presidente con furia homicida:
–¡Suelte ese sable, madame! –ella, con parsimonia, obedeció–. ¿Dónde está el tirano?
Con temple de héroe griego, imperturbable, respondió:
–En el Consejo.
Vargas Tejada, que escudriñaba cada rincón, gritó:
–¡Nada! ¡No está aquí!
Florentino González se fijó en el postigo a medio cerrar.
–¡Miren esa ventana abierta! ¡Huyó; el tirano se ha salvado!
–No, señores, no ha huido –dijo Manuela, inalterable, sabiendo que cada segundo era valioso para que el General pudiera alejarse más y más de sus asesinos–; está en el Consejo.
–¿Qué Consejo? –dijo, rencoroso, González–. ¿Y por qué está abierta esa ventana entonces?
–Porque yo acabo de abrirla para saber qué ruido había en la calle.
–¿Y por qué esta cama está tibia? –se acercó, fiero, el poeta Vargas Tejada. Y ella, convincente:
–Yo estaba acostada ahí, esperando que terminara el Consejo para ayudar al General a darse un baño.
Horment, desconfiado, la enfrentó, sable en ristre:
–¿Dónde es ese tal Consejo, madame?
–No sé dónde será. Sé que se reúnen el general y los suyos en un salón casi todas las noches a hablar, y a eso le dicen “Consejo”, pero no sé dónde quedará. Esta casa es muy grande, señor, y como usted debe saber, yo no vivo aquí.
–¡Pues entonces vamos, acompáñenos! ¡Busquemos ese dichoso salón del tal Consejo!
«««»»»
A unas cuadras del Palacio de Gobierno, el Libertador-Presidente, gracias al tiempo concedido por la astuta y valiente acción de Manuela Sáenz había logrado llegar hasta el Puente del Carmen, a orillas del río San Agustín, y bajo su penumbra se guarecía, entumecido de amargura y de frío, mientras su repostero, quien acertaba a pasar por la calle cuando él huía, había ido a averiguar la situación de los cuarteles, sobretodo el “Vargas”, que Bolívar sabía incondicional a su persona.
Trastabillantes, Manuela Sáenz y Andrés Ibarra entraron a la habitación de la cual la sacaran poco antes a ella, brutalmente empujados por dos de los rebeldes. Horment se asomó, amenazador y frustrado:
–¡A mí no me engaña, madame! ¡Usted ayudó a Bolívar a escapar y ha estado mintiéndonos! Se salva porque somos caballeros y no vinimos a matar mujeres sino al tirano de Colombia.
Manuela, hecha una fiera, desencajada, barbulló:
–¡Ese que usted llama tirano de Colombia es el Libertador de un Continente, gran carajo, y por Dios Santo que ahorcará a todos sus enemigos, comenzando con usted, Agustín Horment, y concluyendo con su canallesco jefe Francisco de Paula Santander, eso se lo juro a usted como que me llamo Manuela Sáenz, carajo!
El furioso joven, tras contenerse con evidente dificultad para no vengar la afrentosa amenaza, ordenó a los dos hombres que habían entrado tras los prisioneros:
–¡Cierren bien la puerta por fuera y se quedan de guardia ahí!; si intentan salir –los miró e hizo un elocuente gesto de degüello. Luego gritó, saliendo–: ¡Continuemos buscando al tirano, camaradas!
Se oyeron imprecaciones y blasfemias, al tiempo que los centinelas trancaban con furia la puerta por fuera. Manuela, que tenía la blusa desgarrada, estaba descalza, despeinada, golpeada y sangraba por la frente, pero digna y corajuda como era se apresuró a acomo-dar en el lecho a Andrés Ibarra. Sin decir una palabra, rasgó una sábana para vendarle el brazo herido, enérgica y serena, tras quitarle un trapo que los agresores habíanle puesto como torniquete. El joven edecán, a consecuencia de su herida y de la fiebre que había padecido todo el día, perdió el conocimiento. Manuela lo arropó, tras comprobar que su respiración era normal.
Bruscamente se oyeron pasos fuertes y a la carrera en la calle, acercándose. Manuela volteó hacia la ventana, que estaba entornada, tal como la dejaran los conspiradores al salir. Tensa, mirando de vez en cuando hacia la puerta cerrada, se acercó a la hoja de madera y la abrió un poco más... Entonces vio pasar corriendo a Guillermo Fergusson, el edecán ingles de Bolívar, uniformado y empistolado. Lo chistó fuerte y el coronel se devolvió y se asomó a la ventana, alerta. Al reconocerla, gritó:
–¡Doña Manuela! ¿Qué sucede?
–¡Baje la voz, Fergusson! –alertó–. ¡Soy prisionera!
–¿Qué? ¿De quién...? ¿Dónde está su Excelencia el Libertador?
–No lo sé, coronel, no lo sé –dijo, volteando, ya nerviosa, hacia la puerta–. Hay centinelas en mi puerta, no puedo hablar.
–¡Voy a la entrada! –dijo el inglés, impetuoso.
–¡No, no entre usted a Palacio! ¡Lo matarán, coronel!
Pero el valiente miembro de la Legión Británica la miró con nobleza y mostró sus pistolas:
–¡Que me maten, pero yo cumplo con mi deber! –dijo, y echó a correr hacia la entrada del Palacio San Carlos.
Manuela, presa de angustia, dando rienda suelta a la emoción acumulada, se llevó las manos al rostro, aterrada, esperando lo peor para el fiel y valiente ayudante. Poco después, en efecto, escuchó un pistoletazo alejado y el ahogado grito de muerte del coronel Fergusson, quien había recibido un tiro en el pecho de manos de Pedro Carujo, y un sablazo en la frente.
He aquí la versión del ataque a la casa de gobierno narrada por el conspirador que el lector ya conoce (Florentino González):
“Doce ciudadanos, unidos a veinticinco soldados, al mando
del comandante Carujo, fuimos destinados a forzar la entrada
del palacio y coger vivo o muerto a Bolívar. Iba con nosotros
don Agustín Horment, francés de origen, quien fue el primero
que, arrojándose a la puerta del palacio, hirió mortalmente al
centinela y franqueó el paso a los que le acompañábamos.
Entramos inmediatamente, sin otra resistencia que la del cabo
de guardia, quien recibió una herida mortal, después de haber
dado un sablazo al heroico joven Pedro Celestino Azuero.
El resto de la guardia, que ascendía a unos cuarenta soldados
selectos mandados por un valiente capitán, fue rendido y
desarmado por la tropa que mandaba el comandante Carujo,
sin que hubiese necesidad de un solo tiro de fusil. Nos
hallábamos, pues, en posesión del palacio, y era preciso
penetrar hasta el dormitorio de Bolívar. Subí el primero
la escalera, y, con riesgo de mi vida, desarmé al centinela
del corredor alto, sin herirlo. Quedó libre el paso y seguimos
a forzar las puertas que conducían al cuarto de Bolívar, guiados
por el valiente joven Juan Miguel Acevedo, que había tomado
el farol de la escalera para alumbrarnos. Cuando hubimos
forzado las primeras puertas, salió a nuestro encuentro, en la
oscuridad y desvestido, el teniente Andrés Ibarra, a quien
uno de los conjurados descargó un golpe de sable en el brazo,
creyendo que era Bolívar. Iba a segundar el golpe, pero
Ibarra gritó, y yo detuve al agresor, habiendo conocido a
aquel en la voz. Zuláibar y Azuero empezaron a gritar vivas
a la libertad, y Bolívar, alarmado y sospechando lo que
sucedía, se arrojó a la calle por una ventana, y fue a ocultarse
debajo de un puente del río de San Agustín. Cuando rompimos,
pues, la puerta de su cuarto de dormir, ya Bolívar se había
salvado. Nos salió al encuentro una hermosa señora, con
una espada en la mano, y con admirable presencia de ánimo
y muy cortésmente nos preguntó qué queríamos.
Correspondimos con la misma cortesía, y tratamos de saber
de ella en dónde estaba Bolívar. Alguno de los conjurados
llegó poco después y profirió algunas amenazas contra aquella
señora, y yo me opuse a que la realizara, manifestándole que no
era aquel el objeto que nos conducía allí. Procedimos a buscar
a Bolívar, y un joven negro, que le servia, nos informó que se
había arrojado a la calle por la ventana de su cuarto de dormir.
Nos asomamos algunos a aquella ventana, que Carujo había
descuidado de guardar, y adquirimos la certidumbre de que
Bolívar se había escapado. Entretanto tronaba el cañón del
batallón de artillería contra las puertas del cuartel de Vargas,
y un fuego vivo de fusilería se había empeñado en la calle entre
los dos cuerpos. Vi que se había frustrado nuestro plan, y me
dirigí a la calle para escaparme, con Azuero, Acevedo, el doctor
Mariano Ospina y otros. Horment y Zuláibar hicieron lo mismo,
luego que hubieron vendado la herida que había recibido el
teniente Ibarra, operación que hicieron con la corbata de Zuláibar,
según se me refirió después.”)
Hacia el amanecer, Manuela Sáenz escuchó un coro de triunfales voces de multitud que daba vivas a Bolívar: “Viva el Libertador-Presidente”... “Viva la República”... “Muerte a los traidores”..., gritaban el pueblo y las tropas.
Era que en la madrugada el general Rafael Urdaneta, Ministro de la Guerra, informa-do del alzamiento, había asumido el mando y ordenado el arresto de los conspiradores.
Como a las cinco de la mañana, restablecida la normalidad en la capital gracias a la fidelidad del batallón “Vargas” y del ejército en general, cuando la valiente ecuatoriana se asomó a indagar la suerte de su amado, lo contempló, sano y salvo, jinete en un caballo ajeno y con una chamarra militar prestada, llegando a la plaza, acompañado y aclamado por los soldados y el pueblo.
Allí estaba toda la oficialidad reunida para brindarle su apoyo al Presidente, quien, ronco de frío y de emoción, agradeció a todos su lealtad.
Cuando el general Santander, jubiloso en apariencia porque el Libertador estaba con vida, quiso felicitarlo, Manuela pudo ver la gélida mirada de desdén y distanciamiento que el Presidente le dirigía a su otrora hombre de confianza.
(El testigo que ya conocemos, González, narró así el final de la rebelión:
“Cesó el combate y empezaron a oírse por las calles los vivas
de las tropas del Dictador, quien al oírlos salió de su escondite
y se reunió a los que lo buscaban. Siguió entonces la persecución
de los vencidos y la prisión de los que se sospechaba o se sabía
que eran autores del hecho... Desde luego, se redujo a prisión a
los generales Santander y Padilla con todos los artilleros que
se habían rendido. El Coronel Guerra, como Jefe del Estado
Mayor, intervenía en todo, hasta que aprehendido el comandante
del batallón de artillería, éste dijo que había obrado por orden
de aquél. Entonces se le redujo a prisión y poco después fueron
también aprehendidos Horment, Zuláibar, Pedro Celestino Azuero
y varios oficiales.”
Luego agregaba, refiriéndose al cadalso que podía verse en la plaza mayor de la capital hasta un mes después de transcurridas las ejecuciones de los traidores:
“Allí (en la horca) se hicieron sucesivamente las ejecuciones
del ilustre Padilla, de Horment, de Zuláibar, de Azuero, de Silva,
de Galindo, de Hinestrosa, de Guerra, de López y de algunos
artilleros; y allí se meditaba ejecutar a Santander, a Herrera,
a Mendoza, a Briceño, a Acevedo, a los Buitragos, a Ezequiel
Rojas y a todos cuantos fuesen aprehendidos. El teniente coronel
Carujo, que se hallaba oculto en Bogotá y había burlado las más
exquisitas pesquisas de la policía dictatorial, dirigió una
representación al Gobierno ofreciendo revelar por un término
abstracto y general (así decía) todo lo relativo a la conjuración,
si se le concedía la vida y se le permitía salir del país.
Accedióse a su solicitud, y Carujo se presentó inmediatamente
e hizo una relación de lo que sabía...”)
Al alba, radiantes ambos por haber conjurado el peligro y seguir con vida, Manuela y Bolívar se fundieron en un abrazo cuando él llegó de nuevo al Palacio. Al separarse, mirándola y aferrándola por los hombros con delicada firmeza, él le dijo, eufórico: “¡Este día tú has sido la Libertadora del Libertador!”.
VII: EL ADIÓS
El pitar de un gigantesco ballenero anclado como a legua y media del puerto cortó la vívida evocación de Manuela Sáenz y el ensimismamiento de sus dos huéspedes escuchándola.
Samuel Róbinson se incorporó del piso de tierra para estirar las piernas.
–¿Es verdad que no se pudo probar nunca que el lambiscón de Santander estaba enre-dado en el complot, o lo dirigía? –preguntó.
Ella asintió con la cabeza, con rabia. El señor Cónsul aprovechó:
–¿Y es cierto que fue el Libertador quien le perdonó la vida, a pesar de que un tribunal lo condenó a muerte?
Manuela asintió otra vez, como resignándose:
–Al pérfido de Santander y a Carujo les permitió vivir, y también a gran número de los conspirados, aunque el general Urdaneta, que era el Presidente del Tribunal Especial que se nombró para conocer del caso, quería ahorcarlos a todos, pero,... ¿qué quiere que le diga?... El General Bolívar era la magnanimidad en persona.
Se produjo un nuevo silencio y la brisa de la tarde paitense pareció llevarse en sus giros la larga evocación de la figura de Simón Bolívar, el Presidente-Libertador de seis naciones soberanas sudamericanas.
Alexander Rúden suspiró y se puso de pie con evidente intención de marcharse, tras cerciorarse de que su pipa estaba apagada.
–En fin, amigos míos, no sé cómo agradecer el honor que ambos me han hecho al compartir un momento tan especial con un extraño. Soy deudor obligado para lo que gusten mandar.
–¡Por favor, Excelencia, más bien le agradecemos don Simón y yo su benevolencia al regalarnos su amable compañía!
–Es que debo atender unos asuntos oficiales –dijo, e inclinóse de nuevo el diplomá-tico–. Doña Manuela, ¿qué respuesta debo dar a nuestro joven escritor y aventurero Melville?
–¡Ah, si, el poeta obsesionado con la blanca bestia marina! –sonrió ella–. Pues escríbale usted, por favor, que deseo mucho que encuentre su ballena, que autorizo a usted a relatarle todo lo referido a la noche septembrina que escuchó hoy aquí y que pronto yo misma le haré llegar, por su intermedio, mis apuntes al respecto.
–No esperaba menos de usted, señora mía –dijo el Cónsul con cierta solemnidad.
Volvió a inclinarse, pero antes de salir, una maliciosa sonrisa le iluminó la faz:
–¿Quizá su indulgencia podría satisfacer una última curiosidad?
Manuela abrió los brazos, interrogativa.
–¿Cómo es que una mujer como usted vino a dar a un lugar como Paita, querida amiga?
–¡Oh! –hizo ella–. Luego que el General Bolívar murió, me convertí en un problema, casi en una penitencia para todos cuantos se alimentaban de su luz, Excelencia. El señor general Juan José Flores, que era y es todavía Presidente de mi país, Ecuador, me expatrió, dizque porque yo era una amenaza para su gobierno; luego me autorizó a volver a Quito, pero yo no quise; mantuve aquí mi destierro voluntario –y ante el asombro de ambos, sonrió–. Como lo oyen... Ocho años llevo ya en Paita... Toda mi familia ha muerto, ¿a qué voy a regresar a la capital?... Sólo la gloria de haber amado al general Bolívar me mantiene viva.
Con un esfuerzo inesperado, que cogió por sorpresa a los dos hombres, se incorporó y miró al señor Cónsul con ojos de profundo convencimiento:
–Voy a regalarle una confidencia desprovista de apasionamiento, señor Rúden. Escuche: Si el Libertador hubiera nacido en Francia, habría sido más grande que Napoleón. ¡Valía más, y lo afirmo porque conozco bien la sangrienta historia del corso!
–¿Y quién más autorizada que usted para emitir tal opinión? –aprobó Rúden–. En fin, señora mía, le ruego avisarme en cuanto tenga listas las traducciones. Beso su mano y soy ahora más que nunca su ferviente admirador.
–Señor Rúden, la Providencia guarde a usted muchos años –respondió ella.
–Señor Rodríguez, estaré por siempre agradecido a mi gobierno por haberme enviado a Paita y con ello haber tenido la oportunidad de conocer a usted. ¡Fue un placer, maestro!
–Señor Cónsul, si en nuestra América hubiera más diplomáticos como usted, no harían falta tantas guerras en nombre de la paz. Le deseo larga vida y muerte repentina.
–Caballeros, ¿un brindis con carato de piña por el americano más grande que haya visto nuestro sol...? –dijo Manuela Sáenz, sirviendo sendos vasos del sabroso guarapo.
Ellos tomaron los suyos y los entrechocaron, diciendo:
“¡Por su Excelencia el Libertador Simón Bolívar! ¡Salud!”
En ese momento se sintió otro alboroto de los canes y acto continuo entró Jonathás con una enorme bandeja vacía bajo un brazo, en compañía de otra negra, delgada y un poco más joven, quien traía terciado un costal de tela ordinaria.
–¡Patronita, mire, vendí toditico...! –sonrió Jonathás, mostrando el azafate. Nathán, la otra sirvienta desde niña de Manuela Sáenz, tras una reverencia a los dos hombres, sonrió a su ama y le alargó la talega:
–Su'ama, que aquí le manda su compadre Fermín el que le faltaba, con los saludos de sus ahijados Simón y Simona.
Manuela, con una sagaz mirada a los dos hombres, abrió la bolsa y extrajo su contenido. Lo contempló un momento y lanzó una gozosa carcajada. Movió la cabeza con aprobación y después lo enseñó a Róbinson y al Señor Cónsul:
Era un retrato a crayón de un perro muy flaco y muy feo, espejo de uno de los que por allí andaban. Los dos hombres lo observaron un momento y luego volvieron la cabeza para examinar el original, que les gruñó, extrañado, y escuchó que el viejo y su ama decían a coro y entre risas destempladas:
–¡Juan José Flores!
«««»»»
Excepcionalmente, al amanecer del siguiente día, la mar Pacífica regalaba a la villa de Paita una brisa suave y tibia, olorosa a clavo y a jazmín, aroma proveniente (con toda probabilidad) de un carguero de especias surto en el puerto desde la madrugada.
Temprano, el errante Simón Rodríguez (y el delirante Samuel Róbinson con él) había reemprendido con el primer sol su peregrinar hacia ninguna parte, siempre en pos del sueño imposible de convertir la esencia en presencia, el instinto en sociabilidad, la enseñanza en aprendizaje.
Al despedirse de la vieja amiga trató de que los sentimientos no echaran a perder lo que regía al corazón. En la puerta del rancho, después de abrazar a Nathán y a Jonathás, sus brazos de oso apurruñaron largamente a su titana (como íntimamente la consideraba), y le explicó el futuro:
–Manuelita, me voy, porque dos soledades no pueden vivir juntas. Tengo que irme. ¿Se acuerda que le comenté que tengo un negocio pendiente en Guayaquil?... Bueno... Además los pies me piden camino, querida Coronela... Eso sí: en cualquier momento vuelvo, a ver si nos morimos juntos y repentinamente, quién quita, ¿oyó, briosa amiga?
Ella lo miró hondo, bien pagada, y le contestó, sin tristeza:
–Cuando le provoque, Don Simón. Ya sabe que ésta es su casa.
El viejo sonrió con profunda, resignada tristeza, emprendió camino y a los pocos pasos se detuvo, giró hacia la puerta del rancho en la cual las dos mujeres y los canes le contemplaban aun y apuntó con el bastón hacia el mar:
–Tengo intención de ir a Quito a saludar al presidente y paisano Flores. ¿Algún recado, amiga?
Ella, por toda respuesta, encendió el tabaco que mordisqueaba, le lanzó varias volutas, impenetrable el rostro, y acto seguido penetró en la casa.
El viejo movió la cabeza, se caló más el sombrero y partió definitivamente.
A manera de epílogo:
¿Leyeron Manuela Sáenz y/o Simón Rodríguez “Moby Dick”, la narración de la obsesiva persecución de la ballena blanca emprendida por el aventurero poeta y escritor neoyorquino Herman Melville? No es improbable, supuesto que el libro vio la luz por primera vez en 1851, y ambos vivirían varios años aun.
Por lo demás, fiel a su promesa, el ya muy anciano y enfermo andariego universal intentó retornar (once años después de su última visita) junto a su amiga, pero las fuerzas se le agotaron antes.
La muerte lo atajó a la entrada de un poblado llamado San Nicolás de Amotape, a pocas leguas de Paita, el 28 de febrero de 1854. Murió, al parecer, víctima de fiebres malignas y deficiencias renales, y en la más absoluta miseria, a los 83 años de su edad.
Manuela Sáenz, La Coronela, la esposa que abandonó al doctor James Thorne, su insulso marido inglés, para correr detrás del caraqueño en pos del amor verdadero y de la gloria, fallecerá dos años más tarde, presa de la difteria, a mediados de noviembre del año 56, próxima a cumplir los 59 años, y también en extrema pobreza, pero la Posteridad jamás olvidará su noche de gloria, su apoteosis histórica, cuando enfrentó, sola, a doce asesinos sedientos de sangre y hambrientos de poder, y evitó a la Gran Colombia la mancha inútil pero indeleble del asesinato del Padre Libertador.
Ambos eran ya, en el tiempo de esta narración, dos grises espectros con la mochila de la vida en las espaldas, como dijera Róbinson.
Eran fantasmas... con algo que contarnos.
FIN
(HIJUELA 1: ¿La Última Carta de Róbinson?
Tres meses antes de fallecer, Simón Rodríguez le escribió a un amigo lo que supone-mos sea su última carta, desde el puerto de Guayaquil:
“Guayaquil, 26 de noviembre de 1853. Señor General don José Trinidad Moran.
Amigo: Cuántos años hace que no nos vemos?
Un francés me saca de aquí para llevarme a Lambayeque. Mañana salgo embarcado como Noé en una balsa. Escríbame a Lambayeque, y si puede mándeme un socorro, por que estoy como las putas en cuaresma, con capital y sin réditos. Preguntando por usted unos me dicen que está en Lima, y otros en Chile. El dador de ésta es el señor Landarou, persona de mí confianza.
Adiós amigo!
Deseo a usted como para mí salud para que no sienta que vive,
distracción para que no piense en lo que es
y muerte repentina para que no tenga el dolor
de despedirse de lo que ama, y de sí mismo para siempre.
SIMÓN RODRÍGUEZ.)
(HIJUELA 2: La Famosa Carta de Manuela a su esposo.
Transcribimos la conocida carta que Manuela Sáenz respondió a su marido legal, el acaudalado médico inglés James Thorne, con ocasión de las muchas que éste le enviaba rogándole volviera con él a cambio de ser perdonada de sus infidelidades.
Esta negativa epistolar de Manuela a volver con su marido se hizo tan famosa en el Perú y el Ecuador, que hasta finales del siglo XIX, según refieren Ricardo Palma y otros prestigiosos autores, las damas que no deseaban volver a saber nada más de ellos, ante el reclamo de reconciliación de sus hombres, les recitaban el comienzo de la esquela de la quiteña a Thorne.
He aquí la celebérrima contestación:
(HIJUELA 2: La Famosa Carta de Manuela a su esposo.
Transcribimos la conocida carta que Manuela Sáenz respondió a su marido legal, el acaudalado médico inglés James Thorne, con ocasión de las muchas que éste le enviaba rogándole volviera con él a cambio de ser perdonada de sus infidelidades.
Esta negativa epistolar de Manuela a volver con su marido se hizo tan famosa en el Perú y el Ecuador, que hasta finales del siglo XIX, según refieren Ricardo Palma y otros prestigiosos autores, las damas que no deseaban volver a saber nada más de ellos, ante el reclamo de reconciliación de sus hombres, les recitaban el comienzo de la esquela de la quiteña a Thorne.
He aquí la celebérrima contestación:
“¡No, no, no más, hombre, por Dios! ¿Por qué hacerme usted escribir faltando a mi resolución? Vamos, ¿qué adelanta usted sino hacerme pasar por el dolor de decir a usted mil veces no?
Señor: usted es excelente, es inimitable; jamás diré otra cosa sino lo que es usted. Pero, mi amigo, dejar a usted por el general Bolívar es algo; dejar a otro marido sin las cualidades de usted sería nada. ¿Y usted cree que yo, después de ser la predilecta de este general y con la seguridad de poseer su corazón, preferiría ser la mujer de otro, o del Padre o del Hijo o del Espíritu Santo o de la Santísima Trinidad?
Si algo siento es que no haya sido usted mejor para haberlo dejado. Yo sé muy bien que nada puede unirme a él bajo los auspicios de lo que usted llama honor. ¿Me cree usted más honrada por ser él mi amante y no mi esposo? ¡Ah! Yo no vivo de las preocupaciones sociales inventadas para atormentarse mutuamente.
Déjeme usted, mi querido inglés. Hagamos otra cosa: en el cielo nos volveremos a casar, pero en la tierra no. ¿Cree usted malo este convenio? Entonces diría yo a usted que era muy descontento. En la patria celestial pasaremos una vida angélica y toda espiritual (pues como hombre, usted es pesado); allá todo será a la inglesa, porque la vida monótona está reservada a su nación (en amores, digo, pues en lo demás, ¿quiénes más hábiles para el comercio y la marina?) El amor les acomoda sin placeres, la conversación sin gracia y el caminar despacio, el saludar con reverencia, el levantarse y sentarse con cuidado, la chanza sin risa; estas son formalidades divinas, pero yo, miserable mortal que me río de mí misma, de usted y de otras seriedades inglesas, etc., ¡qué mal me iría en el cielo! Tan malo como si fuera a vivir en Inglaterra o Constantinopla, pues los ingleses me deben el concepto de tiranos con las mujeres, aunque no lo fuese usted conmigo, pero sí más celoso que un portugués. Eso no lo quiero yo. ¿No tengo buen gusto?
Basta de chanzas. Formalmente y sin reírme, con toda la seriedad, verdad y pureza de una inglesa, digo “que no me juntaré más con usted”. Usted anglicano y yo atea, es el más fuerte impedimento religioso; el que estoy amando a otro, es mayor y más fuerte. ¿No ve usted con qué formalidad pienso?
Su invariable amiga, Manuela”)
Notas:
(*) ---(Manuela Sáenz se refiere, en efecto, al doctor Florentino González, uno de los jefes del complot planificado para el 28 de octubre del año de 28 (día de San Simón) que tuvo que explotar el 25 de septiembre por el temor de los rebeldes a ser descubiertos. Florentino González, luego de los sangrientos sucesos, fue hallado culpable de conspiración contra el Gobierno y condenado a muerte, fallo que a posteriori se le conmutó por el de prisión solitaria en el Castillo de Bocachica, en Cartagena, y que cumplió durante sólo 18 meses.
Este notable jurista y político neogranadino, que después fue hasta candidato presidencial de su país, publicó (25 años más tarde de los sucesos de septiembre) en febrero de 1853 en el periódico “El NeoGranadino” de Bogotá, en las ediciones números 236, 237, 238 y 239, unos apuntes o memorias sobre su participación en aquellos “gloriosos” acontecimientos.
En cuanto al asunto (tan tenazmente discutido después) de si el ex vicepresidente de Colombia (destituido por Bolívar y suprimido su cargo luego de la Convención de Ocaña), general Francisco de Paula Santander, sabía de la conspiración que estaba en marcha, he aquí lo que divulgó el jurisconsulto traído a colación por Manuela Sáenz en las citadas Memorias:
“El general Francisco de Paula Santander era Vicepresidente
Constitucional de Colombia; y aunque Bolívar, por sí y ante
sí, lo había declarado cesante, todos reconocíamos en él al
depositario del poder legal, que se encargaría del gobierno de
Colombia, si era destruido el régimen dictatorio... Era, pues,
nuestro objeto destruir este régimen, apoderándonos de las
personas de Bolívar y sus ministros, venciendo la resistencia
que podíamos encontrar en algunos cuerpos de la fuerza armada
y poner en seguida a la cabeza del gobierno al Jefe Constitucional
de la Nación, quien dispondría de la suerte de los usurpadores.
Este fue el plan primitivo de la revolución, acordado por la
Comisión Directiva, y éste fue el plan que se puso en conocimiento
del general Santander, para lo cual fui yo comisionado.
“Yo no podré desaprobar nunca los esfuerzos que se
hagan para restablecer el gobierno que el pueblo de Colombia
se dió y que el general Bolívar ha destruido. Sólo tengo que
hacer a usted una objeción relativa a mi persona: Si una
revolución tiene lugar hallándome yo en el país, y en la ciudad
misma en que ella estalle, va a decirse que yo he promovido
esta revolución, y que la he promovido por ambición personal,
no por el noble deseo de restituir la libertad a mi patria.
Yo no quiero, Florentino, que nunca pueda sospecharse ni
decirse semejante cosa de mí. Déjenme ustedes alejarme del
país y dispongan de su suerte sin mi intervención, para que no
haya ningún pretexto para contrariar sus esfuerzos”.
No me dio ninguna respuesta decisiva acerca de su aquiescencia
a tomar el mando; mas yo vi en su silencio la convicción íntima
de que no podía dejar de hacerlo así; mis compañeros pensaron
lo mismo que yo, luego que les referí mi conversación con el
general Santander. Bien persuadidos de que el Vicepresidente
no dejaría de tomar el mando si conseguíamos destruir el
gobierno dictatorio, en la siguiente reunión de la Junta
Directiva resolvimos poner en acción los medios de que
podíamos disponer para lograr aquel resultado.
Era jefe del Estado Mayor del Departamento de Cundinamarca
el coronel Ramón N. Guerra, miembro de la Junta Directiva; y
un batallón de artillería, que era uno de los cuerpos de la
guarnición, era mandado por jefes y oficiales unidos conmigo
en ideas políticas, y dispuestos a arriesgarlo todo para
obtener el restablecimiento del régimen constitucional.”
“Memorias”, Florentino González, “El NeoGranadino”, Bogotá)
(**) ---(Este Pedro Carujo es el mismo que 7 años después, el 8 de julio de 1835, en Caracas, allanó la casa del Presidente de la República de Venezuela, doctor José María Vargas, al frente de un piquete militar, con el argumento manido, cómodo y simplista de que los gobiernos primero son de hecho y luego de derecho.)
Respecto del asunto de la fecha del rencuentro histórico de Manuela y Róbinson debemos señalar que el ya citado prestigioso historiador ecuatoriano Alfonso Rumazo González, uno de los primeros biógrafos de la Sáenz, da dos fechas contradictorias del acontecimiento en dos de sus libros: En “Manuela Sáenz, la Libertadora del Libertador” (Ediciones Mundial Bogotá), asegura, en la página 282:
“Un día apareció por allí (por casa de Manuela en Paita, Perú) Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar. Estaba viejo, pero no vencido; los ochenta años han caído ya sobre sus hombros.”
Este dato nos permite fijar la fecha del hecho, pues Rodríguez nació en 1771; si tiene 80 años ya, estamos en 1851... Pero, en otro libro suyo (“Simón Rodríguez, Maestro de América”, Biografía Breve, Ediciones de la Presidencia de la República de Venezuela 2004), Rumazo González recrea la misma visita pero como ocurrida 8 años antes, al aseverar, en la página 153 (y siguientes): “Y se alejó (Rodríguez) del Perú aquel 1843, rumbo a Guayaquil... En la ruta, el buque se detiene en un pequeño puerto peruano: Paita. Desciende a tierra el viajero, para visitar a Manuela Sáenz... Residía allí desde ocho años atrás... Allí la visitó Rodríguez, que no la había visto desde hacía dieciocho años” (en Lima y Chuquisaca, en 1825).
Por su parte, Arturo Uslar Pietri, en su novela “La Isla de Róbinson”, apunta:
“Fofa, abotagada, con las pequeñas manos revoloteando al extremo de los gruesos brazos, inflada de carnes y de trapos planchados, recostada en su hamaca, estaba Manuela Sáenz. No la veía (Rodríguez) ¿desde cuándo? Desde hacía casi veinte años en Lima y en Chuquisaca.”
Más adelante, el autor de “Las Lanzas Coloradas” cuenta que luego de visitar a Manuela en Paita, Róbinson siguió a Lima y luego a Quito, donde se entrevistó con su paisano venezolano Juan José Flores: “El Presidente Flores lo recibió con simpatía. Hablaron de Bolívar, como era inevitable”... “Ahora, al fin, después de 12 años llevan sus restos a Caracas”, comentó Róbinson a Flores, y esta nueva precisión del doctor Uslar situaría entonces la visita del maestro a Manuela a finales de 1842 o principios de 1843, pues los restos del Libertador llegaron, en efecto, a Caracas en diciembre de 1842.
(El encuentro entre Manuela y Róbinson está documentado por el escritor peruano Luis Alberto Sánchez, quien conoció en Paita en 1923 a “la Morito”, una negra ya nonagenaria que había servido a la quiteña hasta la muerte de ésta, según observa Rumazo González).
Bibliografía:
Bolivariana de Venezuela, Sociedad: “Escritos de Simón Rodríguez”
Rumazo González, Alfonso: “Manuela Sáenz, la Libertadora del Libertador”
Rumazo González, Alfonso: “Bolívar”
Rumazo González, Alfonso: “Simón Rodríguez, Maestro de América”
Uslar Pietri, Arturo: “La Isla de Róbinson”
Uslar Pietri, Arturo: “Cuéntame a Venezuela”
Villanueva, Laureano: “Vida de Don Antonio José de Sucre”
Carreño, Eduardo: “Vida Anecdótica de Venezolanos”
Campos Menéndez, Enrique: “Se llamaba Bolívar”
No hay comentarios:
Publicar un comentario